Índice de La República de PlatónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO CUARTO


Primera parte


I

Haciendo entonces uso de la palabra Adimanto, dijo:

- ¿Qué podrías argüir, Sócrates, en tu defensa, si alguien te dijese que no consigues la felicidad para esos hombres, y ello por su culpa, ya que siendo verdaderamente los dueños de la ciudad no disfrutan de ningún bien, tal como ocurre con los demás, que poseen campos, construyen grandes y hermosas casas, adquieren los enseres apropiados para ellas, realizan a sus expensas sacrificios a los dioses, acogen a los extranjeros, y lo que tú decías hace un momento, se hacen con oro y plata y con todas las demás cosas que necesitan para ser felices? Parece sencillamente que se encuentran en la ciudad como auxiliares a sueldo y que no tienen otro cometido que el de guardarla.

- Desde luego -contesté yo-, y ello tan sólo por el alimento, ya que no habrán de recibir sueldo como los demás, de tal modo que aunque quieran ausentarse privadamente de la ciudad no tendrán opción para hacerlo, ni tampoco para regalarse con cortesanas o disponer de cosa alguna a su antojo a la manera como proceden las personas que parecen felices. Estas y otras muchas cosas has omitido en tu acusación.

- Puedes incluirlas en ella -replicó.

- ¿Quieres saber ahora cómo nos defenderíamos?

- .

- Prosiguiendo el camino emprendido -dije yo- encontraremos todo lo demás. Digamos, ante todo, que nada impide que, aun así, nuestros guardianes sean hombres muy felices; pero nosotros, en fin de cuentas, no fundamos nuestra ciudad con vistas a la felicidad de una sola clase, sino para que lo sean todos los ciudadanos sin distinción alguna. Consideramos que en una ciudad así formada se encontrará la justicia mucho mejor que en cualquier otra y que en una ciudad peor constituida dominará por doquier la injusticia, con lo cual venimos a parar a lo que hace tiempo nos proponíamos. Ahora, pues, de acuerdo con nuestra opinión, queda regulada la ciudad feliz, y no para que disfruten de la felicidad unos cuantos ciudadanos, sino para que la posean todos en general: inmediatamente, examinaremos la forma de gobierno contraria a ésta. Supón, por ejemplo, que nos dedicamos a pintar estatuas y que alguien se acerca para decimos que no aplicamos los más bellos colores a las partes más hermosas de la figura (porque, en verdad, los ojos no ven realizada su belleza con el color de la púrpura, sino con el negro); entonces sería ocasión de contestarle adecuadamente, replicándole: Admirado varón, no pienses que tenemos que pintar los ojos tan bellamente que no parezcan ojos, ni tampoco de la misma manera las demás partes de la figura. Observa ante todo si dando a cada parte el color que le conviene hacemos hermoso el conjunto. Lo mismo deseo decirte a ti, volviendo a la cuestión primitiva: no me obligues a conceder a los guardianes una felicidad tal que les transforme en cualquier otra cosa menos en guardianes. Sabemos, en efecto, que nuestros labradores podrían ser vestidos con mantos purpúreos y adornados con oro, y hasta que cabría ordenarles que no labren la tierra sino por placer, y que no habría inconveniente en recostar a los alfareros de izquierda a derecha, prescindir de la rueda y darles asueto para que se banqueteasen y bebiesen a porfía junto al fuego, dejándoles en libertad de ejercitar su oficio para cuando les viniese en gana. Haríamos lo mismo con los demás ciudadanos y su felicidad llevaría aparejada la de la ciudad entera. Pero, por favor, no nos recuerdes esto: de hacerte caso, ni el labrador sería labrador, ni el alfarero alfarero, ni nadie mantendría la dignidad que le caracteriza dentro de la ciudad. Nuestra reprensión sería menor en el caso de los demás oficios; porque que los zapateros se envilezcan, se dejen corromper y finjan ser lo que en realidad no son, no encierra peligro para la ciudad; pero que los guardianes de las leyes y de la ciudad no lo sean verdaderamente sino, sólo en apariencia, puedes comprender que traería de arriba abajo la ruina completa de la ciudad, ya que esos guardianes son los únicos a quienes compete procurar la felicidad de todos. Por tanto, si queremos disponer de buenos guardianes, no les pongamos en el trance de que puedan dañar a la ciudad, pues el que desee mantener aquello de que los labradores han de ser felices convidados a una gran fiesta, ése no piensa realmente en la ciudad, sino en algo muy distinto. Habrá que precisar primeramente si nuestro propósito es el de establecer los guardianes para que consigan la mayor felicidad posible en beneficio propio o si hemos de poner la vista en que la alcance la ciudad, obligando y convenciendo a los auxiliares y guardianes para que se conviertan en los mejores artesanos de su trabajo e igualmente a todos los demás. Y así, a medida del acrecentamiento de toda la ciudad y de la mejora de sus condiciones de vida, podrá permitirse a cada una de las clases sociales que participe de la felicidad que la Naturaleza le otorga.


II

- Ciertamente -dijo-, me parecen acertadas tus palabras.

- Vamos a ver -proseguí- si te parece tan bien este otro razonamiento, parejo del anterior.

- Aclárame de qué se trata.

- Examina si las cosas que voy a decir no corrompen a los demás artesanos y llenan de maldad su corazón.

- ¿Qué cosas son ésas?

- La riqueza y la pobreza -contesté.

- ¿Y cómo?

- Pues de la siguiente manera. ¿Te parece a ti que si un alfarero se hace rico querrá dedicarse a su oficio?

- De ningún modo -dijo.

- ¿No se hará, por el contrario, más indolente y despreocupado de lo que antes era?

- Indudablemente.

- Se convertirá, pues, en el peor de los alfareros.

- En efecto -dijo-, así ocurrirá.

- Además, si por causa de su pobreza, no puede adquirir las herramientas o cualesquiera otros instrumentos necesarios para el desarrollo de su arte, trabajará mucho peor y hará que sus hijos o aquellos a quienes enseñe aprendan a ser malos artesanos.

- ¿Cómo no?

- Por ambos motivos, pues tanto por la riqueza como por la pobreza, se envilecen las artes y degeneran los artesanos.

- Así parece.

- En este caso, acabamos de encontrar dos cosas a las que los guardianes deberán prestar la mayor atención para que no se introduzcan en la ciudad subrepticiamente.

- ¿Y cuáles son esas dos cosas?

- La riqueza -dije yo- y la pobreza. La primera procura la molicie, la pereza y el amor a la novedad; la segunda, además de este mismo afán, la bajeza y la malicia.

- Muy bien dicho -asintió-; pero, sin embargo, Sócrates, es conveniente que consideres cómo nuestra ciudad, que no posee riqueza alguna, será capaz de sostener una guerra, especialmente cuando tenga que luchar con otra ciudad grande y rica.

- Está claro -repliqué- que le resultará difícil luchar con una sola, pero fácil en cambio si se trata de dos ciudades.

- ¿Cómo dices? -inquirió.

- Por lo pronto -dije-, si hay necesidad de entrar en guerra, ¿no lucharán contra hombres ricos y será la ventaja para los nuestros, atletas de la guerra?

- En eso sí que tienes razón -admitió.

- Pero, Adimanto -pregunté-, un púgil dotado de la mejor preparación posible, ¿no te parece que podrá luchar fácilmente contra otros dos, ricos y obesos?

- Tal vez no -contestó-, si tiene que pelear con ambos al tiempo.

- Veamos -añadí-; ¿y si fuese capaz de huir y seguir luchando sin descanso, volviéndose a cada momento para propinar sus golpes en medio de un sol ardiente? ¿No podría nuestro hombre dar cuenta sucesivamente de muchos otros?

- Seguramente -dijo-, no tendría nada de extraño.

- Pero, ¿no crees que los ricos están más enterados de las artes del pugilato que de las de la guerra?

- Yo, al menos, así lo creo -dijo.

- Por consiguiente, nuestros atletas lucharán sin dificultad alguna contra un número de enemigos dos o tres veces mayor.

- Estoy de acuerdo contigo -afirmó-, porque me parece que tienes completa razón.

- Piensa por un momento -repliqué- que envían una embajada a otra ciudad y que le dicen, como es verdad: Nosotros no tenemos necesidad para nada del oro y de la plata, ni nos está permitido servirnos de estos metales como a vosotros; si lucháis a nuestro lado dejaremos para vosotros el botín ajeno. ¿Crees tú que al oír esto preferirían hacer la guerra a unos perros robustos y secos que unirse con ellos contra unos rebaños untuosos y tiernos?

- No lo creo. Pero si se reúnen en una sola ciudad las riquezas de las demás, cuida que no haya peligro para aquella que no las posee.

- Feliz tú -le dije- si crees que puede darse el nombre de ciudad a otra que no se rija según nuestros deseos.

- ¿Por qué no? -preguntó.

- A las demás ciudades -contesté yo- hay que dar una denominación mucho más extensa, porque cada una de ellas no es una sola ciudad, sino la reunión de muchas, como ocurre en el juego. Por lo menos, se confundirán dos en una y enemigas ambas: la ciudad de los pobres y la ciudad de los ricos. Muchas más hay en cada una de ellas, a las cuales si las consideras como una sola, errarás completamente, mas si las consideras como muchas, dando a unos las riquezas y las fuerzas de los otros, te granjearás siempre muchos aliados y pocos enemigos. En tanto tu ciudad sea gobernada razonablemente según lo establecido con anterioridad, será realmente grande y no sólo en la estimación de los demás; ello aunque sólo disponga de un millar de combatientes. No encontrarás fácilmente ni entre los griegos ni entre los bárbaros otra ciudad tan grande como ésta, aunque muchas parezcan ser mayores que ella. ¿O enfocas la cuestión de otro modo?

- No, por Zeus -dijo.


III

- Por tanto -proseguí-, queda ya fijado el límite más perfecto para la actividad de nuestros gobernantes. Ése es el que conviene que den a la ciudad y a su territorio, omitiendo, en cambio, todo lo demás.

- ¿A qué límite te refieres? -preguntó.

- Me refiero -añadí- al que ahora voy a decir: mientras la ciudad pueda aumentar sin dejar de ser una, permítase su crecimiento, pero sin pasar de ahí.

- Conforme contigo -dijo.

- Pero habrá que prescribir otra nueva orden a los guardianes: es ella la de que procuren por todos los medios que la ciudad no parezca pequeña ni grande, sino que sea una y suficiente para todos.

- Quizá les prescribamos -afirmó- una cosa de poca importancia.

- Y aún de menor importancia -proseguí- era esa otra de la que hicimos mención cuando decíamos que, si los guardianes tuviesen un hijo de baja condición, convenía que le entregasen a los demás ciudadanos, lo que, en caso contrario, deberían hacer éstos, entregándole a su vez a los guardianes. Se quería dar a entender con ello que cada ciudadano habrá de ocupar el puesto que por naturaleza le corresponde, a fin de que sea uno y no una pluralidad al aplicarse al trabajo propio. Sólo así la ciudad toda conservará su unidad y no encerrará en sí misma muchas otras.

- Indudablemente -dijo-, eso es de mucha menos importancia.

- Todas estas cosas que nosotros prescribimos, mi buen Adimanto, parecen muchas y de gran interés, pero en realidad no lo son, pues lo que importa únicamente es que en vez de su grandeza conserven su suficiencia.

- ¿Y cuál es? -preguntó.

- La educación y el cuidado infantiles -le contesté-. Porque si con una buena educación nuestros hombres se hacen comedidos, verán entonces con facilidad todas estas cosas y aún muchas otras más que ahora damos de lado, como son, por ejemplo, la posesión de las mujeres, los asuntos del matrimonio y de la procreación de los hijos, todas las cuales, según el proverbio, deben ser comunes entre amigos en la mayor medida posible.

- Buena solución sería -asintió él.

- Ciertamente -dije-, si un Estado empieza bien su crecimiento se asemeja al del círculo: el cuidado infantil y la educación van formando buenos caracteres, que, a su vez, tomando por su cuenta esta educación, se hacen mejores que los que les han engendrado, tanto en lo relativo a las otras cosas como a la procreación, al igual que ocurre en los demás animales.

- Parece natural -dijo.

- Así, pues, para decirlo en breves palabras: los que cuidan de la ciudad han de esforzarse en esto, a saber: que la educación no se corrompa con conocimiento de ellos, por cuyo motivo su vigilancia será completa en bien de que no se produzca innovación alguna ni en la gimnasia ni en la música. Antes al contrario, extremarán su vigilancia temerosos de que alguien pueda decir:

los hombres estiman mucho más aquel canto que surge más nuevo de labios de los cantores;

y no piensen entonces que el poeta habla de cantos nuevos, sino de una nueva manera de cantar, la cual, por cierto, no deberán ensalzar. Pues ni conviene que lo hagan ni siquiera que lo supongan. Habrá de mantenerse la prevención con respecto a cualquier innovación en el canto, al objeto de no echarlo todo a perder; porque, como dice Damón, cuya opinión apruebo, no se pueden modificar las reglas musicales sin alterar a la vez las más grandes leyes políticas.

- Puedes contarme también -dijo Adimanto- entre los partidarios de esa tesis.


IV

- Por consiguiente -añadí yo-, el cuerpo de guardia de nuestros guardianes tendrá que establecerse, al parecer, en la música.

- En ella, precisamente -dijo-, la infracción de la ley se insinúa de manera más insensible.

- -afirmé-, como si se tratase de un juego del que ningún mal hay que temer.

- Ni realmente produce otra cosa -continuó- que un silencioso deslizamiento en las costumbres y en el modo de vivir. Pero a renglón seguido se introduce en las relaciones ciudadanas y pasa luego al dominio de las leyes y de las instituciones de gobierno, mostrándose ya, Sócrates, con el mayor desenfreno, hasta que, para terminar, destruye toda la vida privada y pública.

- Bueno -dije yo-; pero, ¿ocurre esto así?

- Al menos, tal me parece a mí -contestó.

- Entonces, volvemos a lo del principio: ¿no convendrá procurar a los niños desde la más tierna edad juegos perfectamente regulados, convencidos de que, si ni los niños ni los juegos se someten a las leyes, será de todo punto imposible que al llegar a hombres dediquen su actividad a la justicia?

- ¿Cómo no? -dijo.

- Cuando los niños, comenzando a desarrollar sus juegos de manera racional, aceptan la buena norma a través de la música, ocurre lo contrario de lo que antes decíamos, esto es, que el orden les sigue a todas partes y les hace crecer, poniendo de nuevo en pie todo lo que estaba caído en la ciudad.

- Es verdad -asintió.

- Y entonces -proseguí- descubrirán hasta los mínimos detalles de esas leyes que sus predecesores repudiaron.

- ¿Cuáles son?

- Las siguientes: el silencio de los jóvenes ante los ancianos, el cuidado que han de poner al sentarse y al levantarse, el respeto a los padres, el modo de cortarse el pelo, de vestirse y de calzarse, todo el porte referente al cuerpo y las demás cosas semejantes a éstas. ¿No lo crees así?

- Desde luego.

- Sería una simpleza, a mi entender, preparar leyes para todo esto, ni se promulgan en ninguna parte ni podría hacérselas valer por la palabra o por la escritura.

- ¿Cómo, pues?

- Parece, mi querido Adimanto -dije yo-, que todo se apoya en la educación y es a la vez un resultado de ella. ¿O no es verdad que lo semejante llama siempre a lo semejante?

- Indudablemente.

- En fin de cuentas, creo que podríamos afirmar que algo completo y vigoroso saldrá de ahí, ya sea bueno o todo lo contrario.

- ¿Por qué no? -dijo.

- Así, pues -añadí-, por todo esto no sería yo el que tratase de legislar acerca de tales cosas.

- Como es natural -dijo.

- Por los dioses -indiqué-, ¿habrá necesidad de imponer leyes sobre las cuestiones del mercado, los convenios que en él tienen lugar y, si se quiere, sobre los contratos con los artesanos, las injurias, los ultrajes, los procesos, la elección de los jueces, el establecimiento o supresión de tributos por mar y por tierra, y en una palabra, sobre todo lo relativo al tráfico, urbano y marítimo, o cuestiones análogas?

- No parece justo -replicó- prescribir lo que tú dices a hombres íntegros, porque ellos mismos se encontrarán fácilmente la mayor parte de las leyes que convenga dictar.

- Sí, querido amigo -dije yo-, a condición de que los dioses les concedan la conservación de las normas a que antes nos referíamos.

- Si así no fuese -dijo-, pasarán su vida dictando y rectificando leyes y pensando que van a conseguir lo más perfecto.

- Con lo cual querrás dar a entender -insinué yo- que esos hombres vivirán lo mismo que los enfermos que no se avienen, por su intemperancia, a dar de lado a un régimen perjudicial.

- En efecto.

- Pues sí que va a resultar agradable su vida. Con ese cuidado ningún progreso alcanzan, sino muy al contrario la complicación y el empeoramiento de sus enfermedades. Pero, con todo, estarán siempre esperando que les procure la salud un medicamento que cualquiera les recomiende.

- Ciertamente -dijo-, eso les pasa a tales enfermos.

- Pero -proseguí-, ¿no es todavía lo más gracioso que consideren como el peor de sus enemigos a aquel que les dice la verdad y les anuncia que si no dejan de comer y de beber inmoderadamente y de vivir entregados al placer y a sus ocios, ni los medicamentos, ni los cauterios, ni las incisiones, ni los conjuros, ni cosas por el estilo, les servirán de utilidad?

- No creo que resulte gracioso -dijo-, porque no tiene gracia alguna el mostrarse violento con quien habla prudentemente.

- Al parecer -dije yo-, no te muestras admirador de tales hombres.

- No, por Zeus -recalcó.


V

- Por tanto, cuando la ciudad entera realice cosas análogas a las que ahora mencionamos, tampoco manifestarás admiración. ¿O no te parece que obran de la misma manera las ciudades que, mal gobernadas, ordenan públicamente a sus ciudadanos que no modifiquen en nada la constitución, bajo pena de ser condenados a muerte, mientras que quien halaga dulcemente a los que obran así y muestra su sumisión arrojándose a sus pies y previendo sus intenciones, da satisfacción a su habilidad para presentarse como un ciudadano prudente y discreto en los asuntos importantes y es honrado por ellos?

- Eso mismo es lo que hacen -dijo-, pero yo no lo apruebo en modo alguno.

- ¿Y qué diremos, en cambio, de los que ponen a prueba toda su buena voluntad en el cuidado de esas ciudades? ¿No es de admirar su valor y su destreza?

- Yo, desde luego, les admiro -contestó-, aunque no cuento en la admiración que me producen a los que se dejan engañar y piensan que realmente son políticos, por el hecho de que les ensalce la multitud.

- ¿Cómo dices? ¿Es que no perdonas a esos hombres? ¿Piensas acaso que un hombre que no sabe medir puede dejar de dar crédito cuando le dicen muchos otros como él que tiene cuatro codos de alto?

- Desde luego que no.

- Por tanto, muéstrate benevolente con ellos. Esos hombres son en realidad los más graciosos del mundo al prescribir las leyes a que poco antes nos referíamos, leyes que luego rectifican en la idea de que encontrarán algo que remedie los males que afectan a los contratos y todo lo que yo con anterioridad mencionaba, desconociendo en realidad que están cortando las cabezas de una hidra.

- Creo ciertamente -dijo- que no hacen otra cosa.

- Estaba yo en lo justo -proseguí- al entender que no es conveniente que el buen legislador haya de preocuparse de tal género de leyes y constituciones, en una ciudad bien o mal gobernada; porque en esta última no reporta utilidad con su quehacer, y en la primera, porque aquéllas se hallan al alcance de cualquier ciudadano o se deducen por sí mismas de las leyes ya dictadas.

- ¿Qué es, pues -preguntó-, lo que nos queda por tratar en materia de legislación?

A lo que yo contesté:

- A nosotros nada, desde luego, porque las leyes más grandes, las más hermosas y las primeras de todas son patrimonio de Apolo, el dios de Delfos.

- ¿Y cuáles son éstas? -siguió preguntando.

- Las referentes a la construcción de templos, a los sacrificios y a los demás cultos de los dioses, de los genios y de los héroes; también se cuentan en ellas las sepulturas de los muertos y cuantos servicios fúnebres han de celebrarse aquí para atraerse a los del otro mundo. Puesto que nosotros no sabemos nada de esto, al fundar la ciudad no podremos obedecer a ningún otro, si es que conservamos el uso de la razón, ni servirnos de otro guía que no sea el de nuestro país. Es el dios de Delfos el consejero en nuestra patria de todos los hombres, a los que gobierna sentado sobre el ombligo de la tierra y en el centro del mundo.

- Estás en lo cierto -dijo-, y así habrá de hacerse.


VI

- Entonces -agregué yo-, quede ya fundada la ciudad, hijo de Aristón. Ahora tendrás que mirar por ella y procurarte de donde sea la luz necesaria; para esto, llama a tu hermano y a Polemarco y a los demás, a fin de que podamos considerar en qué lugar se encuentra la justicia y en cuál otro la injusticia, en qué se diferencian ambas y cuál de las dos debe procurar alcanzar quien quiera ser feliz, a la vista o no de los dioses y de los hombres.

- No estoy de acuerdo con eso -dijo Glaucón-, porque eres tú mismo quien prometiste hacer esa indagación, manifestando que no creías justo dejar de defender la justicia por todos los medios.

- Es verdad lo que tú me recuerdas -contesté- y no tendré otro recurso que obrar así, aunque será preciso que vosotros me prestéis ayuda.

- Y la tendrás -replicó.

- Voy a explicaros en qué baso mi esperanza de encontrar lo que buscamos -dije yo-: si nuestra ciudad está fundada como es debido, no hay duda que será completamente buena.

- Por necesidad -asintió.

- Es claro entonces que dominará en ella la prudencia, el valor, la templanza y la justicia.

- Indudablemente.

- Si, pues, encontramos en nuestra ciudad alguna de esas cualidades, ¿lo que quede podrá ser lo que no hayamos encontrado?

- Pues, ¿qué otra cosa habría de ser?

- Cuando de cuatro cosas buscamos una solamente y nos damos por satisfechos una vez que la hemos encontrado, es claro que si ya con anterioridad habíamos hallado tres de ellas por este mismo hecho se daba a conocer la que faltaba. Ciertamente, ésta sería la que quedaba por encontrar.

- Tienes razón -observó.

- ¿Y no te parece que de la misma manera deberá procederse con las cualidades citadas, que también son cuatro?

- En efecto.

- Bien claro está que la primera de ellas es la prudencia, aunque algo extraño aparece con relación a esta cualidad.

- ¿Qué es? -preguntó.

- En realidad, nuestra ciudad parece prudente porque la discreción reina en ella. ¿No es eso?

- .

- Y esto mismo, la discreción o el buen consejo, es claro que resulta ser una ciencia; con ella, y no con la ignorancia, puede decidirse lo que es justo.

- Desde luego.

- Pero muchas y también de muchas clases son las ciencias que existen en la ciudad.

- ¿Cómo no?

- ¿Hay razón para considerar prudente y discreta a la ciudad atendiendo a la ciencia de sus constructores?

- De ningún modo -dijo-, porque en ese caso lo que convendrá llamarla es maestra en construcciones.

- Tampoco podrá decirse que la ciudad es prudente si sólo se tiene en cuenta la ciencia de los que trabajan la madera.

- No, por cierto.

- Pero, ¿aumentan las razones para ello si nos fijamos en la ciencia de los que trabajan el bronce u otros por el estilo?

- De ninguna manera.

- Ni, claro está, ateniéndonos a la producción de frutos de la tierra, cosa que atañe a la agricultura.

- Eso me parece a mí.

- Vamos a ver entonces -dije yo-. ¿Hay en la ciudad que acabamos de fundar recientemente una ciencia que posean sólo determinados ciudadanos y con la cual no se resuelva sobre alguna cosa de la ciudad, sino en general sobre la ciudad entera, tratando de que ésta mantenga las mejores relaciones posibles no sólo consigo misma, sino también con las demás ciudades?

- Creo que sí las hay.

- ¿Cuál es entonces -pregunté yo- y en qué ciudadanos se encuentra?

- No es otra que la que tiene por objeto la vigilancia de la ciudad -contestó-, y puedes admirarla en aquellos gobernantes que denominábamos guardianes perfectos.

- En relación con esta ciencia, ¿cómo designarás a nuestra ciudad?

- Diré -afirmó- que es discreta y realmente prudente.

- Muy bien -seguí preguntando-. ¿Crees que en nuestra ciudad abundarán más los que trabajan el bronce o estos guardianes que mencionamos?

- Habrá mucho mayor número de gentes que trabajen el bronce -replicó.

- Así también -dije-, de todos cuantos reciben su denominación de la ciencia que cultivan, ¿no serán estos guardianes los que constituyan el menor número?

- En efecto.

- En consecuencia, la ciudad fundada conforme a reglas naturales podrá ser toda ella prudente por la parte de gente que menos abunda en ella, que no es otra que la que la preside y gobierna. Es este, al parecer, el linaje más reducido y al cual corresponde la participación en esta ciencia, que es, entre todas, la única que debe ser llamada con el nombre de prudencia.

- Gran verdad la que tú manifiestas -dijo.

- No sé por qué especie de hado hemos encontrado la primera de esas cuatro cualidades e incluso la parte de la ciudad donde asienta.

- Me parece, desde luego -añadió-, que la hemos encontrado suficientemente.


VII

- Si ahora pasamos a la consideración del valor y a la parte de la ciudad donde se halla y por la cual se da a la ciudad el nombre de valerosa, no creo que pueda presentarse dificultad alguna.

- ¿Cómo?

- ¿Quién -dije yo- podría denominar a la ciudad cobarde o valerosa si no mirase a esa parte de ella que combate y pelea en campaña en su favor?

- Nadie -contestó- que tendiese la vista hacia otra parte.

- A mi parecer -continué-, los demás ciudadanos que viven en la ciudad, sean cobardes o valientes, no la hacen de ningún modo tal cual ellos son.

- Desde luego.

- Por tanto, la ciudad es valerosa atendiendo a esa parte de ella en la que se mantiene a todo evento la opinión de las cosas temibles, que han de ser siempre las mismas y en consonancia con la prescripción educativa del legislador. ¿O no estimas que en eso reside el valor?

- No he comprendido muy bien lo que dices -afirmó-; repítelo de nuevo.

- Soy de la opinión -dije- de que el valor es una especie de conservación.

- ¿Y qué clase de conservación?

- Me refiero a la opinión adquirida por la educación acerca de cuáles y cómo son las cosas que resultan temibles. Al hablar de conservación a todo evento quiero decir que el valor es garantía de esa conservación, tanto entre dolores como entre placeres, entre deseos como entre temores. Si no pones inconveniente, procuraré describirte a qué me parece que es semejante.

- Al contrario, encantado de escucharte.

- Sabes seguramente -dije yo- que los tintoreros, cuando quieren teñir lanas de color de púrpura, escogen primero, de entre todos los colores, la lana blanca, a la que preparan seguidamente con exquisito cuidado, a fin de que tome mejor el color, hecho lo cual proceden al teñido. Lo que se ha teñido de esta manera resulta ya indeleble hasta el punto de que el lavado de la tela sin jabón o con él, no es capaz de privarla del brillo que posee. Sabes también lo que ocurre cuando se intenta teñir lanas de otro color o sin la preparación a que antes me he referido.

- Sí que lo sé -contestó-, que se destiñen fácilmente y quedan hechas una lástima.

- Pues piensa por un momento -añadí- que eso mismo tratamos de hacer nosotros cuando realizamos la elección de nuestros soldados y les preparamos una educación por medio de la música y de la gimnasia. No otra cosa pretendemos con ello que el que reciban de las leyes un perfecto teñido, obedeciéndolas en todo momento para que, de aliado con la educación y la crianza recibidas, se afirme en su espíritu la opinión de las cosas que se han de temer y las que no. Es claro que ese teñido no podrán alterarlo todas las lociones que actúan como fuertes disolventes y que, como el placer, de poder más terrible que cualquier sosa o lejía, el dolor, el temor y el deseo, producen efectos verdaderamente decisivos. Esta fuerza y conservación a todo evento de la opinión recta y justa de las cosas que hay que temer y de las que no, la llamo yo valor y me confirmo en ella, caso de que tú no la refutes.

- Nada tengo que objetar -afirmó-, pues me parece que esa recta opinión acerca de las mismas cosas, pero nacida sin educación, esto es, la animal y servil, no la consideras acorde con las leyes ni la calificas con el nombre de valor.

- Estás muy en lo cierto -dije yo.

- Admito, por tanto, que eso que tú dices es el valor.

- Y tendrás que admitir también -añadí- que es una virtud política, en lo cual acertarás plenamente. En otro momento volveremos a tratar de esto, si así lo quieres, con más precisión, puesto que ahora en realidad no iba por ahí nuestra búsqueda, sino en pos de la justicia. Ya bastante se ha investigado acerca de esa cuestión, por lo menos según mi criterio.

- Dices bien -replicó.


VIII

- Aún quedan dos cosas -continué- a las que conviene prestar atención en la ciudad: son, ciertamente, la templanza y aquella otra que es motivo de nuestra investigación, la justicia.

- En efecto.

- ¿Cómo podríamos encontrar la justicia para no tener que habérnoslas ya con la templanza?

- Yo, desde luego -afirmó-, ni lo sé ni quisiera que se mostrase la primera, porque entonces no tomaríamos el trabajo de examinar en qué consiste la templanza. Si prefieres cumplir mis gustos, considera ésta antes que aquélla.

- Nada se opone a que lo haga -contesté-, y sería injusto si no accediese a tus deseos.

- Pues apréstate entonces a su consideración -dijo.

- No lo dudes -repliqué-. Y ya, por lo que puedo colegir de antemano, se parece más que todo lo anteriormente examinado a un cierto acorde y armonía.

- ¿Cómo?

- La templanza -añadí- es como un cierto orden y continencia de los placeres y de los deseos, según la expresión de los que dicen, no sé con qué razón, que se trata del dominio de sí mismos. Hay también otras expresiones que vienen a ser como huellas de aquella cualidad. ¿No lo crees así?

- Le presto mi entera aprobación -dijo.

- Pero, ¿no es risible eso de hablar del dominio de sí mismos? Porque el que es dueño de sí mismo es también esclavo, y viceversa; en resumen, es a la misma persona a la que nos referimos con estas expresiones.

- ¿Cómo iba a ser de otro modo?

- Entiendo yo, sin embargo -dije-, que esa expresión quiere significar que en el alma del mismo hombre se encuentra algo que es mejor y algo que es peor, y que cuando lo que es mejor por naturaleza manda sobre lo peor, se dice de ese hombre que posee el dominio de sí mismo, lo que constituye una alabanza, pero cuando por su mala educación o compañía, lo mejor resulta dominado por la multitud de lo peor, esto se considera como un deshonor, diciéndose del hombre así que es esclavo de sí mismo y modelo de intemperancia.

- Y así parece -observó.

- Pues ahora -proseguí- tiende la vista a nuestra nueva ciudad y encontrarás en ella una de estas dos cosas; porque, en efecto, podrás decir justamente que es dueña de sí misma, si es que ha de llamarse templado y dueño de sí mismo a todo aquel que sobrepone su parte mejor a la peor.

- Al hacer lo que tú dices -afirmó- veo que tienes razón.

- No obstante, el mayor y más variado número de deseos, placeres y penas pueden encontrarse de manera especial en los niños, en las mujeres y en los criados, incluso en la mayor parte de los hombres libres, pero que realmente valen poco.

- En efecto.

- En cambio, los sentimientos más sencillos y moderados, esos sentimientos que se dejan llevar sensatamente por la recta razón, sólo se hallarán en unos cuantos, que disfrutan de este privilegio por su naturaleza y por su educación.

- Dices la verdad -asintió.

- Pero, ¿no adviertes que esto mismo ocurre en la ciudad y que en ella los deseos y ruindades de la mayoría son dominados por los deseos y la inteligencia de los menos y más virtuosos?

- Sí que lo advierto -dijo.


IX

- Si, pues, conviene dar a alguna ciudad el nombre de ciudad dueña de sus deseos y apetitos, y por tanto de sí misma, esa ciudad no podrá ser otra que la nuestra.

- Indudablemente.

- ¿Y no dominará en ella la templanza, según lo dicho?

- Desde luego -afirmó.

- Ciertamente, si en alguna otra ciudad puede darse la coincidencia de opiniones, tanto en los gobernantes como en los gobernados, respecto a los hombres que deben mandar, no hay duda que también se producirá en la nuestra. ¿No te parece?

- Así es -contestó.

- Y en esta ocasión, ¿dónde dirás que reside la templanza? ¿En los gobernantes o en los gobernados?

- En ambos -replicó.

- Verás, pues -añadí-, que no íbamos antes descaminados al predecir que la templanza se parece a una cierta armonía.

- ¿Por qué motivo?

- Sencillamente por la razón de que así como el valor y la prudencia, que residen en una parte de la ciudad, la hacen a toda ella valerosa y prudente, la templanza, en cambio, no procede de la misma manera, sino que se derrama naturalmente por todos los ciudadanos, consiguiendo que canten al unísono los más débiles, los más fuertes y los de en medio, ya quieras clasificarlos por su inteligencia, por su fuerza, por su número, por sus riquezas o por cualquier otra circunstancia análoga. De manera que podría decirse con razón que la templanza es algo así como un acuerdo, como una armonía que se establece entre lo que es inferior y lo que es superior por naturaleza, en relación con la parte que debe gobernar, bien en la ciudad, bien en cada uno de los individuos.

- Soy en todo de tu opinión -dijo.

- Con lo cual -afirmé- hemos visto ya, según parece, tres cosas de la ciudad; sólo queda por considerar esa cualidad que concede su virtud a la ciudad y que no puede ser otra que la justicia.

- Sin duda alguna.

- En ese propósito, querido Glaucón, conviene que, al igual que los cazadores, demos un rodeo a la mata y fijemos toda la atención para que no se nos escape la justicia y desaparezca de nuestra vista, porque está claro que se encuentra en nosotros. Mira, entonces, y observa con todo interés y no dejes de avisarme si la ves antes que yo.

- ¡Bien quisiera que fuese así! -exclamó-, pero bastante tendré ya con seguirte y tratar de ver lo que tú me enseñes.

- Haz entonces la acostumbrada invocación y sígueme -le ordené.

- Eso haré -replicó-, pero a condición de que seas tú el guía.

Yo le contesté:

- Pues bien: el lugar me parece inaccesible, oscuro, lleno de sombras y difícil de explorar. Pero hemos de avanzar por él.

- No lo dudemos un momento más -dijo.

- ¡Ay, ay, querido Glaucón! -le dije, después de haber observado un rato-, creo que ya tenemos una pista y que la justicia no se nos escapará.

- ¡Buena nueva! -exclamó.

- Verdaderamente -dije yo- era estúpida nuestra ofuscación.

- ¿Por qué?

- Pues porque me parece, mi buen amigo, que la justicia se halla ante nuestros pies sin que seamos capaces de verla. Merecemos que se rían a carcajadas de nosotros, ya que al igual que aquellos que buscan lo que se encuentra en sus manos, así nosotros ni mirábamos a la justicia y nos distraíamos oteando a lo lejos, con lo cual quizá no hacíamos otra cosa que ocultarla.

- ¿Cómo dices? -preguntó.

- Digo en verdad -contesté- que a mi entender hace tiempo que hablamos y oímos hablar de justicia sin que siquiera nos demos cuenta de ello.

- Largo prólogo -dijo- para quien arde en deseos de escuchar.

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