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LIBRO SEXTO
Primera parte
I
- Aunque a duras penas y después de una larga discusión -expliqué yo-, se nos ha mostrado con claridad, querido Glaucón, quiénes son los filósofos y quiénes no lo son.
- Posiblemente -objetó- no hubiera sido fácil llegar a ello por un camino más corto.
- Ciertamente -dije-. Pero creo al menos que todavía se habría mostrado con más claridad si sólo hubiésemos tenido que tratar esta cuestión, sin parar mientes, como hemos de hacer ahora, respecto a la diferencia entre la vida justa y la injusta.
- Por tanto, ¿qué es lo que nos queda por examinar?
- Pues no otra cosa -contesté- que lo que sigue. Puesto que son filósofos los hombres capaces de percibir lo que siempre mantiene su identidad consigo mismo, y no lo son los que se detienen en multitud de cosas diferentes, ¿a cuáles de ellos podrá entregárseles el mando de la ciudad?
- ¿Qué camino -preguntó- es el más apropiado para esto?
- A mi entender -dije yo-, conviene designar como guardianes de la ciudad a cuantos parezcan capaces de preservar las leyes y las costumbres.
- En efecto -asintió.
- Una cosa parece clara -añadí-: ¿se precisa o no que el encargado de la vigilancia tenga buena vista?
- Y bien clara, desde luego -contestó.
- ¿Crees tú que se diferencian en algo de los ciegos los hombres privados del conocimiento del ser en sí y que no llevan en su alma ningún modelo claro? ¿No parece que les será imposible proceder como los pintores, esto es, dirigir su mirada a lo supremamente verdadero para contemplarlo con toda atención y traer así a las cosas las leyes de lo hermoso, de lo justo y de lo bueno? ¿Serían capaces después de conservar el orden establecido?
- No, por Zeus -replicó-. La diferencia entre ellos no es grande.
- ¿Y quiénes habrán de ser entonces los guardianes de la ciudad: los hombres ahora mencionados o los que tienen la ciencia del ser y cuentan además con la experiencia de aquéllos y con su cúmulo de virtudes?
- No resultaría extraño -dijo- echar mano de otros hombres cuando esos mismos de que hablamos ahora nada tienen que envidiar a los primeros. Posiblemente aún cobren ventaja sobre ellos en lo más importante.
- Mas, ¿convendrá que expliquemos cómo se alcanza esa ventaja?
- Desde luego.
- Según decíamos ya al comienzo de la discusión, lo primero que debe conocerse es la naturaleza de esos hombres. Pienso que si hay sobre ella acuerdo suficiente, a los filósofos, y no a otros hombres, convendrá poner al frente de la ciudad.
- ¿Cómo?
II
- Respecto a las naturalezas filosóficas, no será difícil precisar que se muestran siempre apasionadas por todo aquello que les da a conocer la esencia inmutable de las cosas, no sujeta al vaivén de la generación y la corrupción.
- En efecto.
- Por su voluntad -proseguí-, no dejan de lado ninguna parte de ella, sea pequeña o grande, de mucho o poco valor, como decíamos no hace mucho de los ambiciosos y enamorados.
- Tienes razón -afirmó.
- Después de esto conviene que examines si aún queda por mencionar alguna otra condición propia de estos hombres.
- ¿Cuál puede ser?
- El amor a la verdad y el no conceder derecho alguno a la mentira. El deseo de poseer aquélla se corresponderá con el odio a ésta.
- Posiblemente -dijo.
- Y tan posible, querido amigo, como que resulta incluso necesario para el que ama por condición natural, amar también todo lo que tiene parentesco y relación con el objeto amado.
- Indudablemente -dijo.
- ¿Y qué podrá encontrarse más ligado a la ciencia que la verdad?
- Nada, desde luego -asintió.
- No hay, pues, lugar para identificar la naturaleza del filósofo con la del que ama la mentira.
- De ningún modo.
- Conviene, por tanto, que el hombre amante de la ciencia se oriente ya decididamente hacia la verdad desde su juventud.
- Por completo.
- Ahora bien, sabemos que la preponderancia de los deseos hacia una cosa trae consigo una mayor debilidad de ellos hacia todo lo demás, pues toda la corriente se dirige en aquella dirección.
- Claro que sí.
- A mi entender, aquel que corre hacia la ciencia y hacia todo lo que con ella tiene relación, gusta sólo de los placeres del alma en sí misma, desdeñando, en cambio, los que se refieren al cuerpo. Eso si su afición a la ciencia es verdadera y no fingida.
- Gran verdad, sin duda.
- Un hombre así será, ciertamente, templado y de ningún modo amante de la riqueza. A nadie más que a él conviene moderar esa ilusión por la riqueza, con toda su secuela de dispendioso.
- Otra cosa conviene también examinar cuando haya que emitir juicio sobre la naturaleza del filósofo.
- ¿Y cuál es?
- Que no se te escape ninguna ruindad de su alma. Porque la cicatería de pensamiento es realmente lo más opuesto a un alma que debe tener por encima de todo a apropiarse enteramente de cuanto existe de divino y de humano.
- Muy cierto es lo que dices -afirmó.
- ¿Piensas tú acaso que podrá sentir gran preocupación por la vida humana el alma que abarque contemplativamente todo tiempo y toda esencia?
- Imposible -dijo.
- Por consiguiente, ¿ni siquiera considerará a la muerte como algo temible?
- De ninguna manera.
- Y entonces la naturaleza cobarde y envilecida no tendrá participación alguna, según parece, en la filosofía.
- No parece que deba tenerla.
- ¿Pues qué? Y el hombre ordenado, que no ama las riquezas, ni es innoble, ni arrogante, ni cobarde, ¿será capaz de mostrarse intratable, de cometer injusticias?
- No lo creo.
- Así, pues, para considerar qué alma es o no filosófica, habrá que observar, ya desde su juventud, si es realmente justa y mansa o insociable y salvaje.
- A mi entender, tampoco deberás omitir esta otra cualidad.
- ¿Cuál es?
- Si comprende fácilmente o es tarda para aprender. ¿O es que esperas que alguien tome suficiente gusto por todo lo que realiza con pena, con dificultad y con poco provecho?
- De ningún modo.
- Y si no es capaz de retener nada de lo que aprende, por ser alma de frágil memoria, ¿podrá superar albuna vez su vacuidad de conocimientos?
- Pero si trabaja sin alcanzar provecho, ¿no crees que terminará por odiarse a sí misma e incluso la actividad que desarrolla?
- ¿Cómo no?
- Por tanto, no deberá computarse como alma propiamente filosófica a la que se muestra olvidadiza. Antes bien, nos conviene que disfrute de la buena memoria.
- Enteramente.
- De una naturaleza sin sentido musical e informe no podrá esperarse otra cosa que la desmesura.
- En efecto.
- ¿Y piensas acaso que la verdad guarda afinidad alguna con la desmesura o con la proporción? Hemos de buscar, pues, un alma proporcionada y con gracia que, además de esas otras cualidades, posea una disposición natural para aprehender la esencia de cada ser.
- ¿Cómo no?
- Entonces, ¿no te parece que todas esas cualidades de que hablamos no son verdaderamente necesarias ni se siguen unas de otras en el alma que se aplica al conocimiento completo y absoluto del ser?
- Las estimo de todo punto necesarias -contestó.
- ¿Te atreverías a censurar las actividades de quien por naturaleza disfrutase de una buena memoria, fuese aplicado, generoso, agradable, amigo y compañero de la verdad, de la justicia, de la hombría y de la templanza?
- Creo que ni las censuraría el mismo Momo -replicó.
- ¿No convendría -dije yo- confiar el gobierno de la ciudad tan sólo a estos hombres, aleccionados ya por la educación y por los años?
III
Y entonces Adimanto dio a conocer su opinión:
- Sócrates -dijo-, no creo que nadie pudiese contradecirte. Sin embargo, he aquí lo que experimentan cuantos te oyen a menudo: piensan que su inexperiencia en preguntar y en responder los conduce engañosamente fuera de la cuestión, hasta el punto de que, al cabo de una serie de incidencias, caen en un error desmedido, opuesto en todo a sus previsiones primeras. Y al modo como en el juego de damas los malos jugadores se ven acorralados por los más hábiles y no saben ya de qué modo seguir, así también éstos se ven bloqueados y no aciertan a responder en ese otro juego que no es de damas, sino de palabras. Y créeme que la verdad no obtiene ganancia con ello. Y digo esto en consideración a lo que acabo de oírte. Desde luego, nada podría oponerse de palabra a tus razones; mas de hecho se advierte que cuantos se dedican al estudio de la filosofía, y no ya para educarse en su juventud y luego dejarla, sino para ejercitarse en ella de por vida, éstos, cuando menos en su mayoría, se vuelven seres extraños, por no decir miserables, y en cambio, los que parecen más discretos se hacen inútiles para su función social luego de esa experiencia filosófica a la que tú tanto ensalzas.
A lo que yo hube de responderle:
- ¿Es que piensas que los que dicen eso faltan a la verdad?
- No lo sé -contestó-, pero escucharía gustosamente tu opinión.
- Pues a mí me parece que dicen verdad.
- ¿Y cómo podrá afirmarse -preguntó- que las ciudades no cesarán en sus males hasta que las gobiernen los filósofos, esos hombres que precisamente reconocemos como inútiles?
- Haces una pregunta -afirmó- que sólo puede ser contestada si nos valemos de una comparación.
- ¡Pues no creía -dijo- que tuvieses la costumbre de emplear comparaciones!
IV
- Bien -respondí-; observo que te burlas de mí, luego de haberme lanzado a una discusión realmente intrincada. Escucha la demostración para que veas con claridad el mal uso que hago de aquéllas. Es tan duro el trato que se da a los hombres discretos en las ciudades, que nadie habrá que lo haya experimentado a su manera. De ahí que convenga, para la reproducción y defensa de ellos, acudir a la reunión de muchos elementos, al modo como hacen los pintores, que combinan los ciervos con los machos cabríos y realizan otras cosas semejantes. Voy a presentarte el ejemplo de lo que podría ocurrir en una o en varias naves: supónte que hay en una de ellas un piloto que aventaja a los demás en corpulencia y en vigor, pero que es algo sordo, corto de vista y con conocimientos náuticos parejos de estos defectos; añade que los marineros se disputan unos a otros el gobierno de la nave, creyendo que corresponde a cada uno de ellos, a pesar de no haber aprendido este arte en ninguna ocasión ni poder señalar al maestro que le enseñó o el tiempo de aprendizaje, sino, antes bien, manifestando que no hay que aprenderlo y que están dispuestos a despedazar al que eso afirme. Hay que imaginarIos rodeando al piloto y haciendo todo lo posible para que les entregue el timón; si por casualidad no le convencen y aquél hace caso de otros, entonces dan muerte a esos hombres y los arrojan de la nave, deshaciéndose a la vez del honrado piloto por medio de la mandrágora, del vino o de cualquier otra medida adecuada. Luego se hacen cargo de la nave y usufructúan todo lo que hay en ella, y además, beben y se regalan espléndidamente, navegando como es natural que lo hagan gentes inexperimentadas. Para ellos es buen marino, piloto y entendido en cosas de mar todo aquel que les presta su ayuda, por el convencimiento o por la fuerza, para arrojar al piloto de la nave, y no lo es quien esto no hace. No consideran como propio del buen piloto el que tenga que preocuparse del tiempo, de las estaciones, del cielo, de los astros y de todas las cosas que conciernen el arte de la navegación, bien que realmente le corresponda el mando de la nave. Para el gobierno de la nave, lo quieran así o no algunos de los que la tripulan, no se necesita aprendizaje, ni práctica, ni arte del piloto. Si estas cosas, pues, ocurren en la nave, ¿no tendrán que pensar los marineros que el verdadero piloto es, realmente, un observador de las estrellas, un sutil razonador y un hombre inútil en relación con los que navegan en naves así preparadas?
- Indudablemente -dijo Adimanto.
- No creo -proseguí- que necesites desmenuzar ahora la comparación para darte perfecta cuenta que representa la disposición de las ciudades respecto a los verdaderos filósofos. Comprenderás perfectamente lo que digo.
- Desde luego -dijo.
- Ya puedes, pues, ante todo, hacer ostensible la comparación a aquel que se admiraba del trato que reciben los filósofos en las ciudades. Deberás convencerle de que sería todavía mucho más admirable el hecho de que los honrasen de algún modo.
- Se lo mostraré así -afirmó.
- También deberás decirle que no va descaminado al juzgar como inútiles, para la mayoría, a los más discretos de entre los filósofos. Sin embargo, incítale a que busque a los verdaderos culpables ellos no son otros que los que no se sirven de los filósofos. No parece natural que el piloto de la nave suplique a los marineros que acepten su gobierno, ni que los sabios vayan hasta las puertas de los ricos con el mismo fin. El que se complace en estas muestras de ingenio falta a la verdad, que no consiste en otra cosa, naturalmente, sino en que el enfermo, sea rico o pobre, acuda necesariamente a casa del médico, y en que todo el que deba ser gobernado se ponga bajo la dependencia del que puede gobernarle, sin que el gobernante tenga que solicitar una prerrogativa como ésta, de la que verdaderamente se deriva alguna utilidad. No te equivocarás si comparas a los políticos que ahora disfrutan del poder con los marineros de que hablábamos hace un momento, y a los llamados por éstos inútiles y charlatanes con los verdaderos pilotos.
- Muy cierto es lo que dices -asintió.
- Por todo ello no parece que puedan imponer la mejor norma los que viven de la manera contraria. Ciertamente, la mayor y más fuerte acusación contra la filosofía proviene de aquellos que dicen practicarla. A éstos creo se refiere el acusador de que tú hablabas, que califica de miserables a los que acuden a la filosofía, y a lo sumo de hombres inútiles a los más discretos de entre los filósofos, cosa que tú y yo hemos tenido ya por verdadera. ¿O no es así?
- Sí.
V
- ¿No queda, pues, explicada la causa de la inutilidad de los llamados filósofos?
- En efecto.
- ¿Te parece bien que averigüemos después de esto por qué ocurren así las cosas? ¿No crees oportuno que intentemos mostrar, si podemos, que la filosofía no tiene la culpa de ello?
- Justamente.
- No hay entonces más remedio que seguir hablando y escuchando alternativamente. Y convendrá también recordar las cualidades naturales que deberá reunir el hombre de bien. Si no eres frágil de memoria, recordarás fácilmente que la primera de esas cualidades es la verdad, que debe perseguir constantemente y en todas partes el verdadero filósofo; quien esto no haga, será realmente un vanidoso, pero de ningún modo un hombre que participe de la verdadera filosofía.
- Pero la mayor parte de los hombres, ¿no se muestran unánimes en adoptar el punto de vista contrario?
- Desde luego -dijo.
- ¿Y qué otra defensa mejor que la de afirmar la disposición natural del verdadero amante de la ciencia para preocuparse por el ser? ¿No es cierto que este hombre no se detiene en la mayoría de las cosas que parecen existir, sino que prosigue su camino y no cede ni renuncia a su amor hasta alcanzar la naturaleza misma de lo que existe, precisamente con aquella parte de su alma a la que conviene -y conviene por afinidad- intimar y tener contacto con la verdadera realidad? Por ese medio engéndrase la inteligencia y la verdad, procurando así, en lo sucesivo, conocimiento, vida y alimento verdaderos, que le preserven de los dolores del parto.
- No hay defensa más apropiada -contestó.
- Entonces, ¿será propio de ese hombre el complacerse en la mentira o, por el contrario, odiarla por entero?
- Odiarla -afirmó.
- Y si la verdad es la que conduce, no creo que deba ser seguida de un coro de vicios.
- ¿Cómo?
- Al contrario, se corresponderá con un carácter sano y justo, dotado también de la templanza.
- Efectivamente -dijo.
- ¿Tendremos necesidad de enumerar de nuevo esas cualidades que constituyen el coro natural del filósofo? Deberán recordar como cualidades muy indicadas para estos hombres el valor, la grandeza de alma, la facilidad para aprender y la memoria. A tu objeción de entonces, respecto a la necesidad de convenir en lo que decíamos, siempre que omitiésemos los discursos y mirásemos tan sólo a los seres a que se refieren, una parte de los cuales nos parecerían inútiles, pero otra gran parte, en cambio, entera y totalmente perversos, hemos llegado en este momento, al considerar el motivo de esta acusación. Ya se vislumbra por qué la mayoría son malos, circunstancia que nos ha obligado a estudiar y delimitar la naturaleza de los verdaderos filósofos.
- Estás en lo cierto -dijo.
VI
- Conviene examinar -proseguí- el motivo por el que se corrompa en muchos esa naturaleza hasta el punto de que sólo sean unos pocos los que escapan al apelativo de miserables para recibir el de inútiles. Y después de esto, vendrá la consideración de los que imitan esta misma naturaleza y se aplican a su actividad característica, lo cual permitirá comprobar cuáles son las almas que, dirigiéndose a una ocupación de la que son indignas y para la que no están preparadas, delinquen abiertamente y procuran a la filosofía ese general descrédito a que tú te refieres.
- ¿Podrás decirme -preguntó- esos motivos de corrupción?
- Intentaré dártelos a conocer -dije-, si es que soy capaz de ello. Por lo pronto, creo que todos estarán conformes conmigo en admitir la rara posibilidad de naturalezas como las anteriormente descritas y a las que se da con entero fundamento el nombre de amantes de la filosofía. ¿No lo estimas así?
- Con mucho.
- Pues bien, ahora verás cuán numerosas son y cuán grandes las causas de corrupción de esas raras naturalezas.
- ¿Cuáles son?
- La que sin duda más te sorprenderá es que esas mismas cualidades, para las que no regateábamos el elogio, corrompen el alma del que las posee e incluso le apartan de la filosofía. Hablo del valor, de la templanza y de todo lo demás ya mencionado.
- Extraño parece escuchar eso -dijo.
- También la corrompen y la apartan -proseguí- todas esas cosas que consideramos como bienes: la belleza, la riqueza, la fuerza del cuerpo, los parentescos que deciden en el gobierno de la ciudad y otras circunstancias por el estilo. Ya comprendes lo que quiero decir.
- Lo comprendo -afirmó-. Aunque desearía que fueses más exacto en tu explicación.
- Toma la cuestión en su verdadero sentido -dije yo-, y se te hará completamente evidente y nada extraña la explicación que te he dado.
- ¿Qué es, pues -preguntó-, lo que me ordenas?
- Sabemos con certeza -añadí- que toda planta o animal que crecen en un medio poco adecuado, sin clima y lugar propicios, notarán en mayor grado y cuanto más robusta sea su naturaleza la falta de las condiciones requeridas. Porque lo malo es más contrario de lo bueno que de lo que no lo es.
- ¿Cómo no?
- Por eso creo yo que la naturaleza más perfecta, afectada por un régimen de vida que no es el suyo, lleva peor esa situación que una naturaleza más débil.
- En efecto.
- ¿Convendrá, pues, Adimanto -dije yo-, aplicar el cuento a las almas y decir de las más vigorosas que se vuelven malas en grado eminente cuando reciben una mala educación? ¿O piensas que los grandes crímenes y la perversidad consumada prenden mejor en un alma indigna que en un alma fuerte destruida por la educación? ¿Acaso una naturaleza débil podrá ser causa de grandes bienes y de grandes males?
- No otra cosa pienso por lo que tú dices -contestó.
- Y yo creo que si la naturaleza filosófica a que nos referimos recibe una educación conveniente, verá acrecentada en sí misma, necesariamente, todo género de virtudes. Ahora bien, sembrada, criada y alimentada en un lugar no adecuado, se desarrollará en sentido contrario, a no ser que algún dios le preste su ayuda. ¿O es que tú adoptas la opinión de la mayoría, que piensa que algunos jóvenes son corrompidos por los sofistas, y concretamente por sofistas que de modo particular actúan sobre ellos? ¿No estimas como más lógico el que sean los mayores sofistas quienes hacen tales manifestaciones, los cuales sabe educar y moldear a su gusto a jóvenes y viejos a hombres y mujeres?
- ¿Y en qué ocasión lo hacen? -preguntó.
- Pues cuando, reunidos en gran número de las asambleas, en los tribunales, en los teatros en cualquier otra concentración pública, aprueban o desaprueban a gritos y con mucho estruendo algunos de los dichos o de las acciones cometidas. La gritería y los aplausos resuenan en las bóvedas y aumentan el estruendo de las censuras y de las alabanzas. ¿Cuál piensas que será el estado de ánimo del joven en una situación así? ¿O de qué naturaleza habría de ser la educación recibida para que ese joven se mantuviese firme, como un náufrago que no se deja llevar por la corriente de las censuras y de las alabanzas? ¿Es posible que no se deje arrastrar por esa misma corriente y no llame buenas y malas a las acciones de aquéllos, imitándolas en su totalidad?
- No hay duda que así procederá, Sócrates -dijo.
VII
- Sin embargo -proseguí-, aún no he hecho alusión a la prueba más importante.
- ¿Y cuál es? -preguntó.
- La violencia de que hacen uso estos educadores y sofistas cuando no son capaces de convencer con sus palabras. ¿O no sabes acaso que al que no los obedece le castigan con la pérdida de su reputación, de sus bienes o incluso de su vida?
- Sí que lo sé -contestó.
- ¿Qué otro sofista, pues, o qué razones particulares podrían enfrentarse con éxito a las ya mencionadas?
- Creo que nadie podría hacerlo -dijo.
- Desde luego -añadí-, porque ya sería gran locura el intentarlo. Ni hay, ni ha habido, ni habrá nunca un carácter distinto en cuanto a la virtud, si se ve sometido a una educación contraria a la de esos sofistas. Me refiero a un carácter humano, querido amigo, y dejo a un lado el divino, de acuerdo con el proverbio. Pues conviene que sepas que si en una ciudad gobernada según estas máximas algo se salva o acontece como es debido, puede afirmarse con razón que su salvación ha dependido del favor otorgado por la divinidad.
- Soy de tu opinión -afirmó.
- Pues a esta evidencia -dije yo- añadirás lo que voy a decir.
- ¿Y qué es ello?
- Que cada uno de los particulares a sueldo, a los que ésos llaman sofistas y consideran como rivales, no enseña otra cosa que las opiniones adoptadas por la mayoría en sus asambleas, a lo cual atribuyen el nombre de sabiduría. Imagínate un hombre que tuviese a su cargo una criatura grande y fuerte y que para cumplir bien su cometido se aprendiese sus inclinaciones naturales y sus apetitos con objeto de saber por dónde hay que acercársele y sujetarle, y cuándo se muestra fiera o se aplaca, y por qué causas y con qué motivos suele articular determinadas voces y cuáles son, a la vez, las que, pronunciadas por otro, le amansan o irritan. Imagínate ahora que, por el trato y la experiencia adquirida, diese en llamar ciencia a este arte y se dispusiese a enseñarlo a los demás, apenas sin poder discernir claramente lo que hay de hermoso o de feo, de bueno o de malo, de justo o de injusto en cualquiera de esas inclinaciones y apetitos. No parece dudoso que emplearía todas estas denominaciones de acuerdo con los instintos de la gran bestia; esto es, llamando bienes a todo lo que a ella agrada y males a lo que a ella aflige, pero mostrándose incapaz de razonar estos calificativos y limitándose a llamar justo y hermoso a todo lo necesario, aunque sin llegar a comprender ni a exponer a los demás cuánto difieren entre sí lo necesario y lo bueno. ¿No es cierto, por Zeus, que un maestro así resultaría bien extraño?
- A mí, desde luego, me lo parece -dijo.
- ¿Y no te parece también que con esta imagen se retrata a la persona que, tanto en la pintura como en la música o en la política, cree haber calado en las inclinaciones y los gustos de toda una multitud reunida? Porque si alguno se ve precisado a presentar a éstos una poesía o cualquier otra obra de carácter artístico o utilitario para la ciudad, los convierte en señores de su causa y contrae así, más allá de lo conveniente, esa llamada necesidad diomedea que le hace conformarse con todo lo que los demás ensalzan. ¿Has oído alguna vez a alguien que pretenda probar realmente la bondad y la belleza de estas cosas con razones que no muevan a risa?
- Ni creo que le oiré -contestó.
VIII
- Pues hora es de que recuerdes lo que voy a decir, luego de haber considerado todo esto. ¿Es posible que la multitud sostenga o piense que existe lo bello en sí, pero no, en cambio, la multiplicidad de las cosas bellas, y cada cosa en sí, pero no la pluralidad de cosas particulares?
- Yo, al menos, no lo admito -afirmó.
- Por consiguiente -dije yo-, resulta imposible que la multitud cultive la filosofía.
- Imposible.
- Y necesariamente, los filósofos serán censurados por ella.
- Necesariamente.
- Y de la misma manera, por esos particulares que conviven con la plebe y desean complacerla en sus gustos.
- Desde luego.
- Entonces, ¿qué puerto de salvación prevés para el verdadero filósofo, de modo que pueda llevar hasta el fin su propia inclinación? Piensa para ello en todo lo que hemos dicho. Por lo pronto, habíamos convenido ya que la facilidad para aprender, la memoria, el valor y la grandeza del alma eran las características de esa naturaleza.
- Sí.
- Es claro que ya desde niño tendrá la primacía sobre los demás, sobre todo si su cuerpo se desarrolla paralelamente a su alma.
- ¿Qué se opone a ello? -preguntó.
- Una vez que llegue a la edad madura, espero que sus parientes y conciudadanos querrán servirse de él en su propio provecho.
- ¿Cómo no?
- Por tanto, se postrarán ante él para abrumarle con súplicas y con honores y le prodigarán de antemano su adulación con vistas a su poder futuro.
- Eso es lo que suele ocurrir -afirmó.
- ¿Y qué crees -dije yo- que podrá hacer quien se encuentre en esas condiciones, siendo, demás, originario de una gran ciudad, en la que disfruta de riqueza y prosapia, y teniendo hermosa presencia y alta estatura? ¿No se llenará de inconcebible esperanza, pensando que llegará a detentar el poder de los helenos y de los bárbaros, y tratando de exagerar su posición henchido de magnificencia y de vana insensatez?
- En efecto -asintió.
- Supón que a un hombre poseído de esas ilusiones se le acercase alguien para decirle sencillamente la verdad: que no posee inteligencia, que está carente de ella y que no logrará adquirirla si no pone todo su empeño en su adquisición. ¿Piensas que dará oídos a estas razones si está dominado por tan nefastas lucubraciones?
- Muy lejos estoy de pensarlo -dijo.
- Mas si sus buenas condiciones naturales y su afinidad con las razones expuestas -proseguí- le hiciesen volver a la realidad y plegarse y dejarse arrastrar hacia la filosofía, ¿qué pensaríamos iban a preparar todos aquellos que perdían con ello su favor y su amistad? ¿No apelarían a todos los medios, a todas las palabras persuasivas para que no siguiese por ese camino ni prestase atención al que intentase convencerle? ¿No le tenderían asechanzas públicas y privadas y envolverían en pleitos para que ese intento no pudiese llevarse a la práctica?
- Necesariamente tendría que ser así -dijo.
- ¿Podría, pues, ese hombre llegar a ser filósofo?
- De ningún modo.
IX
- Compruebas, por tanto -añadí-, con cuánta razón deciamos que las mismas condiciones naturales del filósofo, cuando se ven afectadas por una mala educación, son la causa de que se aparte de su verdadera ocupación. A ello ayudan también todo lo que entendemos por bienes, riquezas y recursos por el estilo.
- Se dijo con toda razón -afirmó.
- Tales son, admirado amigo -dije yo-, los motivos de ruina y de perversión que hacen presa en las mejores naturalezas para la práctica de su más excelsa actividad. Y considera que su número es reducido, como decíamos. De entre estos hombres surgen los que procuran los mayores males, tanto a las ciudades como a los simples ciudadanos, y son ellos también los que, si la corriente los lleva por el buen camino, producen los mayores bienes. Una naturaleza pequeña, en cambio, será incapaz de realizar ninguna acción grande, ni en favor de un particular ni de la ciudad.
- Admitido -dijo.
- Y estos mismos hombres, apartados así de la filosofía, a pesar de ser los más aptos para ella, dejan a aquélla en la más completa soledad y abandono y se entregan a una vida que ni les conviene ni es verdadera. Entre tanto, otros hombres indignos aprovechan la orfandad de la filosofía para lanzarse sobre ella, deshonrarla y cubrirla de improperios análogos a los que tú atribuyes a los que aducen razones de convivencia. De éstos, cierto que algunos nada merecen, pero la mayoría deberían recibir los mayores males.
- Eso es precisamente lo que se dice -asintió.
- Y con todo fundamento -observé-. Pues cuando otros hombrecillos echan de ver que esa fortaleza se encuentra desguarnecida y llena tan sólo de nombres ostentosos, redoblan su contento imaginándose prisioneros que, escapados de la cárcel, encontrasen cobijo en un templo. Y es entonces también cuando abandonan sus oficios y caen sobre la filosofía los hombres más diestros en su propia ocupación. Sin embargo, aun en ese estado, a la filosofía le queda una elevada dignidad que no alcanzan las demás artes. Y es esa dignidad la que atrae a muchas personas de imperfecta condición, viles artesanos en su mayoría, que en la práctica de su oficio han mutilado su cuerpo y han anulado y quebrantado su alma. ¿No tendrá que ocurrir así?
- Con mucho -dijo.
- ¿No te parece -pregunté- que estos hombres en nada difieren de aquel calderero calvo y pequeño que, liberado poco ha de sus cadenas y disponiendo de algún dinero, intenta casarse con la hija de su dueño, ya recién salido del baño peripuesto como un novio?
- Desde luego, en nada difieren de él -contestó.
- ¿Qué hijos podrán salir de semejante matrimonio? ¿No nacerán ya corrompidos y viles?
- Necesariamente.
- Entonces, cuando se acercan a la filosofía y tienen trato con ella hombres de naturaleza indigna, ¿qué pensamientos y opiniones podrán engendrar en su alma? ¿Merecerán otro nombre que el de sofismas? ¿Habrá entre ellos alguno que sea legítimo y propio de una verdadera inteligencia?
- De ningún modo -dijo.
X
- Así, pues, Adimanto, -proseguí-, sólo nos queda un número muy pequeño de hombres que pueda entregarse dignamente al estudio de la filosofía. Quizá alguna naturaleza noble y bien educada que, aleccionada por el destierro y sin tener quien la corrompa, haya permanecido fiel a su natural filosófico, lo cual ocurre a veces en una ciudad pequeña cuando nace un alma grande que desdeña los cargos públicos por considerarlos deshonrosos. Y posiblemente, algunos hombres de talento acudan también a la filosofía, apartándose justamente de su privativo oficio. No es este el caso de nuestro compañero Teages, en quien actúa, como freno para dedicarse a la política, el cuidado de su cuerpo enfermo, pues todas las causas se concitan en él para hacerle abandonar la filosofía. No juzgo oportuno hablar ahora del llamado genio socrático; seguramente muy pocos o ninguno lo han experimentado antes que yo. Quienes se incluyen en este pequeño número y han gustado dulcemente de una feliz adquisición y visto, además, con suficiencia plena la locura de la mayoría o comprobado que nadie aplica su sano juicio, por así decirlo, a los asuntos políticos, y que uno no encuentra aliado que le acompañe cuando se trata de ayudar a la justicia, sino que, por el contrario, al igual que un hombre caído en medio de las bestias, ha de abstenerse de cometer injusticias o de defenderse de esas mismas bestias, convencido de que su sacrificio personal no reportará beneficio alguno a la ciudad, a sus amigos y a sí mismo, y de que si se hace estas reflexiones, preferirá conservar su tranquilidad y entregarse a sus cosas, como viajero que sorprendido por el temporal, se arrimase a un paredón para resguardarse del polvo y de la lluvia. Ese hombre, que comprueba en todas partes el desprecio a las leyes, se complacerá con vivir una vida limpia totalmente de injusticias y de sacrilegios para que al cabo de ella le alcance una hermosa, tranquila y alegre esperanza.
- No sería pequeño bien -dijo- el salir de este mundo después de una vida así.
- Pero tampoco habría alcanzado el mayor -respondí-, de no haber encontrado el régimen político conveniente. En un régimen de esta naturaleza, él mismo se desenvolvería mejor y, con su propia prosperidad, salvaría los asuntos particulares y los públicos.
XI
- Con ello se prueba la sinrazón de las acusaciones que se formulan a la filosofía, pero me parece a mí que ya se ha hablado de esto suficientemente, a no ser que tú nos reserves todavía algo en tu interior.
- Yo, desde luego -afirmó-, nada tengo que decir sobre ello. Ahora bien, ¿qué régimen de los actuales consideras tú adecuado a la naturaleza filosófica?
- Realmente, ninguno -contesté-. Y esto es lo que origina mis quejas, pues ninguna de las instituciones de ahora resulta adecuada para la naturaleza del filósofo. De ahí que esta se tuerza y se transforme, lo mismo que la simiente que, sembrada en una tierra extraña, pierde su propia consistencia y se adapta al suelo del país. Y no otra cosa ocurre al linaje filosófico, que en nuestro tiempo no conserva su fuerza característica, sino que la cambia en otra distinta. Ahora bien, si se encuentra con un régimen político cuya excelencia iguale a la suya, entonces mostrará claramente que posee una naturaleza divina y que las restantes naturalezas y actividades tienen un carácter meramente humano. A buen seguro que preguntarás inmediatamente qué régimen político es ése.
- No entraba eso en mis cálculos -dijo-. Pero, ¿se corresponde con la ciudad que nosotros hemos delineado?
- Desde luego -respondí-, salvo en una cosa. Pues dijimos entonces que convendría subsistiese en la ciudad el mismo principio de autoridad que tú, como legislador, has introducido en sus leyes.
- Sí, eso es lo que se dijo -afirmó.
- Mas no se desenvolvió con suficiente claridad -añadí-, porque nos preocupaba y llenaba de temor la larga y difícil demostración que habíais ofrecido. Y, por otra parte, tampoco resulta fácil probar lo restante.
- ¿Qué es ello?
- Cómo deberá ser administrada nuestra ciudad para que se conserve en su seno el espíritu filosófico. Pues todas las grandes cosas son inestables, y, como suele decirse, las cosas bellas son realmente difíciles.
- Con todo -dijo-, hay que llevar la demostración hasta el fin para que este punto quede en claro.
- No me lo impedirá mi voluntad -objeté-, sino, si acaso, la limitación de mis propias fuerzas. Tú, que estás presente, darás fe de mi empeño. Considera ahora con cuánta vehemencia y temeridad voy a mostrarte que conviene a la ciudad una línea contraria a la que actualmente desarrolla.
- ¿Cómo?
- En nuestro tiempo -dije-, los que se dedican a la filosofía son adolescentes, apenas salidos de la niñez, que, después de haberse entregado al estudio de aquélla en su parte más difícil, esto es, la dialéctica, la dejan a un lado para pensar en el gobierno de la casa y en los negocios. Con esto se convierten en esclarecidos filósofos que, ya en lo sucesivo, creen hacer demasiado si dan oídos a las conversaciones filosóficas de otros, en la idea de que esa ocupación es poco importante para ellos. Y en cuanto llegan a la vejez, todos, excepto unos pocos, se extinguen mucho más que el sol de Heráclito, puesto que no vuelven a recobrar su luz.
- ¿Qué debe hacerse, pues? -preguntó.
- Todo lo contrario. Para la niñez y la adolescencia debe reservarse la educación y la filosofía apropiadas; y en esa época en que crecen y se hacen hombres procurarán los máximos cuidados a sus cuerpos, ganándolos así al servicio de la filosofía. Después, una vez en la edad madura, redoblarán los ejercicios que a ésta convengan, y cuando, perdidas las fuerzas, esos hombres hayan de apartarse de la política y del ejército, entonces quedarán en plena libertad para no hacer otra cosa que procurarse una vida feliz, con el fin de alcanzar más tarde un destino que corresponda a su felicidad terrena.
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