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SEGUNDA CONFERENCIA
EL SIGNIFICADO DEL PRAGMATISMO
Hace algunos años, hallándome de excursión por las montañas, al volver de un paseo solitario, presencié una feroz disputa metafísica. El corpus de la disputa era una ardilla, una ardilla viva que se suponía agarrada a un lado del tronco de un árbol, mientras al pie del árbol, y al lado opuesto, se imaginaba que se encontraba un ser humano. Este testigo trata de ver la ardilla moviéndose rápidamente alrededor del árbol; pero, por muy rápidamente que lo haga, la ardilla se mueve mas rápida en dirección opuesta y siempre conserva el árbol entre ella y el hombre, de manera que éste no logra verla. El problema metafísico es éste: ¿da vueltas el hombre alrededor de la ardilla o no? Indudablemente, da vueltas alrededor del árbol y la ardilla está en el árbol; pero, ¿se mueve alrededor de la ardilla? Y como andaba sobrado de tiempo se figuró una gran discusión. Cada uno había adoptado una posición y la defendía obstinadamente, siendo igUal el numero de adversarios. Cada bando trataba de convencerme, cuando aparecí, para obtener mayoría. Recordando el adagio escolástico de que cuando se encuentre una contradicción debe hacerse una distinción, inmediatamente busqué y hallé una que es la siguiente. Dije:
Señalar qué bando tiene razón, depende de lo que ustedes entiendan prácticamente por dar vueltas alrededor de la ardilla. Si quieren decir pasar del Norte, donde se encuentra, al Este, luego al Sur, después al Oeste y luego otra vez al Norte, es indudable que da vueltas, pues ocupa posiciones sucesivas. Pero si por el contrario, ustedes entienden que consiste en colocarse primero frente a ella, después a su derecha, luego detrás, después a la izquierda y, finalmente, enfrente, entonces está del todo claro que el hombre falla en su intento de dar vueltas alrededor de ella, pues a causa de los movimientos compensadores que verifica la ardilla, conserva ésta siempre su vientre vuelto hacia el hombre y su espalda hacia afuera. Hecha esta distinción, no existe ocasión para seguir disputando. Así, ustedes están en lo cierto y se equivocan según conciban el verbo dar vueltas en un sentido o en otro.
Aunque uno o dos de los excitados discutidores consideró mi opinión como una artificiosa evasiva, diciendo que no deseaban un juego de palabras ni excesivas sutilezas escolásticas, sino la definición estricta de lo que se entiende por dar vueltas, la mayoría pareció pensar que la distinción había dirimido la disputa.
Cuento esta trivial anécdota, porque es un ejemplo peculiar de lo que deseo decir ahora del método pragmático. En primer lugar, es un método para apaciguar las disputas metafísicas que de otro modo serían interminables. ¿Es el mundo uno o múltiple? ¿Libre o determinado? ¿Material o espiritual? He aquí unas cuantas nociones, cada una de las cuales puede o no adaptarse al mundo, y las discusiones sobre estas nociones son interminables. El método pragmático en tales casos trata de interpretar cada noción, trazando sus respectivas consecuencias prácticas. ¿Qué diferencia de orden práctico supondría para cualquiera que fuera cierta tal noción en vez de su contraria? Si no puede trazarse cualquier diferencia práctica, entonces las alternativas significan prácticamente la misma cosa y toda disputa es vana. Cuando la discusión sea seria, debemos ser capaces de mostrar la diferencia práctica que implica el que tenga razón una u otra parte.
Una ojeada a la historia de esta idea, les mostrará aún mejor lo que significa el pragmatismo. El término se deriva de la palabra griega pragma, que quiere decir acción, de la que vienen nuestras palabras práctica y practico. Fue introducido en la filosofía por Mr. Charles Peirce (2) en 1878. En un artículo titulado: How to make our ideas clear, en Popular Science Monthly de enero de aquel año, Mr. Peirce, después de indicar que nuestras creencias son realmente reglas para la acción, dice que para desarrollar el significado de un pensamiento necesitamos determinar qué conducta es adecuada para producirlo: tal conducta es para nosotros toda su significación. Y el hecho tangible en la raíz de todas nuestras distinciones mentales, aunque muy sutil, es que no existe ninguna de éstas que sea otra cosa que una posible diferencia de practica. Para lograr una perfecta claridad en nuestros pensamientos de un objeto, por consiguiente, necesitamos sólo considerar qué efectos concebibles de orden práctico puede implicar el objeto; qué sensaciones podemos esperar de él y qué reacciones habremos de preparar. Nuestra concepción de tales efectos, sean inmediatos o remotos, es, pues, para nosotros, todo nuestro concepto del objeto, si es que esta concepción tiene algún significado positivo.
Este es el principio de Peirce, el principio del pragmatismo. Ha pasado completamente inadvertido durante veinte años, hasta que yo, en una comunicación ante la unión filosófica del profesor Howison en la Universidad de California, volví a presentarlo aplicándolo especialmente a la religión. Por aquellas fechas (1898), el tiempo estaba ya en sazón para recibirlo. La palabra pragmatismo se extendió, y actualmente llena las páginas de las revistas filosóficas. Se habla en todas partes del movimiento pragmatista, unas veces con respeto, otras con menosprecio, a veces con clara comprensión de su significado. Es evidente que el término se aplica convenientemente a un número de tendencias que hasta ahora no habían hallado un nombre colectivo, y ha entrado ya en uso.
Para comprender la importancia del principio de Peirce, hay que acostumbrarse a aplicarlo a casos concretos. Hace algunos años supe que Ostwald, el ilustre químico de Leipzig, había hecho un uso perfectamente claro del principio del pragmatismo en sus conferencias sobre filosofía de la ciencia, aunque no lo llamara por este nombre.
Todas las realidades influyen en nuestra práctica -me escribió-, constituyendo esta influencia su significado para nosotros. Acostumbro a presentar en mis clases cuestiones en esta forma: ¿En qué aspectos variaría el mundo si fuera cierta esta alternativa o la otra? Si no puedo encontrar nada que llegue a ser diferente, entonces la alternativa no tiene sentido.
Es decir, que las ideas contrarias significan prácticamente la misma cosa, y un significado que no sea práctico es, para nosotros, como si no existiera. Ostwald, en una conferencia que ha sido publicada. facilita este ejemplo de lo que quiere decir. Los químicos han disputado mucho sobre la constitución interna de ciertos cuerpos llamados tautómeros. Sus propiedades parecen corresponder igualmente lo mismo con la teoría de que existe en su interior un átomo de hidrógeno inestable y que oscila, o que son mezclas inestables de dos cuerpos. La controversia ha sido apasionada, pero no se ha decidido. Nunca habría empezado -dice Ostwald- si los contrincantes se hubieran preguntado qué hecho experimental determinado habría variado al ser correcta una u otra hipótesis. Pues entonces, se habría visto que no podía resultar ninguna diferencia de hecho, y que la disputa era tan inadecuada como si teorizando en los tiempos primitivos sobre la fermentación de la masa por la levadura un bando invocara un duende benefico, en tanto que otro insistía en que era un elfo la verdadera causa del fenómeno (2).
Sorprende realmente advertir cuántas discusiones filosóficas perderían su significación si las sometieran a esta sencilla prueba de señalar una consecuencia concreta. No puede haber aquí una diferencia que no repercuta en otra parte: no puede existir diferencia en una verdad abstracta que no tenga su expresión en un hecho concreto y en la conducta consiguiente sobre el hecho, impuesta sobre alguien, de algún modo, en alguna parte y en algún tiempo. Toda la función de la filosofla debería consistir en hallar qué diferencias nos ocurrirían, en determinados instantes de nuestra vida, si fuera cierta esta o aquella fórmula acerca del mundo.
No existe nada absolutamente nuevo en el método pragmatista. Sócrates fue uno de sus adeptos. Aristóteles lo usó metódicamente. Locke, Berkeley y Hume, con su ayuda, hicieron importantes aportaciones a la verdad. Shadworth-Hodgson insiste en que las realidades son exclusivamente lo que son como conocidas. Pero estos adelantados del pragmatismo lo utilizaron fragmentariamente: no fueron más que sus precursores. No se ha generalizado hasta nuestro tiempo, haciéndose consciente de una misión universal y pretendiendo conquistar un destino. Creo en este destino y espero llegar a inspirarles a ustedes mi creencia.
El pragmatismo representa una actitud perfectamente familiar en filosofía, la actitud empírica: pero la representa, a mi parecer, de un modo más radical y en una forma menos objetable. El pragmatismo vuelve su espalda de una vez para siempre a una gran cantidad de hábitos muy estimados por los filósofos profesionales. Se aleja de abstracciones e insuficiencias, de soluciones verbales, de malas razones a priori, de principios inmutables, de sistemas cerrados y pretendidos absolutos y orígenes. Se vuelve hacia lo concreto y adecuado, hacia los hechos, hacia la acción y el poder. Esto significa el predominio del temperamento empirista y el abandono de la actitud racionalista. Significa el aire libre y las posibilidades de la Naturaleza contra los dogmas, lo artificial y la pretensión de una finalidad en la verdad.
Al mismo tiempo no representa ningún resultado especial. Es un método solamente. Pero el triunfo general de este método significaría un cambio enorme en lo que yo llamé en mi anterior conferencia el temperamento de la filosofía.
Los maestros de tipo ultrarracionalista se estremecerían, así como el cortesano se estremecería en la República y el sacerdote ultramontano en tierras protestantes.
La ciencia y la metafísica se unirían más; trabajarían, en efecto, en colaboración más estrecha.
La metafísica ha utilizado por lo común un método de investigación muy primitivo. Sabido es cómo los hombres se han afanado siempre por la magia y qué gran papel han desempeñado las palabras en ella. Si se posee el nombre o la fórmula del encantamiento se puede controlar el espíritu, el genio, el duende o cualquier otra potencia. Salomón conocía los nombres de todos los espíritus, y, poseyendo sus nombres, los tenía sometidos a su voluntad.
El Universo, pues, apareció a la mente natural como una especie de enigma, cuya clave habría de buscarse en algún nombre o en alguna palabra inspiradora. Esta palabra designa el principio del Universo y poseerla es poseer el Universo mismo. Dios, Materia, Razón, lo Absoluto, Energía, son muchos de estos nombres. Una vez poseídos, se puede descansar porque se ha llegado al final de las indagaciones metafísicas.
Pero si se sigue el método pragmatista, no cabe considerar estas palabras como que cierran la investigación. Habrá que obtener de cada una su valor efectivo, someterla a la corriente de nuestra experiencia. Entonces aparece menos como una solución que como un programa para un trabajo ulterior, y en particular como una indicación de los modos en que las realidades existentes pueden cambiarse.
De este modo, las teorias llegan a ser instrumentos, no respuestas a enigmas, en las que podamos descansar. No nos tumbamos a la bartola en ellas, nos movemos hacia adelante y, en ocasiones, con su ayuda, replanteamos la Naturaleza. El pragmatismo suaviza todas las teorías, las hace flexibles y manejables. No constituyendo nada esencialmente nuevo, armoniza con muchas antiguas tendencias filosóficas. Está de acuerdo, por ejemplo, con el nominalismo en su apelación constante a los casos particulares; con el utilitarismo, en poner de relieve los aspectos prácticos; con el positivismo, en su desdén por las soluciones verbales, las cuestiones inútiles y las abstracciones metafísicas.
Todas éstas, como vemos, son tendencias antiintelectualistas. El pragmatismo está perfectamente armado contra el racionalismo como pretensión y método. Pero, al principio, no implica resultados particulares. No tiene dogmas ni doctrinas, excepto su método. Como ha dicho muy bien el joven pragmatista italiano Papini, se encuentra en medio de nuestras teorías como el corredor de un hotel. Innumerables puertas se abren ante él. Tras una, se encuentra un hombre escribiendo un libro ateo; en la siguiente, otro, de rodillas, pide fe y fortaleza; en la tercera, un químico investiga las propiedades de un cuerpo. En la cuarta, se elabora un sistema de metafísica idealista; en la quinta se demuestra la imposibilidad de la metafísica. Pero el corredor es común a todos y todos deben pasar por él, si desean seguir un camino practicable para entrar o salir de sus habitaciones respectivas.
No supone resultados particulares, sino solamente una actitud de orientación, que es lo que significa el método pragmatista. La actitud de apartarse de las primeras cosas, principios, categorías, supuestas necesidades, y de mirar hacia las cosas últimas, frutos, consecuencias, hechos.
¡Y punto final respecto del método pragmatista! Podría decirse que lo he estado alabando más que explicando; pero se lo explicaré a ustedes ahora suficientemente, mostrándoles su modo de actuar en algunos problemas que nos son familiares. La palabra pragmatismo se ha usado también en un sentido mas amplio, como una teoría de la verdad. Pienso dedicar a esta teoría una conferencia completa, después de preparar primero el camino, de manera que seré breve ahora. Pero, como la brevedad es muy difícil, les ruego una mayor atención durante un cuarto de hora más. Si algo queda oscuro, espero poder aclararlo en las próximas conferencias.
Una de las ramas de la filosofía cultivadas con mayor éxito en nuestro tiempo es la que se conoce con el nombre de lógica inductiva, o estudio de las condiciones en que se han desarrollado nuestras ciencias. Cuantos han escrito sobre este tema han mostrado una singular unanimidad con respecto a lo que significan las leyes de la Naturaleza y los elementos de hechos establecidos por matematicos, físicos y químicos. Cuando se descubrieron las primeras uniformidades naturales, matemáticas y lógicas, las primeras leyes, los hombres se entusiasmaron tanto por la claridad, belleza y simplificación resultante, que creyeron haber descifrado auténticamente los pensamientos eternos del Todopoderoso. Su mente tronaba y reverberaba en silogismos. Pensaba en secciones cónicas, cuadrados, raíces y proporciones y geometrizaba como Euclides. Hizo las leyes de Kepler para que las siguieran los planetas; hizo a la velocidad de los cuerpos aumentar proporcionalmente al tiempo en que caen; la ley de los senos a que debe obedecer la luz al refractarse; estableció las clases, órdenes, familias y géneros de plantas y animales fijando las diferencias entre ellos. Penso los arquetipos de todas las cosas y trazó sus variaciones. Y cuando redescubrimos cualquiera de estas admirables instituciones nos apoderamos, en el sentido literal de la palabra, de su misma mente.
Pero a medida que las ciencias se fueron desarrollando, ha ganado más terreno la idea de que quizá la mayoría de nuestras leyes son tan solo aproximaciones. Además, las mismas leyes han llegado a ser tan numerosas que son incontables, y se han propuesto tal número de fórmulas contrarias en todas las ramas de la ciencia que los investigadores se han acostumbrado a la idea de que ninguna teoría es, en absoluto, una transcripción de la realidad, si bien cualquiera de ellas puede ser útil desde algún punto de vista. Su importante cometido es sintetizar viejos hechos y conducir a otros nuevos. Son solamente un lenguaje hecho para el hombre, una taquigrafía conceptual, como alguien ha dicho, con la que anotamos nuestras observaciones de la Naturaleza; y los idiomas, como es sabido, permiten muchos cambios de expresión y muchos dialectos.
Así la arbitrariedad humana ha deducido la necesidad divina de la lógica científica. Si menciono los nombres de Sigwart, Mach, Ostwald, Pearson, Milhaud, Poincaré, Duhem, Heymans, aquellos de ustedes que sean estudiantes identificarán con facilidad la tendencia de que hablo y pensarán en otros nombres más.
Al frente de esta corriente de lógica científica se hallan Schiller y Dewey ccn la explicación pragmática de lo que significa la verdad en todos los sitios. Estos profesores dicen que en todas partes verdad -en nuestras ideas y creencias- significa lo mismo que en la ciencia. No quiere decir, explican, sino que las ideas (que no son sino partes de nuestra experiencia) llegan a ser ciertas en cuanto nos ayudan a entrar en relación satisfactoria con otras partes de nuestra experiencia, a resumirlas y moverse entre ellas mediante atajos conceptuales en lugar de seguir la interminable sucesion de fenómenos particulares. Cualquier idea sobre la que podamos cabalgar, por así decirlo, cualquier idea que nos conduzca prósperamente de una parte de nuestra experiencia a otra, enlazando las cosas satisfactoriamente, laborando con seguridad, simplificándolas, ahorrando trabajo es verdadera; esto es, verdadera instrumentalmente. Esta es la concepción instrumental de la verdad enseñada con tanto éxito en Chicago, la concepción de que la verdad en nuestras ideas significa su poder de actuación, promulgada tan brillantemente en Oxford.
Dewey, Schiller y sus aliados, para alcanzar esta concepción general de toda verdad, han seguido exclusivamente el ejemplo de los geólogos, biólogos y filólogos. En el establecimiento de estas otras ciencias, el éxito consistió siempre en tomar algunos procesos sencillos observables, que se hallen operando, como la denudación por efecto del tiempo, la variación de tipo originario, el cambio de dialecto por incorporación de nuevas palabras y pronunciaciones, y, luego, generalizarlo, aplicarlo a todos los tiempos y producir grandes resultados por la suma de sus efectos a través del tiempo.
El proceso observable que Schiller y Dewey han escogido para la generalización, es un proceso familiar por el cual el individuo afirma nuevas opiniones. El proceso es aquí siempre el mismo. El individuo posee ya una provisión de viejas opiniones pero se encuentra con una nueva experiencia que las pone a prueba. Alguien las contradice, o, en un momento de reflexión, descubre que se contradicen las unas a las otras; o sabe de hechos con los que son incompatibles; o se suscitan en él deseos que ellas no pueden satisfacer. El resultado es una íntima molestia, a la que su mente ha sido extraña hasta entonces y de la que intenta escapar modificando sus previas masas de opiniones. Salvará de ellas cuantas pueda, pues en cuestiones de creencias somos todos extremadamente conservadores. Tratará de cambiar primero esta opinión, luego aquélla (pues se resistirán éstas a los cambios en grado muy diverso), hasta que finalmente surja alguna nueva idea que él pueda injertar en su vieja provisión con un mínimo de trastorno para ésta: una idea que sirva de intermediaria entre la provisión y la nueva experiencia, ajustándolas de modo feliz y expedito.
La nueva idea será adaptada como verdadera. Preservará la vieja provisión de verdades con un mínimo de modificación, ensanchándolas lo suficiente para hacer admitir la nueva, pero concibiendo ésta tan familiarmente como el caso lo permita. Una explicación outré que viole todas nuestras preconcepciones, nunca pasaría por verdadera concepción de una novedad. Debemos ahondar afanosamente hasta que hallemos algo menos excéntrico. Las más violentas revoluciones en las creencias de un individuo dejan en pie la mayor parte del antiguo orden. Tiempo y espacio, causa y efecto, naturaleza e historia y la propia biografía individual, permanecen intactos. Una nueva verdad es siempre una especie de guión, un suavizador de transiciones.
La antigua opinión concordará con el nuevo hecho a condición de mostrar un mínimo de conmoción, un máximo de continuidad. Consideramos que una teoría es verdadera en proporción a su exito para resolver este problema de máxima y mínima. Pero el éxito en resolver este problema es, ante todo, cuestión de aproximación. Y decimos que tal teoría lo resuelve, en conjunto, más satisfactoriameDte que tal otra, pero éste hace referencia a nosotros mismos y cada individuo subrayará diversamente sus preferencias. Hasta cierto punto, por lo tanto, todo es aquí plástico.
El punto sobre el que quiero llamar la atención con más insistencia se refiere al papel que desempeñan las antiguas verdades. El no darse cuenta de ello es el origen de las injustas críticas que se han alzado contra el pragmatismo. Su influencia es absolutamente directiva. La lealtad a ellas es el primer principio, en la mayoría de los casos el único principio, ya que el medio más frecuente de tratar aquellos fenómenos nuevos que suponen una reordenación de nuestras preconcepciones consiste en ignorarlos enteramente o en menospreciar a quienes facilitan testimonios acerca de ellos.
Sin duda alguna, ustedes desearán ejemplos de este proceso de desarrollo de la verdad. El único escollo que encontraré será su abundancia, precisamente. El caso mas sencillo de la nueva verdad es, por supuesto, la mera adición numérica de nuevas clases de hechos, o de nuevos hechos singulares de antiguas clases, a nuestra experiencia: adición que no supone alteración en las viejas creencias. Un día sigue a otro y sus contenidos van simplemente añadiéndose. Los nuevos contenidos mismos no son ciertos, simplemente llegan y son. La verdad consiste en lo que nosotros decimos sobre ellos, y cuando decimos que han llegado, la verdad se alcanza por una sencilla fórmula adicional.
Pero, muy a menudo, los contenidos de cada día obligan a una reordenación. Si yo ahora lanzara gritos y me comportara como un maníaco en esta tribuna, ustedes verificarían una revisión de sus ideas respecto al valor probable de mi filosofía. El radium apareció un día como parte del contenido cotidiano y pareció por un momento contradecir nuestras ideas de todo el orden de la Naturaleza, habiéndose identificado este orden con lo que se llama la conservación de la energía. La mera vista del radium produciendo calor indefinidamente parecía violar aquella conservación. ¿Qué pensar? Si sus radiaciones no son sino un escape de energía potencial insospechada y preexistente dentro de los átomos, el principio de la conservación se salvaría. El descubrimiento del helio como componente de las emanaciones del radio abrió el camino de esta creencia. Así, el punto de vista de Ramsay se admite generalmente como cierto; porque, si bien extiende nuestras viejas ideas sobre la energía, causa un mínimo de alteración en su naturaleza.
No necesito multiplicar los ejemplos. Una nueva idea cuenta como verdadera en cuanto satisface el deseo individual de asimilar la nueva experiencia a su provisión personal de creencias. Habrá de apoyarse en una antigua verdad y aprehender un nuevo hecho; y, como he dicho hace un momento, su éxito en hacerlo así es cuestión de apreciación individual. Cuando una vieja verdad se desarrolla por adición de otras nuevas, lo hace por razones subjetivas. Nos hallamos en el proceso y obedecemos sus razones. Es más cierta una idea en cuanto realiza más felizmente su función de satisfacer nuestra doble necesidad. Se hace a sí misma verdadera, se clasifica por sí misma como cierta por el modo en que actúa; se injerta en el antiguo cuerpo de la verdad que crece así como crece el árbol por la acción de una nueva capa de liber.
Ahora bien: Dewey y Schiller proceden a generalizar esta observación aplicándola a las partes de verdad más antiguas. Estas también fueron una vez plásticas. También fueron consideradas como ciertas para la razón humana. También mediaron entre las verdades más antiguas y las que en aquellos días eran observaciones nuevas. La verdad puramente objetiva, aquella en cuyo establecimiento no desempeña papel alguno el hecho de dar satisfacción humana al casar las partes previas de la experiencia con las partes más nuevas, no se halla en lugar alguno. Las razones por las que llamamos a las cosas verdaderas son las razones por las que son verdaderas, pues ser verdadero significa solamente llevar a cabo esta función de maridaje.
Así, pues, la huella de la serpiente humana se halla en todas las cosas. La verdad independiente; la verdad que hallamos simplemente; la que no es ya maleable por las necesidades humanas, perfecta -en una palabra-, tal verdad existe indudablémente de modo superabundante, o se supone que existe, según los pensadores de mente racionalista. Pero entonces significa solamente el corazón muerto del árbol vivo y su ser significa sólo que la verdad también tiene su paleontología y su prescripción y que puede anquilosarse con los años de servicio y petrificarse en la consideración del hombre por pura vejez. Pero no obstante. se ha demostrado de manera patente en nuestros días la plasticidad de las más viejas verdades, mediante la transformación de las ideas lógicas y matemáticas, transformación que parece invadir incluso la física. Las antiguas fórmulas son reinterpretadas como expresiones especiales de principios mucho más extensos, principios que ni vislumbraron siquiera nuestros antepasados en su actual forma y planteamiento.
Schiller da a toda esta concepción de la verdad el nombre de humanismo, pero parece convenir también a su doctrina el nombre de pragmatismo y así lo consideraré en estas conferencias.
El pragmatismo sería, pues, en primer lugar, un método, y, en segundo, una teoría genética de lo que se entiende por verdad. Estos dos puntos serán nuestros futuros temas.
Lo que he dicho de la teoría de la verdad -estoy seguro de ello- parecerá oscuro e insatisfactorio a causa de su brevedad. Intentaré enmendarme en adelante. En la conferencia sobre el sentido común trataré de mostrar lo que quiero decir cuando hablo de la verdad que se petrifica a causa de su vejez. En otra conferencia ampliaré la idea de que nuestros pensamientos llegan a ser verdaderos a medida que actúan con éxito en su función de intermediarios. En una tercera, haré ver qué difícil es discriminar los factores subjetivos de los objetivos en el desarrollo de la verdad. Tal vez no puedan seguirme totalmente en estas conferencias y si pueden quizá no estén de acuerdo conmigo. Pero sé que, al menos, me considerarán serio y tratarán mi esfuerzo con respeto.
Tal vez sorprenda saber que las teorías de Schiller y Dewey han sufrido una granizada de desprecio y ridículo. Todos los racionalistas se han levantado contra ellas. En centros influyentes, Schiller, en particular, ha sido tratado como un escolar imprudente, merecedor de un palmetazo. No mencionaría esto, a no ser porque arroja mucha luz sobre el temperamento racionalista al que he opuesto al temperamento pragmatista. El pragmatismo quiere hechos; el racionalismo, abstracciones. El pragmatista habla de las verdades en plural, sobre su utilidad y suficiencia, del éxito de su actuación, etcétera; todo lo cual, a la mente típicamente intelectualista, le parece una grosera clase de verdad, coja y de segunda mano: estas verdades no son realmente tales; sus testimonios son meramente subjetivos. Frente a ellas, la verdad objetiva debe ser algo no utilitario, altivo, refinado, remoto, augusto, exaltado. Debe existir una absoluta correspondencia entre nuestros pensamientos y una realidad igualmente absoluta. Sería lo que habremos de pensar incondicionalmente. Los modos condicionados por los que pensamos son irrelevantes, y materia para la psicología. ¡Abajo con la psicología y arriba con la lógica en toda esta cuestIón!
¡Qué exquisito contraste de tipos mentales! El pragmatista pende de los hechos y de lo concreto, observa la verdad tal como se da en los casos particulares, y generaliza. La verdad, para él, se convierte en un nombre para clasificar todas las clases de valores definidos que actúan en la experiencia. Para el racionalista permanece como una pura abstracción cuyo nombre debe bastarnos. Cuando el pragmatista se propone probar detalladamente por qué debe bastarnos, el racionalista es incapaz de reconocer los términos concretos de que deduce su propia abstracción. El nos acusa de negar la verdad, mientras que sólo hemos tratado de expresar exactamente por qué las personas la siguen y deben siempre seguirla. El ultraabstraccionista típico se estremece ante las rosas concretas, prefiere lo pálido y espectral. Si se le diera a elegir entre los dos universos, escogería siempre el esquema esquelético en lugar del rico árbol de la vida, pensando que es más puro, limpio y noble.
Espero que, a medida que estas conferencias se desarrollen, lo concreto y apegado a los hechos del pragmatismo llegue a ser para ustedes su más satisfactoria peculiaridad. Siguiendo el ejemplo de las ciencias hermanas, interpreta lo inobservado con lo observado. Reune armoniosamente nuevos y viejos caminos. Convierte la noción -absolutamente vacía- de una relación estática de correspondencia (veremos más adelante lo que esto significa) entre nuestras mentes y la realidad en otra de rico y activo comercio (que cualquiera puede seguir en detalle y entender) entre determinados pensamientos nuestros, y el gran universo de otras experiencias en las que desempeñan su papel y tienen sus usos propios.
Pero, ¿será bastante por ahora? La justificación de todo lo que digo la dejo para más adelante. Deseo añadir unas palabras de explicación del propósito que hice en nuestra última conferencia: que el pragmatismo puede ser un feliz armonizador de los modos de pensar empíricos con las más religiosas exigencias de los seres humanos.
Los hombres que aman los hechos por temperamento, como recordarán que ya he dicho, son mirados con recelo por la filosofía idealista en moda, debido a la escasa simpatía que ésta profesa a los hechos. El anticuado teísmo era ya bastante calamitoso con su noción de Dios como un monarca elevado, formado por una porción de atributos ininteligibles y absurdos, pero en tanto se atenía a la prueba de la causa final conservaba el contacto con realidades concretas. No obstante, desde que el darwinismo desalojó de una vez para siempre de la mente de los hombres de ciencia la idea de una causa final, el teísmo ha vacilado, ha sido reemplazado en nuestra imaginación por una especie de deidad inmanente o panteista que obra en las cosas más que sobre ellas. Los aspirantes a una religión filosófica, vuélvense hoy, por lo general, mas esperanzadamente hacia el panteísmo idealista que hacia el antiguo teísmo dualista, a despecho de que el último cuenta aún con habiles defensores.
Pero, como ya he dicho en mi primera conferencia, la etiqueta del panteísmo será de difícil asimilación para quienes son amantes de los hechos, o piensan empíricamente. Es la etiqueta absolutista, que menosprecia el polvo y se basa en la lógica pura. No guarda conexión con lo concreto. Afirmando que el Espíritu Absoluto, que es su sustituto de Dios, es la presuposición racional de todos los hechos particulares, cualesquiera que sean, permanece olímpicamente indiferente a lo que éstos son en nuestro mundo. Pero sean lo que sean, el Absoluto los prohijará. Como en la fábula del león enfermo, de Esopo, todas las huellas llevan a su caverna, pero nulla vestigio retrorsum. No se puede volver a descender en el mundo de lo particular con la ayuda de lo Absoluto, o deducir de la idea de su naturaleza consecuencia alguna de detalle importante para la vida. Proporciona indudablemente la seguridad de que todo está bien con El y para su eterno modo de pensar; pero luego, respecto de la salvación, nos deja abandonados a nuestros propios recursos temporales.
Lejos de mí negar la majestad de esta concepción o su capacidad para inspirar consuelo religioso a una respetable clase de espíritus. Pero desde el punto de vista humano, nadie puede pretender que no adolece de vaguedad y abstracción. Es, sobre todo, un producto de lo que me he aventurado a llamar el temperamento racionalista. Desdeña las necesidades del empirismo. Sustituye por un pálido esquema la riqueza del mundo de lo real. Es arrogante, es noble en mal sentido, en el sentido en que ser noble es ser inepto para servicios humildes. Soy de opinión que, cuando en este bajo mundo un punto de vista sobre algo es noble, debería considerarse como una presunción contra su verdad, como una descalificación filosófica. El príncipe de las tinieblas puede ser un caballero, se nos dice, pero sea cual fuere el Dios de la tierra y de los cielos, no puede ser seguramente un caballero. Y el caso es que sus bajos servicios son necesarios a nuestras vidas terrenas mucho más que su dignidad en el empíreo.
Ahora bien; el pragmatismo, aunque dedicado a los hechos, carece de una base tan materialista como el empirismo común. Además, nada tiene que objetar a la realización de las abstracciones, en tanto nos desenvolvamos con su ayuda entre hechos particulares y nos conduzcan a alguna parte. Interesado exclusivamente en aquellas conclusiones en que laboran conjuntamente nuestros espíritus y nuestras experiencias, no tiene prejuicios a priori contra la teología. Si las ideas teológicas prueban poseer valor para la vida, serán verdaderas para el pragmatismo en la medida en que lo consigan. Su verdad dependerá enteramente de sus relaciones con las otras verdades que también han de ser conocidas.
Lo que acabo de decir respecto de lo Absoluto, del idealismo transcendental, parece contradictorio.
Primero lo llamé mayestático y dije que aportaba un consuelo religioso a cierta clase de espíritus y después lo acuse de vaguedad y esterilidad. Pero en la medida que ofrece tal consuelo no es seguramente esteril; tiene un valor, puesto que realiza una función concreta. Como buen pragmatista yo mismo debería llamar a lo Absoluto cierto en tanto que. Y ahora lo hago sin vacilar.
Pero, ¿qué significa verdad en tanto que en este caso? Para responder necesitamos apelar al método pragmático. ¿Qué quieren decir los creyentes en lo Absoluto cuando afirman que su fe los consuela? Quieren decir que puesto que en lo Absoluto el mal finito está ya anulado, podemos, por lo tanto, cuando lo deseemos, tratar lo temporal como si fuera potencialmente lo eterno en la seguridad de que podemos confiar en su resultado y, sin pecado, olvidar nuestro miedo, y pronto disfrutar de unas vacaciones morales, y dejar al mundo seguir su propio camino, sintiendo que sus soluciones están en mejores manos que las nuestras y que no nos competen.
El Universo es un sistema en el que sus miembros individuales pueden descansar ocasionalmente de sus inquietudes y en el que son adecuadas para los hombres la indiferencia y las vacaciones morales, sistema que si no me equivoco es una parte, al menos, de lo que es el Absoluto como conocido. Esto significa una diferencia en nuestras experiencias particulares con arreglo a su verdadero ser y es también su valor efectivo cuando el Absoluto es interpretado pragmáticamente. Más allá de esto, el lector profano de filosofía que juzga favorablemente al idealismo absoluto no se aventura a afilar sus concepciones. Como puede utilizar lo AbsolutO para tantas cosas, lo tiene en gran aprecio. Sufre al oír que se trata incrédulamente al Absoluto, y, por lo tanto, desatiende las críticas porque afectan a aspectos de la concepción que no es capaz de seguir.
Si lo Absoluto significa esto y nada más que esto, ¿quién puede negar la verdad de ello? Negarlo sería admitir que los hombres no deberían descansar y que son imposibles las vacaciones.
Comprendo bien la extrañeza que debe producir a algunos oírme decir que una idea es verdadera en tanto que creerla es beneficioso para nuestras vidas. Admitiréis de buen grado que es buena porque es útil. Si lo que hacemos con su ayuda es bueno, admitiréis también la bondad intrínseca de la idea misma, por cuanto seremos mejores por poseerla. Pero -me dirán ustedes-, ¿no supone un extraño uso, y erróneo, emplear la palabra verdad para llamar a las ideas verdaderas por esta razón?
Responder a esta dificultad totalmente, es imposible en este momento de mi exposición. Tocamos precisamente aquí el punto capital de la doctrina de la verdad sustentada por Schiller, Dewey y por mí, que no discutiré detalladamente hasta mi sexta conferencia. Diré solamente que la verdad es una especie de lo bueno y no como se supone corrientemente una categoría distinta de aquello coordinada con ello. La verdad es el nombre de cuanto en sí mismo demuestra ser bueno como creencia y bueno también por razones evidentes y definidas.
Seguramente admitirán ustedes que si no fueran buenas para la vida las ideas verdaderas o si su conocimiento fuera positivamente desventajoso y las ideas falsas las únicamente útiles, entonces la noción de que la verdad es divina y preciosa, y su consecución un deber, nunca habría llegado a convertirse en dogma. En un mundo como éste, nuestro deber sería evitar la verdad, más bien. Pero así como ciertos alimentos no sólo son agradables a nuestro paladar, sino también buenos para nuestros dientes, estómago o tejidos, de igual forma determinadas ideas son no solo agradables para ser pensadas, o agradables por servir de fundamento a otras a las que somos aficionados, sino que también sirven de ayuda en los menesteres de la vida práctica.
Si hubiera otra vida realmente mejor que ésta y si existiera alguna idea que, si la admitieramos, nos ayudara para mejor orientamos en la vida, entonces sería realmente mejor para nosotros creer en tal idea, a menos, indudablemente, que la creencia en ella no entrara en conflicto incidentalmente con otras ventajas vitales mayores.
¡Qué cosa mejor podríamos creer! Esto parece como una definición de la verdad. Se aproxima mucho a decir lo que deberíamos creer, y en esta definición ninguno de ustedes hallará nada de extraño. ¿Deberíamos no creer lo que para nosotros es mejor creer? ¿Y podemos, entonces, conservar la noción de lo que es mejor para nosotros en permanente separación de lo que es verdadero para ustedes?
El pragmatismo responde negativamente, con lo que estoy totalmente de acuerdo. Probablemente ustedes también lo estarán, por lo menos en su enunciado abstracto, aunque con la sospecha de que si prácticamente creyéramos todo lo que beneficia nuestras propias vidas tendríamos que entregamos a toda clase de fantasías sobre los asuntos de este mundo y a toda clase de supersticiones sentimentales sobre el mundo futuro. La sospecha de ustedes está aquí indudablemente bien fundada y es evidente que algo sucede cuando se pasa de lo abstracto, a lo concreto, lo cual complica la situación.
Acabo de decir que lo que nos conviene es verdadero, a menos que la creencia no entre en conflicto incidentalmente con otra ventaja vital.
Ahora bien: en la vida real, ¿con qué beneficios vitales se halla más expuesta a chocar cualquier creencia particular nuestra? ¿Con cuáles sino con los beneficios vitales aportados por otras creencias, cuando éstas prueban ser incompatibles con aquéllas? En otras palabras, el enemigo mayor de cualquiera de nuestras verdades puede serio el resto de nuestras verdades. Las verdades poseen siempre un desesperado instinto de autoconservacion y deseo de aniquilar a lo que las contradice. Mi creencia en lo Absoluto, fundada en el bien que supone para mí, desafía a todas mis demás creencias. Concedamos que puede otorgarme unas vacaciones morales. No obstante, tal como yo la concibo -y permítaseme hablar ahora confidencialmente y tan sólo en mi propio nombre- choca con otras verdades mías cuyos beneficios no quiero mencionar ahora.
Se halla comúnmente asociada a un género de lógica de la que soy enemigo, encuentro que me enreda en paradojas metafísicas que son inaceptables, etcétera, etcétera. Pero como ya tengo en la vida bastantes dificultades sin necesidad de soportar estas inconsistencias intelectuales, personalmente renuncio a lo Absoluto. Me tomo mis vacaciones morales, o como filósofo profesional, trato de justificarlas por algún otro principio.
Si pudiera restringir mi noción de lo Absoluto a su mero valor de otorgante de vacaciones morales, no entraría en conflicto con mis otras verdades. Pero no podemos restringir así nuestras hipótesis. Presentan otras cuestiones supernumerarias y éstas son las que chocan. Mi incredulidad en lo Absoluto significa, pues, la incredulidad en esos otros rasgos supernumerarios, pues creo firmemente en la legitimidad de tomarse una vacaciones morales.
Verán ustedes, por esto, lo que quería decir cuando llamaba al pragmatismo un mediador y conciliador, y dije tomando la frase de Papini, que suaviza nuestras teorías. En efecto, carece de prejuicios, de dogmas obstructivos y de cánones rígidos a los que apelar. Es completamente afable. Examinará cualquier hipótesis, considerará cualquier evidencia. Por esto en el campo religioso tiene gran ventaja sobre el positivismo empirico, de base antiteológica; y sobre el racionalismo religioso, caracterizado por un exclusivo interés en lo remoto, lo noble, lo sencillo y lo abstracto en el curso de la concepción.
En resumen, amplía el campo de la búsqueda de Dios. El racionalismo se aferra a lo lógico y al empireo; el empirismo, a los sentidos externos. El pragmatismo se halla dispuesto a ambas cosas, a seguir lo lógico o los sentidos y a tener en cuenta la más humilde y la mayor parte de las experiencias personales. Tendrá en cuenta las experiencias místicas, si poseen consecuencias prácticas. Admitirá un Dios que habite en el polvo mismo de los hechos particulares, si le parece un lugar verosímil para encontrarlo.
Su único criterio de la verdad probable es que será mejor para orientarnos, que se adecua mejor a la vida y se combina con el conjunto de las demandas de la experiencia, no omitiendo nada. Si las ideas teológicas hicieran esto, si la noción de Dios en particular probara hacerlo así, ¿cómo podría el pragmatismo negar la existencia de Dios? No tendría sentido considerar como no verdadera una noción que pragmáticamente tenía tanto éxito. ¿Qué otra clase de verdad podría existir para el pragmatismo que una total concordancia con la realidad concreta?
En mi conferencia última insistiré de nuevo en las relaciones del pragmatismo con la religión. Habrán podido observar cuán demócrata es aquél. Sus maneras son flexibles y varias, sus recursos ricos e infinitos y sus conclusiones tan amicales como las de la madre Naturaleza.
Notas
(1) Traducido en la Revue Philosophique, de enero 1879, vol. II.
(2) Theorie und Praxis, Zeitsch. Des Oesterreichischen Ingenieur u. Architecten-Vereines. 190&, Núms. 5 y 6. Encuentro un pragmatismo todavía más radical que el de Ostwald en un discurso del profesor W. S. Franklin: Creo que la noción más precaria en física, incluso aunque la comprenda un estudiante, es que es la ciencia de lás masas, las moléculas y el eter. Y creo que la noción más sólida, aun si el estudiante no la comprende, es que la física es la ciencia de los modos de apoderarse de los cuerpos y moverlos (Science, 2 de enero de 1903).
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