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II

LAS CIVILIZACIONES FASCISTAS

Fuerte es la tentación de agrupar bajo una misma eSpecie, pese a sus divergencias notables, a las concepciones fascista, nacionalsocialista y comunista. Desde el punto de vista de las exigencias de la persona humana, la que en última instancia decide, sus incompatibilidades más radicales desaparecen, efectivamente, tras su pretensión común de someter las personas libres y su destino singular a disposición de un poder temporal, centralizado, que, habiendo asumido todas las actividades técnicas de la nación, pretende por añadidura ejercer su dominio espiritual hasta en la intimidad de los corazones. Esta teocracia nueva y vuelta al revés que otorga el poder espiritual al poder temporal, sobrepasa en amplitud histórica las circunstancias que la han vinculado, en un caso, a la causa del anticomunismo, y en otro, al movimiento proletario. Como tal la abordaremos, sin vincularla, por tanto, a las valoraciones de hecho que haremos sobre las realizaciones materiales o las místicas de segunda clase de uno u otro sistema. Si, a pesar de todo, clasificamos aparte el comunismo, es para respetar unos orígenes humanos, claramente demasiado distintos pese a la identidad característica de su proceso histórico.


EL HECHO FASCISTA

Durante demasiado tiempo, como para no querer precisar este vocabulario, hemos oído llamar fascistas a todos los movimientos que no eran ni comunismos ni capitalismos, y antifascismos a las agrupaciones hostiles a todas las dictaduras, salvo a las dictaduras de extrema izquierda.

En su sentido más estricto, el fascismo califica al régimen que Italia se ha dado en 1922, y únicamente a él. Pero se acostumbra a empleado para designar más ampliamente a un fenómeno histórico muy determinado de la posguerra que puede resumirse así: en un país agotado o decepcionado, en todos los casos poseído por un sentimiento potente de inferioridad, un acuerdo secreto se produce entre un proletariado desesperado, tanto económica como ideológicamente, y las clases medias dominadas por la angustia de su proletarización (que ellas asimilan al éxito del comunismo). Cristaliza una ideología por el poder intuitivo de un Jefe; juega a la vez con un arsenal histórico de virtudes ausentes: honestidad, reconciliación nacional, patriotismo, sacrificio a una causa, consagración a un hombre; con una afirmación revolucionaria que arrastra a los más jóvenes y a los más radicales; y para templarla, con una mística esencialmente pequeño burguesa: prestigio nacional, retornos sociales (a la tierra, al artesanado, a la corporación, al pasado histórico), culto al salvador, amor al orden, respeto por el poder. Según sea, aunque sólo provisionalmente, más o menos conservador, y en cuanto nacional, el movimiento así creado agrupa, por las buenas o por las malas, ciertas fuerzas tangenciales: viejos nacionalismos, ejército, fuerzas del dinero, con las cuales es injusto confundirle, aunque sea frecuentemente su prisionero.

Los fascismos han nacido en distintos países de situaciones históricas completamente semejantes, de las que no han hecho la síntesis y deducido la doctrina más que a posteriori. Pero estas doctrinas tienden hoy a una sistematización progresiva; definen a una ciudad. un tipo de hombre y un estilo de vida que, bajo las modalidades de los temperamentos nacionales, ofrecen una indudable analogía de aspecto. Lo cual permite hoy hablar de fascismo en un sentido amplio, a condición, sin embargo, de no aplicar la palabra más que con rigor.


PRIMACÍA DE LO IRRACIONAL Y DE LA FUERZA

El fascismo, a primera vista, opone a la primacía de lo espiritual el primado de la fuerza. Cuando escucho la palabra espíritu -decía Goering-, preparo mi revólver. Al fascismo le gusta la afirmación de este pragmatismo en términos provocativos. Se vanagloria de no pensar, de marchar sin otro fin que la marcha. ¿Nuestro programa? -declara Mussolini-. Nosotros queremos gobernar Italia. Y a un diputado que le pide ingenuamente que precise su concepción del Estado, responde: El honorable Gronchi me ha pedido que defina al Estado; yo me contento con gobernarlo.

El aspecto simpático de estas salidas de tono es la negación revolucionaria del racionalismo burgués, de la República de los profesores, de los que descubren a veces, como uno de ellos decía un día, que la acción también es creadora. Y no podemos por menos que sentirnos de acuerdo con la verdad confusamente expresada en estas fórmulas: que el hombre está hecho para comprometerse y abnegarse, no para analizar el mundo desligándose de sus responsabilidades.

Pero la afirmación fascista va mucho más lejos. A la búsqueda misma de la verdad mediante el ir y venir del espíritu que opone tesis y antítesis, la tilda de liberalismo estéril que envenena a los pueblos. La razón es lo que divide: es la abstracción, teórica o jurídica, que inmoviliza al hombre y la vida; es el Judío y su dialéctica disolvente; es el maquinismo, que mata el alma y engendra la miseria; es el marxismo, que descoyunta la comunidad; es el internacionalismo, que descompone la patria. Pero se va más allá. Se acostumbra al joven fascista a confundir racionalismo con inteligencia y espiritualidad, aunque una legítima reacción contra el racionalismo burgués le lleve a desconfiar de toda aplicación de la inteligencia a la dirección de la acción y a rechazar, en nombre del realismo, cualquier jurisdicción sobre la política de los valores espirituales universales.

Es cierto que el fascismo pretende realizar también una revolución espiritual. No se comprendería al fascismo -escribe Mussolini (1)- en muchas de sus manifestaciones prácticas, como organización de partido, como sistema de educación, o como disciplina, si no se le considerase en función de su concepción general de la vida. Esta concepción es espiritualista. Quien haya visitado sin prejuicio los países fascistas o haya tomado contacto con sus organizaciones y sus juventudes, no ha dejado, en efecto, de quedar sorprendido por la auténtica fuerza espiritual que mueve a estos hombres violentamente arrancados a la decadencia burguesa, cargados de todo el ardor que da el haber encontrado una fe y un sentido a la vida. Negarlo, o combatir estos valores auténticos, aunque turbios, con lacrimosas fidelidades a un mundo decadente o a virtudes de bolsillo; oponer una incomprensión de militante o exhortaciones de sedentarios a los países que han recobrado el sentido de la dignidad, a unas juventudes a las que se ha liberado de la desesperación, a unos hombres que acaban de descubrir, tras años de indiferencia pequeño burguesa, la dedicación, el sacrificio, la amistad viril, es impulsar con mayor violencia aún dentro de los errores que se condenan a una generosidad mal orientada pero llena de vigor.

Si se juzga el nivel espiritual de un pueblo sólo por la exaltación que mueve a cada hombre a rendir más allá de sus fuerzas y le impulsa violentamente por encima de la mediocridad, si se mide únicamente por los valores del heroísmo, es cierto que los fascismos pueden reivindicar el mérito de un despertar espiritual, tanto más auténtico, sin duda, en cuanto se aleja de las violencias y de las intrigas del organismo central para alcanzar las capas profundas de un país que ha vuelto a tener confianza en sí mismo. Más de una de sus reacciones -contra las desviaciones del racionalismo, del liberalismo, del individualismo- son sanas en su origen. De los valores propios que han vuelto a poner en vigor hay incluso varios de ellos que al comienzo ofrecen una indicación justa, aunque su realización sea deplorable. Despojemos la mística del jefe de la idolatría que la corrompe, y encontraremos en ella la doble necesidad de la autoridad basada en el mérito y la dedicación personal; quitemos a la disciplina su coacción y sin dificultades encontraremos, aquí y allá, un alma personalista cautiva por realizaciones opresivas.

No reprochamos al fascismo el descuidar o negar lo espiritual, sino más bien el limitarlo a una embriaguez permanente de los ardores vitales, eliminando con ello implícitamente los valores superiores a favor de las espiritualidades más toscas y de las místicas más ambiguas (2. El fascismo romano, en la tradición del Imperio, se embriaga más bien con la disciplina un poco ruda de un Estado que se constituye él mismo en un poder lírico. El nacionalsocialismo, recogiendo también, por su parte, la herencia histórica del romanticismo germánico, se construye una metafísica más confusa de las fuerzas telúricas y del lado oscuro de la vida. Mientras que el racionalismo aparece como una especie de fuga hacia el progreso, de horror instintivo hacia todos los elementos primarios del hombre, el misticismo nazi, por el contrario, como escribía Tillich en vísperas de la revolución, es un retorno apasionado del hombre hacia sus orígenes. Debilitado, enervado por la civilización contemporánea, el hombre se repliega sobre sí mismo, sube a las fuentes de su carne y busca en ellas ayuda y protección, mediante ese reflejo del adulto desamparado que va a buscar abrigo en su infancia. El suelo, la sangre, la nación son para él un nuevo Lebensraum, un nuevo espacio orgánico de vida. Ya no está perdido, aislado en las grandes soledades modernas. A este espacio vivo puede tocado con sus manos, medido con su mirada o con su trabajo y sentirlo latir dentro de sí al ritmo de su sangre puramente germánica.

Una reacción tan brutal de las fuerzas oscuras no debe sorprendernos tras la larga y triste descomposición del idealismo burgués. Hasta el exceso sería comprensible si fuese provisional. Pero el peligro está en que estos instintos aspiran a darse la dignidad de un sistema. Entonces vemos nacer, sin que lo sepan sus autores, un nuevo racionalismo, más duro que el antiguo: porque un sistema puede crearse con elementos instintivos igual que con elementos racionales; y los primeros no son menos artificiales, rígidos e inhumanos. Cuando unos legistas hábiles como Ugo Spirito o Panunzio se esfuerzan en demostrar que en el Estado fascista todas las contradicciones humanas se anulan espontáneamente mediante la gracia infalible del régimen; cuando Rosenberg se ocupa con pesadez de explicar toda la historia humana mediante el conflicto de los nórdicos contra los negroides, no vemos lo que se haya ganado con ello en comparación con el profesor liberal o el dialéctico marxista. Que no se diga que éstas son justificaciones sin importancia de unos filósofos encargados a posteriori de la decoración metafísica del régimen: varios centenares de miles de soldados y de obreros, en Etiopía, o las víctimas del 30 de junio de 1935, en Alemania, saben en qué yunque se forja la soldadura espontánea entre las voluntades individuales y los designios del Estado imperial.

El prestigio nacional, los ardores vitales, estos vinos embriagadores, si los que los escancian no tienen como finalidad el apartar al hombre de sí mismo, no dejan de tener efecto: un delirio colectivo que adormece en cada individuo su mala conciencia, embrutece su sensibilidad espiritual y ahoga en emociones primarias su vocación suprema. Cárcel más dura, más secreta, más terrible por sus seducciones que la de las ideologías. Y si esta exaltación dirigida despierta, pese a todo, algunas regiones profundas del hombre, un deseo insaciado de comunión, de servicio, de fidelidad, es tanto más cruel el verles esclavizados por una nueva opresión de la persona.


PRIMADO DE LO COLECTIVO NACIONAL

Paralelamente a su afirmación antiintelectualista, el fascismo es una reacción antiindividualista. Aquí también no tendríamos por menos que felicitamos de la reacción, si al rechazar el individualismo ésta no comprometiese al mismo tiempo las garantías inalienables de la persona humana y, al querer restaurar la comunidad social, no la estableciese sobre la opresión.

Señalemos inmediatamente que, tanto para el fascismo italiano como para el nacionalsocialismo, la idea de una comunidad humana y de un paso hacia la universalidad, aunque fuese con todas las garantías que se pueden tomar en una senda donde ideologías prematuras han sembrado la devastación, no llega a plantearse.

Abramos la Carta del Trabajo, que es la Declaración de Derechos del Fascismo italiano. En ella vemos sucesivamente (art. 1) al individuo subordinado a la Nación dotada de una existencia, de unos fines y medios de acción superiores en poder y duración, y a la Nación identificada con el Estado fascista en el cual ella se realiza íntegramente. ¿Simple ficción jurídica? No nos dice eso Mussolini al proclamar que el Estado es la verdadera realidad del individuo, que todo está en el Estado y que nada humano existe ni a fortiori tiene valor fuera del Estado. Esto está claro. Varias escuelas de juristas y pensadores se han dedicado a fundamentar este absoluto del Estado fascista en la sociología, en la psicología y en la mística. Cuando demuestran que el Estado-Nación es la única fracción de la especie que está organizada para alcanzar los fines de la especie (Rocco), es sobre la biología social, y no sobre la persona donde ellos asientan su doctrina. Cuando se esfuerzan en mostrar que ese Estado-Nación es la necesidad espiritual central del individuo (Panunzio), la expresión completa del devenir del espíritu, la síntesis de lo universal y de lo individual, y que, de esta forma, encierra en sí tanto las razones de nuestro derecho como de nuestro deber, tanto las razones de la extensión de nuestra individualidad como de sus límites (Giuliano), no queda duda de la ontología antipersonalista que anima al sistema. En el lenguaje de Mussolini, y de muchos de sus comentaristas, es preciso denunciar que no sólo un riguroso estatismo jurídico, sino un verdadero panteísmo religioso, en su sentido más estricto, es el que inspira sus fórmulas. El Estado está más identificado conmigo que yo mismo; la verdadera libertad es la adhesión y la fusión total en su voluntad, que engloba y anima a mi voluntad; el fin del individuo es su identificación en el Estado, igual que el fin de la persona para el cristiano es la identificación (en este caso sobrenatural y elevada) de la persona con Dios. Tal es, por ejemplo, la dialéctica de Ugo Spirito; y si se le hace una reivindicación en defensa de la persona, os contestará con la ingenuidad de los dogmáticos que un conflicto entre la persona y el Estado no es formulable más que en el lenguaje, y no es posible más que en el régimen liberal; y que el simple hecho de contemplar esta posibilidad es ya ceder a la terminología extrínseca, común al liberalismo y al socialismo.

El individualismo nietzscheano que aparece en ciertas palabras de Mussolini; la complacencia del fascismo de los primeros momentos por el liberalismo económico, no deben ilusionarnos. El antipersonalismo del fascismo italiano es radical. El individuo vive en la Nación, de la que es un elemento infinitesimal y pasajero y de cuyos fines debe considerarse como órgano e instrumento (3) (Gino Arias). La persona no sólo es despreciable, sino que es el enemigo, el mal. Aquí es donde actúa el profundo pesimismo sobre el hombre que se halla en la base de los fascismos, igual que en todas las doctrinas totalitarias desde Maquiavelo y Hobbes: el individuo tiende inevitablemente al atomismo y al egoísmo, es decir, al estado de guerra, a la inseguridad y al desorden. Unicamente el artificio de la razón, engranado con una habilidad mecánica de las pasiones (como dirán los latinos), o exclusivamente la afirmación incondicional del poder público (como dirán los germanos), pueden engendrar el orden civil que se impone al mal y organiza el caos. y para imponerse a él, muy lejos de aquel mínimo de gobierno, según la exigencia liberal inspirada en el optimismo roussoniano, es un máximo de gobierno lo que necesita el individuo. Este orden civil es indiscutible, ya que únicamente él es humano y espiritual. E incluso es un orden divino, puesto que el Estado en la literatura fascista se afirma frecuentemente como una Iglesia, incluso más que una Iglesia, puesto que no reconoce realidad a las personas y a los grupos intermedios más que en su propia sustancia. El individuo no debe pretender que se le atribuyan unos derechos localizados en el círculo de su propia persona, ya que él no es más que un socius y no posee existencia más que dentro de la totalidad (Chimienti, Volpicelli). El Estado reclama el dominio absoluto de la vida privada, de la economía, de la vida espiritual, para sí y mediante su órgano activo, el Partido, en manos de su Jefe: de esta forma, la dictadura colectiva se convierte en dictadura personal mediante la dictadura de una minoría actuante, ayudada por una policía. Si aún no ha alcanzado esta total disolución de los individuos en la realidad estatal, el trabajo de la voluntad nacional de identificación (Spirito) se continúa a través de los individuos, incluso sin saberlo, y la frase de Mussolini: El Estado no sólo es el presente, es sobre todo el futuro está ahí para recordarnos que el Estado, como la humanidad de Renan, es un Dios que se hace.

El nacionalsocialismo se nutre de concepciones menos cesaristas y más wagnerianas de la comunidad social. La realidad primera, la sustancia mística, no es ya el Estado, sino la comunidad del pueblo, el Volkstum, la Volksgemeinschaft, noción orgánica opuesta a la noción estática (como su nombre indica) del Estado. La Nación no se reabsorbe aquí en la unidad jurídica del Estado, porque el Estado nacional no es más que una estructura entre muchas otras al servicio del pueblo alemán. El Estado romano puede anexionarse un Imperio heterogéneo al pueblo de Roma si su poder lo exige, ya que él es expansivo. El Estado alemán no puede decretar arbitrariamente las condiciones de sangre y de comunidad histórica que constituyen al pueblo alemán, el Reich: él no es más que irredentista, al menos en cuanto permanezca fiel a su mística, pero lo es con toda la fuerza del instinto.

Tierra, sangre, comunidad del pueblo, tales son los tres ingredientes con los que se puede caracterizar una realidad tan densa, peligrosamente inaprehensible, como el Volkstum. Establecen una mística comunitaria que se junta a la mística de los orígenes en un naturalismo que encuentra su analogía en determinados medios reaccionarios franceses.

La naturaleza es de derechas, escribe Ramuz. La mística del campesino y del retorno a la tierra que desarrolla la Alemania nacional socialista no es únicamente un medio de lucha contra el obrerismo marxista; está vinculada con la mística de la raza que el campesino contribuye más que nadie a mantener pura, lejos de las ciudades, porque él es la fuenté intacta de la sangre alemana, el depositario de sus virtudes y de su fecundidad. Contrariamente al obrero, no ha surgido del capitalismo (W. Darre), y más aún, se le considera como una especie de sacerdote en participación sagrada con la tierra nutricia. Muy próxima está la concepción de la mujer, por naturaleza destinada a vivir más cercana que el hombre del ritmo secreto de la vida, y de ahí la importancia qUe le otorga el régimen, no para liberarla o desarrollarla como persona, sino para vincularla muy íntimamente a su exclusiva función generadora.

Sobre la raza no existe nada que ya no se haya dicho. La seriedad con la que se continúa la propaganda racista, mientras que la ciencia universal, sin distinción de ideologías, no llega a dar un sentido al concepto de raza pura, y mientras muchos de los mismos sabios alemanes han cerrado discretamente al racismo las puertas de su laboratorio, es un testimonio del carácter religioso de esta propaganda supuestamente científica. No era necesario, para resolver algunas situaciones indudablemente difíciles, que Rosenberg sobrepasase los límites últimos del ridículo. Pero la comunidad alemana estaba necesitada de mitos poderosos para creer en sí misma.

Se ha señalado que el racismo no es tanto un dogmatismo teórico como un medio accesorio de reforzar la afirmación del pueblo alemán como comunidad histórica. Esta es la verdadera divinidad inmanente que se corresponde en dignidad sagrada con el Estado del fascismo italiano. Ella es la que dirige, mediante su vida subyacente, el socialismo comunitario que ha sustituido al socialismo científico, de igual forma que la religio a la ratio, ella es la que anima al Partido, donde no se debe ver el instrumento del Estado, sino el corazón y el alma de la nación; ella es la que inspira esta extraña economía feudal apoyada completamente no en el Contrato de trabajo o de asociación, sino en la confianza personal en un sentido, en la fe jurada en el otro, entre el Führer de la fábrica, representando a la comunidad nacional y su séquito.

El nacionalsocialismo no incluye en su doctrina respecto a la persona humana este desprecio que es inherente al juridicismo romano. Aquí y allá, en el sistema, al contacto mismo de los hombres, los gérmenes del personalismo son mucho más fáciles de descubrir que en el estatismo mussoliniano. Una especie de optimismo biológico y nacional a la vez le sostiene. Un encanto del Viernes Santo se alza sobre el buen pueblo alemán, el mejor entre las fuerzas buenas. Estamos lejos de Maquiavelo y del Leviatán, del idolo frío y maligno del Estado superando el caos de los individuos. Paganismo también, pero un paganismo florido y confiado en el hombre. Una corriente de amor circula del pueblo hacia su Führer, y la dulzura es aquí completamente distinta del delirio romano. Si queréis asombrar a un nazi, decidle que vive bajo una dictadura; el fascista italiano, al contrario, se vanagloria de ello. Sin embargo, sólo la materia ha cambiado; la forma permanece idéntica. El volkstum llama a sus miembros a la fidelidad en la alegría. Pero el que se resiste queda rechazado de la comunidad con una brutalidad que no se llega a sospechar cuando uno se limita a considerar la sonrisa del régimen. La grandeza de la nación alemana sigue siendo el valor supremo de todas las energías. Un solo hombre, enviado por el Todopoderoso (obsérvese esta forma impersonal que siempre tiene de llamar a Dios), descifra los caminos subterráneos de la nación predestinada. Avanza como un sonámbulo con la sola luz de su estrella infalible que se refracta sobre todos los sistemas satélites de führers locales, igual que se extendía de noble en noble la fidelidad feudal. Es juez divino e infalible de los destinos del pueblo alemán. Fuera de él, en el interior, no existe salvación; y, en el exterior, nadie posee autoridad sobre lo que él ha decretado de una vez que es justo e injusto. La exigencia totalitaria de esta mística tenía que conducir a la creación de una religión alemana al servicio del Estado.

De esta forma, tanto de un lado como de otro, vemos la independencia y la iniciativa de la persona, o bien negadas, o limitadas por las exigencias de una colectividad que está ella misma al servicio de un régimen. Los fascismos no se salen, sin embargo, del plano individualista. Han nacido de las democracias agotadas cuyo proletariado, por lo demás, se hallaba muy poco personalizado. Ellos son su fiebre y su delirio. Una masa de hombres desamparados, y ante todo desamparados de sí mismos, han llegado a este extremo de desorientación en el que no les quedaba más que un solo poder de deseo: la voluntad, frenética a fuerza de agotamiento, de desembarazarse de su voluntad, de sus responsabilidades, de su conciencia, en un Salvador que juzgará por ellos, querrá por ellos, actuará por ellos. Todos, ciertamente, no han permanecido como instrumentos pasivos de este delirio. Al azotar el país, ha despertado energías, suscitado iniciativas, elevado el tono de los corazones y la caridad de los actos. Pero esto no es más que una efervescencia de la vida. Las opciones últimas, las que únicamente forjan al hombre en la libertad, permanecen a merced de la colectividad. La persona sigue estando desposeída: lo estaba en el desorden, lo está ahora en un orden impuesto. Se ha cambiado de aspecto, pero no de plano.




Notas

(1) Le fascisme, Denoel & Steele, París.

(2) Cf. Esprit, Des pseudo-valeurs spirituelles fascistes; número especial, enero de 1934.

(3) Discurso del 10 de marzo de 1929.

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