Índice de Manifiesto al servicio del personalismo de Emmanuel MounierAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I. LA EDUCACIÓN DE LA PERSONA

PRINCIPIOS DE UNA EDUCACIÓN PERSONALlSTA (1)

Para una ciudad que quiera favorecer la eclosión de la persona, igual que para una ciudad que quiera esclavizarla, la obra esencial comienza en el despertar de la persona: desde la infancia. Las instituciones educativas, así como las instituciones que rigen la vida privada, están entre aquellas a las que los personalismos dan la mayor importancia. Ellos las basan en unos principios tan opuestos a una neutralidad impersonal como a un dominio de la colectividad sobre la persona del niño.

1. La educación no tiene por finalidad condicionar al niño al conformismo de un medio social o de una doctrina de Estado. No se debería, por otra parte, asignarle como fin último la adaptación del individuo, sea a la función que cumplirá en el sistema de las funciones sociales, sea al papel que se entrevé para él en un sistema cualquiera de relaciones privadas.

La educación no mira esencialmente ni al ciudadano, ni al profesional, ni al personaje social. No tiene por función dirigente el hacer unos ciudadanos conscientes, unos buenos patriotas o pequeños fascistas, o pequeños comunistas o pequeños mundanos. Tiene como misión el despertar seres capaces de vivir y comprometerse como personas.

Nos oponemos, por tanto, a cualquier régimen totalitario de escuela que, en lugar de preparar progresivamente a la persona para usar de su libertad y de sus responsabilidades, la esteriliza en el inicio doblegando al niño al triste hábito de pensar por delegación, de actuar por consignas y de no tener otra ambición que estar situado, tranquilo y considerado en un mundo satisfecho.

Si por añadidura la posesión de una profesión es necesaria a este mínimum de libertad material sin la cual toda vida personal se encuentra ahogada, la preparación a la profesión, la formación técnica y funcional no debería constituir el centro o el móvil de la obra educativa.

II. La actividad de la persona es libertad y conversión a la unidad de un fin y de una fe. Puesto que una educación fundada sobre la persona no puede ser totalitaria, es decir, materialmente extrínseca y coercitiva, no podrá ser, pues, más que total. Interesa al hombre en su totalidad en toda su concepción y en toda su actitud ante la vida. Y en esta perspectiva no puede concebirse una educación neutra.

Para evitar todo equívoco, se hacen necesarias ciertas precisiones. La idea de neutralidad envuelve al menos tres actitudes del espíritu distintas, e incluso divergentes.

Para algunos, implica una abstención completa de la escuela en todas las materias que suponen una concepción de vida positiva, esto es, en materia de educación en el sentido pleno que hemos dado a la palabra (2). Tal es precisamente la concepción de la neutralidad que nosotros rechazamos; los cristianos, por razones evidentes, y los no cristianos, en nombre de la grandeza y de la eficacia humanas que desean para la escuela laica. Presupone que pueda separarse sin daño la instrucción de la educación: la segunda sería, como la religión, asunto privado que corresponde a la familia, con lo que la escuela, deslastrada así, podría consolidar a la primera en la indiferencia espiritual. Pero tal separación aprovecharía únicamente a las familias que posean los medios materiales Y el tiempo suficiente para asegurar al niño una educación continuada y competente.

Por lo demás, esta separación la creemos -y no sin reservas- más o menos legítima y posible para ciertas materias de enseñanza: las ciencias exactas y las técnicas. Pero no para otras. Y es así que la escuela, desde el grado primario, tiene como función enseñar a vivir, y no acumular unos conocimientos exactos o ciertas habilidades. Y lo propio en un mundo de personas es que la vida no se enseñe en ella mediante una instrucción impersonal suministrada en forma de verdades codificables. Tal concepción de la enseñanza reposa sobre el presupuesto racionalista de una verdad completamente justificable mediante la evidencia positiva y comunicable al modo académico (sin la sanción de la prueba personal que lo integra, en el sujeto que la recibe), en una vida finalizada por unos valores. Ignorando por decisión el fin último de la educación -la singladura vital de una persona- y los medios que son apropiados. Una escuela así concebida corre el riesgo de limitarse a los fines prácticos del organismo social: la preparación técnica del productor y la formación cívica del ciudadano. Debilita su defensa contra las intromisiones de este organismo, cuando no se abandona simplemente, por salvar una apariencia de cultura, a la acumulación sin sentido de asignaturas de enseñanza.

Finalmente, la práctica de la neutralidad así concebida se encuentra abocada a una serie de callejones sin salida. O la escuela que pretende ser neutra deja filtrar, difusa en la enseñanza, cierta doctrina hecha con el espíritu del tiempo: hoy la moral burguesa con sus valores de clase o de dinero, su nacionalismo, su concepción del trabajo, del orden, etc.; o ve su neutralidad desbordada por unos maestros que son hombres convencidos, que no aceptan vivir mutilados y que hacen, abiertamente o no, conscientemente o no, explícita o implícitamente, proselitismo católico, marxista, relativista, etc. No deberíamos escandalizamos de ello: es la revancha del hombre sobre la abstracción del sistema. Al no dar a la persona, en definitiva, más que el sentido de una libertad vacía, la prepara a la indiferencia o al juego, no al compromiso responsable y a la fe viva, que son la respiración misma de la persona.

Hay, por el contrario, otros dos sentidos en los que unas ideas que se designan comúnmente bajo el nombre de neutralidad son aceptables para nosotros.

La división metafísica de los espíritus en la ciudad moderna crea un derecho, para la familia agnóstica como para las demás, de recibir, en una escuela hecha para ella, no sólo una instrucción, sino una educación. Esta educación no será neutra en el sentido de que se abstendrá de toda afirmación sobre el hombre y de toda sugestión respecto al niño. El personalismo, fundamento inmediato de la libertad de enseñanza, define también una primera posición global sobre el hombre y sobre las relaciones entre los hombres, global, pero ya rigurosa. En una ciudad que le toma como base, ninguna escuela puede justificar o encubrir la explotación del hombre por el hombre, la prevalencia del conformismo social o de la razón de Estado, la desigualdad moral y cívica de lás razas o de las clases, la superioridad, en la vida privada o pública, de la mentira sobre la verdad, del instinto sobre el amor y el desinterés. Por esto decimos que tampoco la escuela laica puede ser, ni debe ser, educativamente neutra. Esta concepción del hombre (y más allá de él, del niño) deberá eventualmente defenderla contra un Estado que confundiría el laicado con la indiferencia educativa, o el control con el monopolio. En esta perspectiva, es neutra únicamente, en el sentido de que no propone, aunque sea implícitamente, una preferencia por ningún sistema de valores objetivos más allá de esta formación de la persona.

Que esta segunda especie de neutralidad pueda por sí regir la escuela de lo que hemos llamado la familia agnóstica de una ciudad personalista, nos parece que creyentes e incrédulos pueden ponerse de acuerdo sobre ello. De distinta manera, ciertamente. El cristiano, y con él todo hombre que crea en una verdad total sobre el hombre, piensa que su libertad no es indiferente, sino que está llamada a cierto destino que se diversifica, por lo demás, en cada vocación personal: ¿Cómo podrían admitir que fuese mejor dejarle ignorar esta llamada, que proponérsela desde la infancia en toda su amplitud? ¿Cómo separarían la libertad de la salvación? No se podría, pues, prohibir a estos creyentes que consideren como superior en sí una escuela que es a sus ojos más total; ni tampoco al incrédulo que considere su escuela como un edificio realizado. Entre los mismos católicos, unos sólo concederán a la escuela llamada neutral una existencia de hipótesis (3) y de hecho; otros pensarán que no sólo la persistencia histórica de la división de los espíritus erige la hipótesis en una especie de derecho prescriptivo, sino que el respeto mismo de las vías propias de la persona crea un verdadero derecho para todo agnóstico, aunque sea en un régimen de mayoría católica, a un estatuto de igualdad civil. En cualquier caso, el amor que sienten hacia la escuela laica sus defensores debe conducirles, más allá de la neutralidad concebida. como indiferencia educativa, al personalismo que hemos definido más arriba, no dogmático, pero con todas sus consecuencias en materia de educación. Y los cristianos, por su parte, deberían alegrarse de que la escuela que ellos no controlan en absoluto, en lugar de un sectarismo, desarrolle lo que no es ni mucho menos una postura tan mala ante las llamadas de la verdad: una vida personal responsable y no predispuesta.

Una tercera intención está encubierta frecuentemente por la mística de la neutralidad. La cual expresa entonces una voluntad de liberar a la enseñanza, en cualquier sitio en que se dispense de afirmaciones partidistas; de proteger la verdad contra sus desviaciones polémicas; de eliminar la falta de honradez consciente e inconsciente, respecto del adversario, y el odioso simplismo de la refutación escolar; de preparar progresivamente al niño a comprender antes de juzgar. Es, en suma, un esfuerzo para eliminar los sectarismos en la enseñanza dondequiera que se den: aquí, para hacerla más auténticamente cristiana, allí, más auténticamente liberal. Esta voluntad, este esfuerzo, representan una postura de purificación, capital para el futuro de la escuela. No nos parece que sea puesto en duda por ningún personalista.

III. El niño debe ser educado como una persona por las vías de la prueba personal y el aprendizaje del libre compromiso. Pero si la educación es un aprendizaje de la libertad, es precisamente porque no la encuentra ya formada desde sus comienzos. En el niño, toda educación, como en el adulto toda influencia, obra mediante la tutela de una autoridad cuya enseñanza es progresivamente interiorizada por el sujeto que la recibe. ¿Cuál esta autoridad en materia de educación?

En primer lugar no es, de ninguna forma, el Estado, porque el Estado no se inmiscuye en la vida personal como tal. En tanto que la persona no es mayor de edad, pertenece a las comunidades naturales en las que se encuentra colocada por nacimiento, es decir, la familia, cualquier autoridad espiritual reconocida por la familia, y ayudándola, o en su ausencia supliéndola, el cuerpo educativo. Rechazamos, pues, el monopolio del Estado sobre la educación, igual que cualquier medida que tienda a asegurar este monopolio de hecho, aun cuando no esté proclamado.

No debe interpretarse falsamente la prerrogativa de la familia. Como prerrogativa de la familia sobre el Estado, no es un derecho arbitrario e incondicionado del predominio de la familia sobre la persona del niño. Está subordinado, en primer término, al bien del niño; en segundo lugar, al bien común de la ciudad. No debe hacemos olvidar la incompetencia, la indiferencia o el egoísmo lamentable de muchas familias, de la mayor parte, quizá, en materia de educación. Aquí, el Estado puede y debe realizar, con ayuda de los educadores, un doble papel de protección de la persona y de organizador del bien común. A él corresponde, por lo demás, asegurar la unidad civil de la ciudad en la diversidad espiritual de sus miembros, y garantizar al bienestar común la cualidad técnica de cada miembro de la ciudad en su tarea social. Le pertenece, por estos varios títulos, un servicio público de control que actúe sobre la apreciación y la concesión de títulos, las condiciones de aptitud para enseñar, la calidad de la enseñanza, la neutralidad política en el interior de la escuela y el respeto de la persona. Ese control debe al mismo tiempo hacerse efectivo y estar garantizado contra la arbitrariedad mediante un estatuto flexible. Para no tomar un carácter inquisidor o cesarista, debe hacerse en colaboración con los cuerpos docentes y las familias.

Las fronteras de estos diversos poderes, unos con otros, y de todos con los derechos del niño, son inciertas, peligrosas y discutidas. A la experiencia corresponde sU trazado, asegurando con ello las comunicaciones.


POR UN ESTATUTO PLURALISTA DE LA ESCUELA

En la diversidad de las familias espirituales, sólo una estructura pluralista de la escuela puede salvarnos a la vez de los peligros de la escuela neutra y de la amenaza de la escuela totalitaria.

I. El Estado no tiene el derecho de imponer, mediante un monopolio, una doctrina y una educación. Cada familia espiritual que justifique localmente un mínimo de niños que educar y un acuerdo mínimo con los fundamentos de la ciudad personalista, tiene derecho a los medios eficaces de asegurar a los niños la educación de su elección. Es normal:

1. Que el Estado organice con su iniciativa y mantenga con el impuesto común una escuela no dogmática para los que no quieran vincularse a ninguna de las familias espirituales. A consecuencia de la prolongación de la escolaridad obligatoria, cabe esperar que los padres de las clases no instruidas confíen cada vez en mayor número el cuidado de educar moral e intelectualmente a sus hijos a estas escuelas neutras. Importaría, pues, que en estos establecimientos, donde se encontrarán reunidos maestros de todas las opiniones, éstos no sean distribuidores de asignaturas yuxtapuestas las unas a las otras, sino que adquieran una conciencia cada vez más completa de su persona tras su función y se den cuenta de la necesidad de formar entre ellos una comunidad educativa con el fin de ordenar su enseñanza.

2. No menos normal es que el Estado ejerza sobre las escuelas distintas de la Escuela Estatal el servicio público de control definido más arriba, y tome las medidas necesarias para que este control sea efectivo. Lo ejercerá en colaboración con el municipio, las comunidades de maestros, las agrupaciones de padres y las agrupaciones espirituales organizadoras de estas escuelas. Como es esencial para un control que éste a su vez no se halle subordinado, la legislación de la escuela definirá con precisión sus límites, al mismo tiempo que los puntos sobre los cuales decidirá en última instancia.

Todos los establecimientos privados, incluso los que vivan de sus recursos propios, son tributarios de este control mínimo. El Estado podría, por otra parte, dotar de una escuela reconocida a cada comunidad espiritual, bajo las condiciones más arriba definidas. Ejercería sobre esta escuela, libre de su inspiración metafísica, un control técnico más riguroso, exigiría la igualdad de títulos para los maestros y la igualdad de condiciones de ingreso de los alumnos con las Escuelas del Estado, y sin mantenerla en sentido propio, la compensarían de los gastos que ahorra a la escuela del Estado (4).

La actividad política de los cuerpos docentes, fuera de la escuela y de sus problemas propios, es libre dentro de los límites de la ley.

Las colectividades espirituales, familiares y profesionales interesadas en la escuela estarán provistas de recursos eficaces contra los abusos posibles del Estado en el ejercicio de su control.

II. Al esbozar el esquema de una escuela pluralista, no disimulamos la dificultad central a donde nos arrastran las realidades mismas del problema. ¿No se corre el riesgo, sustrayendo al niño al dogmatismo del Estado, de entregarlo a los dogmatismos particulares que no tendrán un cuidado tan escrupuloso con las exigencias de la persona y, con ello, de dividir el país en varias juventudes, cuya separación se prolongará hasta la edad adulta? En una palabra, ¿no se corre el riesgo de suscitar la aparición de varias escuelas totalitarias o, si se quiere, de legalizar, bajo el pretexto de la libertad, su dominio sobre el niño?

El peligro sería efectivamente real si no se reconociese la necesidad, en un régimen personalista, de unos organismos cuya competencia es asegurar eficazmente las garantías de la persona. A ellos corresponde, mediante las condiciones impuestas a la formación de los maestros, gracias al espíritu de las oposiciones de ingreso y mediante la inspección, garantizar, sea cual sea la doctrina enseñada, que lo sea de acuerdo con los métodos que respetan y educan a la persona. Todo este cuidado pertenece a su poder de control. Si, por lo demás, realizamos una profunda transformación pedagógica de la escuela, con un predominio de la educación, y de la educación personal, sobre la erudición, la preparación a la profesión o la educación de clase, etc., toda escuela tenderá, por su mismo impulso, a establecerse dentro de este espíritu.

Pero esto no es todo. El pluralismo jurídico requiere como contrapartida indispensable que todo sea puesto en práctica para asegurar el contacto entre las distintas familias espirituales de la ciudad, para consolidar no una unidad dogmática imposible, salvo violencia espiritual, sino la unidad fraterna y orgánica de la ciudad. Ahí también tiene un papel el Estado personalista, y él podrá estudiar con las distintas colectividades espirituales los medios materiales de realizar este contacto, tanto en la escuela como en la profesión.

La solución que viene de inmediato a las mientes es la unidad de los instrumentos de educación en todos los sitios en que esto sea posible: elaboración de ciertos manuales comunes, redactados en colaboración, con un esfuerzo de imparcialidad, por los miembros de las distintas escuelas y adoptados por todas ellas; quizá unidad de local al menos para ciertos cursos y para los recreos correspondientes, mientras que otros cursos más vinculados a la educación general (como historia, moral, filosofía) serán autónomos, con un personal y, al menos para el internado, con edificios distintos. Esta última solución sin duda no está madura. Pero el pluralismo de la escuela se volvería indefendible si no viniese acompañado de un esfuerzo instrumental (y no solamente privado) que facilite la amistad fraterna de las distintas familias de la ciudad.



Notas

(1) Habíamos redactado estas conClusiones de forma muy parecida, al término de los trabajos de una comisión de amigos de Esprit de Bruselas, merecedora de que hagamos constar aquí lo mucho que ayudó a su elaboración; fueron incluidas entonces en un artículo cuya responsabilidad global asumieron J. Lefrancq y Léo Moulin, y en el que se abordaba el problema escolar belga (Esprit, febrero de 1936: Pour un statut pluraliste de l'école).

(2) La higiene, psíquica y mental, no es la educación. Huelga recalcar que nosotros dejamos voluntariamente fuera de estas definiciones semejante neutralidad dogmática y partidista, a la que más bien habría de llamar, con la desinencia de un sistema, neutralismo, y que se deriva, por liberales que sean sus defensores, de las doctrinas totalitarias.

(3) En el sentido en que la hipótesis se opone a la tesis como una solución óptica a la solución ideal.

(4) Cf. P.-H. Simón, L'Ecole et la Nation, Ed. du Cerf.

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