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TERCERA CONFERENCIA
ALGUNOS PROBLEMAS METAFISICOS CONSIDERADOS PRAGMATICAMENTE
Trataré ahora de hacer el método pragmático más familiar, presentando algunos ejemplos de sus aplicaciones a problemas particulares. Empezaré con el más árido; de lo primero que me ocuparé será del problema de la sustancia. Todo el mundo emplea la antigua distinción entre sustancia y atributo, conservada como reliquia en la misma estructura del lenguaje humano, en la diferencia entre sujeto gramatical y predicado. Tenemos aquí un pedazo de tiza. Sus modos, atributos, propiedades, accidentes o afecciones -úsese el nombre que se quiera- son la blancura, frialdad, forma cilíndrica, insolubilidad en el agua, etcétera, etcétera. Pero el sustentáculo de estos atributos es lo que llamamos tiza, nombre aplicado a la sustancia a la que son inherentes. De igual modo los atributos de este pupitre descansan en la sustancia madera, los de mi chaqueta en la sustancia lana, y así sucesivamente. La tiza, la madera y la lana ofrecen, a pesar de sus diferencias, propiedades comunes en tanto que se consideran modos de una sustancia todavía más primaria, la materia, cuyos atributos son la ocupación de espacio y la impenetrabilidad. De igual modo nuestros pensamientos y sentimientos son afecciones y propiedades de nuestras varias almas, que son sustancias, aunque no totalmente por sí mismas, pues son modos de una sustancia aún más profunda: el espíritu.
Ahora bien: muy pronto se advirtió que todo lo que nosotros conocemos de la tiza es la blancura, frialdad, etcétera; todo lo que sabemos de la madera es la combustibilidad y la estructura fibrosa. Las sustancias son conocidas como un grupo de atributos que constituyen su único valor efectivo para nuestra experiencia actual. La sustancia se revela en cada caso por medio de ellos, sin los cuales ni siquiera sospecharíamos su existencia; y si Dios se guardara de enviárnoslos en un orden inalterado, aniquilando milagrosamente en un cierto momento la sustancia que los soporta, nunca notaríamos ese momento, porque nuestras mismas experiencias no se alterarlan. De acuerdo con esto, los nominalistas opinan que la sustancia es una idea falsa debido a nuestro inveterado ardid de convertir los nombres en cosas. Los fenómenos se dan en grupos -el grupo de las tizas, el grupo de la madera, etcétera- y cada grupo tiene su nombre. Entonces tratamos al nombre como si fuera el soporte del grupo de fenómenos. La baja temperatura de hoy, por ejemplo, se supone que procede de algo llamado clima, El clima es realmente sólo el nombre para cierto grupo de días, pero lo consideramos como si fuera algo que existe detrás del día, y en general, colocamos el nombre como si fuera un ser, detrás de los hechos que nombra.
Las propiedades fenoménicas de las cosas, dicen los nominalistas, no son ciertamente inherentes a los nombres; y, si no lo son a éstos, entonces no lo son a nada. Son adherentes, o coherentes, más bien, entre sí; y la noción de una sustancia inaccesible a nosotros, a la que atribuimos la cohesión que la soporta, como el cemento hace con las piezas del mosaico, debe ser abandonada. El hecho de la mera cohesión misma es todo lo que la noción de la sustancia significa. Detrás de este hecho no hay nada.
El escolasticismo ha tomado la noción de sustancia del sentido común y la ha hecho muy técnica y articulada. Pocas cosas parecerían tener tan pocas consecuencias pragmáticas para nosotros como la sustancia, incomunicados como estamos de todo contacto con ella. Sin embargo, en un caso la escolástica ha demostrado la importancia de la idea de sustancia, tratándola pragmaticamente. Me refiero a determinada controversia sobre el misterio de la Eucaristía. La sustancia parecería tener aquí un valor pragmático muy importante. Puesto que los accidentes de la hostia no cambian en la cena del Señor, y, sin embargo, llegan a ser el mismo cuerpo de Cristo, debe ser que el cambio ocurre solamente en la sustancia. La sustancia de pan habría sido separada y la sustancia divina sustituida milagrosamente sin alterar las propiedades sensibles inmediatas. Pero si éstas no se alteran, ha habido una diferencia tremenda que es que quienes reciben el sacramento se alimentan con la misma sustancia de la divinidad.
La noción de sustancia penetra, pues, en la vida con extraordinario efecto, si se admite que la sustancia puede separarse de sus accidentes y cambiar estos últimos.
Esta es la única aplicación pragmática de la idea de sustancia que conozco, y es claro que sólo será tratada seriamente por los que ya creen en la presencia real basandose en motivos independientes.
La sustancia material fue criticada por Berkeley con tal riqueza dialéctica, que su nombre ha brillado a través de la filosofía posterior.
El modo de tratar Berkeley la noción de materia es tan conocido que no necesito mencionarlo. Lejos de negar el mundo exterior que conocemos, Berkeley lo corrobora. Fue la noción escolástica de una sustancia material inalcanzable para nosotros, detrás del mundo externo, más profunda y más real que él y que necesitaba ser su soporte, lo que Berkeley mantenía que era lo más efectivo de todo para reducir el mundo externo a la irrealidad. Abolid tal sustancia, decía, creed que Dios, al que podéis comprender y acercaros, os envía el mundo sensible directamente y confirmaréis éste, respaldado por su divina autoridad.
La crítica que Berkeley hacía de la materia era, por consiguiente, absolutamente pragmática. La materia se conoce por nuestras sensaciones de color, figura, dureza y otras semejantes. Ellas son el valor efectivo del término. La diferencia que la materia establece para nosotros existiendo realmente, es que alcanzamos tales sensaciones; y no existiendo, que carecemos de ellas. Estas sensaciones constituyen su único significado. Berkeley, pues, no niega la materia; simplemente nos dice en qué consiste. Es el verdadero nombre para lo que recibimos por medio de las sensaciones.
Locke, y más tarde Hume, aplicaron semejante crítica pragmática a la nocion de sustancia espiritual. Mencionaré solamente el punto de vista de Locke sobre nuestra identidad personal. Inmediatamente reduce esta noción a su valor pragmático en términos de experiencia. Significa, dice, conciencia; es decir, el hecho de que en un momento de la vida recordamos otros momentos y lo sentimos como partes de una y la misma historia personal. El racionalismo ha explicado esta continuidad práctica en nuestra vida por la unidad de nuestra sustancia anímica. Pero Locke dice: supongamos que Dios suprimiera la conciencia: ¿sería mejor para nosotros tener aún el principio espiritual? Supóngase que se atribuye la misma conciencia a almas diferentes; ¿nos perjudicaría en algo por este hecho si nosotros nOs damos cuenta?
En tiempos de Locke el alma era algo que merecía un premio o un castigo, exclusivamente. Véase cómo Locke, tratando el problema desde este punto de vista, mantiene la cuestión en el terreno pragmático: Supóngase -dice- que alguien piensa que es la misma alma que la que una vez fue Néstor o Tersites. ¿Puede pensar que sus propias acciones son algo más que las acciones de otro hombre que existió alguna vez? Pero en cuanto se hiciera consciente de cualquiera de las acciones de Néstor se sentiría él mismo Néstor ... En esta identidad personal se funda todo el derecho y la justicia del premio y el castigo. Es razonable pensar que nadie debe responder por lo que no conoce, pero recibirá su condena, absolviéndolo o acusándolo su conciencia. Supóngase que un hombre es castigado ahora por lo que ha hecho en otra vida y de lo que no ha tenido conciencia; ¿qué diferencia existe entre este castigo y el haber sido creado mjserable? Nuestra identidad personal, pues, consiste, según Locke, exclusivamente en hechos particulares pragmáticamente definibles; el que, aparte de estos hechos verificables, sea inherente también a un principio espiritual, no se trata más que de mera especulación. Locke, como un conciliador que era, toleraba pasivamente la creencia en un alma sustancial detrás de nuestra conciencia. Pero su sucesor Hume, y la mayoría de los psicólogos empíricos posteriores. han negado el alma, excepto como un nombre para las conexiones verificables en nuestra vida interior. Vuelven a descender con ella a la corriente de la experiencia y la cambian en moneda fraccionaría como ideas y en sus mutuas y peculiares conexiones. Como he dicho con respecto a la materia de Berkeley, el alma es buena o verdadera hasta tanto, pero no más.
La mención de la sustancia material sugiere naturalmente la doctrina del materialismo; pero el materialismo filosófico no implica necesariamente la creencia en la materia como un principio metafísico. Se podrá negar la materia en tal sentido, como tan enérgicamente lo hizo Berkeley, o se podrá ser un fenomenista como Huxley, y sin embargo, se puede ser todavía materialista en el más amplio sentido; es decir, en el de explicar los fenómenos más altos por los más bajos y abandonar los destinos del mundo a merced de sus fuerzas y elementos más ciegos.
En este amplio sentido de la palabra es en el que el materialismo se opone al espiritualismo o teísmo. Las leyes de la naturaleza física son las que hacen moverse las cosas, dice el materialismo. Las producciones más altas del genio humano podrían calcularse por quien tuviera un conocimiento completo de los hechos, aparte de sus condiciones fisiológicas, sin considerar si la Naturaleza existe sólo en nuestro espíritu, como pretenden los idealistas, o no.
En todo caso, nuestro espíritu habrá de advertir el género de Naturaleza que es y anotarlo como operando a través de las ciegas leyes físicas. Tal es la contextura del materialismo actual, que debería ser llamado naturalismo. Contra él levántase el teísmo, o lo que en un sentido más amplio puede denominarse espiritualismo. El espiritualismo dice que la mente no sólo atestigua y anota los hechos, sino que también actúa y opera con ellos, es decir, que el mundo es guiado, no por sus elementos inferiores, sino por los superiores.
Tratada esta cuestión como lo es corrientemente, apenas es algo más que un conflicto de preferencias estéticas. La materia es grosera, tosca, rastrera; el espíritu es puro, elevado, noble; y puesto que esta en consonancia con la dignidad del Universo conceder la primacía a lo que parece superior, debe afirmarse el espíritu como principio directivo.
El gran defecto del racionalismo reside en tratar los principios abstractos como finalidades ante las que el intelecto debe permanecer en respetuosa admiración. El espiritualismo, como a menudo se sostiene, puede ser simplemente un estado de admiración por una clase de abstracción y de aversión por otra. Recuerdo a un digno profesor espiritualista que siempre se refería al materialismo como a la filosofía del cieno, creyendo que así lo refutaba.
Tal espiritualismo tiene una fácil respuesta, y Spencer la dio, en efecto. En algunas de las excelentes páginas del final del primer volumen de su Psicología nos muestra que una materia tan infinitamente sutil y realizando movimientos tan inconcebiblemente rápidos y delicados como los que postula la ciencia moderna en sus explicaciones, no tiene la menor traza de grosería. Nos muestra también Spencer que la concepción del espíritu, como hasta ahora lo hemos forjado los mortales, es demasiado grosera para abarcar la exquisita delicadeza de los hechos de la Naturaleza. Ambos términos, dice, no son sino símbolos que apuntan hacia una ignota realidad en la que cesan sus oposiciones.
Contra una objeción abstracta basta una réplica abstracta; puesto que la oposición al materialismo nace del menosprecio a la materia como algo grosero, Spencer refuta el argumento haciendo ver que la materia es indefinida e increíblemente refinada. A una persona que contemple el rostro de un niño o de su padre muerto, el mero hecho de que la materia haya adoptado durante cierto tiempo aquella preciosa forma debería hacerla sagrada siempre. No importa cuál pueda ser el principio de la vida, material o inmaterial; la materia, en cualquier caso, coopera y se presta a todos los propósitos de la vida. Aquella amada encarnación se hallaba entre las posibilidades de la materia.
Pero, ahora, en vez de fundarnos en principios, después de esta moda intelectualista estancada, apliquemos el método pragmático a la cuestión.
¿Qué entendemos por materia? ¿Qué diferencia práctica implicaría que el mundo estuviera regido por. la materia o por el espíritu? Creo que el problema adquiere así un carácter diferente.
Primero de todo, quiero llamar la atención sobre un hecho curioso. Nada afectaría al pasado del mundo, si lo juzgamos producto de la materia o si pensamos que es su autor un espíritu divino. Imagínese, en efecto, todo el contenido del mundo, dado de una vez irrevocablemente. Imagínese que termina en este mismo momento y que no tiene futuro; y entonces dejemos a los teístas y materialistas aplicar sus explicaciones rivales a su historia. Los teistas enseñan que lo hizo Dios; los materialistas, y suponemos que con igual éxito, dicen que es el resultado de fuerzas físicas actuando ciegamente. Permitamos que el pragmatista elija entre estas teorías. ¿Cómo podra aplicar su criterio en un mundo ya completo? Para él los conceptos son cosas con que penetrar en la experiencia, instrumentos para hacernos buscar diferencias. Pero, por hipótesis, no existe experiencia ni diferencias posibles que se puedan buscar.
Ambas teorías han mostrado todas sus consecuencias y, de acuerdo con la hipótesis que adoptamos, son idénticas. El pragmatista debe, por consiguiente, decir que las dos teorías, a pesar de sus diferentes nombres, significan exactamente lo mismo y que la disputa es puramente verbal. (Supongo, naturalmente, que las dos teorías han tenido exito en sus aplicaciones respectivas).
Considérese el caso sinceramente y dígase qué valor podría tener Dios si hubiera consumado su obra y el mundo estuviera paralizado. No valdría más de lo que vale el mundo. A este resultado con su mezcla de méritos y defectos debería atender su poder creador, pero no podría ir más allá. Y puesto que no habrá futuro; puesto que todo el valor y significado del mundo ha sido realizado y actualizado en los sentimientos que lo acompañaron en el tránsito, y ahora lo acompañan hacia el fin; puesto que no se derivaría ninguna significación complementaria (tal como la obtiene nuestro mundo real) de su función de preparar algo todavía por venir, ¿por qué entonces tomamos la medida de Dios como si existiera? El es el Ser que pudo hacer esto para siempre y por lo que debemos estarle agradecidos; pero nada más.
Ahora bien; aceptando la hipótesis contraria, a saber, que la materia, siguiendo sus propias leyes, puede dar origen a este mundo, ¿no deberíamos estarle igualmente agradecidos? ¿Dónde estaría nuestra pérdida, pues, si prescindimos de Dios como hipótesis y hacemos responsable a la materia? ¿Donde estaría la brutalidad o la delicadeza? ¿Y cómo siendo la experiencia lo que es, podría hacerla la presencia de Dios más viva y rica?
Es imposible dar una respuesta a esta cuestión. El mundo actual de nuestra experiencia se supone que es el mismo en sus detalles con arreglo a cualquiera de las dos hipótesis, el mismo para nuestra alabanza o culpa, como dice Browning. Está ahí, irrevocablemente: un regalo que no puede devolverse. Aunque llamemos a la materia su causa no desaparece hecho alguno, ni aumentan porque la llamemos Dios. Ellos son el Dios o los átomos, respectivamente, de éste y no de otro mundo. Dios, de existir, haría exactamente lo que harían los atomos como tales; mereciendo la misma gratitud que merecen los atomos y no más. Si su presencia no presta un carácter peculiar o efecto a su cumplimiento, seguramente no le presta tampoco dignidad. No quedaría rebajada su dignidad si estuviera El ausente y fueran los átomos los únicos actores de escena.
Terminada la comedia y bajado el telón, no se mejora ésta por el hecho de llamar genio al autor, como no es peor porque se le considere un mal escritor.
Por consiguiente, si no pueden deducirse de nuestras hipótesis futuros pormenores de experiencia o conducta, el debate entre el materialismo y el teísmo resulta perfectamente inútil e insignificante. La materia y Dios, en este caso, significan exactamente lo mismo, a saber: la fuerza, ni más ni menos, capaz de hacer este mundo completo; y será persona sensata quien en tal caso vuelva su espalda a tal discusión superflua. Consecuentemente, la mayoría de los hombres, de una manera instintiva, y los positivistas y científicos, deliberadamente, no atienden a las disputas filosóficas que no entrañen alguna consecuencia futura. El carácter verbal y vacío de la filosofía es seguramente un reproche con el que estamos muy familiarizados. Si el pragmatismo es verdadero, es un reproche perfectamente sensato, a menos que las teorías en acción demuestren tener soluciones prácticas alternativas, no obstante lo delicadas y distantes que puedan ser. Ni el hombre vulgar ni el de ciencia descubren, según dicen, tales soluciones, y si el metafísico tampoco puede hacerlo, los otros están ciertamente en su derecho de mostrarse contra -él. Su ciencia no es sino una pompa de jabón y la dotación de un profesorado para tal cátedra es totalmente superflua.
Consecuentemente, en cada debate metafísico genuino se implica siempre algún resultado práctico, no obstante lo abstracto que ese debate pueda parecer. Para darnos cuenta, volvamos a nuestra cuestión y coloquémonos esta vez en el mundo en que vivimos, en el mundo que tiene un futuro, que se halla todavía en desarrollo mientras hablamos. En ese inacabado mundo, la alternativa de materialismo o teísmo es profundamente práctica, y vale la pena que dediquemos unos minutos a comprobarlo.
¿Hasta qué punto difiere el plan para nosotros, según consideremos que los hechos de la experiencia hasta hoy son configuraciones sin propósito de átomos ciegos que se mueven de acuerdo con leyes eternas, o que, de otra parte, son debidos a la providencia de Dios? En cuanto a los hechos pasados no hay ciertamente diferencia, pues estos hechos están ya capturados, empaquetados, y lo bueno que haya en ellos está ya logrado, sea su causa Dios o los átomos. Existen hoy muchos materialistas que, ignorando totalmente el futuro y los aspectos practicos de la cuestión, buscan eliminar el odio que suscita la palabra materialismo, e incluso eliminar la palabra misma, mostrando que si la materia puede dar origen a todas estas ventajas, en este caso la materia, funcionalmente considerada, es una entidad tan divina como Dios, se confunde con Dios, es lo que se entiende por Dios. Cesad, pues, nos dicen, de usar estos términos en oposición. Empléese el término Dios, libre de connotaciones clericales, por una parte, y el de materia sin la implicacion de grosería, crudeza e innobleza por otra. En lugar de decir Dios o materia, háblese de misterio original, energía incognoscible, fuerza única. Esto es lo que nos sugiere Spencer, y, si la filosofía fuera meramente retrospectiva, podría él proclamarse un excelente pragmatista.
Pero la filosofía es también perspectiva, y después de hallar lo que el mundo ha sido, hecho y producido, queda todavía por preguntarse: ¿qué promete el mundo? Désenos una materia que prometa éxito, que esté obligada por sus leyes a conducir nuestro mundo lo más cerca posible de la perfección, y cualquier ser racional adorará esta materia de tan buena gana como Spencer adora lo que él llama la energía incognoscible.
No sólo ha trabajado por la equidad hasta ahora, sino que trabajará por ella siempre, y esto es cuanto necesitamos. Haciendo prácticamente todo cuanto Dios pueda hacer, es equivalente a Dios, su función es la función de un Dios y en un mundo en que Este sería superfluo, ya que, en un mundo semejante, Dios no podría tacitamente ser echado de menos. El nombre adecuado para tal religión sería el de emoción cósmica.
Pero ¿es la materia adaptada por Spencer en el proceso de evolución cósmica la que actúa en un principio de perfección infinita como éste? Indudablemente no lo es, pues el fin futuro de toda cosa o sistema de cosas cósmicamente desarrollado está condenado de antemano por la ciencia a una muerte tragica; Spencer, limitándose a lo estético e ignorando el lado práctico de la controversia, no ha contribuido realmente en nada a su solución. Pero apliquemos ahora nuestro principio de resultados practicos y veremos la vital significación que adquiere inmediatamente la cuestión del materialismo o teísmo.
Teísmo y materialismo, tan indiferentes cuando se consideran retrospectivamente, apuntan, cuando los consideramos en perspectiva, a diferentes manifestaciones de la experiencia. Según la teoría de la evolución mecánica, las leyes de redistribución de la materia y el movimiento a las que debemos las mejores horas que nuestro organismo nos ha proporcionado y los ideales que nuestra mente ha forjado, están, sin embargo, fatalmente condenadas a deshacer de nuevo su obra, a disolver todo cuanto crearon en la evolución. Todos ustedes conocen la descripción del fin del mundo que prevén los hombres de ciencia evolucionistas. Citaré las palabras de Balfour: Las energías de nuestro sistema decaerán, se eclipsará la luz del sol, y la Tierra, sin mareas, inerte, no podrá mantener a la especie que durante un momento perturbó su soledad. Con el hombre desaparecerán los frutos de su pensamiento. La inquieta conciencia que en este oscuro rincón ha roto durante un breve espacio de tiempo el resignado silencio del Universo, volverá a reposar. La materia no tendrá conciencia de sí misma más tiempo. Los monumentos imperecederos, los hechos inmortales, la muerte misma, y el amor, más fuerte que la muerte, serán como si no hubieran existido. Nada de lo que existe será mejor o peor por mucho que haya sido el genio, el trabajo, la constancia y el sufrimiento del hombre para efectuarlo a través de edades incalculables (1).
He aquí el aguijón; las vastas cantidades de tiempo cósmico, aunque hayan aparecido como risueñas costas, se esfumarán lentamente, se prolongarán para disolverse (como nuestro propio mundo se prolonga ahora, para júbilo nuestro); y cuando estos transitorios productos hayan desaparecido, no permanecerá nada, absolutamente nada que represente aquellas cualidades particulares, aquellos elementos de belleza que contuvieron. Morirán y desaparecerán de la esfera de la existencia, sin un eco, sin un recuerdo, una influencia o una huella que pudieran dejar para estimular ideales semejantes. Este absoluto naufragio y tragedia final, pertenece a la esencia del materialismo científico tal como hoy se le entiende. Las fuerzas eternas son las inferiores, no las superiores, y son las últimas fuerzas que sobreviven dentro del círculo de la evolución que podemos ver definitivamente. Spencer cree esto tanto como cualquiera. ¿Por que argüimos como si estuviéramos haciendo necias objeciones estéticas a la grosería de la materia y el movimiento, principios de su filosofía, cuando lo que realmente nos desalienta es el desconsuelo de sus resultados prácticos ulteriores?
No, la verdadera objeción al materialismo no es positiva, sino negativa. Sería grotesco actualmente condenarlo por lo que es, por su llamada grosería. Grosero es lo que produce algo grosero, ahora sabemos esto. Desdeñamos, en cambio, el materialismo por lo que no es: porque no es ni una permanente garantía de nuestros más ideales intereses ni un cumplimiento de nuestras más remotas esperanzas.
La noción de Dios, por el contrario, aunque no aparezca con tanta claridad como las nociones matemáticas corrientes en filosofía mecánica, tiene al menos superioridad práctica sobre ellas, al garantizar un orden ideal que debe ser conservado de un modo permanente. Un mundo con un Dios que diga la ultima palabra puede consumirse o congelarse, pero podemos imaginárnoslo como algo respetuoso de los viejos ideales que habrán de ser realizados aún; de forma que en él, la tragedia es solamente provisional y parcial, y el naufragio y la disolución nunca son absolutamente finales. Esta necesídad de un orden moral eterno es una de las más profundas de nuestro corazón. Poetas como Dante y Wordsworth, que vivían con la convicción de tal orden, deben a este hechó el extraordinario poder tónico y consolador de sus versos. Así, pues, en estas diversas apelaciones prácticas, en estos ajustes de nuestras actitudes concretas de esperanza y deseos, con todas las delicadas consecuencias que sus diferencias implican, descansa el significado real del materialismo y espiritualismo, y no en las sutiles abstracciones sobre la esencia íntima de la materia o los atributos metafísicos de Dios.
El materialismo significa simplemente la negación de que el orden moral es eterno y de toda última esperanza; el espiritualismo, la afirmación de un orden moral eterno y la posibilidad de esperanzas. Desde luego, existe aquí una solución genuina para quien pueda sentirla, y mientras los hombres sean hombres habrá materia para serios debates filosóficos.
Pero posiblemente haya alguien que no se dé todavla por vencido. Aun admitiendo que el espiritualismo y el materialismo hagan diferentes profecías sobre el futuro del mundo, se pueden despreciar sus diferencias como algo infinitamente pequeño y sin significación para una mente sana. La esencia de ésta, puede decirse, consiste en mirar de cerca las cosas y no preocuparse con quimeras como la del fin del mundo. Pero puedo asegurar que quien diga esto comete una injusticia contra la naturaleza humana. La melancolía religiosa no es simplemente un derivado de la palabra locura. Las cosas absolutas, las últimas cosas, las que todo lo comprenden, constituyen intereses verdaderamente filosóficos; todos los espíritus superiores lo sienten así, en efecto, y la mente que se preocupa con lo minúsculo es sencillamente la mente del hombre más huero.
Los hechos comprendidos en la cuestión que se debate son, en verdad, bastante vagamente concebidos por nosotros actualmente. Pero la fe espiritualista, en todas sus formas, afecta a un mundo de promesas en tanto que el sol del materialismo se pone sobre un mar de desesperación. Recuérdese lo que dije de lo Absoluto: nos concede unas vacaciones morales. Cualquier punto de vista religioso hace lo mismo. No sólo incita nuestros momentos más activos, sino que, incorporándose nuestros momentos más gozosos y despreocupados, los justifica. Aunque bastante vagamente, bosqueja los fundamentos de una justificación. Los rasgos exactos de los salvadores hechos futuros, que nuestra creencia en Dios nos asegura, habrán de ser descifrados por los interminables métodos de la ciencia: solamente podemos estudiar nuestro Dios, estudiando su creación. Pero previamente a toda investigación podemos gozar de nuestro Dios, si lo tenemos. Yo mismo creo que la evidencia de Dios descansa sobre todo en la experiencia personal íntima. Cuando ésta nos ha dado una vez a Dios, su nombre significa, al menos, la ventaja de la paz. Recordaran lo que dije ayer sobre el modo en que las verdades chocan entre sí e intentan aniquilarse unas a otras. La verdad de Dios tiene que desafiar a todas las demás verdades. Se halla ante el tribunal de éstas, y éstas, a su vez, ante el tribunal de ella. Nuestra opinión final sobre Dios solamente puede ser establecida después que todas las verdades se hayan consolidado mutuamente. ¡Esperemos que hallarán un modus vivendi!
Pasemos ahora a un problema filosófico emparentado con el anterior: la cuestión de un plan en la Naturaleza. Se ha sostenido desde tiempo inmemorial que la existencia de Dios está probada por ciertos hechos naturales. Muchos hechos aparecen como si estuvieran planeados unos en vista de los otros. Así, el pico, la lengua, los pies, la cola, etcétera, del pájaro carpintero lo adaptan maravillosamente a un mundo de árboles con gorgojos ocultos en su corteza, que sirvan de alimento. Las partes de nuestros ojos se adaptan a las leyes de la luz perfectamente, dejando el paso justo a los rayos luminosos hasta nuestra retina. Tal adecuacion mutua de cosas diversas en su origen se sostenía que implicaban un plan, y se consideraba a su creador como una deidad amante del hombre.
El primer paso en estos argumentos consistía en probar que el plan existía. La Naturaleza fue escudriñada para que los resultados obtenidos de cosas diferentes se correspondiesen. Nuestros ojos, por ejemplo, originados en la oscuridad intrauterina, y la luz que nace en el sol se adaptan entre sí. Están hechos evidentemente el uno para el otro. El fin planeado es la visión; y la luz y los ojos, los medios independientes dispuestos para tal fin.
Es extraño observar, considerando lo unánimemente que nuestros antepasados aceptaron la fuerza de este argumento, lo poco que significa desde el triunfo de la teoría darwinista.
Darwin abrió nuestro entendimiento a la idea de que la adaptación sucede a condición de que exista una continua evolución de fuerzas que puedan sumarse. Nos mostró los enormes dispendios de la Naturaleza en producir resultados que se destruyen a causa de su inadaptación. Puso de relieve las numerosas adaptaciones que, de estar planeadas, supondrían mas bien un mal designador que uno bueno. Aquí, todo depende del punto de vista. Para el gorgojo bajo la corteza la admirable adecuación del organismo del pájaro carpintero para extraerlo ciertamente implica un deslgnador diabólico.
Los teólogos de nuestro tiempo se han esforzado en abarcar los hechos darwinianos e interpretarlos con arreglo a un propósito divino. Se acostumbraba presentarlos como un debate entre el finalismo y el mecanismo, lo uno o lo otro. Era como decir: Mis zapatos se hallan evidentemente planeados para adaptarse a mis pies, luego es Imposible que hayan sido producidos por una maquina. Nosotros sabemos que ocurren ambas cosas: que fueron hechos por una máquina planeada para adaptar los zapatos a los pies. La teología necesita solamente aplicar a los designios de Dios una interpretación semejante. Así como el fin de un equipo de fútbol no es exclusivamente llevar el balón a una meta determinada (si así fuera bastaría simplemente que lo colocaran allí una noche oscura), sino llevarlo cumpliendo determinadas condiciones (reglas de juego, oposición de los rivales), de igual forma la intención de Dios no es meramente crear hombres y salvarlos, sino más bien hacer esto por medio del único agente del vasto mecanismo de la Naturaleza. Sin las maravillosas leyes y contrafuerzas naturales, la creación y perfección del hombre cabe suponer que sería una realización demasiado insustancial para habérsela propuesto Dios.
Esto salvaría la forma del plan, a expensas de su antiguo y fácil contenido humano. El designador no sería durante más tiempo la venerable deidad antropomórfica. Sus designios se amplían así, de tal modo que resultan incomprensibles para los humanos. El qué de ellos nos abruma de tal modo, que establecer el mero para qué de un designador para ellos adquiere en comparación muy poca importancia.
Difícilmente comprendemos el carácter de una mente cósmica, cuyos propósitos se revelan plenamente por la extraña mezcla de bienes y males que encontramos en este mundo real de hechos particulares. O más bien. no damos con la posibilidad de comprenderlo. La mera palabra plan carece de consecuencias por sí misma y no explica nada.. Es el más estéril de los principios. La vieja cuestión de si existe un plan es inutil. La cuestión real es que es el mundo. haya o no sido planeado, y esto solo puede ser revelado mediante el estudio de todos los hechos particulares de la Naturaleza.
Recuérdese que, sea lo que fuere lo que la Naturaleza pueda haber producido o pueda estar produciendo. los medios deben necesariamente haber sido adecuados, deben haber sido adaptados a esa producción. En consecuencia. el argumento de la adaptación al plan tendría que aplicarse siempre, cualquiera que sea el carácter del producto. La reciente erupción del Mont-Pelee. por ejemplo. requirió toda una historia previa para producir aquella exacta combinación de casas desplomadas, cadáveres humanos y de animales, barcos hundidos, cenizas volcánicas, etcétera, precisamente en esa horrenda configuración de posiciones. Francia ha tenido que ser una nación y colonizar la Martinica. Nuestro país tuvo que existir y enviar nuestros barcos. Si Dios se propuso exactamente aquel resultado, los medios mediante los cuales las centurias aportaron sus influencias preparando el suceso, mostraron una exquisita inteligencia. Y lo propio cabe decir de cualquier estado de cosas, sea en la Naturaleza o en la historia, que hallamos efectivamente realizadas. Las cosas deben siempre producir algún resultado definitivo, sea caotico o armonioso. Cuando consideramos lo que realmente ha sucedido, las condiciones deben aparecer siempre perfectamente planeadas para asegurarlo. Podemos decir siempre, por lo tanto, en cualquier mundo concebible, de cualquier carácter que lo imaginemos, que todo el mecanismo cósmico puede haber sido planeado para producirlo.
Pragmáticamente, pues, la palabra abstracta plan es un cartucho vacío. Carece de consecuencias y de ejecución. ¿Qué plan y qué designador? ... Estas son las únicas cuestiones serias; y el estudio de los hechos es el único modo de obtener respuestas, aunque sólo sean aproximadas. Mientras tanto, dependiendo de los hechos la tardía respuesta, cualquiera que insista en que hay un designador y esté seguro de que tal designador sea un ser divino, obtiene una determinada ventaja pragmática del término, la misma, en efecto, que vemos nos deparan los términos Dios, Espíritu o Absoluto. El plan, a pesar de su escaso valor como principio meramente racionalista puesto detrás o sobre las cosas para admiración nuestra, se convierte, si nuestra fe lo concreta en algo teísta, en un término de promesa. Al volver con él a la experiencia logramos una visión más confortante del porvenir. Si la fuerza que anima a las cosas no es ciega, podemos esperar razonablemente mejores resultados. Esta vaga confianza en el futuro es el único significado pragmático discernible actualmente en los términos plan y designador. Pero la cuestión de si la confianza cósmica es recta y no errónea, mejor y no peor, supone un significado más importante. Cuando menos, ésa es la verdad posible que entrañan estos términos.
Ocupémonos ahora de otra controversia muy manida: el problema del libre albedrío. La mayoría de las personas que creen en el llamado libre albedrío, lo hacen a la manera racionalista. Es un principio, una virtud o facultad positiva agregada al hombre, mediante la cual su dignidad resulta enigmáticamente aumentada. Se debe creer en el libre arbitrio por esta razón. Los deterministas, que lo niegan, y que afirman que los hombres individuales no originan nada, sino que simplemente transmiten al futuro todo el impulso del cosmos pasado del que son tan pequeña expresión, disminuyen al hombre. Este sería menos admirable despojado de tal principio creador. Imagino que más de la mitad de ustedes participaran de nuestra instintiva creencia en el libre arbitrio; admirar dicha creencia como un principio de dignidad, tiene mucho que ver con vuestra fidelidad.
Pero el libre arbitrio ha sido también discutido pragmáticamente, y, por extraño que parezca, la misma interpretación pragmática ha sido aducida por ambos bandos. Ustedes saben qué gran papel desempeña en las controversias éticas la noción de responsabilidad. Oyendo a algunas personas, se podría suponer que la ética solo aspira a ser un código de méritos y deméritos. Así viviría en nosotros el antiguo fermento legal y teológico, el interés en el crimen, en el pecado y en el castigo. ¿A quién hay que culpar? ¿A quién podemos castigar? ¿A quién castigará Dios? ... Estas preocupaciones envuelven toda la historia religiosa del hombre como una pesadilla.
Así, tanto el libre albedrío como el determinismo, se han embestido mutuamente calificándose de absurdos, porque cada uno, a los ojos de su enemigo, parecia evitar la imputabilidad de las acciones buenas o malas a sus autores. ¡Qué extraña antinomia! El libre albedrío implica una novedad, el injerto en el pasado de algo no implicado en él. Si nuestros actos estuvieran predeterminados, si transmitiéramos simplemente el impulso de todo el pasado, los librearbitristas dicen: ¿de qué podríamos gloriamos o culparnos? Seríamos agentes solamente y no jefes. ¿Dónde estaría, en tal caso, nuestra preciosa imputabilidad y responsabilidad?
¿Pero dónde estaría si fuéramos libres? , replican los deterministas. Si el acto libre significa una extraña novedad, que procede no de mí, el yo previo, sino ex nihilo, y simplemente se añade a mí, ¿cómo, podría yo, este yo previo, ser responsable? ¿Como puedo yo tener caracter alguno permanente capaz de persistir el tiempo suficiente para ser recompensado con alabanza o reprobación? El rosario de mis días se desharía en infinidad de cuentas tan pronto como el hilo de la necesidad interna fuera suprimido por la absurda doctrina indeterminista.
Fullerton y McTaggart han expuesto recientemente este argumento con mucha valentía.
Puede ser bueno como argumento ad hominem, pero de otro modo resulta lastimoso. Pues yo pregunto, aparte de otras razones, si cualquier hombre, mujer o niño, con sentido de la realidad, no debería avergonzarse de defender principios tales como el de la dignidad o imputabilidad. Entre ellos cabe confiar con seguridad a la utilidad y al instinto que lleven a cabo la misión social del castigo y el premio. Si una persona comete actos buenos, la elogiaremos, y si los comete malos, la castigaremos, con completa independencia de si las teorías referentes a si los actos resultan de lo que era previo en él o son algo nuevo en sentido estricto. Hacer que nuestra ética humana gire alrededor de la cuestión del mérito> es una lamentable irrealidad. Sólo Dios puede conocer nuestros méritos, si es que tenemos algunos. El fundamento real para la admisión del libre albedrío es indudablemente pragmático, pero no tiene nada que ver con ese despreciable derecho a castigar que tanto ruido hizo en pasadas discusiones sobre el tema.
El libre albedrío, pragmáticamente, significa novedades en el mundo, el derecho a esperar que en sus más profundos elementos como en sus más superficiales fenómenos el futuro no se repita imitando idénticamente al pasado. Que esa imitación en masse existe, ¿quién puede negarlo? La general uniformidad de la Naturaleza está propuesta hasta en la menor ley. Pero la Naturaleza puede ser sólo aproximadamente uniforme y las personas en las que el conocimiento del pasado del mundo ha engendrado el pesimismo (o dudas acerca de la bondad del mundo, las cuales se convertirían en certezas si aquélla se supusiera eternamente fija) pueden, claro está, dar la bienvenida al libre albedrío como a una doctrina meliorista. Esta doctrina admite el progreso como posible, al menos: mientras que el determinismo nos asegura que la noción de posibilidad es producto de la ignorancia humana y que la necesidad y la imposibilidad entre ellas gobierna los destinos del mundo.
El libre albedrío es, pues, una teoría cosmológica general de promesa, como la de lo Absoluto, la de Dios, la del Espíritu o la del Plan. Considerados abstractamente, ninguno de estos términos tiene un contenido interno, ninguno de ellos nos da descripción alguna ni conservaría el menor valor pragmático en un mundo cuyo carácter fuera perfectamente obvio desde el principio. El gozo por la mera existencia, la pura emoción y deleite cósmicos me parece que quitarían todo interés a estas especulaciones, si el mundo fuera ya un país de felicidad. Nuestro interés en una metafísica religiosa proviene del hecho de que sentimos inseguro el futuro empírico y necesitamos una garantía más elevada.
Si el presente y el pasado fueran puramente buenos, ¿quién no desearía que el futuro se pareciera a ellos? ¿Quién desearía el libre albedrío? ¿Quién no diría con Huxley: dejadme andar recta, fatalmente, como un reloj al que se le ha dado cuerda y no pido mejor libertad? La libertad en un mundo ya perfecto, solamente significaría libertad para ser peor, ¿y no sería insano desear tal cosa? Ser necesariamente lo que se es, no poder ser en modo alguno otra cosa, daría el último toque de perfección al universo del optimismo. Sin duda, la única posibilidad a que racionalmente se puede aspirar es a la de que las cosas sean mejores. Esta posibilidad, apenas necesito decirlo, tenemos amplios motivos para desearla tal como va el mundo.
Así, pues, el libre albedrío carece de significado a menos que sea una doctrina de consuelo. Como tal, tiene su puesto al lado de otras doctrinas religiosas. Conjuntamente, edificarán lo perdido y repararán las antiguas desolaciones. Nuestro espíritu, encerrado dentro del recinto de la experiencia sensible, está continuamente diciendo al intelecto que está en la torre: Vigía, dinos si la noche tiene promesas, y el intelecto le contesta con términos prometedores.
Aparte de este significado práctico, las palabras Dios, libre albedrío, plan, etcétera, no tienen otro. Por oscuras que en sí mismas sean, aunque se las considere de manera intelectualista, cuando las llevamos con nosotros a las espesuras de la vida, la oscuridad se desvanece. Si os detenéis en la definición de tales palabras, pensando que tienen una finalidad intelectual,¿adónde iréis a parar? Permaneceréis estúpidamente en una presuntuosa falsedad: Deus est Ens, a se, extra et supra omne genus, necessarium, unum, infinite perfectum, simplex, inmutabile, inmensum, aeternum, intelligens, etcétera. ¿Qué decir del valor instructivo de tal definición? No significa nada, a pesar de su pomposo ropaje de adjetivos. Sólo el pragmatismo puede leer en ella un significado positivo, y por esto vuelve la espalda enteramente al punto de vista intelectualista. ¡Dios está en los cielos, el mundo es bueno! 82 ¿Por qué no hemos de confesarlo así, tanto los racionalistas como los pragmatistas? El pragmatismo, lejos de mantener su mirada en el plano práctico inmediato, como se le acusa de hacer, posee el más vivo interés por las más remotas perspectivas del mundo. Véase, pues, cómo todas estas cuestiones últimas giran, por así decirlo, sobre sus goznes, y mirando atrás, desde la consideración de principios, al fijarse en un erkenntnisstheoretische Ich, un Dios, un Kausalitiitsprinzip, un Plan, un Libre Arbitrio, considerados en sí mismos como augustos y elevados sobre los hechos, véase, repito, cómo el pragmatismo busca en los hechos mismos. La cuestión realmente vital para nosotros es la siguiente: ¿Qué va a ser de este mundo? ¿Qué se hará de la vida misma? El centro de gravedad de la filosofía debe, por lo tanto, cambiar de lugar. El mundo de las cosas, largo tiempo oscurecido por las glorias de las regiones etéreas, debe reasumir sus derechos. Este cambio significa que las cuestiones filosóficas serán tratadas por espíritus de carácter menos abstracto que hasta aquí lo han sido, por espíritus más científicos e individualistas en su tono y, sin embargo, no irreligiosos. Habrá un traslado en la sede de la autoridad, parecida a la de la reforma protestante. Y así como para los espíritus papistas el protestantismo les ha parecido con frecuencia anarquía y confusión, tal parecerá sin duda el pragmatismo a los espíritus ultrarracionalistas en filosofía. Parecerá una extraña basura, filosóficamente. Pero la vida sigue, a pesar de todo, y cumple sus fines en los países protestantes. Me aventuro a pensar que el protestantismo filosófico logrará una prospendad análoga. Notas (1) The Foundations of Belief, pág. 3. (2) Versos de Robert Browning, famoso poeta Inglés (1812 - 1889).Índice del libro El pragmatismo de William James Capítulo anterior Capítulo siguiente Biblioteca Virtual Antorcha