Índice de La República de PlatónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO DÉCIMO


Primera parte


I

- Ciertamente -dije-, muchas son las razones que abriga mi mente sobre la perfección suma de la ciudad que intentábamos fundar. Y no es la menos importante el pensamiento que yo había forjado sobre la poesía.

- ¿Y cuál es? -preguntó.

- Que no ha de admitirse en modo alguno en la ciudad, poesía de tipo imitativo. Este pensamiento se afirma todavía más en mí y con mayor claridad después de haber considerado separadamente las diversas partes del alma.

- ¿Cómo dices?

- Si he de ser claro ante vosotros (pues no creo que vayáis a denunciarme a los poetas trágicos y a todos los demás que se dedican a la imitación), esas obras parecen constituir un insulto a la sensatez de los que las oyen, cuando éstos no poseen el antídoto conveniente para ellas; esto es: el conocimiento de lo que en realidad son.

- ¿Qué fundamento tienes pára expresarte así? -dijo.

- Te lo diré -insistí-, a pesar del cariño y el respeto que profeso desde niño por Homero y que va a contener mis palabras. Pues no me es posible dudar de que Homero ha sido el primer maestro y el jefe de todos esos calificados poetas trágicos. Ahora bien, como el hombre no ha de recibir más honra que la verdad, diré simplemente lo que tengo que decir.

- Muy bien -asintió.

- Escúchame, pues, o mejor, respóndeme.

- Pregunta.

- ¿Cómo definirías tú, en general, la imitación? Yo, verdaderamente, no alcanzo a comprender lo que quiere expresarse con esa palabra.

- ¿Y crees entonces que lo comprenderé yo mejor? -dijo.

- No sería nada extraño -observé-; porque, en muchas ocasiones, los hombres de vista débil demuestran más agudeza que los que ven bien.

- Así es -contestó-; pero, estando tú delante, no me atrevería a dejar oír mi opinión. A ti te corresponde hablar.

- ¿Quieres entonces que comencemos nuestra investigación siguiendo el método acosnimbrado? Ya sabes por experiencia que solíamos aplicar una idea a la multitud de cosas que designábamos con el mismo nombre. ¿O no comprendes esto?

- Sí que lo comprendo.

- Refirámonos ahora a la multitud que tú quieras. Por ejemplo, si te parece bien, a la multitud de camas y a la multitud de mesas.

- ¿Cómo no?

- Pero las ideas que comprenden esas dos clases de muebles son, por una parte, la idea de cama, y, por otra, la idea de mesa.

- .

- ¿Y no acostumbrábamos a decir que el artesano fabricante de cada uno de esos muebles dirige la mirada a la idea cuando trata de hacer las camas o las mesas de que nos servimos, y así todo lo demás? Es evidente que ningún artesano fabrica la idea misma, porque eso es imposible.

- De ningún modo.

- Considera qué nombre conviene a este otro artesano.

- ¿A cuál?

- Al que hace todas las cosas que realizan los demás obreros manuales.

- ¡Bien hábil y extraordinario sería ese hombre!

- Aún es pronto para que digas eso, porque vas a comprobarlo rápidamente. Este artesano no sólo fabrica toda clase de mobiliario, sino que hace surgir todas las cosas de la tierra, produce los seres vivos e incluso se produce a sí mismo. Pero además de esto, es causa de la tierra, del cielo y de los dioses, y elabora todo lo que se encuentra en el cielo y bajo la tierra, en el Hades.

- Hablas, ciertamente -dijo-, de un sabio extraordinario.

- ¿Es que no lo crees así? -pregunté-. Pues dime: ¿te parece que no existe en absoluto un artesano como ése, o que la realidad de este hacedor sólo puede comprenderse en un sentido y en otro no? ¿No te das cuenta de que tú mismo podrías hacer todas esas cosas de alguna manera?

- Tendrías que explicármelo -contestó.

- No resulta difícil ese trabajo -dije yo-. Rápidamente y de muchos modos serías capaz de realizarlo. Bastaría con que tomases un espejo y lo dirigieses a todas partes: harías en un momento el sol y todas las cosas que hay en el cielo; y también la tierra, a ti mismo, a todos los seres vivos y cuantos muebles, plantas y demás objetos entran en nuestra enumeración.

- -asintió-; haría todo eso en apariencia, pero carecería de realidad.

- Hermosa objeción presentas a mi razonamiento -dije yo-. Creo, sin embargo, que podemos incluir al pintor entre estos artesanos. ¿No es así?

- ¿Cómo no?

- Dirás, acaso, que lo que este hombre hace no posee realidad alguna. Mas, de algún modo, él fabrica también una cama. ¿O no?

- Repito lo de antes -dijo-: hace una cama en apariencia.


II

- Pero, ¿qué es lo que hace el constructor de camas? ¿No decías hace un momento que él no hace la idea, la cual, según nuestro criterio, es la cama misma, sino una determinada cama?

- Sí, eso decía.

- Por consiguiente, si no hace la cama misma, en su esencia, no hace la cama real, sino algo parecido a ella, pero no real. Quien afirmase la plena realidad de la obra del constructor de camas o de cualquier otro artesano, correría el riesgo de no decir la verdad.

- No diría la verdad, desde luego -dijo-, para la opinión de los hombres versados en esto.

- No es nada extraño, pues, que todas esas obras resulten algo oscuras en relación con la verdad.

- Desde luego.

- ¿Quieres, por tanto -pregunté-, que demos en buscar la condición de ese imitador?

- Si tú también lo deseas -contestó.

- Tres son las camas a las que podemos referimos: una, la que existe en la Naturaleza, fabricada por el dios, según yo creo; pues, ¿a qué otro ser podríamos atribuirla?

- A mi juicio, a ningún otro.

- Otra cama es la que hace el carpintero.

- No hay duda -dijo.

- Y una tercera, que es la realizada por el pintor. ¿No estás conforme?

- Lo admito.

- El pintor, el fabricante de camas y el dios, son los tres maestros de esas tres camas.

- En efecto.

- Y el dios, sea porque no quiso, sea porque la necesidad le obligó a no fabricar más que una cama, hizo esa única cama de que hablamos, la cama misma o esencial. Puedes tener por cierto que el dios no produjo nunca dos o más camas, ni las producirá tampoco en el futuro.

- ¿Cómo es eso? -preguntó.

- Porque si fuesen dos las camas realizadas -dije yo-, habría de surgir una nueva cama de cuya idea participasen esas dos. Esa sería la cama verdadera, pero no las dos mencionadas.

- Ciertamente -dijo.

- Yo creo que el dios, consciente de sus actos, quiso ser sólo el hacedor de la cama real, pero no un constructor cualquiera de una cama cualquiera. Por eso fabricó la cama única por naturaleza.

- Así parece.

- ¿Quieres, pues, que consideremos al dios como productor de la cama, o algo por el estilo?

- Justo es darle ese título -contestó-, ya que fue él quien fabricó la cama por naturaleza y todas las demás cosas de ese tenor.

- Pero, ¿qué decir del carpintero? ¿No es acaso artesano de camas?

- .

- Y el pintor, ¿no trabaja y construye ese mismo objeto?

- De ningún modo.

- Entonces, ¿qué dirás de él en relación con la cama?

- Me parece que convendría llamarle, más adecuadamente, imitador de la obra de aquellos artesanos.

- Queda, pues, en claro -dije yo-, que llamas imitador al autor de una obra, distante tres grados de la natural.

- Evidentemente -dijo.

- Y lo mismo ocurrirá con el autor de tragedias, por tratarse de un imitador: esto es, que figurará tercero a continuación del rey y de la verdad, e igualmente todos los demás imitadores.

- Es posible.

- Estamos, pues, de acuerdo en lo que concierne al imitador. Pero, respecto al pintor, tendrás que contestarme a lo siguiente: ¿te parece que trata de imitar las obras de la Naturaleza o las obras de los artesanos?

- A mí me parece que las de los artesanos -dijo.

- Pero, ¿tal como son o en su apariencia? Deberás precisar este punto.

- ¿Cómo dices? -preguntó.

- Lo que ahora vas a oír: ¿hay o no hay diferencia en la cama misma, si te atienes a un determinado punto de vista, mirándola por ejemplo de lado o de frente? ¿No te parecerá distinta en cada caso? Y lo mismo acontece con lo demás.

- En efecto -dijo-, semeja ser diferente, pero realmente no lo es.

- Bien; considera ahora esta otra cuestión: ¿qué es lo que pretende la pintura de cada objeto? ¿Procura quizá imitar la realidad tal como es, o tan sólo la apariencia como tal apariencia? ¿Es, pues, imitación de algo aparente o de algo verdadero?

- De algo aparente -contestó.

- Por consiguiente, este arte de la imitación se encuentra alejado de lo verdadero y, al parecer, realiza tantas cosas por el hecho de que alcanza solamente un poco de cada una, y aun este poco es un simple fantasma. Admitimos por eso que el pintor supla a un zapatero, un carpintero y los demás artesanos, sin entender la más pequeña cosa de sus artes. No obstante, si es un buen pintor, podrá mostrar a distancia su obra, tanto a niños como a hombres insensatos, y llegar a engañarles con la apariencia de un carpintero de verdad.

- ¿Cómo no?

- Creo, pues, querido amigo, que en esta cuestión hemos de opinar así: cuando alguno nos anuncie que sabe de un hombre conocedor de todos y cada uno de los oficios, e incluso con más perfección que cualquier otro hombre, convendrá responderle que ha sido víctima de su simpleza y que, según parece, ha caído en el engaño de un encantador o de un imitador, a quien él estimó como muy sabio por no ser capaz de distinguir debidamente la ciencia, la ignorancia y la imitación.

- Estás en lo cierto -dijo.


III

- Después de esto -proseguí-, habrá que considerar la tragedia y con ella a Homero, jefe de este género. Porque hemos oído a algunos que los poetas trágicos son conocedores de todas las artes, de todas las cosas humanas relativas a la virtud y al vicio, y aun de las divinas. En realidad, si el buen poeta ha de realizar a la perfección sus composiciones, deberá hacerlas con pleno conocimiento, o, en otro caso, no alcanzará el fin propuesto. Pero no vaya a ser que aquellos hombres sufran el engaño de estos imitadores y que ni siquiera se den cuenta, cuando ven sus obras, que se hallan a triple distancia del ser y faltos del conocimiento de la verdad, pues sus obras son meras apariencias, pero no realidades. Y esto es lo que en última instancia deberá decidirse: si los buenos poetas saben lo que dicen respecto a las cosas que tanto gustan a la multitud.

- Sí, eso habrá que examinar -asintió.

- Supón por un momento que alguien fuese capaz de hacer ambas cosas: el objeto imitado y su imagen. ¿Crees que entonces se aplicaría a la fabricación de imágenes y dedicaría a ello los mejores afanes de su vida, como si se tratase de la cosa mejor?

- Yo, al menos, no lo estimo así.

- Y yo pienso también que si conociera verdaderamente todas aquellas cosas que imita, procuraría ante todo encararse con ellas más que con sus imitaciones, e intentaría legar a la posteridad muchas y hermosas obras que constituyen un monumento de su quehacer. Desearía ser, por encima de todo, un hombre elogiado y no un elogiador.

- De acuerdo contigo -afirmó-, pues no son iguales el honor y el provecho que se alcanzan en uno y otro caso.

- Sin embargo, no exijamos de Homero o de cualquier otro de los poetas que nos den la razón de todas las cosas, ni les preguntemos quién de ellos era médico o, tan sólo, imitador de los médicos; o cuáles son los enfermos que ha curado alguno de los poetas antiguos o modernos, como se dice, por ejemplo, de Asclepio, o qué discípulos dejó para la práctica del arte médica, siguiendo la huella de aquél. Nada les pidamos igualmente sobre las otras artes, aunque es justo preguntar a Homero acerca de las cosas más importantes y hermosas de las que él intenta hablar: incluyamos aquí las guerras, la dirección de los ejércitos, los regímenes de las ciudades y la educación del hombre. Sobre esto, precisamente, le diremos: Querido Homero, si realmente no ocupas el tercer lugar a partir de la verdad, no eres un artesano de apariencias al que debamos considerar como imitador; si de cierto tu puesto es el segundo y puedes llegar a conocer qué clase de actividades vuelven a los hombres mejores, tanto pública como privadamente, dinos por favor qué ciudad mejoró por ti su constitución, en la medida que lo hizo Lacedemonia por obra de Licurgo, y otras grandes y pequeñas ciudades por otros muchos hombres. ¿Podrías indicamos a qué ciudad aprovecharon tus dotes de legislador? Italia y Sicilia se beneficiaron de Carondas, y nosotros, de Solón. Pero, ¿cuál de ti? ¿Eres capaz de señalar a alguna?

- No creo que respondiese afirmativamente -respondió Glaucón-, porque ni los seguidores de Homero dicen nada de eso.

- ¿Y puede atribuirse a la dirección o recomendación de Homero el feliz término de alguna guerra?

- De ningún modo.

- Vayamos con los grandes inventos y adquisiciones del pensamiento aplicables a las artes o a otras actividades, en los que descuellan varones sabios como Tales de Mileto y Anacarsis el Escita. ¿Se distinguió Homero en ellos?

- Al menos, nada se dice de eso.

- Bien; pues ya que Homero no ha descollado en la vida pública, ¿lo ha hecho quizá en la vida privada? ¿Podría decirse que constituyó en vida un guía didáctico para aquellos que le amaban por su conversación y que legó a la vez a la posteridad un método de vida homérico, como el mismo Pitágoras, amado especialmente por ese motivo y que dejó discípulos que aún hoy parecen distinguidos entre los demás hombres por un género de vida que llaman pitagórico?

- Es claro -dijo- que tal género de vida no puede atribuirse a Homero. Porque si nos fijamos en Creófilo, su discípulo, quizá resulte, Sócrates, mucho más ridículo por su educación que por su nombre. Esto, si es verdad, en efecto, lo que se cuenta de Homero, de quien se dice que fue, durante su vida, completamente olvidado por aquél.


IV

- Sí, eso se dice de él -asentí yo-. Pero, ¿eres de la opinión, Glaucón, que si Homero hubiese podido educar a los hombres e incluso hacerles mejores, no precisamente por la imitación de estas cosas, sino por su conocimiento de ellas, habría dejado de atraerse un gran número de adictos que le honrasen y le prodigasen su amor? Si Protágoras de Abdera, Pródico de Ceos y muchos otros pudieron hacer creer a sus discípulos, al hablarles en privado, que no serían capaces de dirigir su casa y su ciudad al no contar con su rectoría y su instrucción, por cuya ciencia recibieron el premio de un acendrado respeto, de esos mismos discípulos que no dudaron en llevarlos en triunfo, ¿hay razón para pensar que los contemporáneos de Homero iban a permitir que éste o Hesíodo recorriesen las ciudades como rapsodas, sin acogerse en mayor grado a su enseñanza? ¿No sentirían por ellos más aprecio que por el oro y no les llevarían a sus propias casas, o, de no convencerles de esto, no les habrían seguido adondequiera que fuesen hasta ver completada su educación?

- Me parece, Sócrates -contestó Glaucón-, que dices toda la verdad.

- ¿Propondremos, pues, como cierto, que todos los poetas, y Homero el primero, son imitadores de apariencias de virtud y de esas otras cosas sobre las que ejercen su trabajo? ¿Diremos, acaso, que no alcanzan la verdad y que repiten el ejemplo del pintor al que nos referíamos, el cual hace algo que parece un zapatero y, sin saber lo que hace, presenta su obra a los que, como él, no entienden de zapatería y se deslumbran tan sólo por los colores y los signos externos?

- Sin duda alguna.

- Diremos también, creo yo, que el poeta no sabe más que imitar, pero de una manera tal, que emplea colores de cada una de las artes, con los nombres y expresiones adecuados, hasta el punto de que aquellos otros que fían de las palabras estiman en mucho su disertación, ya se refiera en metro, ritmo y armonía; al arte del zapatero, ya hable acerca de la estrategia o de cualquier otra cosa. ¡Tan prodigioso encantamiento produce la expresión poética! Porque pienso que no se te escapa a qué quedan reducidas las palabras de los poetas cuando se las despoja de toda su musicalidad y su colorido. Alguna vez lo habrás comprobado.

- Es cierto -dijo.

- ¿No se parecen -pregunté- a esos rostros en sazón, pero no hermosos, en el momento en que pierden su flor juvenil?

- Enteramente -contestó.

- Vayamos a otra cosa: ¿diremos del hacedor de apariencias, esto es, del imitador, que no conoce nada del ser, sino sólo lo aparente? ¿Lo crees así?

- Así, desde luego.

- Pues no dejemos las cosas a medias y tratémoslas a fondo.

- Habla -dijo.

- Afirmamos que el pintor es capaz de diseñar unas riendas y un freno.

- .

- Sin embargo, los hacedores de estas cosas son el talabartero y el herrero.

- No hay duda.

- Ahora bien, ¿conoce el pintor cómo deben ser las riendas y el freno? ¿O están en el mismo caso que él el herrero y el talabartero, de tal modo que sólo el buen jinete sabe servirse de aquéllos?

- Ciertamente.

- ¿Diremos que es eso también lo que ocurre en todas las otras cosas?

- ¿Cómo?

- Que sobre cada cosa se dan tres clases de arte: la de su uso, la de su fabricación y la de su imitación.

- .

- Pero, ¿no es verdad que la virtud, la belleza y la perfección de todo objeto, de todo ser vivo o de toda actividad, guardan relación únicamente con el uso para el que fueron hechos o les dispuso la Naturaleza?

- Eso mismo.

- Es, por tanto, plenamente necesario que el que hace uso de un objeto sea precisamente el más experimentado; y deberá asimismo indicar al que lo fabrica lo que hay de bueno o de malo en él relativamente a su disfrute. Así, el flautista anuncia al fabricante de flautas cuáles son las que le sirven para su oficio, prescribiéndole cómo debe hacerlas, en lo cual aquel le obedecerá.

- ¿Cómo no?

- Por consiguiente, el primero de esos hombres dirá al otro, con conocimiento de causa, cuáles son las características de una buena o mala flauta; y el otro asentirá y pondrá manos a la obra.

- Claro que sí.

- El hacedor de un objeto, pues, tendrá un recta creencia acerca de su bondad y de su maldad; no en vano convive con el que le conoce y viene obligado a oírle. Pero el que utiliza ese objeto habrá de tener conocimiento de él.

- Indudablemente.

- El imitador adquirirá el conocimiento de que hablamos no de otro modo que con el uso que hace de las cosas. ¿Y sabrá si son bellas y perfectas o no, o tendrá una justa opinión de ellas por la conversación que mantenga con el entendido, así como por las instrucciones que reciba sobre lo que ha de pintar?

- Yo creo que ni una ni otra cosa.

- Bien se ve, entonces, que el imitador no sabrá ni llegará a tener una recta opinión acerca de las cosas que imita y en cuanto a su belleza o a su maldad.

- No parece.

- Pues sí que puede darse buen tono ese imitador careciendo, como es verdad, de conocimiento sobre su obra.

- Desde luego.

- Pero, a pesar de todo, continuará realizando su plan aun sin conocer lo que encierra cada cosa de bueno o de malo. Al parecer, se contentará con imitar lo que resulta hermoso para la mayoría, insensata desconocedora de todas las cosas.

- No otra cosa puede hacer.

- Queda, pues, demostrado de manera suficiente que el imitador no tiene un conocimiento profundo de las cosas que imita, con lo cual convierte su arte imitativo no en algo serio, sino más bien en algo infantil. En cuanto a los que se dedican a la poesía trágica, sea componiendo yambos o versos épicos, son todos ellos imitadores como el que más.

- En efecto.


V

- ¡Por Zeus! -exclamé yo-, ¿y esa imitación no se encuentra a distancia de tres grados de la verdad? ¿No es eso?

- .

- ¿Y sobre qué parte del hombre ejerce su poder?

- ¿Qué es realmente lo que quieres decir?

- Vas a comprobarlo ahora: una misma cosa no parece de igual tamaño vista de cerca o vista de lejos.

- Claro que no lo parece.

- E igualmente, semeja ser curva o recta, según la contemplemos en el agua o fuera de ella; y cóncava o convexa por cierta ilusión visual que producen en nosotros los colores. Todo esto ocasiona, naturalmente, una gran perturbación en nuestra alma, de la que se aprovechan la pintura en claroscuro, el arte de la magia y el de los charlatanes y cuantos recursos por el estilo pueden afectarla.

- Es cierto.

- ¿Y de qué otros remedios más apropiados usaremos que no sean el medir, el contar y el pesar, para que no llegue a imponerse a nosotros esa apariencia de más o menos grande o de más o menos peso, sino la regla del cálculo, de la medición y del peso?

- ¿Cómo no?

- Pero aquí actuará, a no dudarlo, la parte razonable de nuestra alma.

- Esa precisamente.

- ¿A la cual, después de haber comprobado que unas cosas son mayores, menores o iguales a otras, se le evidencian términos contrarios al mismo tiempo y acerca de un mismo objeto?

-.

- ¿Y no es esto lo que nosotros teníamos por imposible al afirmar que no pueden darse dos juicios contrarios al mismo tiempo y sobre el mismo objeto?

- Sí, y lo afirmábamos con toda razón.

- Así, pues, el juicio de nuestra alma que prescinde de la medida en nada se relaciona con el juicio adecuado a ella.

- Desde luego.

- Pero la facultad que obedece a la medida y al cálculo será la mejor del alma.

- ¿Qué se opone a ello?

- Justamente, la parte más vil que se encuentra en nuestro interior.

- Eso, necesariamente.

- Este es el acuerdo que yo buscaba cuando decía que la pintura y, de manera general, toda la imitación, realiza su obra a una gran distancia de la verdad. De ella puede afirmarse todavía que tiene relación y amistad con esa parte de nosotros alejada de la razón y no dispuesta, por tanto, para ningún fin bueno y verdadero.

- Completamente -dijo.

- Es, pues, bien claro que la imitación, que ya de por sí resulta vil, se une a otra cosa vil y aumenta su vileza.

- Así parece.

- ¿Ocurre esto solamente -pregunté yo- con la imitación visual o también con la que afecta al oído, incluida asimismo en el campo poético?

- También, naturalmente -contestó-, con esta segunda imitación.

- Pero no convendrá detenerse tan sólo -afirmé- en la analogía de la poesía con la pintura. Habrá que fijarse en aquella parte del alma que mantiene trato con la poesía imitativa y ver si realmente es vil o virtuosa.

- Eso creo yo.

- Consideremos las cosas de esta manera: digamos que la poesía imitativa presenta a unos hombres entregados a trabajos forzosos o voluntarios con cuya acción piensan obtener la felicidad o la infelicidad y, en consecuencia, el disfrute de la alegría o la tristeza. ¿O puede añadirse algo más a lo que digo?

- Nada más.

- Y a través de todos estos trabajos, ¿no se mantiene el hombre en un mismo pensamiento? ¿O surgirá en él la discordia y se pondrá en contradicción consigo mismo como cuando ejercitaba la vista en dos sentidos y formaba opiniones contradictorias sobre un mismo objeto y al mismo tiempo? Recuerdo perfectamente que a nada conduce un acuerdo sobre esto, porque para todo lo ya dicho antes habíamos convenido suficientemente en lo que sigue: que nuestra alma encierra en sí misma un sin fín de contradicciones de esa clase.

- Justo acuerdo -dijo.

- Indudablemente -asentí yo-. Pero lo que entonces omitimos me parece necesario que lo examinemos ahora.

- ¿Y qué es eso? -preguntó.

- Decíamos en aquella ocasión -afirmé- que un hombre virtuoso sobrellevará más fácilmente que ningún otro desgracias como la pérdida de un hijo o la de otro ser singularmente querido.

- Ciertamente.

- Ahora, en cambio, tendremos que comprobar si nada le apesadumbra o, caso de que esto sea imposible, en qué medida pone límites a su dolor.

- Admitiremos lo segundo -dijo- como más verdadero.

- Pues contéstame a lo que voy a preguntarte: ¿piensas acaso que este hombre se enfrentará y opondrá más resistencia al dolor cuando sea visto por sus semejantes que cuando se encuentre a solas consigo mismo?

- Mucho más lo hará -contestó- cuando sea visto.

- A mi juicio, cuando se encuentre a solas dejará oír muchos lamentos, de los que sentiría vergüenza si alguien le oyese; y hará también muchas cosas que no aceptaría que nadie le viese hacer.

- En efecto -dijo.


VI

- Pero, ¿no es la razón y la ley lo que le impele a resistir, y su misma pasión, por el contrario, lo que le arrastra al dolor?

- Naturalmente.

- Si, por tanto, existen en el hombre dos tendencias contrarias respecto a un mismo objeto y en la misma ocasión, diremos que hay en él necesariamente dos partes opuestas.

- ¿Cómo no?

- Y una de ellas, ¿no se mostrará decidida a obedecer a la razón por dondequiera que la razón la conduzca?

- ¿Cómo?

- Dice la ley que lo mejor es mantener en alto grado la tranquilidad y no afligirse en la desgracia, por cuanto no se evidencia claramente si son bienes o males lo que nos acarrea. Pues tampoéo se aprovecha nada con la aflicción, ni ninguna de las cosas humanas merece una gran preocupación, ya que muchas veces el propio dolor es un impedimento para todo aquello que puede venir al instante en nuestra ayuda.

- ¿A qué te refieres? -preguntó.

- A esa reflexión -dije yo- sobre las cosas que han ocurrido y al hecho de colocar nuestras acciones bajo el hado de la fortuna, ni más ni menos que en el juego de dados y conforme a la inclinación que muestre la razón. Porque no habrá de procederse como los niños que, cogiéndose la parte herida, pierden el tiempo en inútil gritería, sino que deberá acostumbrarse al alma a procurarse remedio lo antes posible y a enderezar lo que está caído y enfermo, haciendo desaparecer así el llanto de dolor con el propio arte curativo.

- Es lo mejor que cabe hacer -observó- para liberarse del infortunio.

- Y nuestra parte más esclarecida, decimos, querrá someterse al dictado de lo racional.

- Es claro que sí.

- ¿No diremos también que es irracional, indolente y amigo de la cobardía todo aquello que recuerda nuestras desgracias y nuestros lamentos, sin encontrarse nunca saciado de ellos?

- Eso diremos.

- Porque la parte irritable se presta a una grande y variada imitación, en tanto un carácter sensato y tranquilo, siempre semejante a sí mismo, no resulta fácil de imitar ni cómodo de comprender para aquel que quiere imitarle. Y esto sobre todo para una multitud festiva y para hombres procedentes de todas partes y reunidos en el teatro. La imitación, en este caso, tendría que originar en ellos unos sentimientos que les son extraños.

- Efectivamente.

- Se ve claro, pues, que el poeta imitativo no fue creado por la naturaleza para tratar esa parte del alma, ni su ciencia está preparada para darle satisfacciones. Si realmente ha de granjearse el aprecio de la multitud, incidirá en el carácter irritable y variado, que es el más fácil de imitar.

- Así es.

- Tenemos, por tanto, motivos justos para censurarle y para ponerle en correspondencia con el pintor. Porque se parece a éste en esa su obra sin valor, comparada con la verdad, e igualmente en la confianza que demuestra hacia una parte del alma que no es, ciertamente, la mejor. Por tal motivo, no debemos ofrecerle entrada en una ciudad con buenas leyes, porque despierta y alimenta el vicio y, dándole fuerzas, destruye también el principio racional, no de otro modo que lo haría cualquier ciudadano que, revistiendo de autoridad a los malvados, traicionase a la ciudad y destruyese a los bien dotados. Hay lugar para decir que el poeta imitativo introduce en el alma de cada uno un régimen miserable, complaciendo a la parte irracional de aquélla, que no es capaz de distinguir lo grande de lo pequeño y sí sólo de pensar las mismas cosas, unas veces como grandes y otras como pequeñas, forjándose así unas meras apariencias alejadas por completo de la verdad.

- No hay duda de ello.


VII

- Nuestras aseveraciones, sin embargo, no han dado aún con el mal mayor de la poesía. Es verdaderamente terrible ese trato afrentoso que reserva para los hombres prudentes, del que sólo se salvan unos pocos.

- ¿Por qué no ha de serio, si es verdad lo que tú dices?

- Escucha y luego decidirás. Sabes bien cuánto disfrutamos los mejores de entre nosotros al escuchar cómo Homero o cualquier otro de los trágicos imita a alguno de los héroes que, lleno de dolor, prorrumpe en una larga queja y se deshace en llanto y grita y se golpea. Seguimos entonces con verdadera simpatía la expresión de esos sentimientos y ensalzamos como buen poeta al que nos ha colocado en una situación así.

- Lo sé. ¿Cómo no?

- Pero, en cambio, cuando la desgracia se cierne sobre nosotros, no te cabe duda de que nos jactamos de lo contrario, si somos capaces de permanecer tranquilos y de guardar la calma en la idea de que es esto lo propio del varón, y de la mujer aquello que antes ensalzábamos.

- No lo dudo, desde luego -dijo.

- ¿Y juzgas en su lugar -pregunté- la alabanza de ese hombre, cuando uno de nosotros no desearía esa situación y se avergonzaría de ella, lleno de repugnancia por tal estado? ¿A qué viene, pues, el gozo y el aplauso?

- No, por Zeus -dijo-; no parece razonable.

- -afirmé yo-, considerando la cuestión bajo aquel aspecto.

- ¿Cómo?

- Pensemos que aquella parte del alma que es retenida y privada de su llanto en las desgracias propias y que necesita saciar por naturaleza sus deseos de gemir, es la misma que los poetas colman de gozo. Es claro que la parte mejor de nosotros por su carácter y no formada suficientemente por la razón y por el hábito, afloja la vigilancia de la parte llorona, porque contempla desgracias ajenas y no le parece vergonzoso dar su aprobación a las lágrimas intempestivas de otro hombre que se dice buen varón. Estima que obtiene con ello la ganancia del placer y que no valdría la pena verse privada de éste por el desdén hacia el poema entero. Yo pienso que son pocos los que se paran a meditar que algún provecho obtendrán para sí de las vicisitudes ajenas. Si mantienen hacia éstas un fuerte sentimiento de compasión, no resulta fácil que lo soporten en sus propias penalidades.

- Es la pura verdad -dijo.

- ¿Y no aduciremos las mismas razones para todo aquello que mueve a risa? Porque, cuando sueltas la carcajada en medio de la representación cómica o al escuchar conversaciones privadas que para ti mismo serían motivo de vergüenza, pero que ahora no desprecias por su vileza, ¿qué otra cosa haces sino repetir aquella actitud de los temas emotivos? Y puedes así echar a reír con ganas, cosa que antes retenías en ti mismo con el principio racional, temiendo te juzgasen como un simple bufón. Ese proceder se manifestará luego con frecuencia en tus relaciones normales con los demás hasta el punto de convertirte en un verdadero comediante.

- Naturalmente -dijo.

- Pues bien, acerca del amor, de la cólera y de todos esos movimientos del alma, dolorosos y placenteros, que nosotros atribuimos a nuestras propias acciones, ¿no produce en nosotros los mismos efectos la imitación poética? Porque alimenta y riega todas esas cosas que convendría dejar secas, y escoge además como gobernante aquello mismo que debiera ser gobernado, con el fin de volvernos mejores y más felices y no peores y más desgraciados.

- Nada tengo que objetar -afirmó.

- Por tanto, querido Glaucón -añadí-, cuando te encuentres con panegiristas de Homero que digan que fue este poeta el que educó a la Hélade y que es digno de que se le acoja y se le preste la debida atención en lo que concierne al gobierno y a la dirección de los asuntos humanos, hasta el punto de adecuar la vida propia a los preceptos de su poesía, deberás prodigarles tu cariño e incluso besarles como si se tratase de los mejores ciudadanos, concediéndoles que Homero es el poeta más grande y el primero de los trágicos. Sin embargo, no olvidarás también que en nuestra ciudad sólo convendrá admitir los himnos a los dioses y los elogios a los hombres esclarecidos. Si en toda manifestación, épica o lírica, das cabida a la musa voluptuosa, el placer y el dolor se enseñorearán de tu ciudad y ocuparán el puesto de la ley y de la razón más justa a los ojos de los hombres de todos los tiempos.

- Muy cierto es lo que dices -asintió.

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