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QUINTA CONFERENCIA
EL PRAGMATISMO Y EL SENTIDO COMÚN
En la conferencia anterior, en lugar de tratar la unidad del universo según el modo usual, como un principio sublime en toda su vacuidad, nos volvimos al estudio de las clases especiales de unión que comprende el Universo. Hallamos que muchas de éstas coexisten con clases de separación igualmente reales. ¿Hasta dónde se confirma mi existencia? He aquí la cuestión que cada clase de unión y de separación nos hacen. Así, pues, como buenos pragmatistas, tendremos que orientamos hacia la experiencia, hacia los hechos.
La unidad absoluta permanece, aunque sólo como una hipótesis, y esta hipótesis se reduce en la actualidad a la de un conocedor omnisciente que ve todas las cosas sin excepción como constituyendo un solo hecho sistemático. Pero el conocedor en cuestión puede ser concebido ya como Absoluto o como Ultimo; y, en contraste con la hipótesis que lo concibe en una u otra forma, puede sostenerse legítimamente la contrahipótesis, esto es, que aun el más vasto campo de conocimiento gue haya existido o pueda existir contiene todavla alguna ignorancia. Pues siempre cabe la posibilidad de que se escapen algunos detalles de información.
Esta es la hipótesis del pluralismo noético que los monistas consideran tan absurda. Puesto que nos hallamos obligados a tratarla tan respetuosamente como al monismo noético, hasta que los hechos traigan más luz sobre este punto, advertimos que nuestro pragmatismo aunque originariamente no es sino un método, nos ha obligado a considerar amistosamente el punto de vista pluralista. Puede ser que algunas partes del mundo estén tan flojamente conectadas con otras que sólo las una la conjunción copulativa y. Podrían incluso ir y venir sin que aquellas otras partes sufran ningún cambio interno. Esta concepción pluralista, de un mundo de constitución aditiVa, no puede excluirla el pragmatismo de una seria consideración. Pero esta concepción nos conduce a la hipótesis ulterior de que el mundo real, en lugar de ser completo eternamente, como nos aseguran los monistas, puede ser eternamente incompleto y en todo tiempo sujeto a adición o pérdida.
En cualquier caso, es incompleto en un aspecto, y de manera flagrante. El hecho mismo de que estemos debatiendo este problema muestra que nuestro conocimiento es incompleto en la actualidad y que está sujeto a adición. En cuanto al conocimiento que contiene, el mundo crece y cambia de modo genuino. Algunas observaciones generales sobre la forma en que nuestro conocimiento se completa (cuando esto ocurre) nos llevará de la mano al tema de esta conferencia, que es el Sentido Común.
Empecemos diciendo que nuestro conocimiento crece a trozos. Estos trozos pueden ser grandes o pequeños, pero el conocimiento nunca se da completo, sino que siempre queda algo de lo que era el antiguo. Permítanme suponer que el conocimiento que ustedes tienen del pragmatismo se halla creciendo ahora. Más adelante, su aumento implicará considerable modificación de opiniones que anteriormente consideraban verdaderas. Tales modificaciones se establecerán gradualmente. Tomemos el ejemplo más próximo posible, estas conferencias que pronuncio. Lo primero que ustedes obtendrán de ellas será una pequeña cantidad de nueva información, unas pocas nuevas distinciones, definiciones o puntos de vista. Pero, mientras se van sumando estas ideas especiales, el resto de su conocimiento permanece inmóvil, y sólo gradualmente alinearan ustedes sus opiniones previas con las novedades que yo trato de infundirles, y modificarán en algún grado su masa.
Imagino que me están escuchando ahora con cierta favorable predisposición a mi competencia y esto afecta a la recepción de lo que digo; pero si interrumpiera súbitamente mi conferencia y empezara a cantar con una bella voz de barítono: No volveremos a casa hasta la madrugada, este nuevo hecho no sólo iría a sumarse a su stock sino que les obligaría a definirse de un modo distinto y alteraría su opinión acerca de la filosofía pragmática, y, en general, produciría el reajuste de cierto número de sus ideas. Sus mentes, en tales procesos, se sentirían sacudidas, y a veces dolorosamente, entre las antiguas creencias y las novedades que la experiencia aporta.
Nuestras mentes, pues, crecen a trozos; como manchas, diríamos, y se extienden como las manchas. Pero las dejamos extenderse lo menos posible; conservando inalterados tanto nuestro antiguo conocimiento como muchos de nuestros prejuicios y creencias. Más que renovar, lo que hacemos es zurcir y remendar. La novedad reblandece y tiñe la antigua masa que es a su vez teñida por lo que absorbe. Nuestro pasado se asimila y coopera a la masa de ideas; y, en el nuevo equilibrio en que termina cada paso en el proceso del conocimieno, pocas veces sucede que el nuevo hecho se añada crudo. Con más frecuencia queda cocinado, pudiéramos decir, o estofado en la salsa del pasado.
Las nuevas verdades son, pues, resultantes de nuevas experiencias y de viejas verdades combinadas que se modifican mutuamente. Y puesto que esto sucede en los cambios de opinión actualmente, no hay razón para presumir que no haya ocurrido así en todo tiempo. Se sigue que los antiguos modos de pensar pueden haber sobrevivido en las opiniones de los hombres a través de todos los cambios posteriores. Los modos más primitivos de pensar pueden no haber sido totalmente cancelados. Como nuestros cinco dedos, los huesecillos del oído, el rudimentario apéndice coccígeo y demás vestigios, pueden persistir como indelebles símbolos de acontecimientos en la historia de la especie. Nuestros antepasados pueden haber seguido en algunos momentos modos de pensar que nunca habrían imaginado encontrar. Pero una vez que lo hicieron así, y por la fuerza del hecho, la herencia continúa. Cuando se empieza una pieza de música con una clave determinada debe conservarse hasta el final. Podemos alterar nuestra casa ad libitum, excepto en lo que afecta a los cimientos trazados por el primer arquitecto. Se puede efectuar cambios, pero no se puede transformar Una iglesia gótica en un templo dórico. Por mucho que se enjuague una botella no se le puede quitar el gusto de la medicina o el whisky que la llenaba anteriormente.
Mi tesis ahora es ésta: nuestros modos fundamentales de pensar sobre las cosas son descubrimientos llevados a cabo por remotos antepasados que lograron conservarse a través de la experiencia de los tiempos ulteriores. Ellos constituyen una gran fase de equilibrio en el desarrollo de la mente humana, la fase del sentido común. Sobre ésta han ido injertándose otras, que nunca han tenido éxito en desplazarla. Consideremos ahora esta primera fase del sentido común como si fuera la final.
En el lenguaje corriente, el sentido común de un hombre significa su buen juicio, su carencia de extravagancia, su espíritu práctico. En filosofía quiere decir algo enteramente diferente; significa el uso de determinadas formas intelectuales o categorías de pensamiento.
Si fuéramos langostas o abejas, pudiera ser que nuestra organización nos condujera a usar modos completamente diferentes de éstos para aprehender nuestras experiencias. Pudiera ser también (no podemos negarlo dogmáticamente) que tales categorías, inimaginables para nosotros hoy, resultaran en su conjunto tan útiles para el manejo mental de nuestras experiencias como las que realmente usamos.
Si esto pareciera paradójico a alguien, que piense en la geometría analítica. Las mismas figuras que Euclides definió por sus relaciones intrínsecas fueron definidas por Descartes por las relaciones de sus puntos a coordenadas eventuales, lo que dio por resultado una manera diferente en absoluto y mucho más amplia de considerar las curvas. Todas nuestras concepciones son lo que los alemanes llaman denkmittel, medios por los cuales manejamos los hechos pensándolos. La experiencia simplemente como tal no nos llega marcada y etiquetada, tenemos primero que descubrir qué es. Kant dice de ella que en su primera intención es un Gewühl der Erscheinungen, una Rhapsodie der Wahrnehmungen, un simple caos que la mente tiene que ordenar (1). Lo que comúnmente hacemos es forjar un sistema de conceptos mentalmente clasificados, ordenados o conectados de algún modo intelectual, y entonces usarlo como un rótulo mediante el cual identificamos las impresiones que se nos presentan. Cuando cada una de éstas es referida a algún lugar posible en el sistema conceptual es, de ese modo, comprendida. Esta noción de múltiplos paralelos con sus elementos que se mantienen recíprocamente en relaciones de uno a uno ha resultado tan conveniente actualmente en matemáticas y lógica que ha reemplazado de un modo cada vez más acentuado a las antiguas concepciones clasificatorias. Existen muchos sistemas conceptuales de esta clase; la multiplicidad sensorial es también uno de ellos. Dondequiera que relacionamos una a una las impresiones sensoriales, entre los conceptos, se racionalizan las impresiones. Pero evidentemente para racionalizarlas podemos usar varios sistemas conceptuales.
El antiguo modo de racionalizarlos que utilizaba el sentido común se componía de una serie de conceptos, los más importantes de los cuales son éstos:
Cosa
Lo idéntico y lo diferente.
Géneros.
Cuerpos.
Mentes.
Tiempo.
Espacio.
Sujetos y atributos.
Influencias causales.
Lo imaginario.
Lo real.
Nos hallamos tan familiarizados con el orden en que estas nociones han venido tejiéndose para nosotros desde tiempo inmemorial en nuestras percepciones, que hallamos difícil advertir lo poco que siguen el camino de la rutina las percepciones; cuando se consideran en sí mismas. Usemos aquí la palabra tiempo. En Boston, por ejemplo, el tiempo carece de rutina, siendo la única ley que, si permanece constante durante dos días seguidos, probablemente, aunque no con seguridad, cambiará al tercero. Así, pues, la experiencia del tiempo en Boston es discontinua y caotica. En cuanto a la temperatura, viento, lluvia o sol, éstas son cosas que pueden cambiar tres veces al día. Pero el Observatorio Meteorológico de Washington intelectualiza este desorden convirtiendo en episódica cada parte sucesiva del tiempo en Boston. Lo refiere a su lugar y momento en un ciclón continental en cuya historia los cambios locales se ensartan como las cuentas de un rosario.
Ahora bien: parece casi seguro que los niños y los animales inferiores consideran sus experiencias de un modo parecido a como los bostonianos incultos el tiempo que les hace. Saben del espacio y del tiempo, en cuanto receptáculos del mundo, o de los sujetos permanentes y de los predicados, cambiantes, o de las causas, géneros, pensamientos o cosas no mucho más que las personas corrientes saben de los ciclones continentales. Cuando al nene se le cae el sonajero de las manos, nada hace por buscarlo. Según él se ha ido, como se va la llama de una vela; y el sonajero vuelve cuando se le coloca de nuevo en la mano, como la llama cuando se enciende otra vez el pabilo. No se le ocurre la idea de que sea una cosa, cuya existencia permanente pueda ser interpolada entre sus apariciones sucesivas. Lo mismo les sucede a los perros. Lo que cae fuera de su vista cae fuera de su mente. Y está clarísimo que no tienen tendencia general alguna a interpolar cosas. A propósito de esto citaré un pasaje del libro dé mi colega G. Santayana: Si un perro, husmeando satisfecho, ve a su amo negar tras una larga ausencia ... no pedirá razones de por qué su amo se fue y por qué vuelve, por qué le acariciaba o por que ahora, mientras está echado a sus pies gruñendo y soñando con la caza, su amo le olvida. Todo esto es un completo misterio que no le preocupa. Tal experiencia tiene su variedad, escenario y un determinado ritmo vital, y su descripción podría hacerse en versos ditirámbicos. El perro se mueve solamente por inspiración; cada acontecimiento es providencial, cada acto impremeditado. Se han combinado la libertad absoluta con el desamparo absoluto. Dependemos enteramente del favor divino, aunque su acción insondable no es distinguible de nuestra propia vida ... Pero incluso las figuras de este drama desordenado tienen sus salidas y entradas y la señal que las mueve puede ser gradualmente descubierta por un ser capaz de fijar su atención y retener el orden de los acontecimientos ... En la medida en que tal conocimiento avanza, cada momento de la experiencia llega a ser el resultado y la anticipación de los demás. Los lugares tranquilos en la vida están llenos de fuerza y sus paroxismos de recursos. No hay emoción que pueda anonadar a la mente, pues ninguna tiene su base o su consecuencia completamente escondida, ni puede ningún suceso desconcertarla del todo porque ve más allá. Se pueden buscar los medios para escapar de las peores dificultades; y puesto que cada momento estuvo lleno anteriormente con sus propias aventuras y sorprendida emoción, ahora deja lugar a la lección de lo que fue antes y conjetura lo que puede ser la trama del conjunto (2).
Todavía hoy la ciencia y la filosofía están intentando laboriosamente separar lo real de lo fantástico en nuestras experiencias; en los tiempos primitivos sólo se hacían incipientes distinciones en este respecto. Los hombres creían lo que pensaban con mucha viveza, y mezclaron sus sueños con sus realidades de una manera inextricable. Las categorías de pensamiento y de cosa son aquí indispensables; pero, en lugar de ser realidades, nosotros llamamos ahora a determinadas experiencias pensamientos. No hay categorías, entre las enumeradas, cuyo uso no podamas imaginar que no se ha originado históricamente y extendido de un modo gradual.
Ese Tiempo único en el que todos creemos y en el que cada suceso tiene su fecha definida, ese Espacio único en el que cada cosa tiene su posición, esas nociones abstractas unifican el mundo incomparablemente; pero en su forma acabada como conceptos ¡que diferentes son de las desordenadas experiencias de tiempo y espacio del hombre primitivo! Todo lo que nos ocurre trae su propia duración y extensión, y ambas están vagamente rodeadas de un más marginal que penetra en la duración y extensión de la próxima cosa que llega. Pero pronto perdemos todas nuestras conexiones definidas; y no solamente nuestros hijos no hacen distinción entre el ayer y el anteayer, batiendo a todo el pasado junto, sino que los adultos hacemos lo propio cuando se trata de tiempo dilatado. Lo propio ocurre con el espacio. En un mapa puedo advertir claramente la relación de Londres, Constantinopla y Pekín, con el lugar en que estoy. En realidad no puedo sentir los hechos que el mapa simboliza. Las direcciones y distancias son vagas, confusas y se hallan mezcladas. El espacio y el tiempo cósmicos, lejos de ser las instituciones que Kant dijo, son construcciones tan patentemente artificiales como cualesquiera otras que la ciencia pueda mostrar. La gran mayoría de los seres humanos nunca emplea estas nociones, sino que vive en tiempos y espacios plurales y (durcheinander) interpenetrantes.
Consideremos ahora las cosas permanentes; la misma cosa y sus diferentes apariencias y alteraciones; los diferentes géneros de cosas, con el género empleado finalmente como predicado del cual la cosa queda como sujeto ... ¡Qué articulación de la maraña del flujo de nuestra experiencia inmediata y de la variedad sensible sugiere esta lista de términos! Y eso que ello constituye sólo la parte más pequeña de ese flujo de la experiencia que cada cual ordena mediante la aplicación de estos instrumentos conceptuales. Dejandolos aparte, nuestros más inferiores antepasados probablemente usaban sólo, y de un modo vago e inadecuado, la noción de otra vez lo mismo. Pero, aun entonces, si se les hubiese presentado si lo mismo era una cosa que había permanecido a través del intervalo invisible, se habrían quedado perplejos y habrían dicho que nunca se les ocurrio tal cuestión ni la consideraron desde este punto de vista.
Los géneros y la igualdad de género, ¡qué denkmittel tan colosalmente útil para hallar nuestro camino entre lo múltiple! La multiplicidad podría haber sido absoluta, concebiblemente. Las experiencias podrían haber sido todas singulares, y ninguna de ellas ocurrir dos veces. En tal mundo la logica no habría tenido aplicación, pues el género y la semejanza de género son tan sólo instrumentos lógicos. Una vez que sabemos que cuanto pertenece a un género pertenece también al género de ese género, podemos viajar a través del Universo como con botas de siete leguas.
Las bestias seguramente nunca usan estas distinciones y los hombres civilizados las utilizan en grados muy diversos.
¡Y volvemos otra vez a la influencia causal! Esta, de ser algo, parece haber sido una concepción antediluviana, pues encontramos a los hombres primitivos pensando que casi todo es significativo y puede ejercer influencia de algún modo. La búsqueda de más definidas influencias parece haber comenzado en la cuestión: ¿A quien o a qué inculpar? , cualquier malestar, desastre o contrariedad. Desde este centro se ha extendido la búsqueda de influencias causales. Hume y la ciencia, a una, han tratado de eliminar toda noción de influencia, sustituyendo el totalmente diferente denkmittel de ley. Pero la leyes una invención relativamente reciente y su influencia reina suprema en la esfera más antigua del sentido común.
Lo posible, como algo menos que lo real y más que lo totalmente irreal, es otra de las magistrales nociones del sentido común. Por mucho que se las critique, persisten y volvemos a ellas en cuanto afloja la presión crítica. El yo, el cuerpo, en sentido sustancial o metafísico, no escapan a la sujeción de esas formas de pensamiento. En la práctica, los denkmittel del sentido común son uniformemente victoriosos. Todo hombre, aunque esté instruido, se inclina a pensar en una cosa según el dictado del sentido común, como en una unidad-sujeto permanente que sustenta sus atributos intercambiablemente. Nadie utiliza o establece sinceramente esa otra noción más crítica de un grupo de cualidades sensoriales unidas por una ley. Disponiendo de estas categorías, forjamos planes y conectamos todas las remotas partes de experiencia que existen ante nuestros ojos. Nuestras últimas y más críticas filosofías son meras modas y fantasías comparadas con esta natural lengua madre del pensamiento.
Así, pues, aparece el sentido común como un estadio perfectamente definido de nuestra comprensión de las cosas; estadio que satisface de un modo extraordinariamente acertado los propósitos por los que pensamos. Las cosas existen, incluso cuando no las vemos. Sus géneros existen también; actúan por sus cualidades y sobre estas cualidades actuamos nosotros; y estas cualidades también existen. Las lámparas que hay aquí proyectan su cualidad luminosa sobre los objetos de esta habitación. La interceptamos en su camino cuando interponemos una pantalla opaca. Lo que llega a los oídos de ustedes es exactamente este sonido que emiten mis labios. Es el calor sensible del fuego lo que se transmite al agua en la que se cuece un huevo y podemos transformar el calor en frío, arrojando en ella un trozo de hielo. En este estadio de la filosofía han permanecido sin excepción todos los pueblos no europeos. Es suficiente para todos los fines prácticos necesarios de la vida; entre los de nuestra raza, sólo algunos temperamentos sofistas, espíritus pervertidos por el saber, como Berkeley los llama, han podido sospechar que el sentido común no es absolutamente cierto.
Pero, si volvemos la mirada atrás y especulamos respecto de cómo las categorías del sentido común pueden haber conseguido su maravillosa supremacía, no aparece ninguna razón por la que pueda no haber sido mediante un proceso exactamente igual a aquel por el que las concepciones de Demócrito, Berkeley o Darwin consiguieron iguales triunfos en tiempos más recientes. En otras palabras, pueden haber sido descubiertas con pleno éxito por genios prehistóricos cuyos nombres ha ocultado la noche de los tiempos; pueden haber sido demostradas por hechos inmediatos de experiencia, a los que se acomodaron desde el principio; y, después, de hecho en hecho, y de hombre a hombre, pueden haberse extendido hasta tal punto, que todo el lenguaje se ha apoyado en ellos, haciéndonos ya incapaces de pensar naturalmente en otros términos. Tal punto de vista está de acuerdo con esa regla, que tan fértil ha demostrado ser, al enunciar que lo vasto y lo remoto se adaptan a las leyes de formación que podemos advertir en operación en lo pequeño y en lo próximo.
Bastan ampliamente estas concepciones para todos los propósitos prácticos utilitarios. Pero parece probado, por los límites excesivamente dudosos de su aplicación actual, que ellos empezaron en puntos especiales del descubrimiento y que sólo gradualmente se extendieron de una cosa a otra. Nosotros asuminos para ciertos propósitos un tiempo objetivo que aequabiliter fluit, pero no creemos vivamente ni nos damos cuenta de tal tiempo de fluencia uniforme. La de espacio es una noción menos vaga; pero ¿qué son las cosas? Una constelación ¿es propiamente una cosa? ¿Lo es un ejército? ¿O es una cosa un ens rationis tal como el espacio o la justicia? ¿Es el mismo un cuchillo cuyo mango y hoja han cambiado? ¿Es de género humano el changeling del que discutio tan seriamente Locke? (3). Es la telepatía una fantasía o un hecho? En cuanto se trasciende del uso práctico de estas categorías (uso corrientemente sugerido de modo suficiente por las circunstancias de cada caso especial) a un modo de pensar meramente curioso o especulativo, resulta imposible decir dentro de qué límites exactos de hecho se aplicará cualquiera de ellas.
La filosofía peripatética, obedeciendo a inclinaciones racionalistas, ha intentado eternizar las categorías del sentido común, tratándolas muy técnica y articuladamente. Una cosa, por ejemplo, es un ser, un ens. Un ens (o ente) es un sujeto al que son inherentes cualidades. Un sujeto es una sustancia. Las sustancias son genéricas y los géneros son definidos en número, y discretos. Estas distinciones son fundamentales y eternas. Como términos del discurso son, sin duda alguna, extraordinariamente útiles, pero lo que significan, aparte de su uso en el gobierno de nuestro discurso, eso no aparece. Si se presenta a un filósofo escolástico qué puede ser en sí mismo una sustancia, aparte de ser portadora de atributos, responderá simplemente que nuestro intelecto conoce perfectamente lo que esa palabra significa.
Pero lo que el intelecto conoce claramente es sólo la palabra misma, y su función directora. Así ocurre que el intelecto sibi permissi, el intelecto excesivamente curioso y perezoso, haya abandonado el plano del sentido común por lo que en términos generales puede llamarse el plano crítico del pensamiento. No sólo los intelectos puros -como Hume, Berkeley y Hegel-, sino los observadores prácticos de hechos -como Galileo, Dalton, Faraday- han encontrado imposible tratar los ingenuos términos sensoriales del sentido común como algo definitivamente real. Así como el sentido comun interpola sus cosas constantes entre nuestras intermitentes sensaciones, de igual forma la ciencia extrapola su mundo de las cualidades primarias, sus átomos, su éter, sus campos magnéticos, etcétera, más allá del mundo del sentido común. Las cosas son ahora cosas impalpables, invisibles, y las cosas visibles del antiguo sentido común se supone que son el resultado de la mezcla de las invisibles. O de otro modo: la total concepción ingenua de la cosa es reemplazada y el nombre de la cosa se interpreta como denotando solamente la ley o rege der verbindung por la que ciertas de nuestras sensaciones habitualmente se suceden o coexisten.
La ciencia y la filosofía crítica rompen así los límites del sentido común. Con la ciencia, el realismo ingenuo cesa. Las cualidades secundarias se hacen irreales, y sólo permanecen las primarias. Con la filosofía crítica se entra a saco en todo. Las categorías del sentido común cesan de representar algo como ser. No son sino sublimes ardides del pensamiento humano, nuestros medios de escapar al desconcierto en medio del irremediable flujo de la sensación.
Pero la tendencia científica en el pensamiento crítico, aunque inspirada al principio por motivos puramente intelectuales, ha abierto un horizonte, delante de nuestra vista asombrada, enteramente insospechado de utilidades prácticas. A Galileo debemos los relojes exactos y un exacto sistema de artillería; los químicos nos inundan con nuevos medicamentos y sustancias colorantes; a Ampere y Faraday les somos deudores del metropolitano de Nueva York y a Marconi de la telegrafía. Las cosas hipotéticas que tales hombres han inventado, definidas como ellos lo han hecho, están demostrando una fecundidad extraordinaria en consecuencias verificables por los sentidos. Nuestra lógica puede deducir de ellas una consecuencia legítima bajo ciertas condiciones; podemos después producir las condiciones y muy pronto la consecuencia está ante nuestros ojos. El alcance del control pragmático de la Naturaleza, puesto recientemente en nuestras manos por modos científicos de pensar, excede enormemente el alcance del viejo control fundado en el sentido común. Su aumento proporcional se produce de tal modo que no se le pueden trazar límites; cabe hasta temer que el ser del hombre llegue a ser destruido por sus propias fuerzas, que su naturaleza orgánica pudiera no adecuarse a soportar la tensión de sus funciones en incesante y formidable aumento, funciones creadoras casi divinas, para cuyo manejo su intelecto le capacitará mas cada día. Hasta podría ahogarse en su riqueza como un niño en una bañera que ha abierto el grifo del agua y no puede cerrarlo.
La etapa filosófica del criticismo, mucho más profunda en sus negaciones que la científica, no nos ha dado hasta ahora un nuevo orden de poder práctico. Locke, Hume, Berkeley, Hegel, han hecho un trabajo estéril en cuanto a iluminar los pormenores de la Naturaleza y creo que ninguna intervención o descubrimiento puede rastrearse en su pensamiento, pues ni el agua de alquitrán de Berkeley, ni la hipótesis nebular de Kant tienen nada que ver con sus respectivos principios filosóficos. Las satisfacciones que producen a sus discípulos son intelectuales, no prácticas, y aun así hemos de confesar que existe un considerable aspecto negativo en su explicación.
Hay, pues, por lo menos, tres planos bien caracterizados, tres etapas o tipos de pensamiento acerca del mundo en que vivimos y las nociones de una etapa poseen una clase de mérito y las de otra etapa otra clase diferente. Es imposible, no obstante, decir cuál de ellas es más verdadera que las restantes. El sentido común es la etapa más consolidada, porque fue el primero en el turno y convirtió el lenguaje en su aliado. Que éste o la ciencia sea la etapa más augusta es cosa que queda al juicio de cada uno. Pero ni la consolidación ni la majestad constituyen rasgos definitivos de la verdad. Si el sentido común estuviera en lo cierto, ¿por qué la ciencia tendría que considerar falsas las cualidades secundarias e inventar un mundo invisible de puntos, curvas y ecuaciones matemáticas en su lugar? ¿Por qué habría necesitado transformar las causas y las actividades en leyes de variación funcional? En vano el escolasticismo, el hermano más joven y adiestrado del sentido común, intentó estereotipar las formas con que la familia humana ha hablado siempre, haciéndolas definidas y fijándolas para la eternidad. Las formas sustanciales (en otras palabras, nuestras cualidades secundarias) sobrevivieron con dificultad al año 1600 de Nuestro Señor. La gente se había cansado ya de ellas, y Galileo y Descartes con su nueva filosofía le dieron un poco tarde el coup de gráce.
Ahora bien: si los nuevos géneros de la cosa científica, el mundo corpuscular y etéreo, fueran esencialmente más verdaderos, ¿por qué habrían excitado tanta crítica dentro del mismo cuerpo de la ciencia? Los lógicos científicos dicen a cada momento que estas entidades y sus determinaciones, a pesar de estar concebidas claramente, no deben ser consideradas como literalmente reales, sino como si existieran, pues en realidad son semejantes a coordenadas o logaritmos, vados artificiales para que pasemos de un lado al otro del flujo de la experiencia. Podemos calcular con ellas con éxito; nos sirven maravillosamente; pero no debemos dejamos embaucar por ellas.
No hay conclusión aplastante posible cuando comparamos estos tipos de pensar, a fin de decidir cuál de ellos es el más absolutamente cierto. Su naturalidad, su economía intelectual, su fecundidad para la práctica, son pruebas distintas de su veracidad, y como consecuencia sobreviene confusión. El sentido común es mejor para una esfera de la vida, la ciencia para otra, el criticismo filosófico para una tercera, pero que alguna de ellas sea la más verdadera de un modo absoluto eso sólo el cielo lo sabe. Precisamente en estos años, si lo he entendido bien, estamos asistiendo, en la filosofía de la ciencia, a una curiosa vuelta al camino del sentido común en la consideración de la Naturaleza física, vuelta favorecida por hombres tales como Mach, Ostwald y Duhem. Según estos profesores, ninguna hipótesis es más cierta que otra en el sentido de ser una copia más literal de la realidad. Son sólo modos de hablar por nuestra parte, y comparables tan sólo desde el punto de vista de su uso. La única cosa literalmente verdadera es la realidad, y la única realidad que conocemos es, para estos lógicos, la realidad sensible, el flujo de nuestras sensaciones y emociones a medida que pasan. Energía es el nombre colectivo (según Ostwald) para las sensaciones tal como ellas se presentan (el movimiento, el calor, el impulso magnético, o la luz, o lo que fuere) cuando son medidas de cierta manera. Midiéndolas así, es como somos capaces de describir los cambios correlativos que nos muestran, en fórmulas incomparables por su simplicidad y utilidad para el uso humano. Son espléndidos triunfos de economía en el pensar.
Nadie puede dejar de admirar la filosofía energética. Pero las entidades hipersensibles, los corpúsculos y las vibraciones continúan vigentes para la mayor parte de los físicos y químicos, a pesar de la apelación indicada. Parece demasiado económica para satisfacer por completo. La profusión, y no la economía, puede ser, después de todo, la clave de la realidad.
Estoy ocupándome aquí con cuestiones altamente técnicas, apenas adecuadas para conferencias populares, y en las que mi propia competencia es pequeña. Tanto mejor, sin embargo, para mi conclusión, que en este punto es la siguiente: toda la noción de la verdad, que de un modo natural y sin reflexiones consideramos como la simple duplicación por la mente de una realidad dada y ya elaborada, resulta difícil de comprender claramente. No existe un criterio simple para pronunciarse entre los diversos tipos de pensamiento que creen poseerla. El sentido común, la ciencia común o la filosofía corpuscular, la ciencia ultracrítica o energética, la filosofía crítica o idealista, todas parecen insuficientemente verdaderas en algunos aspectos y dejan alguna insatisfacción. Es evidente que el conflicto de estos sistemas, que tan ampliamente difieren, nos obligan a examinar la idea misma de verdad, pues actualmente carecemos de una noción definida de lo que la palabra significa. Afrontaré esta tarea en mi próxima conferencia y diré ahora tan sólo unas pocas palabras para finalizar ésta.
Existen dos puntos en esta conferencia que deseo retengan ustedes. El primero es relativo al sentido común. Hemos visto que tenemos razón para sospechar que a pesar de su venerabilidad, de su uso universal y de encontrarse en íntima compenetración con la estructura del lenguaje, sus categorías pueden ser, después de todo, una colección de hipotesis extraordinariamente fecundas (descubiertas históricamente o inventadas por individuos, pero gradualmente comunicadas y utilizadas por todo e mundo), y mediante las cuales nuestros antepasados, desde tiempo inmemorial, han unificado y puesto en orden la discontinuidad de sus experiencias inmediatas, poniéndose en equilibrio con la superficie de la Naturaleza, tan satisfactoria para los propósitos prácticos ordinarios que seguramente habrían durado siempre, a no ser por la excesiva vivacidad intelectual de Demócrito, Arquímedes, Galileo, Berkeley y de otros genios excéntricos a quienes inflamó el ejemplo de tales hombres. Ruego a ustedes que conserven esta sospecha acerca del sentido común.
El otro punto es éste: la existencia de los varios tipos de pensar que hemos examinado, cada uno tan esplendido para determinados propósitos, aunque todos antagónicos entre sí, y sin que ninguno de ellos pueda invocar el derecho de una veracidad absoluta, ¿no debería despertar una presunción favorable para la concepcion pragmática de que todas nuestras teorías son instrumentales, son modos mentales de adaptación a la realidad más que revelaciones o respuestas gnósticas a los enigmas del mundo instituidos por obra divina? Expresé este punto de vista tan claramente como pude en la segunda de estas conferencias. Indudablemente, la inquietud de la actual situación teorética, el valor para algunos fines de cada nivel mental, y la incapacidad, por otra parte, de eliminar a los demás de un modo decisivo, sugiere esta concepción pragmática que espero que en las próximas conferencias haré enteramente convincente. ¿No puede haber, después de todo, una posible ambigüedad en la verdad?
Notas
(1) Un caos de fenómenos; una rapsodia de percepciones.
(2) The Life of Reason: Reazon in Common Sense, 1905, pág. 59.
(3) Se aplica a un niño sustituido por otro por las hadas.
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