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III
EL HOMBRE NUEVO MARXISTA
El antimarxismo es una actitud no menos confusa ni menos falaz que el antifascismo. Según la amenaza inmediata, el personalismo puede regular de forma diversa su conducta hacia uno u otro de estos bloques, sin tener por qué acantonarse en unas concentraciones vinculadas ambas a unos regímenes que él rechaza.
Nuestra negativa de elegir entre estas formaciones al margen de situaciones tácticas dadas no supone indecisión ni duplicidad de pensamiento. El personalismo es el único terreno sobre el cual puede trabarse un combate honrado y eficaz contra el marxismo. Pero el bloque antimarxista, tal como lo hemos visto hasta ahora constituido, es un órgano de defensa del capitalismo. No se combate un error con el desorden que lo engendra. Los que -y nosotros conocemos a algunos- se adhieren a este bloque por móviles sinceramente espirituales, frecuentemente disimulan así, sin tener ellos mismos conciencia, sus temores, sus egoísmos, los reflejos de clase que les vinculan sin saberlo al desorden establecido. Finalmente, como toda coalición dirigida por intereses e instintos más que por ideas, el antimarxismo confunde de ordinario una serie de realidades que no siempre coinciden y que divergen frecuentemente: el movimiento proletario; su sistematización en el pensamiento de Marx; la desviación de este pensamiento por el marxismo circulante; la corrupción de segundo grado de este marxismo vulgar por las exposiciones notables de incompetencia o de mala fe que hacen de él sus adversarios; el comunismo ruso; lo que en él es comunista y lo que es ruso; y, finalmente, la dirección dada al comunismo por nuevos equipos de dirigentes. En cuanto a los diversos socialismos, mezclan tantas tradiciones y espíritus diferentes, unos rígidamente marxistas, otros pequeño burgueses, otros, por último, personalistas en más de un aspecto, que escapan aún en mayor medida a una condenación sin paliativos. La honradez y la eficacia misma de la crítica nos ordena separar estos problemas. Es preciso añadir que el método polémico de refutación, que subestima al adversario y rechaza en bloque con el error las verdades que él posee en rehén, es el método más apto para consolidar la fuerza que el error saca de estas verdades cautivas.
Más importante que todas estas consideraciones de método, un hecho convierte en trágica la batalla que deben librar con el marxismo aquellos para quienes la línea central del destino de los hombres debería tener como eje el destino de los más sufridos y los más necesitados de entre ellos: los pobres y los oprimidos. En todas partes donde puede expresarse, el marxismó posee la confianza del mundo de la miseria. Aunque estas raíces sean en él poco profundas -y ciertos cambios lo han mostrado suficientemente-, simboliza para este mundo, actualmente, la liberación; da a las más legítimas reivindicaciones, a la mayor riqueza humana de este tiempo, una forma que ellos creen solidaria de sus esperanzas. No cabe duda, por otra parte, que los partidos marxistas, pese a ciertas objeciones capitales que puedan hacérseles, hayan ayudado en gran medida a la intelección y el progreso de la organización social. Cualquier flecha que se les lance, hiere, tras ellos, a hombres justamente rebeldes y compromete nuestra causa en regiones de su corazón en que las heridas son largas de curar. Nuestras polémicas más radicales, desde este ángulo, adquieren, por ello, una gravedad singular. También se nos exige más que a los otros por esto. Sólo una ruptura total, sin ambigüedad y sin arrepentimiento, tanto en nuestra vida privada como en nuestras doctrinas, con las fuerzas de la opresión y del dinero, puede dar autoridad a la doble y necesaria disociación que hemos emprendido: la de los valores espirituales y del desorden establecido; la del marxismo y de la revolución necesaria.
EL HUMANISMO MARXISTA
Durante largo tiempo, el marxismo oficial ha aplazado hasta después de la construcción socialista el tomar en consideración el problema del hombre. Esta posición la tenía incluso por imposible anteriormente, ya que las condiciones que debían decidir el nacimiento del hombre nuevo aún no se habían dado. Durante cincuenta años -se escribía entonces- los problemas del hombre no se plantearán (1). Cuando intentábamos, en esta época, deducir por nuestros propios medios la metafísica de las realizaciones soviéticas, se nos podía reprochar, y nosotros mismos podíamos temerlo, el sistematizar lo provisional o anticiparte a lo desconocido.
La situación no es ya la misma desde que el marxismo ha renunciado a esta abstención y, volviendo a sus fuentes, ha tratado de precisar su punto de vista sobre el hombre. Recordémoslo en su parte esencial.
LA DIALÉCTICA MATERIALISTA
Siguiendo a Hegel, Marx concibe la Historia como producto de una dialéctica, de una fecundación recíproca y progresiva entre la Idea y la Naturaleza. Señalemos que el problema fundamental del marxismo se plantea dentro de unos términos en los que la persona humana, como realidad existencial primaria, no tiene cabida. No es muy importante, por tanto, que Marx, como él se jacta ruidosamente, haya dado la vuelta a la jerarquía hegeliana; que la haya, como él dice, vuelto a poner sobre sus pies, y que dé a la Naturaleza la prepotencia y la preexistencia sobre la Idea. De esta Naturaleza, v principalmente de la Naturaleza organizada por el hombre en la Economía, hace él nacer efectivamente las ideologÍas, las cuales, lanzadas de nuevo a la Naturaleza (materia e industria), se enriquecen y a la vez la enriquecen trazando una nueva etapa del progreso humano. Todo el drama ocurre entre generalidades de las que el hombre personal no es más que testigo e instrumento.
El nuevo humanismo marxista, nacido alrededor de 1935, acentúa tres aspectos hasta ahora descuidados de esta doctrina:
1. Esta doctrina no es un fatalismo o un determinismo absoluto, una apología de la pasividad en la acción. En efecto, cuando una tesis A (por ejemplo, el capitalismo) produce una antítesis B (el proletariado, en este caso), la síntesis C (comunismo) nace de su interacción y no de la determinación mecánica de la segunda por la primera; y como gran parte de irracionalismo se introduce en la formación de B y de C, únicamente la experiencia histórica puede dárnosla, y no una deducción abstracta. Por lo demás, la interacción entre la Naturaleza y la Idea, entre la infraestructura (económica) y la supraestructura (ideológica: filosofía, moral, religiones, derecho, etc.), no va en sentido único. Marx y Engels han afirmado varias veces que los reflejos ideológicos (lo que nosotros llamamos lo espiritual), aunque no poseen realidad propia y no son más que un producto del proceso económico, sin embargo vuelven a actuar a su vez sobre estos procesos materiales. Han aparecido recientemente algunos textos en los que Marx y Engels se excusan de no haber podido, por necesidades de la acción, insistir más ampliamente sobre esta acción de regreso del hombre y de sus ideas.
2. La dialéctica no es una filosofía de la transformación total, de una discontinuidad absoluta de la Historia en el sentido radical de la palabra revolución. En el término aufheben, que marca el paso a la síntesis, aparece el triple sentido de una supresión (elemento revolucionario), de una conservación y de una progresión. La nueva política comunista se ocupa de recoger y salvaguardar, transformándola, la herencia cultural de los siglos pasados.
3. La filosofía dialéctica, en oposición con el Idealismo burgués, y sobre todo con el Idealismo hegeliano, que hace de la realidad una calcomanía adherida a la Idealidad, es una filosofía de la acción y del hombre concreto. Son conocidas las fórmulas famosas El búho de Minerva no aparece más que al caer la noche, Los filósofos no han hecho más que dar diferentes interpretacionés del mundo; lo que importa, es transformarlo. Tal es el fundamento del realismo socialista que se halla en el centro del nuevo humanismo. Se ha opuesto radicalmente al racionalismo burgués. Este hace de la razón un ídolo tranquilizador y protector, destinado a ocultar al burgués de las fuerzas en estado de violencia mediante un sistema coherente de formas que encierre su ruda realidad; o también la emplea para justificar sus situaciones adquiridas y para mixtificarse a sí mismo los verdaderos móviles de su acción. El neorrealismo marxista, sin renegar de estas críticas, trata hoy, sin embargo, de rehabilitar el racionalismo burgués en la medida en que éste fue un esfuerzo hacia la totalidad y la universalidad: piensa que, para fundar la Internacional, sólo le falta descender al plano de la creación, es decir, en su terminología, de la producción.
LA CONDICIÓN HUMANA
¿Cuál es el lugar del hombre personal en ese desarrollo de la Historia?
Su existencia, para el marxismo, está completamente enraizada en la infraestructura económica de su medio y de su tiempo. Pero él ignora hoy esta filiación secreta, y su conciencia, ideológicamente falseada, le engaña en cuanto a su verdadera condición. No hay más que dos clases de hombres: los explotadores y los explotados, y todo hombre se define por el lugar que ocupa en una u otra clase. El explotador nutre su poder de la sustancia del explotado y llama vida del espíritu a la adoración un tanto repugnante de las ideologías que inventa para justificarse y complacerse. El explotado cae, a su vez, en las mixtificadones que le fabrica el explotador. Tomemos al individuo proletario. Realiza un trabajo. Pero el capitalismo le despoja progresivamente del fruto de su trabajo, del poder mismo de disponer de su actividad de trabajo. No anima, con ello, una realidad humana en la que todos podrían comunicar, sino un mundo de cosas y de mercancías que ya no se estiman más que como dinero. Los hombres no tienen ya relaciones entre ellos más que a través de estos intermediarios inhumanos. Están todos como vacíos, alienados de sí mismos por el régimen. El burgués lo está dos veces por su culpa, al liberarse de la ley del trabajo, y al renunciar a cualquier humanidad en su ideología. El trabajador lo está una primera vez contra su voluntad, cuando se le arranca su trabajo que es su sustancia; y lo está una segunda vez, con su consentimiento, cuando, como vacío de sí mismo, se evade mediante unos ideales mixtificadores (espíritu, vida interior, Dios) que le desligan de su destino concreto y le desvían de la conciencia revolucionaria de su opresión. El realismo socialista no se plantea sistemáticamente el problema de la conversión del burgués; hacia él no vuelve más que su arma: la lucha de clases. En cuanto al trabajador, al hacerle recobrar la conciencia justa de su situación y de su destino mediante la destrucción de los ideales que de ellos le apartan, cree darle la voluntad necesaria para transformar al mundo en lugar de adormecerse interpretándole y rehuyéndole.
El objeto inmediato de esta transformación es derrocar el capitalismo y establecer una nueva infraestructura económica. El trabajador, de objeto, se convertirá así en el sujeto de la Historia. Pero aquí comienza otra historia. Más allá de esta operación técnica, la transformación está centrada en una nueva concepción del hombre. ¿Cuál es la estructura de este nuevo sujeto? ¿Cómo se le despertará a la existencia? ¿Qué ideal se le asignará?
EL HOMBRE NUEVO
Cuando se reprocha al comunismo el no plantearse el problema del hombre singular, del hombre como persona, él nos recuerda, sobre todo recientemente (2), que la dictadura colectiva y minoritaria del proletariado no es más que una necesidad provisional, y que el marxismo ha puesto siempre como fin último de la revolución la manumisión del individuo, el reinado de la libertad y la desaparición del Estado. Efectivamente, estas fórmulas, mucho más vivas y orgánicas en el marxismo primitivo que en los defensores de una dictadura provisional que dura desde hace casi veinte años, testimonian que el problema de la persona ha sido entrevisto por él (3), mientras que un fascismo consciente se niega a plantearlo. Pero estas fórmulas no dejan de ser muy vagas en el mismo Marx y en todos sus discípulos. Ninguna antropología sólida las sostiene, y durante mucho tiempo incluso han prescindido de esta antropología con toda tranquilidad de espíritu. Comenzamos a poseer hoy sobre el contenido de estas fórmulas generales algunas indicaciones precisas. Las utilizaremos; pero, para no modificar las perspectivas profundas del marxismo al compás de las variaciones temporales, nos remontaremos más allá de las NEP metafísicas a este centro de la doctrina en que el marxismo es una concepción total del hombre, una religión.
Restauraciones recientes del marxismo auténtico, tras las fórmulas demasiado gastadas del marxismo vulgar (4), le han logrado distinguir, con justicia, ya de un fatalismo perezoso, ya de un materialismo elemental que no hace actuar más que a determinismos mecánicos y lineales, o de un simple racionalismo. Pero estas correcciones no hacen más que devolver a un pensamiento original la flexibilidad que había perdido al catequizarse. Y no modifican su orientación final.
Queda, en efecto, en la base del marxismo una negación fundamental de lo espiritual como realidad autónoma, primera y creadora. Esta negación adopta dos formas. En primer lugar, el marxismo rechaza la existencia de verdades eternas y valores trascendentes al individuo, en el espacio y en el tiempo; es decir, que rechaza esencialmente, en función de su postulado primario, no sólo el cristianismo y la creencia en Dios, sino cualquier forma de realismo espiritual. No ve en la realidad espiritual más que reflejos ideológicos; en el menor de los casos, un estado secundario del ser. En segundo lugar, no da cabida alguna, en su visión o en su organización del mundo, a esta forma última de la existencia espiritual que es la persona, y a sus valores propios: la libertad y el amor.
Ciertamente admite una acción propia de lo espiritual -ideologías y voluntades- en el progreso dialéctico de la historia. Pero si las ideas y voluntades que pone en movimiento ejercen una influencia que vuelve a actuar sobre la evolución total de la sociedad e incluso de la economía, sin embargo siguen estando bajo la influencia del desarrollo económico (5). Aquí y allá, el pensamiento, como escribió asimismo Engels, puede realizar el papel de primer violín en un país económicamente atrasado, pero es un pensamiento que ha nacido, por otra parte, de un determinismo económico: por ejemplo, la filosofía burguesa rige los hechos en la Francia del XVIII, pero es originaria de Inglaterra, donde ha sido formada por la nueva economía. En último análisis, por tanto, el pensamiento es una irrealidad secundaria, inmanente al proceso económico. En cuanto a otras formas de lo espiritual, ni siquiera las toma el marxismo en consideración. Respecto a la producción del pensamiento por el proceso económico, el marxismo no aporta en este tema más que una especie de mística materialista lamentablemente primitiva y confusa. Su indigencia aparece aquí con plena evidencia: oscila entre dos términos vagos: reflejo, imposición; diga lo que diga, vuelve a caer en un racionalismo muy cercano al viejo racionalismo burgués, sin ver que él mismo se niega la facultad para hacerlo si permanece fiel a un franco materialismo. La reciente opción de los intelectuales neocomunistas franceses a favor de la herencia cultural del siglo XVIII ha destacado fuertemente esta proximidad, y al mismo tiempo la indecisión filosófica -o, para decirlo francamente, la pobreza filosófica- del marxismo desde el momento en que se sale del campo de la ciencia social.
En este reducto, del que no le harán salir ciertas conciliaciones exteriores, podemos sacar a la luz lo que es para el marxismo la fuerza esencial de la historia. No es una realidad espiritual. No es la razón burguesa, de la que él ha destronado la solemne futilidad. Es el trabajo infalible de la razón científica prolongada por el esfuerzo industrial para hacer del hombre, siguiendo el ideal cartesiano (privado de la trascendencia cristiana), dueño y poseedor de la naturaleza. He aquí el dios inmanente, a la vez espíritu (físico-matemático), técnica, hierro y cemento. Es en este momento donde el marxismo se introduce como religión. Este dios, que se hace poco a poco, como el Estado italiano o el pueblo alemán, es, efectivamente, objeto de una fe indiscutida y fanática. Es un dios bueno: la imperfección de las condiciones económicas es la única causa del mal entre los hombres y en el hombre mismo. Desarrollemos la ciencia, organicemos el trabajo, Gracia obrera de salvación colectiva, y poco a poco serán reabsorbidas la miseria, la enfermedad, el odio y quizá la muerte. La insuficiencia de las condiciones materiales de vida es el único obstáculo a la expansión del Hombre Nuevo. No existe el homo duplex, ni el mal irreducible. La tecnicidad general reemplaza en el orden de los mitos a la voluntad general; el buen civilizado sustituye al buen salvaje.
De esta forma, el humanismo marxista prolonga la expresión de Bebel: El socialismo es la ciencia aplicada a todos los dominios de la actividad humana. Hubiera podido poner Ciencia con mayúscula y precisar lo que todo el mundo sobreentendía en la época: el humanismo marxista aparece, efectivamente, como la filosofía última de una era histórica que ha vivido bajo el signo de las ciencias fisicomatemáticas, del racionalismo particular y muy estrecho que ha surgido de ella, de la forma de industria, inhumana, centralizada, que encarna provisionalmente sus aplicaciones técnicas. La asimilación, frecuente en los espíritus marxistas, entre lo espiritual, lo eterno o lo individual con lo biológico, es significativa de este prejuicio de base. Sin salir incluso del plano científico y técnico, en el momento en que las ciencias biológicas y las ciencias del hombre inician la salida hacia un desarrollo que sin duda durará varios siglos y nos conducirá mucho más allá del rígido industrialismo de los siglos pasados, el marxismo formula la tensión extrema de una civilización que muere. Sólo que es una lástima para su dios inmanente el que sea un dios tan de 1880 (6).
VERDAD Y MENTIRA DEL COMUNISMO
Lo que de tan temible tiene el comunismo -escribía Berdiaeff en el primer número de Esprit- es esta combinación de verdad con error. No se trata de negar la verdad, sino de separarla del error. Precisemos: lo que el comunismo tiene de temible es este entrecruzamiento de errores radicales con puntos de vista parcialmente exactos e indudablemente generosos, esta anexión por el error de unas causas dolorosas cuya urgencia nos oprime. No se destruye el error mediante la violencia o la mala fe, sino con la verdad. Y la verdad más apta para dislocar un error dado es precisamente esa parte de verdad que está prisionera de él. Por ella vive el error, se propaga, se capta las voluntades. Está como revestida de una misión especial. Desolidarizando ese alma de verdad del error que hasta ahora la monopoliza, dándole una continuación histórica, quitaremos al error su poder de proselitismo.
UN REALISMO TRUNCADO
La denuncia por el marxismo del idealismo burgués y de su hipocresía social era, o habría podido ser, una aportación considerable al humanismo que buscamos. Constituía una indicación capital en torno a la cual los cristianos principalmente sentían con ella una fraternidad histórica. El marxismo ha profundizado en esto mucho más que el fascismo. Ha tomado al hombre en su centro de miseria, por donde pasa el eje de su destino. Ha comprendido la importancia histórica del movimiento proletario y ha dado de él la primera justificación global, apoyándola frecuentemente, por lo demás, sin saberIo, en postulados morales más duraderos que ciertas deducciones científicas. Sobre la formación de las ideologías, sobre la alienación del hombre moderno, se acerca a un terreno sólido.
Pero, con el pretexto de resolver la oposición entre el espíritu y la materia, no hace más que invertir los términos. Sin duda, suele tener razón en el plano en que se sitúa, en la medida misma en que el hombre hace abandono de las realidades espirituales y de su libertad: las ideologías son mucho más frecuentemente producidas por los intereses que estos intereses influidos por las ideologías. Al menos intercambian una interacción constante, una de cuyas fases, históricamente fundamental, ha sido mantenida en la oscuridad por la sociología y la psicología idealistas. Sin duda, como hemos dicho más arriba, no somos insensibles a todo lo que hay de sano, bajo la provocación de las palabras, en cierta reacción materialista. Se ha podido hablar justamente de una apercepción vengadora de la causalidad material (7 y de la explicación que encuentra en la irritante parcialidad de la ideología burguesa. Pero, para nosotros, se trata de salvar la realidad espiritual del hombre, y no una ideología determinada. Y las reacciones más excusables, hasta las más sanas, deben un día ser separadas del instinto e iluminadas por la verdad.
El hecho exclusivo de que el marxismo, en su reacción polémica, no haya sabido distinguir entre materialismo y realismo y oponer a un espiritualismo desencarnado un realismo espiritual integral del que la filosofía clásica, anterior a su desviación idealista, le ofrecía las líneas maestras, muestra hasta qué punto era estrecha la imagen que se hacía de la realidad del hombre.
Pero esta realidad del hombre, nosotros la enraizamos de una forma muy distinta a como él lo hace. La vocación central del hombre no es la dominación de las fuerzas de la naturaleza. O, si se prefiere una fórmula más amplia: la dominación de las fuerzas de la naturaleza no es ni el medio infalible ni el medio principal para el hombre de realizar, ni aun de descubrir, su vocación.
Eliminemos algunos malentendidos.
Sabemos que millones de hombres se hallan aún encadenados; el trabajo es su yugo, y hasta se les llega a negar en masa; la escasez de los productos de primera necesidad e su preocupación cotidiana; les falta, en resumen, el mínimo de condiciones materiales necesarias a unas fuerzas medias para la eclosión de una vida espiritual. Esta condición de las masas proletarias basta para excusar, si no para justificar, el desdén brutal de estas masas por una cultura o por unos valores espirituales que no se les presentan desde hace mucho tiempo más que como un paraíso artificial e inaccesible de sus explotadores. Esta misma condición basta todavía para justificar, sobre todo en los nuevos países, un considerable esfuerzo de producción y el entusiasmo de un pueblo que se construye mediante el trabajo una salud y una libertad. Repitamos que ninguna de nuestras críticas se dirigirá contra las necesidades técnicas exigidas por esta lucha radical contra la miseria y la proletarización, sino exclusivamente contra una mística sistemática del trabajo, de la razón científica y de la industrialización. Una vez más, no nos atrevemos a juzgar a los hombres a quienes el sufrimiento desconcierta, a quienes la humillación exaspera; nosotros, los que gozamos del privilegio de no estar agobiados por la búsqueda de los medios elementales de existencia. Pero no vemos qué cosa mejor podríamos hacer en su favor que mantener y madurar con ellos, gracias a nuestro privilegio de libertad, esta visión del mundo mediante la cual, una vez superada su miseria, se convertirán solamente en hombres.
Tampoco sentimos ningún gusto por ciertos desprecios aristocráticos (de raíz idealista) por el trabajo obrero ni por la mística de la inviolabilidad de la naturaleza cuyo origen es preciso buscar en el primitivismo facticio de las épocas decadentes.
Es innegable, por último, que el problema del sufrimiento y del mal está completamente falseado cuando toda la vida de los hombres, hasta su vida privada y su vida interior, sufre el peso de un régimen económico y social que no deja a la libertad más que un mínimo de ejercicio. Lo que se ha extraído de la naturaleza y del ingenio del hombre es, sin duda, algo ínfimo en comparación con lo que aún se puede obtener. No es presuntuoso imaginar cuántos sufrimientos elementales serían suprimidos, cuántas exigencias espirituales serían liberadas, cuántos problemas humanos despejados por nuevos descubrimientos científicos o por una distribución mejor de las condiciones de existencia de los hombres. Torcer el gesto al progreso científico o social bajo el pretexto de que no resolverá todos los problemas del hombre, es cubrir con una mala razón un defecto de imaginación o una inercia culpable. Creyendo que el mal y el sufrimiento subsistirán siempre en el hombre, estamos situados más cómodamente para colaborar sin reservas en la reconstrucción de las instituciones y los organismos: éstos son, efectivamente, mecanismos más o menos materiales, en los que se pueden fijar unas técnicas que son más fácilmente purificables o progresivas que los hombres considerados individualmente.
La actividad científica e industrial del hombre no es, pues, inútil, ni siquiera para lo espiritual. No está contaminada por no sabemos qué tara originaria. Pero lo que no podemos admitir es que acapare su vida y su metafísica.
No hay más que mirar alrededor para darse cuenta de que la desaparición de la angustia primitiva, el acceso a mejores condiciones de vida, no suponen infaliblemente la liberación del hombre, sino ordinariamente su aburguesamiento y su degradación espiritual. La conquista de la naturaleza y de unas condiciones mejores de vida es algo propio de la adaptación: la adaptación es necesaria a la vida, incluso a la vida espiritual, pero hasta cierto límite; más allá de él se convierte en un proceso de muerte. Por ello, nosotros no esperamos de todo progreso material más que el soporte y la condición necesaria, pero en modo alguno suficiente, de una vida más humana y no su culminación y su alimento. Una revolución por la abundancia, el confort y la seguridad, si sus móviles no son más profundos, conduce con mayor seguridad, tras las fiebres de la revuelta, a una universalización del execrable ideal pequeño burgués más que a una auténtica liberación espiritual. Una sociedad en sí misma más justa, hoy urgente, es para el mañana una facilidad aportada para un mejor juego de las actividades humanas, con unos riesgos disminuidos. Como toda facilidad, en el plano moral se convierte en un peligro de relajamiento. En este sentido denunciamos un humanismo del confort y de la abundancia material, y no en nombre de un ascetismo sistemático, que, para establecer una norma colectiva, sería puramente exterior y sin valor formativo. Cuando afirmamos Que el hombre se salva siempre mediante la pobreza, no queremos hipócritamente perpetuar la miseria, la degradante miseria. Queremos únicamente significar que, una vez vencida la miseria. cada uno debe estar desprovisto de apegos y de tranquilidad: cada uno debe conocer sus fuerzas V su medida.
Es decir, nosotros no oponemos la revolución espiritual a la revolución material; afirmamos únicamente que no existe revolución material fecunda sin que esté enraizada y orientada espiritualmente. Hay marxistas que quieren con todo su fervor una renovación espiritual del hombre. Nosotros no lo dudamos. Pero no por ello dejamos de creer que de un brote puramente económico puedan salir, si no se les coloca en él, y aunque así se quiera, otros valores que el confort y el poder. Y colocarlos en él es invertir todo el mecanismo de los métodos. El trabajo revolucionariamente profundo no es, por tanto, despertar en el hombre oprimiendo la conciencia de su única opresión, incitándole así al odio y a la reivindicación exclusivos y, consecuencia de ello, a una nueva evasión de sí mismo; es mostrarle, ante todo, como fin último de esta revuelta, la aceptación de una responsabilidad y la voluntad de una superación, sin lo cual todos los mecanismos no pasarán de ser buenas herramientas en manos de malos obreros; y educarle desde ahora para una acción responsable y libre en lugar de disolver su energía humana en una buena conciencia colectiva, y en la espera, incluso exteriormente activa, del milagro de las condiciones materiales. Junto a las oposiciones doctrinales, este desde ahora es la principal divergencia táctica que nos separa del mejor de los marxistas.
Finalmente, cuando el dominio del hombre sobre la naturaleza se haya alcanzado, pensamos que él no estará curado de sí mismo y de todas sus viejas dolencias. A nada nos habituamos más rápidamente que a las comodidades, y la soledad vuelve a aparecer. Es lícito a quienes se ven cegados por la miseria, tomar el bienestar por la dicha, y la revolución social por el reino de Dios. Para los demás, es ingenuidad o estrechez de horizontes pensar que los problemas del mal y del odio, de la miseria y de la muerte, serán tanto menos acuciantes cuando hayan sido logradas unas condiciones menos angustiosas.
El viejo racionalismo científico parecía en vísperas de la guerra haber alcanzado su gran época, haber probado su cortedad de miras y no ser ya capaz incluso de añadir una distracción seria a la saciedad de una civilización en declive. Al ofrecer al hombre contemporáneo, bajo las formas de posibilidades técnicas indefinidas, lo que le negaba en certeza sobre el ser, la explosión científica e industrial de la postguerra le ha devuelto, bajo una forma nueva, la embriaguez de todos los grandes conquistadores: los de los imperios, de las tierras fabulosas y los más cercanos de los comienzos entusiastas de la ciencia positiva. Pero la experiencia vuelve siempre a ser la misma: ni el poder ni la razón razonante satisfacen la vocación del hombre; una distracción nueva, una civilización que pasa: se ha aplazado el vencimiento y las cadenas únicamente han cambiado.
EL MARXISMO CONTRA LA PERSONA
Resulta, pues, a fin de cuentas, que la laguna esencial del marxismo es haber desconocido la realidad íntima del hombre, la de su vida personal. En el mundo de los determinismos técnicos, igual que en el de las ideas claras, la Persona no tiene sitio.
Parece que, en un momento de su pensamiento, Marx se aproximó tan cerca como le era posible a una dialéctica personalista en su análisis de la alienación. Alienación del obrero en un trabajo ajeno, del burgués en unas posesiones que le poseen, del usuario en un mundo de mercancías deshumanizadas por la valoración comercial: formas todas, desde nuestro punto de vista, de una despersonalización, es decir, de una des-espiritualización progresiva que sustituye a un mundo de libertades vivas por un mundo de objetos.
Pero aquí llamamos la atención sobre nuestra oposición: el optimismo que el marxismo, a la inversa del fascismo, profesa sobre el porvenir del hombre es un optimismo del hombre colectivo, que recubre un pesimismo radical de la persona. Toda la doctrina de la alienación presupone que el individuo es incapaz de transformarse a sí mismo, de escapar a sus propias mixtificaciones: en un esfuerzo vano, él se desliza, se escapa, se aliena con su poco de realidad. Las masas, por el contrario, son firmes, grávidas y creadoras: retienen al individuo contra el suelo y le transforman al digerirlo, por así decir, en sus estructuras.
Esto es suponer que se puede imponer a una persona la ideología que se quiere. Es suponer que se puede encerrar en una masa la ideología que se quiere. La masa es, de esta forma, considerada como un instrumento de amaestramiento de la persona, y la ideología como un instrumento de amaestramiento para la masa. Pero ni la persona ni la masa soportan ese amaestramiento, aunque se quiera; y ni la persona ni la masa llevan una ideología: la experimentan únicamente, codo con codo, pero persona a persona. La dictadura marxista no puede ser más que una dictadura racionalista, porque no conoce más que la adhesión que está al final del proceso de amaestramiento y desconoce la colaboración radical de la persona, el valor de la prueba. Partiendo de un racionalismo reforzado por la sustitución en la masa de las fórmulas del partido, la desviación marxista está inspirada en un desprecio radical hacia la persona. Nosotros afirmamos contra él que la persona es la única responsable de su salvación y que sólo ella posee la misión de aportar el espíritu allí donde el espíritu desaparece. La masa no aporta más que las condiciones de existencia y de medio, necesarias, pero no creadoras. Si posee un valor es, mediante las personas que la componen, y mediante la comunión cuya realización por cada una es la condición previa. La revolución marxista se afirma, por el contrario, como revolución de masas, no sólo en el sentido evidente de que es necesario, para derrocar un poder considerable, reunir una potencia similar, sino en el sentido más significativo de que la masa exclusivamente es la creadora de los valores revolucionarios y, más ampliamente, de los valores humanos. Estamos aquí, con toda la experiencia espiritual de los siglos pasados, en los antípodas de este imperialismo espiritual del hombre colectivo.
Es preciso añadir que no es individualizando los datos de una ciencia más flexible como se pasará del plano de las condiciones de existencia a este centro inaccesible de la Persona de donde toda acción recibe significación y responsabilidad. Es muy por el contrario la Persona la que imprime el signo del hombre a todas las astucias de su mano y de su cerebro. Existe, pues, un error en los términos cuando el marxismo nos responde que su régimen futuro es un régimen individualizado, que dará a cada uno según sus necesidades científicamente determinadas. No le negamos la preocupación por organizar, tras el ascetismo revolucionario, una higiene inteligente del individuo. Con ello, muestra aún más claramente que su comunismo no es más que un individualismo más taimado. Nos queda por demostrar cómo la persona a favor de la cual reivindicamos es algo distinto de un Individuo mejor informado.
Notas
(1) Henri Lefebvre, N. R. F., diciembre de 1932.
(2) La obra fue escrita en 1936.
(3) Cf. Recientemente la aportación al tema del hombre en el pensamiento de Bloch, o Kolakowsky.
(4) Esprit contribuyó a ello antes que nadie. Por el lado no marxista, con la serie de artículos que Marcel Moré (junio de 1932; abril, junio, agosto-septiembre, octubre de 1935; enero de 1936). Por el lado marxista, citemos entre otros a Gutermann y Lefebvre, La cOnscience mystifiée, Gallimard.
(5) Cartas de Engels a Conrad Schmidt, 27 de octubre de 1890.
(6) Un marxista nos responderá que él no se limita en absoluto ni la historia ni la ciencia. De acuerdo. Pero parece llegada la hora de pasar más adelante. Y por otra parte puede estar tranquilo: le dejaremos campo libre, seguros de que en los siglos por venir él o sus herederos no dejarán de inventar un racionalismo biológico, y hasta un racionalismo moral que nos resultarán de inmensa utilidad para liberar poco a poco la realidad espiritual de todos los ídolos de la razón.
(7) J. Maritan, Humanisme intégral, ed. Montaigne.
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