Índice de La República de PlatónPresentación de Chantal López y Omar CortésSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO


PRIMERA PARTE


I

En compañía de Glaucón, el hijo de Aristón, bajé ayer al Pireo con objeto de dirigir mis súplicas a la diosa y deseoso de ver asimismo cómo realizaban la fiesta que iba a tener lugar por primera vez. Me pareció ciertamente hermosa la procesión de los naturales del pueblo, aunque no lo fue menos la que celebraron los tracios. Después de orar y de haber contemplado la ceremonia, emprendimos el regreso hacia la ciudad. Pero Polemarco, el hijo de Céfalo, habiendo visto desde lejos que marchábamos a casa, mandó al esclavo que corriese hacia nosotros para pedirnos que le esperásemos. y así fue que, cogiéndome del manto por detrás, me dijo:

- Polemarco os suplica que le esperéis.

Yo, entonces, volviéndome, le pregunté dónde se encontraba.

- Ahí atrás -contestó-, y ya avanza a nuestro encuentro; por favor, esperadle.

- Bien; así lo haremos -dijo Glaucón.

Poco después llegaron Polemarco y Adimanto, el hermano de Glaucón, así como Nicérato, el hijo de Nicias, y algunos otros, al parecer de regreso de la procesión.

Y dijo Polemarco:

- Parece, Sócrates, que estáis en camino de vuelta a la ciudad.

- En efecto, no te equivocas -le dije.

- ¿Te has parado a mirar cuántos somos?

- Claro que sí.

- Pues una de dos: o demostráis ser más fuertes que nosotros, o decidís permanecer aquí.

- ¿Y no queda otra solución -dije yo- que convenceros de que es preciso que nos dejéis marchar?

- ¿Podríais hacerlo -dijo él- si nosotros no queremos?

- De ninguna manera -contestó Glaucón.

- Pues haceos a la idea de que no lo hemos de querer.

Y dijo entonces Adimanto:

- ¿Es que no sabéis que al caer de la tarde habrá una carrera de antorchas a caballo en honor de la diosa?

- ¿A caballo? -dije yo- Cosa nueva, sin duda. ¿Acaso se pasarán unos a otros las antorchas en medio de la carrera? No comprendo que pueda ocurrir de otro modo.

- Efectivamente -dijo Polemarco-, y harán, además, una fiesta nocturna, digna de ser admirada; saldremos, pues, luego de haber cenado, nos reuniremos allí con otros muchos jóvenes y charlaremos con ellos. No lo penséis un momento más y quedaos con nosotros.

- Al parecer -dijo Glaucón-, no tendremos más remedio que quedarnos.

- Eso es -dije yo-, habrá que hacerlo así.


II

Nos fuimos, por tanto, a casa de Polemarco, y encontramos allí a Lisias y a Eutidemo, hermanos de aquél; a Trasímaco el calcedonio, a Carmántides el peanio y a Clitofonte, el hijo de Aristónimo. Estaba también con ellos Céfalo, el padre de Polemarco. Y en verdad que me pareció muy envejecido, pues tanto era el tiempo que llevaba sin verle. Se nos aparecía sentado en un asiento con cojín y con una corona en la cabeza, pues sin duda acababa de realizar un sacrificio en el patio de la casa. Nos sentamos con él, aprovechando que a su alrededor había colocados algunos taburetes.

En cuanto me vio Céfalo, me saludó y me dijo:

- Sócrates, muy pocas veces vienes a vernos al Pireo, no obstante la alegría que nos darías con ello. En cambio, si yo pudiese hacerlo, iría sin dudarlo a la ciudad, ahorrándote así el viaje hasta aquí. Pero como esto no es posible, debes ser tú el que trates de acercarte hasta nosotros con más frecuencia. Pues, en efecto, quiero decirte que cuanto más me abandonan los placeres del cuerpo, tanto más aumentan los deseos y las satisfacciones propias de la conversación. No nos olvides y acércate aquí con estos jóvenes, que en nosotros encontrarás a unos verdaderos amigos.

- Y ciertamente, Céfalo -le dije-, me complace mucho conversar con personas de edad avanzada; pues me parece necesario que sean ellas quienes me hablen de un camino ya recorrido y que, posiblemente, también nosotros tengamos que recorrer. Conviene que me digas cuál es este camino, si es penoso y difícil, o fácil y accesible. Con verdadero gozo escucharía tu opinión sobre esto, puesto que te encuentras ya en esa edad que los poetas denominan el umbral de la vejez, y bien desearía saber si consideras desgraciado este momento de la vida o qué conceptuación te merece.


III

- Por Zeus, Sócrates -me contestó-, te diré al menos cómo se me muestra a mí. Confirmando el antiguo proverbio, sucede muchas veces que nos reunimos unos cuantos de una edad aproximada; la mayoría de ellos suelen lamentarse de su suerte, echando de menos los placeres del amor, que con los de la bebida y los banquetes y otras muchas cosas de este tenor llenaron sus años juveniles. Lloran su pérdida, como si en realidad hubiesen dejado de poseer grandes bienes, y se lamentan de que era entonces cuando les sonreía la vida, mientras que ahora ni siquiera viven. Algunos se quejan incluso de los insultos que reciben en su vejez de los que con ellos conviven, y ello les da pretexto para inculparla de todos sus males. A mi parecer, Sócrates, no dan con la causa real que los produce; porque si la vejez fuera la causa, hubiera sufrido yo lo mismo que ellos, con el peso de los años, e igualmente todos cuantos han llegado a esa edad. Ahora bien; he conocido a otros que no reaccionan así, y recuerdo precisamente que en cierta ocasión, estando con el poeta Sófocles, alguien le preguntó: ¿Cómo te comportas, Sófocles, respecto a los placeres amorosos? A lo que él contestó: Calla, por favor, buen hombre, que me he librado hace ya tiempo de ellos con la mayor alegría, como quien se libera de un amo furioso y cruel. Justamente, creí entonces que decía verdad, y lo sigo creyendo ahora, pues es en la vejez cuando se produce una gran paz y libertad respecto a estas cosas. Cuando ceden los deseos y se relajan nuestras pasiones, ocurre enteramente lo que afirmaba Sófocles, esto es, que nos vemos libres de una gran multitud de furiosos tiranos. Pero de estas lamentaciones, así como de las referentes a los allegados, sólo una causa puede invocarse, y es ella, Sócrates, no la vejez, sino el carácter de los hombres. Pues en verdad que para los prudentes y bien dispuestos, la vejez no constituye un gran peso; pero sí lo es, Sócrates, tanto para el viejo como para el joven que no posee esas cualidades.


IV

Admirado de oírle decir eso, y queriendo que continuase hablando, le animé a ello y le dije:

- Pienso, Céfalo, que la mayoría no dará por buenas estas razones cuando te las oiga, sino que estimará que tú sobrellevas fácilmente la vejez, no por tu carácter, sino por la gran fortuna que posees, pues dicen que los ricos pueden proporcionarse muchos consuelos.

- Es verdad lo que dices -contestó-. No les dan crédito, y dicen ellos a su vez algo razonable, aunque no tanto como piensan. No está mal traer aquí a colación el dicho de Temístocles a un ciudadano de Sérifo, que le injuriaba diciéndole que debía su gloria a su patria y no a sus méritos. Ciertamente, ni yo habría alcanzado renombre siendo de Sérifo, ni tú aunque te hubiese caído en suerte nacer en Atenas. En cuanto a los ricos, que llevan gravosamente la vejez, les viene como anillo al dedo este razonamiento, porque ni el hombre virtuoso soportaría fácilmente la vejez en medio de la pobreza, ni el no virtuoso cargado de riquezas llegaría a encontrar satisfacción en ellas.

- ¿Y qué es lo que ha ocurrido en tu caso, Céfalo -le dije yo-, que tus riquezas han sido fruto de la herencia o que las has adquirido tú en su mayor parte?

- ¿Te refieres, Sócrates, a lo que yo he podido adquirir? -contestó- Pues has de saber que en materia de negocios ocupo un lugar intermedio entre mi abuelo y mi padre. El primero, del mismo nombre que yo, habiendo heredado una fortuna aproximadamente igual a la mía, la multiplicó de manera considerable, y Lisanias, mi padre, aún la hizo menor de lo que ahora es. Me doy por contento con no dejársela a éstos disminuida, sino, antes bien, algo mayor de la que yo he heredado.

- Te preguntaba esto -le dije-, porque me parece que no sientes demasiado aprecio por las riquezas, como acontece generalmente con los que no las han adquirido por sí mismos; los que las han adquirido con su esfuerzo tienen un doble apego hacia ellas, demostrándoles el cariño que los poetas prodigan a sus poemas y los padres a sus hijos, con una preocupación relativa a sus riquezas igual que si se tratase de obra propia, y apreciando la utilidad que obtienen de ellas. Son, pues, hombres con los que resulta difícil tratar, pues no tienen otro pensamiento que el dinero.

- Dices la verdad -afirmó.


V

- Indudablemente -dije yo- Pero responde ahora a lo que quiero preguntarte: ¿Cuál es el mayor provecho que se obtiene de la posesión de una gran fortuna?

- Quizá no pueda convencer a muchos con lo que voy a decir -añadió-. Porque debes saber, Sócrates, que cuando alguien piensa que se encuentra cerca de la muerte, siente miedo e inquietud por cosas que anteriormente no le preocupaban; es entonces también cuando las fábulas que se dicen del Hades (por ejemplo, de que el que aquí ha cometido faltas allí tendrá que sufrir el castigo), y que hasta ese momento le habían hecho reír, hacen mella en su ánimo como si realmente fuesen verdaderas. Y bien por la debilidad misma de su vejez, bien por encontrarse más cerca de su acceso al Hades, las observa con mayor respeto; comienza, pues, a verlas de manera recelosa y con miedo, reflexionando y considerando si ha cometido alguna injusticia con alguien. El que, en efecto, averigua las muchas faltas que ha cometido durante su vida, al igual que los niños, se despierta con frecuencia lleno de miedo y vive así completamente desesperado. El que, en cambio, no se siente culpable de ninguna injusticia, disfruta siempre consigo una dulce esperanza, incomparable nodriza de la vejez, como dice Píndaro, que en hermosos versos afirmó, Sócrates, que al que ha vivido justa y piadosamente

le acompaña una dulce esperanza
que mima su corazón como nodriza de la vejez,
y gobierna a su antojo el espíritu voluble de los mortales
.

En lo cual acertó plenamente y de manera muy admirable. Pues creo yo también que ahí radica la mayor ventaja de las riquezas, no ya para cualquier hombre, sino más bien para el hombre prudente. La posesión de las riquezas sirve de valiosa ayuda para no verse obligado a engañar ni a mentir, ni aun involuntariamente, y para no ser deudor de sacrificios a los dioses ni de dinero a los hombres, lo cual proporciona una salida de este mundo libre de temor. Y tiene todavía otras muchas ventajas, aunque a decir verdad yo, al menos, estimo que entre todas ellas no es la menor ese provecho que otorga al hombre sensato.

- Hermosas cosas dices, Céfalo -le contesté-. Pero esto mismo que nos ocupa, esto es, la justicia, ¿diremos acaso que consiste en decir la verdad y en devolver a cada uno lo que de él se ha recibido, o incluso esto mismo se realiza unas veces justamente y otras no? Veamos, por ejemplo: si uno recibe armas de un amigo suyo que se encuentra en posesión de su juicio, y este mismo amigo se las pide luego de haberse vuelto loco, todo el mundo estaría de acuerdo en que no debe devolvérselas, y que no sería un acto justo el obrar así, ni tampoco argumentar tan sólo con verdades cuando el estado del amigo no lo permite.

- Justamente -afirmó.

- Por consiguiente, no podemos señalar como límite de la justicia el decir la verdad y el devolver lo que se ha recibido.

- Sin duda, Sócrates -dijo Polemarco, tomando el uso de la palabra-, si hemos de creer a Simónides.

- Pues bien -dijo Céfalo-; podéis seguir vosotros la discusión, que yo dejo mi puesto; es necesario que ofrezca el sacrificio.

- Entonces -afirmó Polemarco-, ¿me toca a mí ser tu heredero?

- Tú lo has dicho -contestó riendo, y se fue a cumplir su sacrificio.


VI

- Acláranos, pues -le dije-, ya que continúas tú la discusión, ¿en qué sentido afirmas que Simónides habló correctamente acerca de la justicia?

- Pues en el sentido -contestó- de que es justo dar a cada uno lo que le es debido; creo que al decir esto ha dicho simplemente la verdad.

- Indudablemente -argüí yo-, no sería fácil dejar de crecer a Simónides, hombre sabio y divino; mas quizá sepas tú, Polemarco, lo que ha querido decirnos con exactitud, y que yo, al menos, ignoro. Parece claro que no trataba de darnos a entender lo que hace poco decíamos, esto es, el devolver a uno su depósito cuando está privado de su juicio. No obstante, es evidente que lo depositado constituye una deuda, ¿no es cierto?

- Claro que sí.

- Pero, con todo, no deberá ser devuelto si lo pide alguien que no se encuentre en su juicio.

- Sin duda.

- Al parecer, pues, Simónides quiso dar a entender cosa muy distinta de esto al indicarnos que es justo devolver lo que se adeuda.

- Por Zeus que así es en efecto -dijo-, ya que él piensa que los amigos deben hacer bien a los amigos, y nunca mal.

- Así lo creo yo -dije-, porque no da lo que debe quien devuelve su oro al que se lo había confiado, cuando la devolución y la percepción resultan perjudiciales, y son, por otra parte, amigos el que devuelve y el que recibe. ¿No crees que es eso lo que quiere decir Simónides?

- En efecto.

- Mas dime, entonces: ¿habrá que devolver a los enemigos lo que se les debe?

- En su totalidad -dijo-, lo que se les debe; aunque pienso que a un enemigo se le debe tan sólo lo que conviene que se le deba, esto es, algún mal.


VII

- Por tanto -dije yo-, Simónides, según parece, expresó enigmática y poéticamente su pensamiento sobre la justicia. Pensaba, pues, como se ve, que la justicia consistía en esto, a saber: en dar a cada uno lo que le conviene, a lo cual llamó lo debido.

- No se podría pensar otra cosa -advirtió.

- ¡Por Zeus! -le repliqué-. Y si alguien le hubiese preguntado: Vamos a ver, Simónides, ¿qué es lo debido y conveniente que da el arte llamado medicina? ¿Puedes tú anticipamos lo que nos hubiera contestado?

- Claro que sí -dijo-: que la medicina da remedios, alimentos y bebidas a los cuerpos.

- ¿Y qué es lo debido y conveniente que da el arte llamado culinaria y a quienes los da?

- Pues da los condimentos a los manjares.

- De acuerdo, pero, qué dará, y a quiénes, el arte que se llama justicia?

- Si hemos de atenernos, Sócrates, a lo que antes se ha dicho -contestó-, dará ventajas a los amigos y males a los enemigos.

- Entonces, ¿consiste la justicia para Simónides en procurar beneficios a los amigos y males a los enemigos?

- Eso me parece a mí.

- ¿Y quién puede hacer más bien a los amigos enfermos en lo que se refiere a la enfermedad y a la salud?

- El médico.

- ¿Y a los navegantes en lo concerniente a los peligros del mar?

- El piloto.

- Vengamos ahora al hombre justo: ¿en qué asunto y ocasión es más capaz de hacer bien a los amigos y mal a los enemigos?

- A mi entender, luchando contra ellos o con ellos.

- Bien. Pero el médico ninguna utilidad reporta a los que no están enfermos, querido Polemarco.

- Indudablemente.

- Y tampoco el piloto a los que no navegan.

- Así es.

- Por tanto, ¿también es inútil el justo a los que no hacen la guerra?

- En eso sí que no estoy enteramente de acuerdo.

- ¿Resulta, pues, útil la justicia en tiempo de paz?

- Yo así lo creo.

- ¿Y lo es también, o no, la agricultura?

- .

- ¿Para la recolección de los frutos?

- .

- ¿Y asimismo el arte del zapatero?

- .

- ¿Te referirás, pienso yo, para la adquisición del calzado?

- Justamente, para eso.

- Pues bien: ¿para qué dirás que es útil y provechosa la justicia en tiempo de paz?

- Para dar vigor a los convenios, Sócrates.

- ¿Llamas convenios a las asociaciones, o a alguna otra cosa?

- En efecto, a las asociaciones.

- Bien, y para la colocación de los dados, ¿quién es bueno y útil como asociado: el justo o el buen jugador?

- El buen jugador.

- Y para la colocación de ladrillos y piedras, ¿nos resultará más útil y mejor compañero el justo que el albañil?

- De ninguna manera.

- ¿En qué clase, pues, de sociedad es el justo mejor compañero que el albañil o el citarista, al modo como lo es el citarista, sobre el justo, cuando se trata de pulsar las cuerdas?

- Me parece que para asociarse en cuestiones de dinero.

- Exceptuando quizá, Polemarco, si hay que hacer uso del dinero para comprar o vender en común un caballo; pues pienso que entonces será hombre útil el buen jinete, ¿no es eso?

- Así parece.

- Y si de lo que se trata es de un barco, el armador o el piloto.

- Conviene que sea así.

- Por tanto, ¿cuándo será más útil el justo que los demás para que pueda usar en común con él de la plata y del oro?

- Cuando haya que depositarlo y atender a su conservación, Sócrates.

- ¿Querrás decir, por consiguiente, cuando no haya necesidad de usarlo y sí de mantenerlo inactivo?

- Eso es.

- De lo que viene a deducirse que cuando el dinero no reporta utilidad, sí se le reporta a él la justicia.

- Posiblemente.

- Y también será útil la justicia, en sociedad o privadamente, cuando haya que preservar una podadera; pero si lo que se quiere es servirse de ella, habrá que acudir al arte de cultivar la viña.

- Sin duda alguna.

- Y en cuanto al escudo y a la lira, ¿dirás igualmente que cuando haya que conservarlos y no servirse de ellos, será útil la justicia, pero en cambio cuando se precise usarlos, habrá que utilizar el arte del hoplita o la música?

- Seguramente.

- Y respecto a todo lo demás, ¿podremos decir que la justicia resulta inútil con su uso y que es útil cuando aquello a que se aplica no se emplea?

- Así parece.


VIII

- Apenas tendría importancia la justicia, querido, si su utilidad se redujese precisamente a lo inútil. Pero consideremos esta otra cuestión: el más hábil para pegar en la lucha, sea en el pugilato o en otra cualquiera, ¿no lo es también para librarse de los golpes?

- Sin duda alguna.

- Así, pues, el que es hábil para precaverse de una enfermedad, ¿ no será el más a propósito para infundirla a otro inadvertidamente?

- A mí así me lo parece.

- Digamos más: ¿no resulta buen guardián del campamento el mismo que sabe robar los proyectos y demás preparativos del enemigo?

- Ciertamente.

- Por consiguiente, aquel que es hábil guardián de una cosa, también es hábil para robarla.

- Así parece.

- Y fácilmente se deduce que si el justo es hábil para conservar el dinero, no lo es menos para robarlo.

- Así nos lo muestra al menos -dijo- el argumento aducido.

- Según parece, pues, el justo se nos presenta como un ladrón, idea que muy bien has podido aprender de Homero, ya que éste, que trata con cariño a Autólico, abuelo materno de Ulises, dice de él que supera a los demás hombres por el mal arte del robo y del juramento. Resulta, por tanto, evidente, según tú, según Homero y según Simónides, que la justicia es un arte de robar, si bien se cumple en beneficio de los amigos y daño de los enemigos. ¿No era esto lo que tú decías?

- No, por Zeus -contestó-, aunque ya ni yo mismo sé lo que decía; sin embargo, tengo para mí, y aún sigo creyéndolo, que la justicia consiste en procurar beneficios a los amigos y en hacer mal a los enemigos.

- Y al hablar de los amigos, ¿te refieres acaso a los que a cada uno le parecen ser buenos, o a los que está probado que lo son, aunque no lo parezcan, y lo mismo digo de los enemigos?

- Parece natural -dijo- que cada uno ame a los que considera buenos y odie a los que tenga por malos.

- ¿Y es que no se equivocan los hombres sobre esto, de modo que les parece que muchos son buenos sin serlo y con otros muchos les pasa lo contrario?

- Sí, se equivocan.

- Entonces, ¿para ellos los buenos son enemigos, y los malos, amigos?

- Eso es.

- Con todo, ¿será justo que favorezcan a los malos y que hagan mal a los buenos?

- Así parece.

- Pero, no obstante, ¿los buenos son justos y no son capaces de cometer injusticias?

- Es verdad.

- Por consiguiente, según tu afirmación, es justo que se haga mal a los que en realidad no lo hacen.

- No es eso, Sócrates -dijo-; tal afirmación parece peligrosa.

- Luego -le contesté- será mejor hacer mal al injusto y favorecer a los justos.

- Que hables así ya me parece más razonable.

- Para muchos, pues, Polemarco, concretamente para cuantos se engañan enjuiciando a los hombres, es justo hacer mal a los amigos, ya que los considerarán como malos, y favorecer a los enemigos, por considerarlos buenos. De este modo concluiremos en una afirmación contraria a la que atribuíamos a Simónides.

- Así es, en realidad -dijo-; pero alteremos la argumentación, puesto que me parece que no puntualizamos bien quién es el amigo y quién el enemigo.

- ¿Cuál era nuestro punto de partida, Polemarco?

- El de que es amigo nuestro el que parece ser bueno.

- ¿Qué alteración hemos de efectuar? -dije yo.

- Simplemente ésta -contestó-: que es amigo nuestro el que lo parece y es, además, realmente bueno, y que el que lo parece y no lo es, sólo es amigo aparente, mas no real. La misma tesis podemos sentar acerca del enemigo.

- Según parece, y de acuerdo con esta afirmación, el bueno será amigo, y en cambio, el malo, enemigo.

-Indudablemente.

- ¿Quieres, pues, cambiar en algo nuestra idea de lo justo, recogida en la afirmación de que era justo hacer bien al amigo y mal al enemigo? ¿Te parece que digamos ahora, además de eso, que es justo hacer bien al amigo bueno, y mal al enemigo malo?

- Lo estimo conveniente -contestó-, pues así acertaremos a expresarnos mejor.


IX

- Pero, ¿puede ser propio del hombre justo -dije yo- hacer mal a uno cualquiera de los hombres?

- Seguramente -dijo él-, siempre que se trate de hacer daño a los rematadamente malos.

- Si se hace mal a los caballos, ¿se vuelven éstos mejores o peores?

- Peores.

- Pero, ¿se vuelven así en lo que respecta a la virtud de los perros o en lo que concierne a la virtud de los caballos?

- En la de los caballos.

- ¿Diremos, pues, igualmente, que si se hace mal a los perros, se vuelven éstos peores con respecto a la virtud de los perros, pero no con relación a la de los caballos?

- Necesariamente.

- ¿Y no hemos de afirmar también, querido amigo, que si se hace mal a los hombres, se vuelven éstos peores con respecto a la virtud humana?

- Eso es.

- Pero, ¿acaso no es virtud humana la justicia?

- Nadie lo duda.

- Pues forzoso será entonces, querido amigo, que se vuelvan injustos los hombres a quienes se hace algún mal.

- Parece que sí.

- ¿Asentirás también a que los músicos, usando de la música, pueden hacer a alguien ignorante de ella?

- A eso sí que no.

- ¿Y a que los jinetes son incapaces de enseñar a montar sirviéndose de la equitación?

- Tampoco.

- ¿Pueden entonces los justos llegar a hacer a alguno injusto valiéndose de la justicia? Y en suma, ¿los buenos a algunos malos con la práctica de la virtud?

- Es imposible.

- A mi entender, el enfriar no es obra del calor, sino de su contrario.

- Sin duda.

- Ni la humedad es obra de la sequedad, sino de su contrario.

- Así parece.

- Ni es propio del bueno hacer mal, sino de su contrario.

- Dices bien.

- ¿Y el hombre justo es bueno?

- Creo que no hay duda de ello.

- No es, por consiguiente, propio del justo, Polemarco, hacer daño al amigo o a algún otro, sino de su contrario, esto es, del injusto.

- Me parece, Sócrates -contestó-, que ahora estás enteramente en lo cierto.

- Así, pues, si alguien dice que es justo dar a cada uno lo que es debido, y piensa, siguiendo esta tesis, que es propio del hombre justo hacer mal a los enemigos y ayudar a los amigos, no habla ciertamente como un sabio, ni afirma verdad alguna, porque de ningún modo parece justo hacer mal a alguien, sea el que sea.

- Estoy de acuerdo -dijo.

- Combatiremos en común tú y yo -añadí-, si se afirma en alguna parte que Simónides, o Biante, o Pítaco, o alguno de los famosos sabios y ejemplares varones, dijo cosa parecida.

- Yo, al menos -contestó-, estoy dispuesto a compartir contigo esa lucha.

- ¿Sabes de quién creo que es -le dije- esa doctrina de que debe ayudarse a los amigos y hacerse daño a los enemigos?

- ¿De quién? -inquirió.

- Pues, a mi juicio, de Periandro, o de Pérdicas, o de Jerjes, o de Ismenias el tebano, o de algún otro muy rico y poseído de su extraordinario poder.

- Nunca has dicho mayor verdad -contestó.

- Pues bien -le dije-, ya que ni la justicia ni lo justo se nos aparecen así, ¿qué otra cosa diremos que son?


X

Pero Trasímaco, que muchas veces durante nuestra conversación había intentado hacer uso de la palabra, cosa que le impidieron los que se encontraban cerca de él, a fin de que la discusión prosiguiese hasta su término, al ver que dejábamos de hablar después de formulada mi pregunta, perdió por completo la calma, y contrayéndose en sí mismo como una fiera, se vino hacia nosotros como para despedazarnos.

Polemarco y yo nos sobrecogimos de miedo; él, por su parte, gritando en medio de todos, decía:

- ¿A qué viene, Sócrates, toda esta inacabable charlatanería? ¿Qué objeto tienen todas estas tontas condescendencias? Si realmente quieres saber qué es lo justo, no pongas todo tu empeño en preguntar o en refutar lo que los demás contestan, pues sabes bien que es más fácil preguntar que contestar. Por el contrario, contesta tú mismo y di qué es lo que entiendes por lo justo, y no recites la cantilena acostumbrada de que es lo conveniente o lo útil, o lo ventajoso, o lo lucrativo, o siquiera lo provechoso, pues lo que ahora digas habrás de decirlo con claridad y exactitud. Ten por seguro que no permitiré esas respuestas insustanciales.

Yo, al oírle, quedé un poco perplejo, y sentía miedo sólo de mirarle. Me parece que hubiera perdido el habla de no haberle mirado yo a él antes de que él me mirase a mí. Pero había ocurrido que en el momento de irritarse con nuestra discusión, fui yo el primero en dirigir a él mi mirada, con lo cual me encontré en condiciones de contestarle, como así lo hice, no sin un poco de temor:

- Trasímaco, no te muestres severo con nosotros; pues si éste y yo hemos errado en la marcha de nuestra argumentación, ten por seguro que ello ha sido enteramente contra nuestra voluntad. Si fuese oro lo que buscásemos, puedes creer que no cederíamos de buena gana el uno ante el otro para destruir así la esperanza de hallarlo; al investigar, por tanto, sobre la justicia, que es algo de mucho más valor que el oro, ¿nos juzgas acaso tan insensatos que pienses que estamos perdiendo el tiempo en vez de trabajar con todo nuestro esfuerzo por alcanzar aquélla? No vaya por ahí tu pensamiento, querido amigo. Lo que sí debes pensar es que nuestras fuerzas son harto escasas, y por ello, debéis considerar mucho más lógico el compadeceros de nosotros que el prodigamos vuestro enojo, vosotros, precisamente, que sois hombres entendidos.


XI

Al oír esto, se echó a reír con mucho sarcasmo y dijo:

- ¡Por Heracles!, tenemos a Sócrates otra vez con su acostumbrada ironía. Ya se lo había anunciado yo a éstos que tú no querrías contestar y que simularías tus conocidas argucias antes que responder a lo que se te preguntase.

- En verdad que eres muy prudente. Trasímaco -le dije yo-; pues sabes de sobra que si preguntases a uno cuántas son doce y al preguntarle le añadieras: Ea, amigo, no vayas a decirme que doce son dos veces seis, o tres veces cuatro, o seis veces dos, o cuatro veces tres, porque no tendré por buena esa charlatanería, bien claro está, creo yo, que nadie contestaría al que le preguntase de esa manera. Pero supón que te dijese: Trasímaco, ¿qué es lo que afirmas? ¿Que no puedo contestar ninguna de las cosas que tú anuncias? Y si alguna de ellas fuese verdad, ¿tendría que decir otra cosa muy distinta? ¿Cómo entiendes tú eso? ¿Qué le contestarías al que así te preguntase?

- Bueno -dijo-, ¿pero qué tiene que ver esto con aquello?

- Indudablemente que sí -argüí yo-; pero, aunque no tuviese nada que ver, ¿te parece que si se muestra de tal modo a quien se dirige la pregunta va a dejar de contestar con arreglo a su criterio, se lo prohibamos nosotros o no?

- ¿Intentas tú, pues -dijo-, obrar de esa manera y contestar con alguna de las respuestas que yo te he prohibido?

- No cabría extrañarse de ello -dije- si me pareciese que así debía hacerlo, una vez examinado el asunto.

- Y bien -replicó-. ¿Qué ocurriría si yo diese otra respuesta sobre la justicia distinta de las tuyas y mejor aún que ellas? ¿Qué condena sufrirías?

- No sería otra -le respondí- que la que conviene a todo aquello que no sabe. Lo procedente para éste es aprender del que sabe, y yo me encuentro en un caso semejante.

- Eres complaciente -dijo-. Pero, además de aprender, tendrás que pagar dinero.

- Eso será cuando lo posea -respondí.

- Lo posees -dijo Glaucón-. Y si el dinero es la causa, Trasímaco, habla: pues todos nosotros pagaremos por Sócrates.

- Pienso en verdad que lo que queréis -repuso él- es que Sócrates prosiga con su costumbre, esto es, que no sea él quien conteste y que, al ser otro el que responda, tome él la palabra y le refute.

- Pero, ¿cómo podría contestar, querido amigo -dije yo-, quien, no sabiendo nada de antemano, acepta que realmente no sabe, y que, por otra parte, si alguna cosa supiese, pesa sobre él la prohibición de decirla, que le impone un individuo nada despreciable? Es más razonable que hables tú, ya que dices que sabes y que tienes cosas por decir. No te hagas de rogar y compláceme con tu contestación; ni niegues ese deseo a Glaucón, que así te lo ha pedido, y a todos los demás.

Índice de La República de PlatónPresentación de Chantal López y Omar CortésSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha