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LIBRO TERCERO
Segunda parte
XII
- Por tanto, no sólo debemos ejercer vigilancia sobre los poetas, forzándoles a que nos presenten en sus versos hombres de buen carácter o a que dejen de servirse de la poesía, sino que también hemos de vigilar a los demás artistas para impedirles que nos ofrezcan la maldad, el desenfreno, la grosería o la falta de gracia en la representación de seres vivos, en las edificaciones o en cualquier otro género artístico. No podrá realizar obra alguna entre nosotros quien no sea capaz de apartarse de esos modelos, evitando así que nuestros guardianes, alimentados de imágenes viciosas, como si se tratase de un mal pasto, y cogiendo de aquí y de allí, aunque en pequeñas cantidades, puedan introducir un gran mal en sus almas, sin apenas darse cuenta de ello. Habrá que buscar artistas capaces de rastrear la huella de todo lo bello y gracioso, para que los jóvenes vivan como en un lugar sano y reciban ayuda por doquier, expresada en las bellas obras que impresionen sus ojos o sus oídos, al igual que un aura llena de vida que ya desde la infancia y apenas sin darse cuenta les moviera a imitar y a amar lo bello de perfecto acuerdo con la belleza expresiva.
- Esa sería --respondió- la mejor educación.
- Por esta misma razón -dije yo-, ¿no es la música la que proporciona la educación más señera, ya que precisamente el ritmo y la armonía se introducen en lo más íntimo del alma, y haciéndose fuertes en ella la proveen de la gracia y la hacen a este modelo si la educación recibida es adecuada a él, pero no si ocurre lo contrario? ¿No es cierto también que penetrará con más agudeza en los defectos de las obras naturales y artísticas la persona que ha recibido la educación conveniente y que, desdeñando por tanto los vicios, está en condiciones de alabar y gozar de lo bueno que, acogido ya en su alma, le servirá de alimento y le hará un hombre plenamente virtud? Si reprueba los vicios, los odiará enteramente desde la niñez y antes que llegue al uso de razón; y una vez en posesión de ésta la saludará con alborozo y la tendrá desde un principio como algo muy familiar.
- Por eso me parece a mí -dijo él- que la educación descansa en la música.
- Y así también el aprendizaje de las letras -proseguí yo- no nos deja suficientemente instruidos caso de que no lleguemos a conocerlas todas, que sólo son unas pocas, en cuantas combinaciones puedan darse, grandes o pequeñas, y siempre que no nos dediquemos a distinguirlas en todas partes, pues de otro modo no habría posibilidad alguna de que llegásemos a ser gramáticos.
- Indudablemente.
- ¿Podremos acaso reconocer las imágenes de las letras, ya se aparezcan reflejadas en las aguas o en los espejos, si antes no conocemos las propias letras, cuando ambas cosas dependen del mismo arte y del mismo estudio?
- Imposible de todo punto.
- Pues vamos entonces, por los dioses, a lo que digo: ¿seremos capaces de dominar la música, no ya nosotros, sino los guardianes cuya educación nos compete, si no reconocemos dondequiera que sea la forma de la tempianza, del valor, de la generosidad, de la grandeza de alma y demás virtudes hermanas de éstas, así como las que les son contrarias, y si, por otra parte, no nos damos cuenta de que existen, ellas mismas y sus imágenes, en cuantos las poseen? Creo que no debemos despreciarlas ni en las cosas pequeñas ni en las grandes y, por el contrario, hemos de pensar que son objeto del mismo arte y del mismo estudio.
- Muy necesario será que así pensemos -dijo.
- ¿Y no merecerá ser calificado -pregunté- como el más hermoso de los espectáculos para su contemplador el hecho de ver coincidir un hermoso carácter y admirables cualidades físicas que concuerdan y armonizan entre sí como participantes de un mismo ser?
- Ciertamente.
- ¿Y no es lo más bello, lo más digno de ser amado?
- ¿Cómo no?
- El músico, pues, tendrá que amar en mayor grado a esa clase de hombres. Pero no podrá amar a la persona discorde.
- Desde luego, si su falta atañe directamente al alma. Porque si se refiriese al cuerpo, la soportaría e intentaría prodigarle su cariño.
- Comprendo lo que quieres decir -contesté-. Transijo con que hables así porque amas o has amado a una persona de esas condiciones. Pero respóndeme ahora: ¿tienen algo de común la templanza y el placer excesivo?
- ¿Y cómo podrán tenerlo -preguntó a su vez- si éste priva al alma de su lucidez no menos que lo hace el dolor?
- ¿Puede establecerse la semejanza con cualquier otra virtud?
- De ningún modo.
- Pues qué, ¿tampoco con la soberbia y la incontinencia?
- Con éstas sí, y más que con ninguna.
- ¿Puedes tú citar aquí un placer mayor y más fuerte que el placer amoroso?
- Desde luego que no -contestó-; ni tampoco más furioso.
- En cambio, ¿no es el verdadero amor un amor sensato y perfectamente acorde con lo ordenado y con lo bello?
- Indudablemente -asintió.
- ¿Debe, pues, ofrecerse al verdadero amor ocasión de afinidad con la locura o la incontinencia?
- En modo alguno.
- ¿No debe, por tanto, darse una oportunidad tal al placer que mencionábamos, ni dejarle que presida las relaciones entre los amantes que aman y son amados en el justo sentido?
- No, por Zeus -dijo-, no puede llegarse a eso.
- Así, pues, según parece, tendrás que prescribir para la ciudad que estamos tratando de fundar una ley que prohíba las relaciones carnales entre los amantes, las cuales, con fines honestos y acuerdo de la voluntad, serán de la misma naturaleza que las que se prodigan a un hijo. Y de tal modo ocurrirá así que ni siquiera en la relación del amante con el amado pueda llegar a sospecharse que ambos han ido más lejos de lo que antes se dice. En otro caso, podrá echárseles en cara y censurárseles su falta de finura y su grosería.
- Desde luego -contestó.
- Por consiguiente -añadí para terminar-, ¿no te parece que con esto queda dicho todo lo que hay que decir sobre la música? Ciertamente, se ha terminado donde se debía, puesto que conviene que la música concluya en el amor de la belleza.
- Estoy de acuerdo contigo -afirmó.
XIII
- Veamos ahora. Es necesario que después de haber recibido la formación musical los jóvenes sean educados en la gimnasia.
- Indudablemente.
- Y es necesario también que en ella reciban una seria educación ya desde niños y para toda la vida. Voy a expresarte mi opinión sobre este asunto para que tú, por tu parte, la sometas a consideración. No me parece a mí que el cuerpo, aun estando bien constituido, pueda prestar utilidad al alma con su propia virtud; muy al contrario, es el alma buena la que puede ofrecer al cuerpo, con su virtud, toda la perfección posible. ¿Estás de acuerdo conmigo?
- Pienso lo mismo que tú -respondió.
- Así, pues, ¿no procederíamos rectamente si después de haber prodigado todos los cuidados al alma dejásemos que ésta se encargase por completo de la educación del cuerpo y nosotros nos reservásemos tan sólo el papel de guías para no tener que hacemos demasiado pesados?
- Exactamente.
- Dijimos además que deberían renunciar a la embriaguez, porque nada resulta más inapropiado para un guardián que la embriaguez, ya que con ella hasta ni saben el lugar de la tierra donde se encuentran.
- En efecto, sería cosa de risa que el guardián tuviese necesidad de un guardián.
- ¿Y qué diremos del alimento? ¿Es que no deberán ser nuestros hombres atletas destinados al mayor de los certámenes?
- Sí.
- Les convendrá, pues, el régimen de vida de los atletas de profesión.
- Quizá.
- Pero este régimen -le dije- es el propio de los dormilones y de los hombres débiles de salud. ¿O no te has dado cuenta de que estos atletas se pasan la vida durmiendo y, por poco que se aparten de las normas fijadas para ellos, contraen grandes y peligrosas enfermedades?
- Sí, ya lo he visto.
- Necesitamos, pues, de un régimen de vida que favorezca más la salud de nuestros atletas guerreros, los cuales, como los perros, es conveniente que estén a todas horas en vela y con el oído y el olfato siempre alerta, cambiando con frecuencia en campaña de aguas y de alimentos o padeciendo los rigores de las estaciones sin que su salud vacile lo más mínimo.
- Eso me parece a mí.
- ¿Y no será la mejor gimnasia hermana de esa música de que hablábamos hace unos momentos?
- ¿Qué quieres decir?
- Pues mira, te diré que me refiero a una gimnasia simple y moderada, especialmente si han de practicarla los guerreros.
- ¿Y cómo será esa gimnasia?
- En Homero mismo -proseguí- puede tomarse razón de ella. Sabes bien que cuando comen los héroes en campaña no se les da de comer pescado, a pesar de que se encuentran a la orilla del mar, en el Helesponto, ni tampoco carne cocida, sino solamente asada, que es sobre todo la más accesible a los soldados. Porque, por así decirlo, resulta más fácil en todas partes proveerse del fuego y servirse de él que andar de un lado para otro con las ollas.
- Sí, resulta mucho más fácil.
- No hago memoria tampoco de que Homero hable alguna vez del empleo de las especias en las comidas. Porque, ¿no es sabido por todos los atletas que para mantener el cuerpo a punto hay que desdeñarlas por completo?
- Creo que eso lo saben todos -dijo- y por eso prescinden de ellas.
- Al parecer, querido amigo, no das tu aprobación a la cocina siracusana y a esa variedad de guisotes sicilianos, si realmente estás de acuerdo con lo que digo.
- Desde luego que no.
- Y serás, por tanto, el primero en censurar que tengan por amiga a una muchacha corintia esos hombres que deben mantener su cuerpo siempre en forma.
- En efecto, y sin lugar a duda.
- ¿Y qué opinión manifiestas sobre los pasteles áticos?
- Que no los creo necesarios.
- Entonces, pienso yo, no está de más que comparemos esa alimentación y género de vida con la melodía y el canto preparados con todas las armonías y ritmos.
- ¿Cómo no?
- ¿No se veía claro que en un caso la variedad engendraba la licencia y en el otro la enfermedad, y que, en cambio, la simplicidad en la música era presagio de templanza en las almas como la gimnasia lo era también de salud en los cuerpos?
- Indudablemente.
- Pero si en una ciudad se multiplican la licencia y las enfermedades, ¿no hay necesidad entonces de que se abran muchos tribunales y clínicas, y de que se encomie en sumo grado la oratoria forense y la medicina, ya que incluso muchos hombres libres se ocuparán de ellas, activamente y con todo interés?
- No otra cosa es presumible.
XIV
- ¿Y qué otro mejor testimonio podrá aducirse de la mala y vergonzosa educación en una ciudad que la necesidad de médicos y jueces hábiles, y no sólo por la gente baja y artesana, sino también por los que han recibido una formación de hombres libres? ¿O no te parece vergonzoso e indudable prueba de ineducación el verse obligado a recurrir a la justicia ajena por falta de la propia, con lo cual se convierte a los demás en señores y jueces del derecho?
- Desde luego -convino-, no hay nada más vergonzoso.
- ¿Y no crees -proseguí- que todavía se da una situación más vergonzosa que ésta, y que es, por ejemplo, la del que no sólo deja transcurrir la mayor parte de su vida en demandas y pleitos ante los tribunales, sino que incluso se vanagloria de esta misma bajeza suya, como si fuese digna de admirarse su destreza para cometer injusticias y su plena suficiencia para todos los rodeos judiciales, recurriendo a todos los subterfugios y plegándose a todas las resoluciones con objeto de eludir los castigos de la justicia, aun en trances de poca o ninguna importancia? Quien obra así desconoce cuánto mejor y más decoroso es disponer la vida propia de modo que no haya necesidad de acudir a un juez vencido por el sueño.
- Indudablemente -dijo-, esto resulta aún más vergonzoso que aquello.
- ¿Y qué diremos -continué- de la necesidad de la medicina, no obligados por una herida o por haberse producido enfermedad epidémica, sino por efecto de la indolencia o del régimen de vida, condición de esa plétora de humores y de vapores que, cual un pantano, obligan a los discípulos de Asclepio a designar a las enfermedades con nombres tales como los de flatulencias o catarros? ¿No te parece que, realmente, es vergonzosa?
- En sumo grado -contestó-. ¡Y bien extraños y fuera de lugar me parecen asimismo esos nombres de enfermedades!
- A mi entender -dije yo-, no estaban en uso en vida de Asclepio. Y baso mi afirmación en el hecho de que sus dos hijos se encontraban en el sitio de Troya y, sin embargo, no reprendieron a la mujer que dio a beber al herido Eurípilo un vino de Prammo preparado con mucha cebada y queso rallado, todo lo cual parece adecuado para producir la flema; ni censuraron siquiera a Patroclo, que cuidaba del herido, el haber procedido así.
- Ciertamente -asintió-, resultaba una bebida extraña para quien se hallaba en ese estado.
- No te lo parecerá -contesté- si piensas por un momento que la terapéutica llamada pedagógica, y que hoy se denomina yátrica, no era usada por los discípulos de Asclepio para combatir las enfermedades, por lo menos, según dicen, antes de Heródico. Y Heródico, que fue profesor de gimnasia y se vio privado de la salud, hizo una mezcla de gimnasia y de medicina, con la que en primer lugar se atormentó a sí mismo y luego a muchos otros que siguieron su ejemplo.
- ¿Cómo? -preguntó.
- Pues, ciertamente, procurándose -le contesté- de una muerte lenta. Porque, al no saber cómo combatir su enfermedad, que era mortal, debió de pretender seguirla, creo yo, durante toda su vida, preocupado siempre por mantener su régimen normal de dieta; con ello consiguió llegar a la vejez, pero con una vida torturada por la muerte.
- ¡Buena cosa sacó de su arte! -exclamó.
- Indudablemente -dije yo-, lo que parece apropiado para quien desconoce que no fue por ignorancia ni por inexperiencia del arte médica por lo que Asclepio no la dio a conocer a sus descendientes, sino por saber que en toda ciudad bien gobernada a cada ciudadano se procura una ocupación que habrá de realizar necesariamente, sin que a nadie se le permita el estar enfermo y el ocio de cuidarse a sí mismo durante su vida. ¿No es bien ridículo, por cierto, que advirtamos este abuso en los artesanos y que en cambio lo perdonemos si se trata de personas que nadan en la opulencia y parecen felices?
- ¿Cómo? -preguntó.
XV
- Pues mira -dije yo-, si se encuentra enfermo un carpintero, juzga conveniente que el médico le dé a beber un vomitivo que le ayude a echar fuera la enfermedad, o que le obligue a evacuarla por abajo, e incluso que le aplique un cauterio o una incisión. Pero suponte que se le ordena un largo régimen y se le aconseja cubrirse la cabeza con un gorrito de lana y otras cosas semejantes. Contestará en seguida que no dispone de tiempo para estar enfermo y que ni siquiera le interesa vivir de esa manera, a vueltas con la enfermedad y sin poder preocuparse del trabajo que le corresponde. Y nada más decirlo, despedirá al médico y, o bien recobrará la salud, entregado ya a su normal régimen de vida y de trabajo, o, caso de que su cuerpo no resista la enfermedad, morirá sin pena ni gloria, libre ya de toda preocupación.
- Es indudable -dijo- que esa manera de tratar la enfermedad parece adecuada para hombres como el que indicas.
- ¿Y no es así -pregunté- por el hecho de que han de realizar un oficio, sin el cual, desde luego, no les sería posible vivir?
- En efecto -asintió.
- El hombre rico, en cambio -proseguí-, no tiene a su cargo ninguna tarea determinada, renunciando a la cual deje sin sentido su propia vida.
- Es al menos lo que se dice.
- ¿No has oído nunca -le pregunté- el dicho que se atribuye a Focílides y según el cual cuando ya se tiene con qué vivir debe practicarse la virtud?
- Pienso yo -dijo- que aun antes de tener con qué vivir ha de practicarse la virtud.
- Pues bien -dije yo-, no pongamos pero alguno a la máxima de Focílides. Nuestro deber es informamos antes si el rico debe practicar la virtud y si le resulta insoportable vivir caso de no practicarIa, o si el cuidado de las enfermedades, que les impide a los carpinteros y a los demás artesanos dedicarse a sus respectivos oficios, no se opone en nada a la recomendación de Focílides.
- Sí, por Zeus, se opone -exclamó-. Y hasta es posible que se oponga a ella más que ninguna otra cosa el desmesurado cuidado del cuerpo que va más allá de las reglas de la gimnasia. Porque constituye una traba tanto para el gobierno de la casa como para el desempeño de los cargos en el ejército y en la vida pública de la ciudad.
- Y lo peor de todo es que presenta dificultades para toda clase de estudios, reflexiones y cuidados internos, al sospechar y atribuir siempre a la filosofía nuestros dolores de cabeza y nuestros vértigos, hasta el punto que, dondequiera que ese cuidado del cuerpo se evidencia y se da por bueno, constituye un estorbo completo. Realmente, obliga a pensar que estamos siempre enfermos y que nos angustiamos continuamente por el estado de nuestro cuerpo.
- Así parece -dijo.
- ¿Y no tendremos que decir que en esto mismo pensaría Asclepio cuando prescribió las reglas que debían aplicarse a aquellos que, con un cuerpo sano por naturaleza y un determinado régimen de vida, contraían alguna enfermedad pasajera? Pues sólo a estos hombres y a los que disfrutan de esta constitución les permite que prosigan su régimen normal de vida, aplicando únicamente a sus enfermedades, drogas e incisiones para que la comunidad no reciba daño alguno, en tanto, con respecto a los cuerpos minados por la enfermedad no prescribe un régimen que prolongue su vida por medio de purgas y evacuaciones, ya que les pondría en condiciones de traer hijos al mundo que, como es lógico, heredarían esas características naturales. Muy al contrario, en este caso cree que no se debe prestar cuidados a la persona que no es capaz de vivir con su acostumbrado ritmo vital y que, por consiguiente, no es útil ni a sí misma ni a la ciudad.
- Ya veo -replicó- que conviertes a Asclepio en un gran político.
- Y es que realmente lo fue -añadí-. ¿No observas acaso cómo sus hijos, que se mostraron tan buenos soldados frente a Troya, se servían de la medicina a la manera antes descrita? Recordarás pedectamente que cuando Pándaro infligió una herida a Menelao, le chuparon la sangre y vertieron sobre la herida remedios calmantes, pero no le prescribieron, tanto a él como a Eurípilo, lo que había de beber o comer después de esto, pues conociendo, sin duda, que eran hombres que hasta el momento de recibir sus heridas habían llevado un régimen de vida sano y ordenado, juzgaban suficientes los remedios empleados, aunque en aquel preciso instante estuviesen bebiendo el brebaje a que nos referimos. De las personas de naturaleza enfermiza o desarregladas pensaban que no necesitaban del arte médica, ya que no resultaría útil ni para ellas ni para el prójimo el prolongarles la vida o el prodigarles cuidados, aunque dispusiesen de más riquezas que el propio Midas. - Ciertamente, dices cosas bastante sutiles -afirmó- de los hijos de Asclepio. XVI - Son las adecuadas a ellos -respondí-. Sin embargo, los poetas trágicos y Píndaro se apartan de nuestra opinión y dicen que Asclepio, hijo de Apolo, halagado por dinero, quiso curar a un hombre en trance de muerte, lo cual le ocasionó el ser fulminado por el rayo. Nosotros, desde luego, si nos mantenemos en lo que antes afirmamos, no podemos dar crédito a ambas cosas. En primer lugar, si era hijo de un dios -refutaremos- no pudo ser codicioso, y si lo fue, es que no era en realidad hijo de un dios. - Estás en lo cierto -asintió-. Pero, ¿qué dirás a esto, Sócrates? ¿No es preciso disponer de buenos médicos en la ciudad? Serán éstos, sin duda, aquellos que hayan tratado a más personas sanas y enfermas, al modo como se considera buenos jueces a los que han juzgado a personas de los más diversos caracteres. - Creo que conviene contar con muy buenos médicos y con muy buenos jueces -dije yo-. Pero, ¿sabes a quiénes considero yo como tales? - Tú dirás -replicó. - Eso intentaré hacer -añadí-, aunque debes tener en cuenta que no reúnes en la cuestión que propones dos cosas semejantes. - ¿Cómo? -inquirió. - Pues mira -dije yo-, serán los médicos más diestros todos aquellos que además de dominar a fondo el arte médica, hayan tratado desde jóvenes el mayor número posible de cuerpos mal constituidos y hayan sufrido también en sí mismos, por no gozar de una naturaleza robusta, toda clase de enfermedades. Porque, a mi entender, no es con el cuerpo como curan el cuerpo -en cuyo caso no podrían estar enfermos ni llegar a estarlo nunca-, sino con el alma, la cual, si no disfruta de salud, no será capaz de curar nada. - En efecto -asintió. - Pero el juez, amigo mío, debe gobernar el alma con el alma propia, sin que tenga necesidad alguna de haber mantenido frecuente trato desde la niñez con las almas malas o de haber apurado hasta el fin toda la escala de las acciones criminales para llegar a reconocer, con el dato de su experiencia, los delitos cometidos por los demás, como puede hacer el médico con los cuerpos enfermos. Muy al contrario, conviene que este hombre se mantenga en estado de inocencia y de pureza con respecto a los seres viciosos si se quiere que su conducta intachable le facilite un juicio recto sobre lo que es justo. Por ello, los hombres buenos parecen sencillos cuando son jóvenes y se dejan engañar fácilmente por los malos, y es que en realidad no encierran en sí mismos el modelo que les hermane con los malos. - Ciertamente -dijo- se les engaña muy a menudo. - Por consiguiente -proseguí-, un joven no puede ser buen juez y es más conveniente confiar este cargo a un anciano que, informado tardíamente de la injusticia, y no por haberla vivido en sí mismo, sino por haberla observado como algo ajeno en almas también ajenas, ha llegado a conocer, más por la reflexión que por la experiencia propia, la naturaleza misma del mal. - Desde luego -afirmó-, ese juez parece ser el más excelente. - Y asimismo, un buen juez -añadí-, como tú deseabas. Porque es bueno quien tiene un alma buena. Mas el hombre hábil y suspicaz que ha delinquido muchas veces y se tiene por astuto e inteligente, cuando necesita relacionarse con sus semejantes se pone en guardia con rara habilidad como hombre preparado para ello con sólo mirarse a sí mismo. En cambio, cuando entra en contacto con hombres mejores y más viejos que él, entonces sí que parece un perfecto tonto, que desconfía indebidamente y con desconocimiento absoluto de los hombres de bien. Justamente, esa desconfianza es la originada por no poder acudir al modelo de sí mismo, pues al encontrarse muchas más veces con los malos que con los buenos se hizo a la idea, e igualmente los demás, de que podría pasar por inteligente antes que por ignorante. - Eso es la pura verdad -dijo él. XVII - No conviene, por tanto -continué-, que busquemos en ese hombre al juez bueno y sabio, sino en el otro a que antes me he referido. Porque la maldad nunca será capaz de conocerse a sí misma y a la virtud, y, por el contrario, la virtud natural, de la mano de la educación y ayudada por el tiempo, llegará a adquirir un conocimiento simultáneo de sí misma y de la maldad. A mi entender, pues, el hombre virtuoso será sabio, pero no así el malo. - Estoy de acuerdo contigo -asintió. - ¿No será preciso que establezcas en la ciudad una práctica médica como la que mencionábamos y una judicatura en parangón con ella, las cuales cuidarán tan sólo de los ciudadanos bien formados en cuerpo y alma, dejando morir a los demás, si son defectuosos en sus cuerpos, o condenando a muerte a los que poseen un alma naturalmente mala e incorregible? - Eso es lo que parece mejor -replicó-, tanto para esos seres desgraciados como para la ciudad en que viven. - En cuanto a los jóvenes -seguí diciendo-, es claro que rehuirán toda preocupación por la justicia si practican aquella música sencilla a la que atribuíamos el poder de engendrar la templanza. - Desde luego -admitió. - Y si el músico cultiva la gimnasia, ateniéndose a estas mismas reglas, ¿no llegará a prescindir de la medicina, si así lo desea, utilizándola tan sólo en caso de extrema necesidad? - Eso me parece a mí. - Pero en el ejercicio de la gimnasia y en sus mismos esfuerzos corporales, mirarán de modo especial a la parte fogosa de su naturaleza, más, para estimularla que para desarrollar su fuerza. No harán, pues, como los demás atletas, que se preocupan únicamente, en su régimen alimenticio y gimnástico, de aumentar de lleno su vigor. - Indudablemente -asintió. - ¿Y no crees tú, querido Glaucón -dije yo-, que los que establecieron una educación musical y gimnástica no lo hicieron, como piensan algunos, para procurar con una de ellas el cuidado del cuerpo y con la otra el del alma? - ¿Qué otro fin podían buscar? -preguntó a su vez. - Posiblemente -contesté- ambas han sido instituidas con el fin exclusivo de atender al cuidado del alma. - ¿Cómo? - ¿No has observado -le dije- cuáles son las condiciones de carácter de los que dedican su vida a la práctica de la gimnasia y prescinden en cambio de la música? ¿Y no te has fijado también en el fenómeno contrario? - ¿Qué quieres dar a entender -dijo- con todo esto? - Pues que los primeros son rudos y obstinados, mientras que los otros son blandos y dulces -contesté. - Eso creo yo -dijo-. Ciertamente, los que practican tan sólo la gimnasia se vuelven más rudos de lo que sería conveniente, en tanto los que cultivan únicamente la música se hacen más blandos de lo necesario. - En verdad -observé yo- que esa rudeza a la que nos referimos puede derivar de las mismas condiciones naturales que, bien conducidas, desembocarían en la virilidad, pero que si se las deja a su pleno arbitrio, se convertirán, como es lógico, en dureza y brutalidad. - Estoy de acuerdo contigo -dijo. - Pues qué, ¿no se corresponde la mansedumbre con un natural filosófico que, llevado a su relajamiemo extremo, se hace más suave de lo debido, pero que, con buena educación, se vuelve suave y prudente? - Así es. - Y bien, nosotros decíamos que los guardianes deberían reunir esas dos cosas en su naturaleza. - Es lo que conviene. - ¿Y no se precisa también que armonicen ambas entre sí? - ¿Cómo no? - Pero el alma en la que se dé esa armonía, ¿no será prudente y varonil? - Desde luego. - ¿Y cobarde y ruda la que carezca de ella? - En sumo grado. XVIII - Cuando alguien se entrega hechizado a la música y permite que su alma se vea inundada a través de sus oídos, como por un canal, de las dulces, suaves y lastimeras armonías de que hablábamos hace un momento, y, por añadidura, pasa toda su vida entre gorjeos y el embeleso del canto, puede decirse que este hombre comienza por moderar su fogosidad, de la misma manera que se produce el ablandamiento del hierro por el fuego, y se vuelve así hombre de bien de inútil y duro que antes era. En cambio, cuando persiste con entera libertad y no decae en su pasión por la música, disuelve y consume esa fogosidad hasta el punto que, derretida en su totalidad y cortados como si dijéramos sus propios nervios, se convierte en un cobarde guerrero. - Indudablemente -dijo. - Muy pronto se producirá ese efecto -proseguí-, si este hombre posee un alma indolente desde su nacimiento. Con un alma fogosa, en cambio, la debilidad de su espíritu le hará fácilmente irascible y el más pequeño motivo será causa de excitación o abatimiento. Se volverán, por tanto, coléricos e irascibles y mostrarán continuamente su descontento en lugar de un ánimo ardiente. - Cierto es. - Pero, ¿y si practica con deleite la gimnasia y trabaja denodadamente, sin preocuparse en modo alguno de la música y de la filosofía? ¿No se envalentonará al principio su cuerpo y con la plena conciencia de ello no se hará también más varonil de lo que era? - Efectivamente. - Mas supongamos que no se dedica a ninguna otra cosa y que no tiene asimismo relación con la música. Al no sentir deseos de aprender, ni cultivar la ciencia y la investigación, ni participar de palabra o de hecho en el ejercicio musical, ¿no se embotará su alma y quedará como ciega y sorda por no ser estimulada, ni educada, ni purificada en sus sensaciones? - Así parece -dijo. - Creo yo, pues, que un hombre con esta educación se hará enemigo de la ciencia y de las Musas, y no intentará servirse nunca del lenguaje para la persuasión de los demás, sino que intentará, al igual que una bestia, conseguirlo todo usando de la fuerza bruta. Finalmente, vivirá en la ignorancia y en la insensatez, apartado del ritmo y de la gracia. - No cabe duda -dijo- de que así obrará. - Con arreglo a esto, a mi entender, los dioses otorgaron a los hombres esas dos artes, la música y la gimnasia, destinadas a elevar el ánimo fogoso y filosófico y no con objeto de que reciban tal beneficio el alma y el cuerpo -este último sólo de una manera indirecta-, sino para que los principios antes citados armonicen mutuamente en el alma llevada a un límite justo la intensidad de su tensión y de su relajación. - Eso me parece a mí -afirmó. - Por tanto, quien sepa mezclar la gimnasia con la música en la proporción debida y aplicar ambas artes al alma, será ciertamente el hombre que merece ser llamado el músico más perfecto y armonioso, con mucho mayor motivo que el que sólo se dedica a armonizar las cuerdas entre sí. - Justamente, Sócrates -dijo. - Así, pues, Glaucón, ¿no tendrá necesidad nuestra ciudad de un gobernante de esta naturaleza, si quiere que subsista su propia forma de gobierno? - Desde luego, necesitará de ese gobernante más que de ninguna otra cosa. XIX - Con ello se cumplen las condiciones generales de la instrucción y de la educación. ¿Tendríamos, por tanto, que extendernos hablando de la danza, de la caza, de los concursos gimnásticos e hípicos? Porque casi podemos dar por sabido que en todo esto han de seguirse las mismas normas, las cuales no resulta difícil descubrirlas. - Quizá -dijo- no resulte difícil. - Vayamos a la conclusión -afirmé-. Porque, ¿nos quedará todavía algo por determinar después de esto? ¿Es quizá de los ciudadanos que deben gobernar o ser gobernados? - Ciertamente. - ¿No conviene acaso que los gobernantes sean más viejos y los gobernados más jóvenes? - En efecto. - ¿Y además los mejores de entre ellos? - También eso. - ¿No son los mejores labradores los más versados en la agricultura? - Sí. - Pues entonces no queda otro recurso sino que los jefes sean los mejores guardianes, ya que éstos resultarán los más aptos para la custodia de la ciudad. - Sí. - Pero, ¿no convendrá también que los que manden sean personas sensatas y prudentes, que se preocupen por los asuntos de la ciudad? - Desde luego. - Pero es objeto de mayor preocupación precisamente aquello que más se ama. - Necesariamente. - Y nuestro amor se prodiga en mayor grado hacia aquello que consideramos coincidente con nuestros intereses, ya que sus éxitos o sus fracasos son también los nuestros. - Así es -dijo. - Debemos escoger, pues, entre los guardianes a aquellos hombres que nos parezca que han pasado toda su vida preocupados por los asuntos de la ciudad y que en ningún caso han querido perjudicarla. - Serán los más adecuados -afirmó. - De todos modos, creo que deberá vigilárseles en todo momento para comprobar siempre su aptitud para la custodia y si ni la seducción ni la coacción han sido bastantes en orden a olvidar y desechar lo que más conviene hacer en la ciudad. - ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó. - Te lo explicaré ahora mismo -dije-. Me parece a mí que una opinión puede surgir en nuestro espíritu de dos maneras: voluntaria o involuntariamente; voluntariamente, cuando uno se da cuenta de su engaño; involuntariamente, tratándose de opiniones verdaderas. - Comprendo perfectamente -dijo- lo que manifiestas en el primer punto, pero necesito que me aclares el segundo. - Pues qué, ¿no piensas tú -continué- que los hombres se ven privados de las cosas buenas involuntariamente y de las malas en cambio voluntariamente? ¿No es un mal el ser engañado con respecto a la verdad, y un bien, en cambio, el poseerla? ¿O no te parece ser la verdad el pensar que las cosas son como son? - Desde luego -dijo-, y no vas descaminado, porque en mi opinión los hombres se ven privados de la verdad muy a su pesar. - ¿No les ocurre esto cuando son robados, engañados o maltratados? - No logro entender lo que dices -arguyó. - Al parecer, me expreso en estilo trágico -dije yo-. Pues entiendo que son robados los que son convencidos por alguien o se olvidan por sí mismos, porque a estos últimos es el tiempo el que les fuerza a olvidar, en tanto a los primeros es, sin duda, la palabra. ¿Llegas a comprenderlo ahora? - Sí. - Digo que son maltratados aquellos a quienes les muda de opinión un dolor o una pena. - Esto lo entiendo perfectamente -dijo-, y creo que estás en lo cierto. - En cuanto a los engañados, creo que tú mismo serías capaz de señalar quiénes cambian de opinión movidos por el placer o temerosos de algún mal. - Parece, pues -dijo-, que la seducción y el engaño son una misma cosa. XX - Volvamos a lo que decíamos hace poco: habrá que investigar quiénes son los mejores guardianes de esa máxima; a saber: que debe hacerse siempre en la ciudad cuanto parezca mejor para ella. Conviene vigilar a estos guardianes ya desde la niñez, dejándoles a su cargo todo aquello que sea más susceptible de olvido o de engaño. Nuestra elección recaerá entonces sobre el que tenga mejor memoria o resulte más difícil de engañar. Los demás, por el contrario, deberán ser desechados, ¿no es eso? - Sí. - Y luego, se les probará mediante trabajos, dolores y combates, en los que demostrarán esas mismas cualidades. - Muy bien -asintió. - Sin embargo -proseguí-, aún será preciso ponerles a prueba una vez más, por si se dejan llevar de la seducción. Procederemos al igual que con los caballos, a los que se lleva a lugares donde se producen ruidos y tumultos con objeto de ver si son espantadizos, y, del mismo modo, conduciremos a nuestros jóvenes ante cosas que originen temor, que luego cambiaremos por placeres, pruebas todas ellas más eficaces que la del oro en el fuego. Así podremos comprobar si son difíciles de embaucar y si muestran su decoro en todas las ocasiones, como buenos guardianes de sí mismos y de la música que aprendieron. Muy importante será también el hecho de que adopten siempre en su conducta las leyes del ritmo y de la armonía, comportándose en todo momento como seres muy útiles a sí mismos y a la ciudad. A todo aquel que haya soportado airoso, de niño, de joven y en edad madura, las pruebas antes citadas, le proclamaremos hombre incólume y le haremos a la vez gobernante y guardián de la ciudad, concediéndole en vida honores y, después de muerto, las honras más solemnes y que más exalten su memoria. Al que no reúna esas condiciones, le daremos de lado. Tal me parece ser, Glaucón -concluí-, la manera más apropiada de elegir e instituir gobernantes y guardianes, aunque quizá no me haya expresado con la suficiente exactitud. - Me parece -dijo- que es verdad lo que afirmas. - ¿No haríamos bien, entonces, en llamar a estos hombres guardianes perfectos y los más adecuados para impedir que los enemigos de fuera y los amigos de dentro puedan o quieran hacemos daño, dando a los jóvenes, en vez de la denominación de guardianes, la de auxiliares y ejecutores de las órdenes de los jefes? - Creo que sí -respondió. XXI - ¿De qué mecanismo nos valdríamos ahora -continué- para inventar alguna mentira beneficiosa, como la que antes señalábamos, y tratar de convencer con ella a los gobernantes o, cuando menos, al resto de la ciudad? - ¿A qué clase de meritira te refieres? -dijo. - No voy a traer a colación nada nuevo -proseguí-, sino un caso fenicio, que aconteció hace ya mucho tiempo y al que dan crédito los poetas con íntima convicción. Desde luego, ni ocurrió en nuestros días ni creo que pueda ocurrir, pues dista mucho de llegar a ser creíble. - A mi parecer -dijo-, no te atreves a relatarlo. - Te convencerás cuando lo cuente -le contesté-, que tengo muchas razones para no atreverme a decirlo. - Habla -insistió-, y no temas. - Hablaré, pues, aunque no sé de qué modo y con qué palabras para intentar persuadir a los mismos gobernantes y a los soldados, y después al resto de la ciudad, de que la educación y la instrucción que les hemos dado no es otra cosa que un sueño experimentado por ellos. Pues, ciertamente, permanecieron bajo tierra mientras se modelaban y formaban sus cuerpos, sus armas y el resto de sus enseres, y hasta que, terminada en totalidad esa conformación, la tierra, su madre, les dio a luz. Es ahora, en realidad, cuando conviene que se preocupen de la tierra en que viven, como si de su madre y nodriza se tratase, defendiéndola si alguien la atacase y considerando a los demás ciudadanos como hermanos que han salido del mismo seno. - No sin fundamento -dijo- dudabas tanto en contamos esta mentira. - Y con toda lógica -añadí-. Pero mantén tu atención al resto del mito: Sois hermanos, por tanto, cuantos habitéis en la ciudad -les diríamos prosiguiendo la fábula- y sois hermanos en los que los dioses hicieron entrar oro al formar a los destinados al gobierno, plata al preparar a los auxiliares y bronce y hierro al hacer surgir a los labradores y demás artesanos. Así, pues, como tenéis un mismo origen, ocurrirá que engendraréis hijos parecidos a vosotros, aunque quizá pueda llegar a nacer un hijo de plata de un padre de oro, o un hijo de oro de un padre de plata, pudiendo producirse también combinaciones semejantes. La divinidad prescribe de manera primordial y principalísima a los gobernantes que ejerzan su vigilancia como buenos guardianes respecto al metal que entra en composición en las almas de los niños, con el objeto de que si alguno de ellos, incluso su propio hijo, cuenta en la suya con parte de bronce o de hierro, no se compadezca en absoluto, sino que le relegue al estado que le conviene, bien sea éste el de los artesanos o el de los labradores. Y les ordena igualmente que si nace de éstos un hijo cuya naturaleza contenga oro o plata, le prodiguen la educación que corresponde a un guardián en el primer caso o la que se da a los auxiliares en el segundo, puesto que según la predicción de un oráculo la ciudad será destruida cuando la vigile un guardián de hierro o de bronce. Esta es la fábula. ¿De qué medio nos valdríamos para que la crean? - No estimo, desde luego -replicó-, que podamos convencer a los hombres de nuestra generación. Pero sí a sus hijos, a los hijos de éstos y a todos los demás que nazcan en el futuro. - Eso sería suficiente -proseguí- para que cuidasen con más empeño de la ciudad y de los ciudadanos que en ella viven; casi comprendo lo que tú quieres decir. XXII - Pero vaya este mito hasta donde la fama quiera llevarle; a nosotros nos toca armar a estos hijos de la tierra y conducirlos luego bajo la dirección de sus jefes. En esa situación habrán de considerar cuál es el lugar de la ciudad más apropiado para acampar y desde el que puedan reprimir mejor las rebeliones internas de los que no quieran obedecer a las leyes, y defenderse de los enemigos de fuera que, como lobos, se lancen contra el rebaño. Que después de haber acampado y realizado los sacrificios convenientes, preparen sus lugares de descanso. ¿No es eso? - Eso es -contestó. - ¿Y no serán esos lugares los más adecuados para pasar el invierno y librarse del calor del verano? - ¿Cómo no? Sin duda -dijo-, te refieres a sus habitaciones. - Sí -contesté-, hablo de habitaciones de guerreros y no de lugares de descanso de negociantes. - Pero, ¿existe entonces diferencia entre las habitaciones de unos y las de otros? -preguntó. - Vamos a ver si puedo explicártelo -dije-. No habría cosa más funesta y más vergonzosa para los pastores que el que diesen a sus perros, guardianes de sus rebaños, una formación tal que pudieran ser movidos por la intemperancia, el hambre o cualquier otro vicio para atacar ellos mismos a los rebaños y parecer de este modo lobos y no perros. - Sería funesta, desde luego -replicó. - ¿No será, pues, conveniente vigilar con todo interés para que nuestros auxiliares no hagan lo mismo con los ciudadanos, proque disponen de la fuerza, y puedan llegar a convertirse en rudos déspotas en vez de en bondadosos protectores? - Sí, habrá que vigilarles -dijo. - ¿Y qué otro remedio más factible para ello, en realidad, que el darles una excelente educación? A lo que yo contesté: - Esto no se ha sostenido todavía con demasiada fuerza, querido Glaucón. Si, ciertamente, como decíamos antes, conviene que reciban una buena educación, cualquiera que ella sea, ésta habrá de manifestarse principalmente en la mansedumbre de ánimo hacia sí mismos y hacia aquellos a quienes guardan. - Muy bien dicho -asintió. - Además de esta educación, no se negará a los guardianes por cualquier hombre sensato la necesidad de que dispongan de viviendas y de enseres que les permitan ser los mejores en su clase, sin que muestren animadversión alguna hacia los demás ciudadanos. - Y su afirmación estará justificada. - Considera, pues, si les convendrá el régimen de vida y la habitación que yo propongo con ese fin. En primer lugar, nadie poseerá hacienda propia, salvo caso de extrema necesidad. En segundo lugar, nadie dispondrá también de habitación y despensa en donde no pueda entrar todo el que lo desee. Respecto a los víveres, se ordenará que reciban del resto de los ciudadanos una retribución adecuada y ni mayor ni menor que la que necesiten para el año unos guerreros fuertes, sobrios y valerosos. Frecuentarán las comidas en común, obrando siempre, en este sentido, como si estuviesen en campaña. Y se les dirá, en cuanto al oro y a la plata, que los dioses ya han dotado a sus almas para siempre de porciones divinas de estos metales, por lo que no tienen necesidad del oro y de la plata terrestres, cuya adquisición mancharía ese mismo don recibido. El oro puro que poseen no podría coaligarse con los muchos crímenes cometidos por el oro de la tierra. Serán ellos los únicos a los que no se permita manejar e incluso tocar el oro y la plata, ni penetrar en la casa donde se guarden o beber en recipientes de estos metales. Sólo así podrán salvarse a sí mismos y salvar a la ciudad, porque si adquiriesen tierra propia, casa y dinero, pronto tendrían que ser llamados empresarios y labradores mejor que guardianes, y en lugar de defensores de los demás ciudadanos se les aplicaría el calificativo de tiranos y enemigos. En esta situación pasarían su vida odiando y siendo odiados, tramando asechanzas y siendo objeto de ellas, temiendo mucho más y en mayor grado a los enemigos de dentro que a los de fuera y corriendo ellos mismos y la ciudad rápidamente hacia su ruina. ¿No te parece, pues -concluí-, que todas estas razones nos fuerzan a convenir en la ordenación del alojamiento y de todas las demás cosas referentes a los guardianes, que precisaremos tal como se ha dicho? - No hay duda alguna -dijo Glaucón.Índice de La República de Platón Anterior Siguiente Biblioteca Virtual Antorcha