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MEDIDA DE NUESTRA ACCION
Llamamos personalista a toda doctrina, a toda civilización que afirma el primado de la persona humana sobre las necesidades materiales y sobre los mecanismos colectivos que sustentan su desarrollo.
Al agrupar bajo la idea de personalismo unas aspiraciones convergentes, que buscan hoy su camino por encima del fascismo, del comunismo y del mundo burgués decadente, no se nos oculta la utilización desidiosa o brillante que muchos harán de esta etiqueta para disimular el vacío o la incertidumbre de su pensamiento. Prevemos las ambigüedades, el conformismo, que no dejarán de infectar la fórmula personalista como cualquier fórmula verbal sustraída a una recreación continua. Por esto puntualizamos sin tardanza que:
El personalismo no es para nosotros más que un santo y seña significativo, una cómoda designación colectiva para doctrinas distintas, pero que, en la situación histórica en que estamos situados, pueden ponerse de acuerdo en las condiciones elementales, físicas y metafísicas de una nueva civilización. El personalismo no anuncia, pues, la creación de una escuela, la apertura de una capilla, la invención de un sistema cerrado. Testimonia una convergencia de voluntades y se pone a su servicio, sin afectar su diversidad, para buscar los medios de pesar eficazmente sobre la historia.
Por tanto, deberíamos hablar en plural de los personalismos. Nuestra finalidad inmediata es definir, frente a unas concepciones masivas y parcialmente inhumanas de la civilización, el conjunto de primeras aquiescencias que pueden servir de base a una civilización centrada en la persona humana. Estas aquiescencias deben estar lo bastante fundadas en la verdad para que este nuevo orden no se divida contra sí mismo; lo suficientemente comprensivas, también, para agrupar a todos los que, dispersos en diferentes filosofías, participan de este nuevo espíritu. Precisar con todo rigor las verdades últimas de estas filosofías no es materia de la carta común que aquí esbozamos: eso es labor propia de la meditación o de la adhesión voluntaria de cada uno. Y si esta precisión, como es normal, lleva a unos y otros a ver de forma distinta los fines supremos de toda civilización, nuestra misma inspiración nos prohíbe el tratar de reducir estas posiciones vivas a una ideología común, extraña a cada una de ellas y peligrosa para todas. Es suficiente con que sea posible un acuerdo entre ellas sobre la estructura de la ciudad donde libremente actuará su concurrencia; contra todas las ciudades donde serían ahogadas conjuntamente.
Por lo demás, las verdades básicas sobre las que apoyaremos nuestras conclusiones y nuestra acción no han sido inventadas ayer. Tan sólo puede y debe ser nueva su inserción histórica fundada en nuevos datos. A la búsqueda, aun a tientas, de esa salida histórica, le damos como señal de unión el nombre singular de personalismo. Estas páginas tienen por objeto el precisado.
NI DOCTRINARIOS NI MORALISTAS
No hacernos solidarios de los futuros charlatanes del personalismo es pedir que, en última instancia, seamos juzgados por nuestros actos. Pero toda acción no es un acto. Una acción no es válida y eficaz más que si, en principio, ha tomado la medida de la verdad que le da su sentido y de la situación histórica que le da su escala al mismo tiempo que sus condiciones de realización. En el instante en que de todas partes, bajo el pretexto de la urgencia, se nos impulsa a actuar, sin importar cómo ni hacia qué, la primera necesidad es recordar estas dos exigencias fundamentales de la acción y darles cumplimiento. Porque nos enfrentan tanto con los ideólogos como con los políticos.
Desde la óptica de los políticos, que se ríen de la verdad o del error V toman por realidad histórica los sucesos cotidianos, el resultado visible e inmediato, o el acontecimiento cargado de unas pasiones sin futuro, es fácil distinguir una concepción de la civilización que comienza por dibujar sus perspectivas en cierto absoluto espiritual. Más bien existirá la tentación de arrojarIa entre las ideologías y las utopías. Aquí es donde será preciso librar a nuestro método del error congénito de la mayoría de los espiritualismos.
Unas veces han tomado la forma de un racionalismo más o menos rígido. Construyen entonces con ideas o, más recientemente, con consideraciones técnicas de teóricos, un sistema que piensan imponer a la historia mediante la fuerza exclusiva de la idea. Cuando la historia viva o la realidad del hombre les oponen resistencia, creen ser tanto más fieles a la verdad en cuanto se aferran a su sistema; tanto más puros en cuanto mantienen su utopía en su inmovilidad geométrica. En ello se reconoce a estos doctrinarios que infectan la revolución en el mismo grado que la conservación.
No menos peligrosos son los moralistas. Extraños, igual que los doctrinarios, a la realidad viva de la historia, le oponen no un sistema de razón; sino unas exigencias morales tomadas en su más amplia generalidad. En lugar de hacer gravitar sobre la historia una fuerte estructura espiritual que, mediante un conocimiento profundo de las necesidades y las técnicas del momento, se hubiese creado un mecanismo preciso de acción, diluyen una energía de gran valor en una elocuencia de buena voluntad, pero ineficaz. Algunos tratan de ir más allá del discurso moral. Llegan desde luego a una crítica espiritual de las fuerzas del mal. Pero cuando abordan la técnica ofensiva, parece como si no poseyeran más que fuerzas morales y, sobre todo, fuerzas morales individuales. Armonizan suposiciones muy puras con una forma de arte blandengue de la realidad social. Exhortan a los individuos, con razón, a cultivar las virtudes que crean la fuerza de las sociedades. Pero olvidan que unas fuerzas históricas, desencadenadas de su sumisión a lo espiritual, han creado estructuras colectivas y necesidades materiales que no pueden estar ausentes de nuestros cálculos si lo espiritual es, al mismo tiempo, carnal. Entrañan los moralistas un peligro permanente el hacer pasar por encima, es decir, al margen de la historia, a esas fuerzas espirituales con las que precisamente queremos animar la historia.
El hacer referencia a unos valores espirituales, y afirmar su primacía, no puede ser, por tanto, para nosotros, continuar el error doctrinario o moralista. Tomamos la civilización en toda su profundidad. Es una amalgama de técnicas, de estructuras y de ideas realizadas por hombres, es decir, por libertades creadoras. Es solidaria en todos sus elementos: si uno solo llega a faltar o se corrompe, su carencia compromete a todo el edificio.
Y es aquí que las técnicas y las estructuras están repletas de determinismos, residuos muertos del pasado, fuerzas extinguidas que continúan su carrera y arrastran a la historia. Las ideas se ven estorbadas por ideologías, abstracciones inmovilizadas y simplificadas para un amplio consumo, que moldean los espíritus y oponen resistencia dentro de ellos a la creación espiritual. Frente al idealismo o al moralismo denunciados, damos una gran importancia, en el juicio que hacemos de una civilización y en la técnica de acción que proponemos contra una u otra, a estos elementos de base y a los determinismos que encierran. El descubrimiento de este realismo, del que están demasiado desacostumbrados, es la lección que los defensores de lo espiritual han recibido de las exageraciones del marxismo.
Una vez despiertos de nuestro sueño dogmático, lejos de comprometer la solidez de nuestra posición final, la asentamos sobre un terreno firme. Podemos decir, pues, sin que ello parezca una evasión de los problemas inmediatos, que ni el alma ni el estilo esencial de una civilización dependen exclusivamente del desarrollo de las técnicas, ni sólo de la faz de las ideologías dominantes, ni incluso de un logro feliz de las libertades conjugadas. Una civilización es, ante todo, una respuesta metafísica a un llamamiento metafísico, una aventura en el orden de lo eterno, propuesta a cada hombre en la soledad de su elección y de su responsabilidad.
Precisemos nuestra terminología. Llamamos civilización, en sentido estricto, al progreso coherente de la adaptación biológica y social del hombre a su cuerpo y a su medio; cultura, a la ampliación de su conciencia, a la soltura que adquiere en el ejercicio de la mente, a su participación en cierta forma de reaccionar y pensar, particular de una época y de un grupo, aunque tendente a lo universal; espiritualidad, al descubrimiento de la vida profunda de su ser o de su persona. De esta forma, hemos definido las tres etapas ascendentes de un humanismo total. Pensamos -y con ello quizá nos acerquemos al marxismo- que una espiritualidad encarnada, cuando es amenazada en su carne, tiene como primer deber liberarse y liberar a los hombres de una civilización opresiva en lugar de refugiarse en los temores, en las lamentaciones o en las exhortaciones. Pero contra el marxismo afirmamos que no existe ninguna civilización ni cultura humana más que metafísicamente orientadas. Tan sólo un trabajo que se refiera a algo por encima del esfuerzo y de la producción, una ciencia que se refiera a algo por encima de la utilidad, un arte por encima del pasatiempo y, finalmente, una vida personal dedicada por cada uno a una realidad espiritual que le lleva más allá de sí mismo, son capaces de sacudir las cargas de un pasado muerto y alumbrar un orden verdaderamente nuevo. Por esto, al borde de la acción, pensamos, ante todo, en tomar una medida del hombre y de la civilización.
MEDIDA DE NUESTRA ACCIÓN
Esta medida, contrariamente a lo que de ella piensan todos los reformismos, debe ser fijada con amplitud de miras.
Históricamente, la crisis que nos solicita no tIene las proporciones de una simple crisis política, ni las de una crisis económica profunda. Asistimos al derrumbamiento de una zona de civilización nacida a fines de la Edad Media, consolidada al mismo tiempo que minada por la era industrial, capitalista en su estructura, liberal en su ideología, burguesa en su ética. Participamos en el alumbramiento de una civilización nueva, cuyo supuestos y creencias aún están confusos y mezclados con las formas desfallecientes o con los productos convulsivos de la civilización que se borra. Cualquier acción que no se eleve a las proporciones de este problema histórico, cualquier doctrina que no se ajuste a estos datos no son sino tarea servil y vana. Cinco siglos de historia se tambalean, y cinco siglos de historia comienzan, indudablemente, a cristalizar. En este punto crítico, se deberá a nuestra sagacidad el que nuestros gestos inmediatos se pierdan en el remolino o lleven lejos sus consecuencias. Si a ninguna angustia se le debe rehusar una medicina provisional en la medida en que ésta aparezca más eficaz que peligrosa y si es necesario conservar el sentido de la lentitud y de las transiciones de la historia, no es menos preciso convencer a los que hoy emplean todas sus fuerzas en evitar o ignorar el cambio que éste es fatal y que, si ellos no lo dirigen, les aplastará.
Nuestra ambición espiritual no debe ser menor que nuestra ambición histórica. ¿Hablaremos también nosotros de crear un hombre nuevo? No, en mi sentido, pero sí, en otro.
No, si se piensa que cada época de la historia produce un hombre radicalmente distinto al hombre de las edades anteriores, por efecto exclusivo de las condiciones de vida en que ella se sitúa y de la evolución colectiva de la Humanidad. Creemos que las estructuras exteriores favorecen o impiden, pero no crean al hombre nuevo, quien nace por el esfuerzo personal. Pensamos que estas estructuras no tienen dominio sobre todo el hombre. Creemos en ciertos supuestos permanentes y también en ciertas vocaciones permanentes de la naturaleza humana. Para fijarles unos límites, ciertamente somos modestos. Tantos siglos nos han acostumbrado a nuestras flaquezas históricas que ya no sabemos de ordinario distinguir la naturaleza de nuestras viejas enfermedades. Será preciso un número indefinido de ensayos, de errores y de aventuras, para saber los límites de lo humano y de lo inhumano. Donde se creía que el terreno era maleable se tropezará con la roca. Esta resistencia que algunos atribuían a las leyes eternas del universo, cederá de manera inesperada. Presunción o ingenuidad de pensar que todo sea naturaleza, o de rechazar que nada lo sea. Esta última negativa alimenta cierto mesianismo, tan impreciso como utópico, del Hombre Nuevo histórico que nosotros rechazamos.
Sin embargo, mucho nos cuidamos de rechazado de la misma forma que esos satisfechos que confunden el servicio de lo eterno con la conservación de sus privilegios o la triste impotencia de su imaginación y que asimilan la naturaleza del hombre a la condición accidental a que la obliga el desorden de cada época. No cabe duda de que ya nos sería imposible renovar considerablemente el aspecto de la mayoría de las vidas al liberar al hombre moderno de todas las servidumbres que pesan sobre sus vocaciones de hombre. Si le asignamos un destino espiritual, es aún más evidente que él puede fecundar al mundo con el perpetuo milagro de su creación; que él está muy lejos aún de haber agotado los recursos de su naturaleza incompletamente ejercida y explorada, y que la historia tiene más de una cara en reserva, aunque se le hayan fijado ciertos cálculos y ciertos límites.
Una civilización nueva, un hombre nuevo: arriesgamos más al disminuir la ambición que al abrazarla un tanto por encima de nuestro alcance. Sabemos bien que cada edad no realiza una obra casi humana si no ha escuchado la llamada sobrehumana de la historia. Nuestro fin a largo plazo sigue siendo el que nos habíamos asignado en 1932: tras cuatro siglos de errores, paciente y colectivamente, volver a hacer el Renacimiento.
Según el método propuesto, nos apoyaremos, en primer término, en un estudio crítico de las formas de civilización que culminan su ciclo o de aquéllas que, mediante sus primeras realizaciones, quieren sucederlas. En un examen tan breve, estamos obligados a sistematizar y a deducir, de la mezcolanza de la historia y de las ideas, formas puras, doctrinas-límites. El genio o la habilidad de sus defensores, la complejidad de la materia histórica en que ellas se realizan, la resistencia o los recursos de los seres vivos, les dan en la realidad mil matices y acomodaciones. Ellas siguen siendo, sin embargo, las tres o cuatro líneas de mayor pendiente que se disputan la dirección de la historia. Una cosa es el accidente de superficie y la realidad de los hombres y otra el peso global de una civilización que excava bajo los remolinos y las efervescencias de su carrera la pendiente que le conduce hacia la inmovilidad de la muerte. Al subrayar en cada ocasión esta pendiente más o menos disimulada, no deformaremos nuestro objeto mucho más que al dar de nuestra concepción un esquema del que esperamos con confianza que el porvenir le enriquecerá con la enseñanza irreemplazable de su realización en la práctica.
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