Índice del libro El pragmatismo de William JamesPrefacio del autorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA CONFERENCIA

EL DILEMA ACTUAL EN LA FILOSOFIA

En el prefacio a esa admirable colección de ensayos titulada Heretics, Chesterton escribe estas palabras: Hay personas, y yo soy una de ellas, que piensan que la cosa mas práctica e importante en el hombre es su punto de vista acerca del universo. Creemos que, si a una patrona, antes de admitir un huésped, le es importante conocer el sueldo que éste gana, aún es más importante para ella conocer la filosofía que él tenga. Creemos también que si un general en campaña debe conocer el número de tropas del enemigo, aun es más importante para él saber cuál es ]a filosofía del enemigo. Pensamos que la cuestión no es si la teoría del cosmos afecta a los asuntos, sino si, a la larga, cualquier otra cosa los puede afectar.

Estoy de acuerdo con Chesterton en esta materia. Sé que todos y cada uno de mis oyentes tienen una filosofía y que la cosa más importante e interesante en ustedes es el modo con que determinan la perspectiva de sus diversos mundos. Ustedes piensan lo mismo sobre mí. Y, sin embargo, confieso que siento cierto temor ante la audaz empresa que voy a acometer. Pues la filosofía, que es tan importante en cada uno de nosotros, no es un asunto técnico. Es un sentimiento más o menos silencioso de lo que la vida significa, honrada y profundamente sentida. Sólo en parte procede de los libros; es el modo individual de ver y sentir el empuje y la presión total del cosmos. No tengo por qué suponer que haya entre uo;tedes estudiantes del cosmos en el sentido escolar de la palabra; empero, estoy deseoso de interesarles en una filosofla que hasta cierto punto ha de ser tratada técnicamente. Deseo inspirarles simpatía hacia una tendencia contemporánea en la que yo creo profundamente, y no obstante, tendré que hablar como profesor a ustedes que no son alumnos.

Cualquiera que sea el universo en que un profesor crea, debe ser, al menos, un universo que se preste a un largo discurso. Un universo definible en cuatro palabras es algo vacío para el entendimiento de un profesor. ¡Sería algo demasiado gratuito para poner fe en ello! He oído a colegas y amigos intentar popularizar la filosofía en este mismo local; pero, por verse obligados a recurrir a la técnica, los resultados fueron sólo parcialmente alentadores. Así, pues, mi empresa es atrevida. El mismo fundador del pragmatismo dio recientemente un curso de conferencias en el Lowell Institute con esta misma palabra como título: ¡resplandores de brillante luz contra la oscuridad perpetua! Imagino que ninguno de nosotros comprendió todo lo que dijo, y sin embargo, aquí estoy yo intentando una aventura semejante. Me arriesgo porque aquellas conferencias de que hablo atrajeron mucho público. Hay que confesar que existe una curiosa fascinación en oír hablar de cosas profundas aun cuando ninguno de los que discuten las entiendan. Se siente la emoción de lo problemático, la presencia de la inmensidad. En cuanto se entabla una controversia en cualquier sitio sobre el libre albedrío, la omnisciencia de Dios, el bien o el mal, todo el mundo aplica el oído. Los resultados de la filosofía nos afectan de manera vital y aun los más extraños argumentos filosóficos halagan nuestro sentido de la sutileza y el ingenio.

Creyendo devotamente en la filosofía y creyendo también que una especie de alborada nueva amanece ante los filósofos, me siento impelido, per fas aut nefas, a intentar darles algunas noticias sobre la situación.

La filosofía es a la vez el más sublime y el más trivial de los afanes humanos. Acomete las más finas sutilezas y se asoma a las perspectivas más amplias. No nos da de comer, como se suele decir, pero inspira valor a nuestros espíritus. y aunque parezca, a la gente ignorante, embrollada en su lenguaje, disputas y argumentaciones, ninguno de nosotros puede dar un paso sin ser guiado por los destellos de luz que envía sobre las perspectivas del mundo. Esta iluminación, al menos, y los contrastes de oscuridad y misterio que la acompañan dotan a cuanto la filosofía dice de un interés que sobrepasa al meramente profesional.

La historia de la filosofía, considerada de un modo general, es un cierto choque de temperamentos humanos. Aunque esta apreciación parezca inadecuada a algunos de mis colegas, tendré que tenerla en cuenta para explicar muchas de las divergencias existentes entre los filósofos. Cualquiera que sea el temperamento del filósofo profesional, cuando filosofa, tratará de prescindir del hecho de su temperamento. Como el temperamento no es una razón convencionalmente reconocida, creerá que debe aducir solamente razones impersonales para sus conclusiones. Sin embargo, su temperamento le proporCiona una inclinación más fuerte que cualquiera de sus más objetivas premisas. Hará que la evidencia se incline en uno u otro sentido, haciendo más sentimental o más fría su concepción del universo, como lo haría este hecho o aquel principio. Se abandona a su temperamento. Deseando un universo que se le acomode, creerá en cualquier representación del universo que lo haga. Le parecerá que las personas de temperamento opuesto no comprenden el carácter del mundo, y las considerará incompetentes y ajenas a las cuestiones filosóficas, aunque le excedan en habilidad diálectica.

Pero, en el foro, no puede pretender, basándose en su temperamento, una mayor supremacía o autoridad. Surge así una cierta insinceridad en nuestras discusiones filosóficas; nunca se menciona la más poderosa de nuestras premisas: le coeur a ses raisons que la raison ne connait pas. Estoy seguro de que contribuiría a una mayor claridad si, en estas conferencias rompiéramos la regla y la mencionáramos; y, consecuentemente, me siento libre para hacerlo así. Naturalmente, me refiero aquí a los grandes hombres, a esos hombres de radical idiosincrasia que imprimieron su sello y su genio a la filosofía y que figuran en su historia. Platón, Locke, Hegel, Spencer, son estos pensadores temperamentales. La mayoría de nosotros, por supuesto no tiene un temperamento intelectual muy definido; somos una mezcla de ingredientes opuestos, cada uno de los cuales aparece muy moderadamente. Sabemos poco de nuestras propias preferencias en materias abstractas. A algunos de nosotros se nos habla de ellas y acabamos por seguir la moda o aceptar las creencias del filósofo que más nos impresione en nuestra vecindad, sea el que fuere. Pero lo que más importa en filosofía es que un hombre vea cosas, que las vea rectamente a su manera y que no le satisfagan los modos opuestos de verlas. No existe razón para suponer que esta fuerte visión temperamental no haya de persistir en la historia de las creencias humanas.

Esa diferencia particular de temperamento, a que me refiero al hacer estas indicaciones, es la que priva en literatura, arte, gobierno y costumbres, así como en filosofía. En las costumbres, hallamos ceremoniosos y despreocupados. En política, dictatoriales y anarquistas. En literatura, puristas y académicos y realistas. En arte, clásicos y románticos. Reconocerán estos contrastes como familiares. Pues bien; en filosofía tenemos un contraste semejante expresado en el par de términos racionalista y empirista; nombrando este último al amante de los hechos en su variedad más cruda, y aquél al que es devoto de principios eternos y abstractos. Nadie puede vivir una hora sin hechos y principios, de forma que es una diferencia más bien de solemnidad; no obstante, tal diferencia lleva consigo antipatías acentuadas, antipatías del más punzante carácter, entre los que sostienen diferentes puntos de vista. Será conveniente expresar un cierto contraste entre los modos en que los hombres estiman su universo hablando de temperamento empirista y racionalista. Estos términos hacen el contraste simple y sólido.

Mas simple y sólido que lo son usualmente los hombres de quienes los términos se predican. En la naturaleza humana es posible toda suerte de combinación y permutación, y si ahora procedo a definir totalmente lo que pienso cuando hablo de racionalistas y empiristas, añadiéndoles algunas características secundarias que faciliten la comprensión, les ruego que consideren mi conducta arbitraria hasta cierto punto.

Elegiré tipos de combinación que la Naturaleza ofrece con frecuencia aunque no de modo uniforme, y los elegiré sólo para ayudarme a mi ulterior propósito de caracterizar el pragmatismo. Históricamente, hallamos los términos intelectualismo y sensualismo usados como sinónimos de racionalismo y empirismo. La Naturaleza parece combinar frecuentemente con el intelectualismo una tendencia idealista y optimista. Por su parte, los empiristas suelen ser materialistas, y su optimismo es decididamente condicional y trémulo. El racionalismo es siempre monista. Parte del todo y de las ideas universales y se preocupa mucho de la unidad de las cosas. El empriismo comienza en las partes y hace del todo una colección, no sintiendo, por tanto, aversión a llamarse pluralismo. Corrientemente el racionalismo se considera más religioso que el empirismo, pero hay mucho que decir sobre esta pretensión, como veremos. Es una pretensión justa cuando el individuo racionalista es un hombre de sentimientos, y cuando el empírico se enorgullece de ser testarudo. En este caso el racionalista, por lo general, se mostrará partidario del llamado libre albedrío, y el empirista será fatalista, según los términos vulgares. El racionalista, finalmente, será de temperamento dogmático en sus afirmaciones, mientras que el empirista parecerá más escéptico y abierto a la discusión.

Escribiré estas cualidades en dos columnas. Creo que ustedes reconocerán prácticamente los dos tipos mentales a que aludo, si encabezo las dos columnas con los títulos espíritu delicado y espíritu rudo, respectivamente.

EL ESPIRITU DELICADO
Racionalista (se atiene a los principios)
Idealista.
Intelectualista.
Optimista.
Religioso.
Indeterminista.
Monista.
Dogmático.

EL ESPIRITU RUDO
Empirista (se atiene a los hechos)
Sensualista.
Materialista.
Pesimista.
Irreligioso.
Fatalista.
Pluralista.
Escéptico.

PrescÍndase por ahora de la cuestión de si las dos mezclas opuestas que he establecido son o no coherentes entre sí. Habrá mucho que decir sobre este punto más adelante. Es suficiente para nuestro inmediato propósito que las personas de espíritu delicado y espíritu rudo, como las he caracterizado, existan. Todos ustedes conocen ejemplos concretos de cada tipo y ustedes saben lo que cada uno de un grupo piensa del otro. Tienen una baja opinión mutuamente. Su antagonismo, siempre que los temperamentos individuales han sido intensos, formaron en todas las edades parte de la atmósfera filosófica del tiempo. Forma parte del ambiente filosófico de hoy. El rudo juzga al delicado como sentimental y dúctil. El delicado imagina al rudo, tosco, empedernido y brutal. Sus reacciones mutuas son semejantes a las que tienen lugar cuando los turistas de Boston se mezclan con una población como la de Cripple Creek. Cada tipo cree que el otro es inferior a él, pero el desdén en un caso se confunde con la diversión y en el otro va acompañado de un poco de miedo.

En filosofía, pocos de nosotros son delicados bostonianos puros y sencillos, y pocos también típicos rudos de las Montañas Rocosas. La mayoría de nosotros aspira a las buenas cosas de uno y otro lado. Los hechos son buenos, por supuesto; dadnos muchos hechos. Los principios son buenos; dadnos abundancia de principios. El mundo es uno indudablemente, si se lo considera de un modo; pero es, sin duda alguna, múltiple, si lo consideramos de otro. Es uno y múltiple: adoptemos, pues, una especie de monismo pluralista. Todo se halla necesariamente determinado, y sin embargo, por supuesto que nuestras voluntades son libres: así, pues, una clase especial de determinismo del libre albedrío será la verdadera filosofía. La maldad de las partes es innegable, pero el todo no puede ser malo: así, un pesimismo práctico se combinará con un optimismo metafísico. Y así sucesivamente. Los legos filosóficos vulgares nunca son tan radicales, nunca siguen tan rigurosamente su sistema, sino que viven vagamente de uno u otro modo, acomodándose a las exigencias del momento.

Pero algunos de nosotros somos algo más que meros legos en filosofía. Merecemos el nombre de atletas amateur y estamos entorpecidos por demasiadas inconsistencias y vacilaciones en nuestro credo. No podemos conservar una buena conciencia intelectual mientras nos esforcemos en combinar cosas incompatibles entre sí.

Llego ahora al primer punto positivamente importante que quiero dejar bien sentado. Nunca hubo tantos hombres de tendencias decididamente empiristas como existen en la actualidad. Puede decirse que nuestros hijos nacen casi científicos. Sin embargo, nuestra estimación por los hechos no ha neutralizado en nosotros toda religiosidad. Es en sí misma casi religiosa. Nuestro temperamento científico es devoto. Ahora bien: tómese un hombre de esta clase y déjesele ser un amateur filosófico que no desea mezclarse en un sistema confuso a la manera del lego vulgar, ¿Cuál será su situación en este bendito año de 1906? Necesita hechos, necesita ciencia, pero necesita también una religión. Y siendo un amateur y no un creador independiente en filosofía, naturalmente, busca una guía en los expertos y profesionales a los que encuentra ya en este campo. Un gran número de los aqul presentes, posiblemente la mayor parte de ustedes, son amateurs de esta clase.

Ahora bien: ¿qué especies de filosofía se les ofrece para satisfacer sus necesidades? Hallan una filosofla empírica que no es bastante religiosa, y una filosofía religiosa que no es suficientemente empírica para sus propósitos. Si se dirigen al bando que concede más importancia a los hechos, encuentran en marcha un programa de rudeza de espíritu, y el conflicto entre. la religión y la ciencia en plena actuación. Trátese del rudo Haeckel con su monismo materialista, su Dios-éter y sus bromas sobre Dios, considerándolo como un vertebrado gaseoso; o de Spencer, que trata toda la historia del mundo como una redistribución de materia y movimiento, poniendo cortésmente a la religión de patitas en la calle; continúa existiendo, sin duda alguna, pero no debe dejarse ver en el interior del templo.

Durante ciento cincuenta años el progreso de la ciencia ha parecido significar el acrecentamiento del universo material y la disminución de la importancia del hombre. El resultado es lo que puede llamarse la aparición del sentimiento positivista o naturalista. El hombre no da leyes a la Naturaleza, sino que las recibe. Ella es quien se mantiene firme y el quien debe acomodarse. El ha de registrar la verdad, por inhumana que sea, y someterse a ella. La espontaneidad romantica y el valor desaparecen; la visión es materialista y deprimente. Los ideales aparecen como inertes productos de la fisiología; lo más elevado se explica por lo más bajo y es tratado siempre como un caso sin importancia, de orden absolutamente inferior. Se logra, en suma, un universo materialista en el que sólo los espíritus rudos se encuentran satisfechos.

Si ahora, por otra parte, vuelven ustedes al sector religioso para consolarse y siguen el consejo de las filosofías de espíritu delicado, ¿qué encono trarán?

La filosofía religiosa de nuestros días y de la actual generación, es, entre las personas de habla inglesa, de dos tipos principales. Uno de éstos es mas radical y agresivo, el otro tiene mayor aspecto de batirse en retirada. Por el ala más radical de la filosofía religiosa quiero significar el llamado idealismo trascendental de la escuela anglohegeliana, la filosofía de hombres como Green, los Caird, Bosanquet y Royce. Esta filosofía ha influido grandemente sobre los más estudiosos miembros de nuestro sacerdocio protestante. Es panteísta e indudablemente ha mellado el filo del teísmo tradicional protestante.

Este teísmo permanece, no obstante. Es la descendencia en linea recta, a través de estadios de concesión graduales, del teísmo escolástico dogmático que todavía se enseña rigurosamente en los seminarios de la iglesia católica. Durante largo tiempo acostumbró a llamarse entre nosotros filosofía de la escuela escocesa, y es a la que me refiero cuando digo que posee el aspecto de batirse en retirada. Entre las transgresiones de los hegelianos y otros filósofos de lo Absoluto, de una parte, y las de los científicos evolucionistas y agnósticos de otra, los representantes de esta clase de filosofía, James Martineau, el profesor Bowne, el profesor Ladd y otros, deben sentirse bastante maltrechos. Todo lo sincera e ingenua que ustedes quieran, pero esta filosofía no es de temperamento radical. Es ecléctica, llena de compromisos, busca un modus vivendi entre las cosas. Acepta los hechos del darwinismo y de la fisiología cerebral pero no actúa ni se entusiasma con ellos. Carece de tono agresivo y triunfal. Por tanto, tiene menos prestigio, mientras que el absolutismo posee un cierto prestigio debido a su más radical estilo.

Entre estos dos sistemas tendrán que elegir si se inclinan a la escuela de los espíritus delicados. Y si aman los hechos, como supongo, hallarán la huella de la serpiente de racionalismo, del intelectualismo, en todo lo que hay a este lado del campo. Eludirán, indudablemente, al materialismo que acompaña el empirismo reinante, pero al precio de perder contacto con los aspectos concretos de la vida. Los filósofos más absolutistas viven en un plano abstracto tan elevado que nunca intentan descender de él. El espíritu absoluto que nos ofrecen, el espíritu que construye nuestro universo pensándolo, podría, aunque nos demuestren lo contrario, haber hecho un millón más de universos como éste. No podrán deducir ustedes detalle real alguno de una noción semejante. Es compatible con cualquier estado de cosas, cualquiera que sea la verdad aquí abajo. Y un Dios teista es casi un principio estéril. Habrán de entrar en el mundo que él ha creado para vislumbrar algo de su carácter: es la clase de dios que una vez por todas hizo tal género de mundo. El Dios de los escritores teístas vive en alturas abstractas tan puras como el Absoluto. El absolutismo tiene cierto prestigio y audacia, en tanto que el teísmo corriente es más insípido, pero ambos son igualmente remotos y vacuos. Lo que ustedes necesitan es una filosofía que no solo ejercite sus facultades de abstracción intelectual, sino que tenga una conexión positiva con este mundo real de vidas humanas finitas.

Desean un sistema que combine ambas cosas, la lealtad científica a los hechos y el deseo de tenerlos en cuenta, el espíritu de adaptación y acomodación, en resumen, pero tambien la vieja confianza en los valores humanos y la espontaneidad resultante, sea de tipo religioso o romántico. y éste es su dilema: encuentran irremediablemente separadas las dos partes de su quaesitum. Ven el empirismo unido con el humanismo y la irreligión: o hallan una filosofía racionalista que indudablemente puede llamarse religiosa, pero que se mantiene apartada de todo contacto definido con los hechos concretos, las alegrías y las tristezas.

No sé cuántos de ustedes viven en tan estrecho contacto con la filosofía como para comprender totalmente lo que quiero decir con este último reproche; de manera que insistiré un poco más sobre esta irrealidad de todos los sistemas racionalistas, la cual forzosamente ha de repeler a los más serios creyentes en los hechos.

Quisiera haber conservado las dos primeras páginas de una tesis que un estudiante me confió hace dos años. Ilustrarían mi punto de vista tan claramente que lamento no poder leérselas ahora. Este joven, que se graduó en una institución del Oeste, comenzaba diciendo que siempre había considerado evidente que cuando se entra en una clase de filosofía se establece una relación con el universo totalmente distinta de la que se tiene en la calle. Se supone que las dos tienen que ver tan poco la una con la otra, decía, que no puede la mente estar ocupada con ambas al mismo tiempo. El mundo de las experiencias concretas personales, al que pertenece la calle, es múltiple hasta el infinito, embrollado, fangoso, lleno de dolores y vacilaciones. El mundo en que nos introduce el profesor de filosofía es sencillo, limpio y noble. Las contradicciones de la vida real están ausentes de él. Su arquitectura es clásica. Los principios de la razón trazan sus esquemas, las necesidades lógicas unen sus partes. Expresan pureza y dignidad. Es una especie de templo de mármol, brillando sobre una colina.

En realidad, lejos de ser una descripción de este mundo real, es más bien un aditamento construido sobre él, un santuario clásico en el que la fantasía racionalista puede refugiarse huyendo del caracter intolerablemente confuso y gótico que los meros hechos ofrecen. No es una explicación de nuestro universo concreto, es otra cosa enteramente; un sustituto, un remedio, una evasión.

Su temperamento, si es lícito usar aquí la palabra temperamento, es del todo ajeno al temperamento de la existencia en lo concreto. Lo que caracteriza a nuestras filosofías intelectualistas es el refinamiento. Satisfacen exquisitamente ese anhelo por un refinado objeto de contemplación que constituye tan poderoso apetito del espíritu. Yo les pido que miren con toda seriedad ese colosal universo de los hechos concretos, en su terrible confusión, en sus sorpresas y crueldades, en el salvajismo que muestran, y entonces me dirán si el adjetivo refinado es el inevitablemente descriptivo que surge en sus labios.

Es cierto que el refinamiento tiene su lugar en las cosas, pero una filosofía que es sólo refinamiento nunca satisfará al temperamento mental empírico. Parecerá, más bien, un monumento artificial. Por esto hallamos hombres de ciencia que vuelven la espalda a la metafísica como a a algo enclaustrado y espectral; así como hombres practicos que se sacuden el polvo de la filosofía y se abandonan a la sugestión de lo espontáneo.

Verdaderamente existe algo espantable en la satisfacción con que un sistema puro, pero irreal, satisface a un racionalista. Leibniz fue una mente racionalista con un interés en los hechos muchísimo mayor que el que la mayoría de las mentes racionalistas pueden mostrar. Sin embargo, si desean contemplar un claro ejemplo de superficialidad encarnada, sólo tienen que leer su encantador escrito titulado Théodicée, donde trata de justificar la existencia de Dios y demostrar que el mundo en que vivimos es el mejor de los mundos posibles. Permítaseme citar una muestra de lo que quiero decir.

Entre otros obstáculos a su filosofía optimista, se le ocurrió a Leibniz considerar el número de los eternamente condenados. Que es infinitamente mayor que el de los salvados lo admite como una premisa tomada de los teólogos, y a continuación procede a argumentar de este modo: El mal apenas si significa nada en comparación con el bien, si consideramos por un momento la magnitud real de la ciudad de Dios. Coelio Secundo Curión ha escrito un pequeño libro, De amplitudine regni Coelestis, que se reimprimió no hace mucho tiempo. Falló en su intento de medir la extensión del reino de los cielos. Los antiguos tenían ideas limitadas de las obras de Dios ... Les parecía que solamente nuestra tierra tiene habitantes, e incluso la noción de los antípodas no la cómprendían bien. Para ellos, el resto del mundo consistía en unos globos brillantes y unas pocas esferas cristalinas. Pero hoy, cualesquiera que sean los límites que se conceden o nieguen al universo, debemos reconocer en los incontables globos, tan grandes como el nuestro o mayores, el mismo derecho a poseer habitantes racionales, sin que esto quiera decir que necesariamente sean hombres. Nuestra Tierra es sólo uno de los seis satélites principales de nuestro sol. Como todas las estrellas fijas son soles, se comprende el poco lugar que ocupa la Tierra entre las cosas visibles, puesto que es solamente un satélite de una de ellas. Ahora bien: todos estos soles pueden estar habitados sólo por, seres felices, y nada nos obliga a creer que el número de las personas condenadas sea muy grande, pues bastan unos pocos ejemplos o muestras para la utilidad que el bien obtiene del mal. Además, puesto que no existe ninguna razón para suponer que hay estrellas en todas partes, ¿no habrá un espacio inmenso más allá de la región de las estrellas? Y este espacio sin límites, envolviendo toda esta región ... ¿puede estar lleno de felicidad y gloria ...? ¿Que llega a ser ahora de la consideración de nuestra Tierra y de sus habitantes? ¿No se convierte en algo menor que un punto físico, puesto que la Tierra no es sino un punto comparado con la distancia de las estrellas fijas? De este modo la parte del universo que conocemos casi se pierde en la nada, comparado con lo que nos es desconocido, pero que estamos obligados a admitir; y todos los males que conocemos descansan en este casi nada; se sigue que los males pueden ser casi nada en comparación con los bienes que contiene el Universo.

Leibniz continúa en otra parte:

Hay un género de justicia que no aspira ni a la enmienda del criminal, ni a servir de ejemplo a los demás, ni a la reparación del daño. Esta injusticia se funda en la pura adecuación que halla cierta satisfacción al expiar un hecho perverso. Los socinianos y Hobbes objetan a esta justicia punitiva que es, propiamente, una justicia vindicativa, y que Dios se ha reservado para determinadas ocasiones ... Se basa en la adecuación de las cosas y satisface no sólo a la parte ofendida, sino a todos los que la conocen, como una bella música o una delicada obra arquitectónica satisfacen a una mente bien constituida. De manera que los tormentos del condenado continúan, aun cuando no sirvan para desviarlo del pecado; y las recompensas de los bienaventurados continúan, aun cuando ya carecen de eficacia para afirmarlos en la buena senda. Los condenados atraerán sobre sí nuevos castigos por sus continuos pecados, y los bienaventurados atraerán siempre frescas alegrías por sus incesantes progresos en el bien. Ambos hechos se fundan en el principio de la adecuación ... pues, como ya he dicho, Dios ha hecho todas cosas armoniosas en su perfección.

La débil concepción de la realidad que Leibniz tenía no necesita comentarios. Es evidente que ninguna imagen real de la experiencia de un alma condenada llegó a su mente. No se le ocurrió que cuanto más exiguo sea el número de ejemplos del género alma perdida a quienes Dios arroja como regalo de la adecuación eterna, más desigualmente se fundará la gloria del Justo. Lo que hace es obsequiarnos con un frío ejercicio literario, cuya sustancia no puede calentarse ni aun con el fuego del infierno.

Y no se me diga que para mostrar la superficialidad del racionalismo filosofante he retrocedido a una época superficial y caduca. El optimismo del racionalismo actual se muestra con la misma superficialidad a la mente de quien ame los hechos. El universo real es algo ancho y abierto, pero el racionalismo construye sistemas y los sistemas deben ser cerrados. Para los hombres que viven en la práctica, la perfección es algo lejano y en proceso de desarrollo. Para el racionalista, esto no es sino la ilusión de lo finito y relativo: el fundamento absoluto de las cosas es una perfección eternamente completa.

Hallo un bello ejemplo de rebelión contra el incierto y superficial optimismo de la filosofía religiosa corriente en una publicación de aquel valiente escritor anarquista Morrison I. Swift. El anarquismo de Mr. Swift va un poco más allá que el mio, pero confieso que simpatizo bastante y algunos de ustedes, supongo, simpatizarán de corazón con su insatisfacclón con respecto al optimismo idealista ahora en boga. Empieza su folleto Human Submission con una serie de noticias sacadas de periódicos (suicidios, muertes por inanición, etcétera), como muestras de nuestro régimen civilizado. Por ejemplo: Después de caminar, a través de la nieve, de un extremo a otro de la ciudad con la vana esperanza de obtener un empleo, con su esposa y seis hijos, sin alimento y despedido de su casa por no pagar el alquiler, John Corcoran, dependlente, acabó hoy con su vida ingiriendo ácido fénico. Corcoran perdió su puesto hace tres semanas por enfermedad, y durante ella sus ahorros se agotaron. Ayer obtuvo trabajo como jornalero para quitar la nieve de las calles, pero estaba demasiado débil y se vio obligado a abandonar la tarea después de una hora de trabajar con la pala. En vano buscó empleo otra vez. Totalmente descorazonado, Corcoran volvió a su casa anoche, encontrando a su mujer y a sus hijos sin alimento y con la notificación del desahucio. A la mañana siguiente se envenenó.

Tengo ante mí muchos más casos semejantes -continúa Mr. Swift-; se podría llenar una enciclopedia con relatos de esta clase. Cito estos pocos como una interpretación del Universo. Tenemos conciencia de la presencia de Dios en este mundo, dice un escritor en una reciente revista inglesa. La misma presencia del mal en el orden temporal es la condición de la perfección del orden eterno, escribe el profesor Royce (The World an the Individual, II, 385). Lo absoluto es más rico aún si cabe por todas las discordancias y diversidades que abarca, dice F. H. Bradley (Appearance and Reality, 204). Quiere decir que estos desgraciados hombres hacen al universo más rico, y esto es filosofía. Pero mientras los profesores Royce y Bradley y toda una pléyade de pensadores inocentes desvelan la realidad y el absoluto y suprimen el mal y el dolor, ésta es la condición de los únicos seres que conocemos en el Universo con conciencia desarrollada de lo que el Universo es. Lo que estas personas experimentan es la realidad. Ella nos muestra una fase absoluta del Universo. Es la experiencia personal de los mejores calificados en nuestro círculo de conocimiento para tener experiencia, para decimos lo que es. Ahora bien: ¿qué viene a ser el pensar sobre la experiencia de estas personas comparado con el sentimiento directo y personal que ellas sienten? Los filósofos operan con sombras, mientras que los que viven y sienten conocen la verdad. Y el espíritu de la humanidad -no el de los filósofos ni el de la clase propietaria, sino el de la gran masa de hombres que piensan y sienten en silencio- está llegando a esta conclusión. Están juzgando al universo como hasta aquí les permitieron y les enseñaron a juzgarlo los hierofantes de la religión ...

Este jornalero de Cleveland, que mata a sus hijos y se suicida (otro de los casos citados), es uno de los estupendos hechos elementales de este mundo moderno y de este Universo. No puede ser paliado o minimizado por los tratados sobre Dios, el Amor y el Ser, existiendo desamparadamente en toda su monumental vacuidad. Este es uno de los elementos simples e irreducibles de la vida de este mundo, después de millones de años de vicisitudes y de veinte siglos de cristianismo. Es en el mundo mental lo que los átomos o subátomos son en el mundo físico primario, indestructible. Y lo que hace blasonar al hombre es la impostura de toda filosofía que no ve en tales acontecimientos el factor consumado de toda experiencia consciente. Estos factores prueban irrecusablemente la nulidad de toda religion. El hombre no practicará la religión dos mil siglos o veinte siglos más para probarse a sí mismo y perder el tiempo humano. Su tiempo ha concluido, su prueba ha finalizado, e incluso su propia historia. La humanidad no dispone de eras ni eternidades que malgastar ensayando sistemas desacreditados (1).

Tal es la reacción de una mente empirista contra la receta racionalista. Es un rotundo: No, gracias. La religión -dice Mr. Swift- es como un sonámbulo para el que las cosas reales no existen. Tal es el veredicto, aunque posiblemente menos apasionado, de todo investigador aficionado a la filosofía actualmente, que se vuelve a los profesores de filosofía como a un medio de satisfacer plenamente las necesidades de su naturaleza. Los escritores empiristas le ofrecen un materialismo, los racionalistas algo religioso, pero para esta religión las cosas reales estan vaclas. Por tanto, se convierte así en el juez de nuestros filósofos. Delicado o rudo, nos halla deficientes. Ninguno de nosotros podremos tratar desdeñosamente sus fallos, pues después de todo, es la mente típicamente perfecta, la mente cuya suma de demandas es mayor, cuyas críticas y disconformidades son fatales a la larga.

En este punto empieza a aparecer mi solución. Ofrezco una filosofía que puede satisfacer ambas exigencias y que tiene el raro nombre de pragmatismo. Es religiosa como el racionalismo; pero, al mismo tiempo, como el empirismo, conserva el más íntimo contacto con los hechos. Espero llevar a vuestro ánimo la misma convicción que yo poseo. Sin embargo, como estoy a punto de acabar, no hablaré ahora del pragmatismo a fondo. Empezaré la próxima vez. Prefiero en este momento retomar sobre lo que ya he dicho.

Si algunos de ustedes son filósofos profesionales, como así es, indudablemente juzgaran mi discurso demasiado crudo e imperdonable en grado increíble. ¡Qué bárbara disyunción la de temperamento delicado y temperamento rudo! Y, en general, puesto que la filosofía es toda delicadezas intelectuales, sutilidades y escrupulosidades, y puesto que es posible -dentro de sus límites- obtener toda suerte de combinaciones y transiciones, ¡ qué brutal caricatura y reducción de las cosas más elevadas a la expresión más baja posible es representar su campo de conflicto como una lucha desordenada entre dos temperamentos hostiles! ¡Qué infantil concepción! Por otra parte, ¡cuán necio es tratar las abstracciones de los sistemas racionalistas como un crimen y condenarlos porque se ofrecen como santuarios y refugios mas que como prolongaciones del mundo de los hechos! Pero, ¿no son todas nuestras teorías, precisamente, remedios y refugios? Y si la filosofía ha de ser religiosa, ¿cómo podrá ser algo distinto de un refugio ante la brutalidad de la realidad? ¿Qué mejor cosa puede hacer que elevamos sobre nuestra sensibilidad animal y mostrarnos una mansión más noble para nuestro espíritu, en esa gran armazón de principios ideales que sustentan toda realidad y que el intelecto adivina? ¿Cómo podrán ser otra cosa que esquemas abstractos los principios y los puntos de vista generales? ¿Se edificó la catedral de Colonia sin el plano del arquitecto sobre el papel? ¿Es el refinamiento en sí mismo una abominación? ¿Será verdad úmcamente la crudeza de lo concreto?

Creedme, siento toda la fuerza de la acusación. La descripción que he dado es monstruosamente sencilla y ruda; pero, como todas las abstracciones, tendrá también su empleo. Si los filósofos pueden tratar la vida del Universo abstractamente, no deben quejarse de que sea considerada de igual modo la vida de la filosofía misma. En realidad, la pintura que he ofrecido, aunque esquemática y burda, es literalmente cierta. Los temperamentos, con sus apasionadas tendencias y oposiciones, determinan a los hombres en sus filosofías, ahora y siempre. Los pormenores de los sistemas son discutidos, y cuando el estudioso labora en su sistema puede que a veces olvide el bosque por el árbol. Pero, una vez que el trabajo esté cumplido la mente realizará siempre un gran acto de síntesis y en seguida el sistema surgirá como una cosa viva, con aquella extraña y simple nota de individualidad que asalta nuestra memoria como la sombra del amigo o el enemigo muerto.

No solamente Walt Whitman pudo escribir: quien toque este libro toca a un hombre. Los libros de todos los grandes filósofos son como otros tantos hombres. La captación de un perfume personal esencial en cada uno de ellos, típico aunque indescriptible, es el más bello fruto conseguido por nuestra educación filosófica. Lo que el sistema pretende ser, es un cuadro del gran Universo de Dios. Lo que resulta, ¡y qué flagrantemente!, es una revelación de lo intensamente extraño que es el gusto personal de algunas criaturas. Una vez reducidos a estos términos (y todas las filosofías pueden serlo en la mente hecha crítica por el aprendizaje), nuestra relación con los sistemas pasa a la reacción humana instintiva, informal, de satisfacción o disgusto. Nuestro juicio se hace tan perentorio en admitir o rechazar, como cuando una persona se presenta candidato a nuestro favor; nuestro veredicto se oculta en meros adjetivos de alabanza o censura. Medimos el carácter total del Universo tal como lo sentimos frente a la filosofía que se nos propone y nos basta una sola palabra.

Statt der lebendigen Natur, decimos, da Gott die Menschen schuf hincin (2). ¡Qué nebulosa mezcla, qué pesada, artificial, producto de la dialéctica escolar o de sueños enfermizos! ¡Fuera con ella! ¡Fuera con todas ellas! ¡Imposible! ¡imposible!

Nuestro trabajo sobre los detalles de su sistema es indudablemente lo que nos da la impresión resultante del filósofo, pero es la misma impresión resultante lo que nos hace reaccionar. La pericia en filosofía se mide por la precisión de nuestras reacciones de síntesis, por la percepción del epíteto adecuado que el experto aplica a tales complejos objetos. Pero no es necesaria una gran pericia para hallar el epíteto. Pocas son las personas que poseen una filosofía propia y definitivamente articulada. En cambio, casi nadie carece de un peculiar sentido con respecto al carácter total del Universo y la imposibilidad total de armonizado con los sistemas especiales que conoce, los cuales no abarcan su mundo. Uno será demasiado atractivo; otro, excesivamente pedante; el tercero, una amalgama de opiniones; el cuarto, demasiado morboso; el quinto, artificial, etcétera. En cualquier caso, tanto a él como a nosotros no se nos oculta que estas filosofías no están aplomadas, están fuera de combate y nada nos dicen en nombre del Universo. Platón, Locke, Spinoza, Mill, Caird, Hegel (¡evito prudentemente nombrar a los de nuestro país!): estoy seguro de que, para muchos de mis oyentes, estos nombres constituyen poco más que recuerdos de modos personales de errar el tiro. Sería un absurdo evidente que los modos en que consideraron el Universo fueran ciertos actualmente.

Los filósofos hemos de reconocer tales sentimientos en ustedes. En última instancia, repito, en virtud de ellos todas nuestras filosofIas serán juzgadas. El modo finalmente victorioso de considerar todas las cosas será el más absolutamente impresionante para el funcionamiento normal del espíritu.

Una palabra más acerca de las filosofías como esquemas abstractos. Hay esquemas y esquemas, tanto de edificios enormes concebidos en volumen por sus proyectistas. como de edificios concebidos sobre el papel en forma plana, con ayuda de la regla y de compás. Estos permanecen secos y esqueléticos hasta que se levantan en piedra y mortero, pero el esquema sugiere ya el resultado.

Un esquema, en sí mismo, es insuficiente, en efecto, pero no por esto implica poca cosa. Es la esencial insuficiencia de lo que se sugiere por las filosofías racionalistas corrientes lo que induce a las empiristas a su postura de desprecio. Pongamos por caso el sistema de Herbert Spencer. Los racionalistas lo reputan un espantoso orden de insuficiencias. Su seco temperamento de maestro de escuela, su persistente monotonía, su preferencia por los recursos fáciles en la argumentación, su falta de instrucción, incluso en los principios de la mecánica, y en general la vaguedad de todas sus ideas fundamentales, todo su rígido sistema se viene abajo como un andamio provisional. Sin embargo, la mitad de Inglaterra quisiera darle honrosa sepultura en la abadía de Westminster.

¿Por qué? ¿Por qué despierta Spencer tanta admiración, a pesar de su debilidad, a los ojos de los racionalistas? ¿Por qué desearían verlo en la abadía tantos hombres instruidos que reconocen su endeblez, incluso ustedes y yo mismo quizá? Muy sencillo: porque sentimos que su corazón esta en su sitio, filosóficamente considerado. Sus principios pueden ser superficiales, pero en cualquier caso, sus libros tratan de amoldarse a la descarnada forma de este mundo particular. El rumor de los hechos resuena en todos sus capítulos; no cesa de citar hechos, los pone de relieve, atraen continuamente su mirada; y esto es bastante. Significa lo único adecuado para la mente empirista.

La filosofía pragmatista, de la que me ocuparé en mi próxima conferencia, guarda también buena relación con los hechos; aunque, a diferencia de la filosofía de Spencer, no empIeza ni acaba dejando fuera las construcciones religiosas positivas, sino que las trata cordialmente.

Espero poder conducirles a hallar el pensamiento intermedio que ustedes necesitan.




Notas

(1) Morrison I. Swift. Human Submission, segunda parte. Philadelphia Liberty Pless. 1905. páp. 4-10.

(2) En vez de la Naturaleza viva en la que Dios creó a los hombres ...

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