Índice de La República de PlatónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEXTO


Segunda parte


XII

- Me parece, Sócrates -dijo-, que hablas con verdadera vehemencia: Creo, no obstante, que la mayoría de los que te escuchan, y Trasímaco el primero, pondrán todavía más ardor en contradecirte y en no aceptar tus razones.

- No me indispongas -objeté- con Trasímaco, de quien me he hecho amigo hace poco, aunque en verdad nunca haya sido enemigo suyo. Por lo demás, no ahorraremos esfuerzos hasta convencer a éste y a los demás para que, al menos, nuestros consejos les sirvan de utilidad en otra vida, si llegados a ella se encuentran de nuevo en conversaciones como ésta.

- ¡Corto es el plazo a que te refieres! -exclamó.

- ¡Y qué es eso comparado con la eternidad! -dije yo-. Sin embargo, no me parece extraño que la mayoría no dé crédito a lo que afirmo. Al fin y al cabo, nunca han visto realizado lo que ahora hemos dicho, y sus discursos igualan cuidadosamente las palabras, en tanto los nuestros se producen con toda naturalidad. Nunca, desde luego, habrán podido admirar a un solo hombre que, dentro de lo que cabe, mantenga de hecho y de palabra correspondencia y semejanza con la virtud y que, a la vez, gobierne en una ciudad de esas condiciones. ¿O no lo crees así?

- En efecto.

- Tampoco, querido amigo, habrán podido escuchar con relativa frecuencia conversaciones de hombres virtuosos y libres en las que, sin otro fin que el de gozar de ella, se busque la verdad denodadamente y por todos los medios. En esas discusiones se desechan los adornos y las sutilezas y se ve muy de lejos todo aquello que tiende a ganar reputación tanto en las disputas de los tribunales como en las reuniones particulares.

- No habrán oído esas conversaciones -asintió.

- Pues este era el motivo -dije yo- que detenía nuestras reflexiones y nos hacía declarar, aunque obligados por la verdad, que no existirá nunca ciudad, ni régimen político, ni siquiera hombre alguno que sean perfectos hasta que una especie de necesidad obligue a esta minoría de filósofos, ahora considerados no como malos, sino como inútiles, a que se ocupen, quieran o no, de los asuntos de la ciudad, y a que ésta se muestre sumisa a ellos, o, al menos, hasta que por alguna inspiración divina se apodere de los hijos de los que ahora gobiernan o de los mismos monarcas un verdadero amor hacia la verdadera filosofía. No hay razón, a mi juicio, para afirmar que una u otra de estas dos cosas, o ambas, no sean posibles. Porque entonces caeríamos en el más justificado de los ridículos al tratar de fundamentar vanas promesas. ¿No es así?

- Indudablemente.

- Por tanto, si en el pasado, o ahora mismo en algún estado bárbaro, realmente fuera de nuestra vista, o incluso en el futuro, se ha dado, da o dará la necesidad de que los filósofos más capaces tengan que ocuparse del gobierno de la ciudad, tendremos que sostener de palabra que ha existido, existe o existirá un régimen político como el ya descrito, a condición de que la musa filosófica se convierta en señora de la ciudad. Y esto no resulta de ningún modo imposible, ni nosotros mismos lo hemos considerado así; conveníamos, sin embargo, en apreciar su difícil realización.

- Soy de esa misma opinión -afirmó.

- ¿Dirás acaso -pregunté yo- que la mayor parte de los hombres no parece opinar así?

- Posiblemente -dijo.

- ¡Oh, mi buen amigo! -exclamé-. No prejuzgues tan mal de la multitud. Pues su manera de pensar será muy otra, si en vez de disputar con ella se buscan los medios de apaciguarla y se intenta vencer su desacuerdo con la filosofía, mostrándole los filósofos a los que tú te refieres y precisándole, como hace un momento, su naturaleza y su conducta política, para que no se imagine que estás hablando de los que ella misma piensa. ¿Creerás que si ven las cosas de este modo, no van a abandonar sus opiniones primitivas ya responder de otra manera? ¿O pensarás que alguien que no es envidioso ni irritable va a violentarse con el que tampoco demuestra envidia o irritación? Yo, desde luego, anticipándome a lo que tú digas, afirmaré que una naturaleza de este cariz suele manifestarse en unos cuantos, pero no en la multitud.

- Ten por seguro -dijo- que mi parecer no es otro que el tuyo.

- Por consiguiente, también convendrás conmigo en que la aspereza de la multitud hacia la filosofía viene originada por aquellos falsos filósofos que, después de su irrupción indebida en ella, se injurian y se enemistan unos con otros, ocupándose tan sólo de cuestiones meramente humanas y haciendo así que la filosofía descienda de su verdadero rango.

- Convengo en ello -dijo.


XIII

- Realmente, Adimanto, a aquel hombre que dirige su pensamiento hacia la contemplación del verdadero ser no le queda un momento de ocio para bajar su mirada a los asuntos de los hombres o para luchar con ellos lleno de envidia y de malquerencia. Pues como las cosas que ve y contempla están todas ellas en una misma ordenación y ni proceden injustamente ni reciben injusticia de otros, sino que se mantienen en un orden racional, tiene bastante con imitarlas y con que prive en él su semejanza más completa con aquéllas. ¿O es que crees que puede dudarse de la imitación de aquello con lo que uno convive amigablemente?

- Imposible -afirmó.

- Así, pues, el filósofo que convive con lo divino y ordenado, se hace él también ordenado y divino en cuanto su condición humana se lo permite. Y eso que en todos los terrenos se prodiga la calumnia.

- En todos, en efecto.

- Por tanto -dije-, si llevado por alguna necesidad, extiende su preocupación a los asuntos públicos y privados de los demás hombres en el deseo de que se aprovechen de todo lo que perfecciona su alma, ¿piensas quizá que sería un mal forjador de templanza, de justicia y de las demás virtudes civiles?

- De ninguna manera -contestó.

- Entonces, no cabe duda que si la multitud se da cuenta de que es verdad lo que decimos de este hombre, se irritará contra los filósofos y llegará a desconfiar de esta afirmación nuestra, esto es, de que la ciudad no podrá alcanzar la felicidad sino en el caso de que sus líneas generales sean delineadas por esos pintores que contemplan el modelo divino.

- No se irritarán -dijo- si efectivamente se dan cuenta de ello. Pero, ¿cuál es ese diseño al que tú te refieres?

- Tomarán la ciudad y los caracteres de los hombres -proseguí-, como si fuese una tablilla, y en primer lugar, la dejarán limpia por completo, lo cual no es nada fácil. Sabes, sin embargo, que disentirán de los demás en el hecho de que no querrán ocuparse de los asuntos particulares o de los de la ciudad, ni siquiera dictar leyes, hasta que reciban aquella limpia o ellos mismos procedan a limpiarla.

- Y tendrán mucha razón para ello -dijo.

- ¿No crees que, después de esto, esbozarán como modelo el régimen político conveniente?

- ¿Cómo no?

- Luego, a mi juicio, dirigirán frecuentes miradas a uno y otro lado, es decir, a lo naturalmente justo, bello y dotado de templanza, y a todas las demás virtudes, así como a cuantas puedan infundirse en los hombres por la mezcla y combinación de distintos elementos, con lo que formarán el modelo humano apoyando en lo que Homero llamó divino y semejante a los dioses cuanto se encuentra innato en los hombres.

- Harán bien -dijo.

- Y espero, además, que borrarán y volverán a pintar de nuevo todos los rasgos necesarios hasta que los caracteres humanos se hagan gratos a los dioses en la medida de lo posible.

- Sería esa una pintura muy hermosa -afirmó.

- ¿No habremos logrado persuadir -añadí- a los que, según tú, avanzaban en orden de batalla contra nosotros, una vez demostrado que ese pintor de regímenes políticos es el mismo que les ensalzábamos y que ellos miraban con recelo, temiendo a la vez que le entregásemos el gobierno de las ciudades? ¿Se habrán apaciguado ya después de lo que han oído ahora?

- Desde luego -asintió-, si conservan su sensatez.

- ¿Qué objeciones podrán presentarnos? ¿Se atreverán a decir que los filósofos no son amantes del ser y de la verdad?

- Bien extraño resultaría -dijo.

- ¿Y acaso que la naturaleza de ellos, tal como queda reseñada, no es afín de lo mejor?

- No creo que digan eso.

- Entonces, ¿aducirán tal vez que una naturaleza así y que reúna cualidades adecuadas no será mejor y más filosófica que cualquier otra? ¿O dejarán ese puesto, con más razón, para los filósofos que nosotros hemos excluido?

- No, por supuesto.

- ¿Mantendrán todavía su irritación cuando digamos nosotros que no habrá remedio para los males de la ciudad y de los ciudadanos hasta que el linaje de los filósofos no se haga cargo del gobierno? ¿No será esta de hecho la condición política que imaginábamos?

- Sí, y su irritación quizá se reduzca -dijo.

- ¿Quieres, pues -pregunté-, que dejemos a un lado esa posibilidad y que los estimemos ya por completo pacificados y convencidos, a fin de que, si no otra cosa, sea la vergüenza la que les mueva al acuerdo?

- Será mejor -contestó.


XIV

- Entonces -proseguí-, considerémoslos ya como convencidos. Pero, ¿es que alguien se atreverá a poner en duda que los hijos de los reyes o de los gobernantes no poseen condiciones naturales filosóficas?

- Nadie -replicó.

- Y si las poseen, ¿podrá decirse que necesariamente habrán de corromperse? Ya nosotros conveníamos, desde luego, en que es difícil que se salven. Pero, ¿es que alguien llegará a dudar, de que ninguno de ellos logre salvarse en todo el curso de los tiempos?

- ¿Y cómo?

- Bastaría con uno solo -dije yo- que encontrase a la ciudad dispuesta a obedecerle, y todas estas cosas de que ahora se duda tendrían plena realidad.

- Sí, sería suficiente -dijo.

- Y en el caso de que exista un gobernante -añadí- que promulgue las leyes y disposiciones antes mencionadas, no resulta imposible que los ciudadanos quieran someterse a él.

- Desde luego.

- ¿Podrá creerse, pues, que nuestra opinión parezca sorprendente e incluso imposible a todos los demás?

- Yo, al menos, no lo estimo así -afirmó.

- A mi entender, quedó ya suficientemente demostrado con anterioridad que nuestro régimen era el mejor, siempre que fuese posible.

- Sí, suficientemente.

- Ahora, al parecer, convenimos en que todo lo que decimos acerca de la legislación es lo mejor, si realmente puede realizarse. Cierto que resultará difícil, pero de ningún modo imposible.

- Estamos de acuerdo en eso -dijo.


XV

- Pues bien, ya que hemos llegado al fin propuesto, aunque con gran dificultad, hablemos ahora de todo lo demás, es decir, de qué enseñanzas y de qué instrucciones hemos de valernos para formar a los hombres capaces de salvar el régimen y a qué edad convendrá adecuarlos a ellas.

- Sea ese nuestro tema -dijo.

- Parece -proseguí- que de nada me sirvió la habilidad que usé anteriormente, cuando dejé a un lado la dificultad relativa a la posesión de las mujeres, a la procreación de los hijos y a la elección de los gobernantes, en la idea de que, en su completo desarrollo, este régimen sería objeto de envidia difícilmente realizable. Pero ha llegado el momento en que, con no menor motivo, conviene tratar estos puntos. Se han expuesto ya las cuestiones referentes a las mujeres y a los hijos; pero, en cambio, en cuanto a los gobernantes, es necesario poner tanto interés como al principio. Decíamos entonces, si es que no lo has olvidado, que convendría demostrasen un gran amor a la ciudad, puesto a prueba tanto en los placeres como en los dolores. Y afirmábamos asimismo que ni los trabajos, ni los temores, ni ninguna otra alteración de su vida, podrían ser motivo para que desertasen del principio: Que debiera separarse a aquel que no resistiese estas pruebas, y en cambio, al que saliera de ellas puro como el oro pasado por el fuego, a ése habría que imponerle como gobernante y concederle honores y distinciones de por vida y después de su muerte. Todo esto lo he dicho antes, aunque usando de rodeos y evasivas, porque temía revelar lo que ahora se nos presenta.

- Es muy cierto lo que dices -asintió- y lo recuerdo perfectamente.

- Temía decir, en efecto, mi querido amigo -añadí-, todo lo que ahora, por fin, me he atrevido a declarar. Y ya que así lo he hecho conviene instituir a los filósofos como los guardianes más perfectos.

- Pues quede indicado -dijo.

- Piensa que, verosímilmente, contarás con un número reducido de ellos. Hemos afirmado también que requieren una naturaleza cuyas partes no suelen encontrarse reunidas en un solo individuo; antes bien, lo natural es que se repartan entre muchos.

- ¿Cómo dices? -preguntó.

- Bien sabes que los hombres que disponen de facilidad para aprender, de memoria, de sagacidad, de agudeza y de otras cualidades que siguen a éstas, no acostumbran poseer a la vez sentimientos de generosidad y de nobleza que les permitan vivir una vida ordenada, tranquila y estable, sino que, por el contrario, se dejan llevar de su misma vivacidad, dando a un lado toda su firmeza.

- Tienes razón -dijo.

- Mas, los carácteres firmes y no mudables, en los cuales puede tenerse más confianza, por mantenerse inconmovibles frente a los peligros de la guerra, son por esto mismo muy poco aptos para el estudio; se vuelven lentos y torpes y quedan como embotados y vencidos por el sueño y el bostezo en cuanto les llega el momento de trabajar con algún esfuerzo.

- Eso es -dijo.

- Ahora bien, nosotros señalábamos que debían participar justa y convenientemente de ambas cualidades, ya que en otro caso no cabría procurarles una esmerada educación ni otorgarles honores y dignidades.

- En efecto -asintió.

- ¿Y no crees que rara vez se dará una naturaleza así?

- ¿Cómo que no?

- A esos hombres convendrá probarles con los trabajos, peligros y placeres de que entonces hablábamos. Y aún añadiremos ahora algo que en aquella ocasión hemos omitido, y es que deberán adiestrarse en muchas otras ciencias, único medio de que observemos si son capaces de soportar los estudios más profundos, o bien si se acobardan ante ellos, como hacen los espíritus pusilánimes, en todas las demás cosas.

- Será preciso -afirmó- someterlos a esa observación. Aunque, ¿cuáles son esos estudios más profundos que tú mencionas?


XVI

- Recordarás -dije yo- que, después de haber establecido las tres partes del alma, precisábamos también la naturaleza de la justicia, de la templanza, del valor y de la prudencia.

- Si no lo recordara -dijo-, no sería justo que escuchase todo lo demás.

- Y lo dicho anteriormente.

- ¿ A qué te refieres?

- Decíamos que se necesitaría un largo rodeo para llegar a conocer mejor esas cualidades. Y no cabe duda que al término de ese recorrido la visión sería más clara. Aunque, sin embargo, existen otras demostraciones que nos pondrían en el camino antes iniciado. Vosotros tuvisteis suficiente con lo dicho, y por ello no se trataron las cosas, a mi entender, con el necesario rigor; ahora os toca repetir, pues, si fueron de vuestro agrado.

- Para mí, desde luego, sí lo fueron -dijo-; y espero que así haya parecido a los demás.

- ¡Ah, mi querido amigo! -afirmé-, no puede considerarse medida justa aquella que carece de algo. Porque lo que no está completo no puede ser medida de nada. Sin embargo, algunos se contentan en ocasiones y creen que no debe proseguirse la búsqueda.

- En efecto -dijo-, y son numerosos los que obran así por pereza de espíritu.

- Pues bien -dije yo-, eso debe ocurrirle, menos que a nadie, al encargado de guardar la ciudad y las leyes.

- Naturalmente -asintió.

- Y por consiguiente, querido compañero -proseguí-, a ese hombre convendrá el rodeo más largo y no esforzarse menos en su aprendizaje espiritual que en el cuidado de su cuerpo. O, como afirmábamos hace poco, no llegará nunca a alcanzar del todo aquel conocimiento que es, a la vez que el más sublime, el que más conviene a sus condiciones.

- Concibes acaso -preguntó-, que existan todavía virtudes mayores que la justicia y que todas las demás ya mencionadas?

- No sólo las hay mayores -respondí-, sino que, de estas mismas virtudes, convendrá ver algo más que un diseño, que es lo que hacemos ahora, sin renunciar por lo pronto a la obra completa. ¿O no sería ridículo procurar a otras cosas de poca monta una perfección y limpieza excesivas, cuando a las más importantes no se las concede la suficiente atención?

- Efectivamente -dijo-. Sin embargo, ¿crees que vas a seguir hablando. sin que nadie te pregunte por ese sublime conocimiento y el objeto sobre el que versa?

- No lo creo, en modo alguno -contesté-, y tú mismo puedes formular la pregunta. Aunque sin duda muchas veces has oído lo que puedo decirte, y ahora o no lo recuerdas o pretendes ponerme en un aprieto con tus objeciones. Esto último será lo más probable. Muchas veces habré repetido que la idea del bien es el conocimiento más importante, pues es esa idea la que proporciona utilidad y positiva ventaja tanto a la justicia como a las demás virtudes. Sabes de sobra que es esto mismo, poco más o menos, lo que tengo que decirte ahora, añadiendo si acaso que no lo conocemos de manera suficiente. Si, pues, no lo conocemos, no nos servirá de nada todo lo demás, aún conocido de la manera más perfecta, ya que esto último ningún provecho proporciona de no poseer a la vez la idea del bien. ¿O crees que reporta alguna ventaja poseer todas las cosas, con excepción del bien? ¿O conocerlo todo, excepto el bien, y no conocer nada que sea bello y bueno?

- Por Zeus, yo al menos no lo creo -respondió.


XVII

- Sabes, sin embargo, que para la mayoría parece ser el bien el placer, y en cambio para los más discretos, el conocimiento.

- ¿Cómo no?

- Y sabes, igualmente, querido amigo, que quienes aceptan esta opinión no pueden mostrar a qué conocimiento se refieren, sino que se ven forzados a decir, en último término, que al del bien.

- Y eso sí que mueve a risa -dijo.

- ¿Cómo no va a mover -observé-, si después de habernos reprochado que no conocemos el bien nos hablan nuevamente de él como si lo conociéramos? Porque dicen que es el conocimiento del bien, como si nosotros pudiéramos dar nuestra aprobación a sus palabras cuando pronuncian el nombre del bien.

- Estás en lo cierto -replicó.

- ¿Y qué decir de los que definen el bien por el placer? ¿Es que no incurren en un extravío. no menor que el de los otros? ¿O no se ven forzados, éstos también, a admitir la existencia de placeres malos?

- Sin duda alguna.

- Les sucede, pues, creo yo, que admiten la bondad y la maldad de las mismas cosas. ¿O no es así?

- En efecto.

- ¿No se muestra claramente que acerca de esto existen muchas y grandes dudas?

- ¿Cómo no?

- Entonces, ¿no se evidencia también que la mayoría prefiere lo que parece justo y bello, tanto en sus palabras como en sus acciones, aunque realmente no lo sea? ¿Y no es verdad, en cambio, que a nadie basta el poseer lo que parece bueno, sino que todos buscan lo que en realidad lo es sin preocuparse para nada de la apariencia?

- No de otro modo ocurre -dijo.

- Y este bien que persigue toda alma y en vista de lo cual hace todo, sospechando que realmente existe, pero que en su incertidumbre no acierta a definir con exactitud ni a precisar con el criterio de certeza que aplica a todo lo demás; este bien, digo, por el cual llega a perder la ventaja que aquello le proporciona, ¿deberá permanecer oculto en su excelsa grandeza para esos ciudadanos que son los mejores en la ciudad y a los que confiamos todas las cosas?

- De ningún modo -dijo.

- Pienso, efectivamente -añadí-, que las cosas justas y bellas de las que no se sabe en qué medida son buenas, no tendrán un guardián que valga mucho, caso de que desconozca esto. En mi opinión, nadie las conocerá bastante, si no conoce previamente el bien.

- Aciertas, desde luego -dijo.

- ¿No dispondremos de un régimen perfectamente organizado si lo vigila un guardián que conoce estas cosas?


XVIII

- Por fuerza -afirmó-. Pero, ¿qué es para ti el bien, Sócrates: el conocimiento, el placer o alguna otra cosa distinta?

- ¡Vaya insistencia! -exclamé-. Desde hace algún tiempo percibía claramente que no te ibas a dar por contento con la opinión de los demás acerca de ello.

- Es que no me parece justo, Sócrates -afirmó-, que un hombre que durante tanto tiempo se ha preocupado por estas cosas, se limite a exponemos la opinión de los demás, pero no la suya propia.

- Por tanto -pregunté-, ¿crees más justo que uno quiera hablar de lo que no sabe como si realmente supiese?

- No, desde luego, como si supiese -arguyó-, pero sí al menos dándonos a conocer su opinión.

- ¿No te has dado cuenta todavía -proseguí- que son impuras todas las opiniones que carecen de conocimiento? Las mejores de éstas son ciegas. ¿O te parece que se diferencian algo de los ciegos que van por buen camino todos los que abrazan una recta opinión, pero sin conocimiento?

- En nada -dijo.

- ¿Quieres, pues, contemplar cosas impuras, ciegas y tortuosas, cuando está en tu mano oírlas claras y bellas?

- Por Zeus, Sócrates -dijo Glaucón-, no te detengas aquí como si ya hubieses alcanzado el final. Será suficiente para nosotros que, al igual que nos diste a conocer lo que eran la justicia, la templanza y las demás virtudes, nos expliques ahora en qué consiste el bien.

- Y lo sería también para mí en grado sumo, compañero -objeté-. Pero no vaya a ser que provoque vuestra risa a costa de mis torpezas y en definitiva, nada consiga con ello. Creo, queridos amigos, que convendrá dejar a un lado ahora la cuestión del bien, porque, por el camino emprendido y a tenor de la marcha que llevamos, me parece que se encuentra fuera de nuestro alcance. Deseo hablaros, por contra, de algo que parece descender del bien y semejarse mucho a él; eso, naturalmente, si es de vuestro agrado, ya que si así no fuese pasaríamos a otra cosa.

- Háblanos, por favor -dijo-, de ese descendiente, que ya tendrás ocasión de ocuparte del padre.

- Bien quisiera -dije- poder pagaros esa deuda y daros a la vez gusto, sin tener que echar mano de los intereses. Acoged, pues, a ese hijo y descendiente del bien en sí. Pero procurad que no engañe sin yo quererlo, pagándoos tal rédito en moneda falsa.

- Por nuestra parte, pondremos el mayor cuidado -dijo-. Habla, pues.

- Desde luego -afirmé-, pero antes tendré que convenir con vosotros y recordaros todo lo que se había dicho antes y repetido con mucha frecuencia.

- ¿A qué te refieres? -preguntó.

- Hemos afirmado y precisado, a través de nuestra discusión -indiqué-, que existen muchas cosas bellas y buenas, y así las hemos tratado en cada caso.

- En efecto.

- E igualmente, lo bello y lo bueno en sí. Del mismo modo procedíamos con todas las demás cosas que entonces considerábamos como múltiples y que asignábamos como correspondientes a una sola idea, razón de su unidad en lo que es.

- Bien está.

- Decimos que las cosas múltiples caen en el campo de los sentidos y no en el del entendimiento; y, en cambio, que las ideas son percibidas por el entendimiento, pero no vistas.

- Enteramente de acuerdo.

- Vamos a ver, ¿y con qué sentido percibimos lo que vemos?

- Con la vista -dijo.

- ¿Y no percibimos -pregunté- con el oído lo que oímos y con los demás sentidos todo lo que es objeto de percepción?

- ¿Qué duda hay?

- Mas, ¿no te has percatado -proseguí- de cuánta magnificencia hizo gala el artífice de nuestros sentidos al crear la facultad de ver y de ser visto?

- No había caído en eso -respondió.

- Pues ahora lo verás. ¿Hay algo de naturaleza distinta que se necesite añadir al oído para oír, o a la voz para ser oída? ¿Existe en realidad ese tercer elemento, sin el cual ni el oído puede oír ni la voz ser oída?

- De ningún modo -contestó.

- Creo, además -dije yo-, que tampoco otras muchas facultades, y pudiera decir todas, tienen esa exigencia. ¿O puedes exceptuarme alguna?

- Yo no, desde luego -afirmó.

- Y en cambio, ¿no percibes una necesidad como aquélla en cuanto a la facultad de ver y de ser visto?

- ¿Cómo?

- Quiero decir que aunque los ojos se encuentren en buenas condiciones, su poseedor intente usar de ellos e, igualmente, las cosas detenten su color, si no se les añade un tercer elemento por naturaleza adecuado para este fin, ni existirá realmente visión, ni los colores podrán ser percibidos. Creo que eso lo sabes tú bien.

- ¿Me dirás -preguntó- qué es eso a que te refieres?

- Precisamente -respondí- a lo que tú llamas luz.

- Entonces -dijo-, estás en lo cierto.

- El sentido de la vista y la facultad de ser visto superan con mucho en su unidad el lazo de unión de todos los demás sentidos, siempre, claro está, que la luz no se estime como algo despreciable.

- Muy lejos está de serio -contestó.


XIX

- ¿A cuál de los dioses del cielo podrías atribuir el dominio de esas cosas e incluso la producción de la luz, por medio de la cual ven nuestros ojos y son vistos los objetos de la manera más perfecta?

- Pues al que tú y los demás le atribuyen -afirmó-. Porque parece claro que quieres referirte al sol.

- Y bien, ¿no es esta la relación natural de la vista con ese dios?

- No te entiendo.

- No es como un sol la vista, y lo mismo el órgano en el que se produce, al que damos el nombre de ojo?

- Creo que no.

- Sin embargo, debo decirte que, a mi entender, es de todos los órganos de nuestros sentidos el que más se parece al sol.

- Sin duda.

- Y esa facultad de ver que posee, ¿no le ha sido concedida por el sol como a título de emanación?

- Así es -dijo.

- A él deseaba referirme -proseguí- cuando hablaba de ese descendiente del bien, análogo en todo a su padre. El uno se comporta en la esfera de lo visible, con referencia a la visión y a lo visto, no de otro modo que el otro, en la esfera de lo inteligible, con relación a la inteligencia a lo pensado por ella.

- ¿Cómo? -preguntó-. Acláramelo un poco más.

- ¿No sabes, acaso -dije yo-, que cuando no se dirige la vista a los objetos iluminados por la luz del sol, sino a los dominados por las sombras de la noche, los ojos reducen su poder y parecen casi ciegos, como si su visión no fuese realmente pura?

- Sí que lo sé -dijo.

- Pero cuando el sol ilumina esos mismos objetos, ven, a mi juicio, con toda perfección, y la visión de los ojos parece clara.

- ¿Cómo no ha de serlo?

- Puedes pensar que lo mismo ocurre con respecto al alma. Cuando detiene su atención en algo iluminado por la verdad y el ser, lo comprende, lo conoce y prueba que es inteligente. Pero cuando se fija en algo envuelto en la oscuridad, que nace y que perece, el alma acorta su vista y muda y cambia de opinión a cada momento, hasta el punto de parecer completamente irracional.

- Eso parece.

- Pues otro tanto dirás de la idea del bien, como causa del conocimiento y de la verdad. Es ella misma la que procura la verdad a los objetos de la ciencia y la facultad de conocer al que conoce. Aun siendo muy hermosas ambas cosas, esto es, la ciencia y la verdad, pensarás con razón si juzgas aquella idea como algo distinto y mucho más bello. Y al modo como en el otro mundo puede pensarse rectamente que la luz y la visión se parecen al sol, sin que haya de estimarse que son el mismo sol, así también debe pensarse en éste que la ciencia y la verdad se parecen al bien, sin llegar a creer por ello que sean el bien mismo. Sin embargo, la posesión del bien ha de requerir mucha más estima.

- En tu opinión -dijo-, el bien posee una extraordinaria belleza. Es causa de la ciencia y de la verdad y supera en belleza a éstas. ¿No querrás decimos ahora que el bien se identifica con el placer?

- Habla con más recato -observé-, presta más atención a su imagen y hazlo de esta manera.

- ¿Cómo?

- A mi entender, dirás del sol que no sólo procura la facultad de ver los objetos, sino también la generación, el crecimiento y el alimento. Y eso sin que podamos identificarle con la generación.

- Naturalmente.

- Y, asimismo, el bien no sólo proporciona a los objetos inteligibles esa cualidad, sino incluso el ser y la esencia. Pero en este caso tampoco el bien es la esencia, sino algo que está por encima de ella en cuanto a preeminencia y poder.


XX

- ¡Por Apolo! -dijo Glaucón riéndose-. ¡Extraordinaria superioridad es ésa!

- Tú mismo eres el culpable -dije yo-, por haberme obligado a expresarme así.

- Y no dejes de hablar, en modo alguno -afirmó-. Si no quieres referirte a otra cosa, explícanos al menos esa semejanza del bien con el sol. Posiblemente, algo habrás omitido todavía.

- Desde luego -dije-, aún es mucho lo que queda por hablar.

- Pues no omitas -te lo ruego- ni lo más mínimo.

- Insisto en lo dicho: mucho ha quedado sin tratar. Sin embargo, por mi voluntad no quedará nada sin decir en esta ocasión.

- Harás lo que debes -afirmó.

- Piensa, pues -añadí-, como decimos, que el bien y el sol son dos reyes, señor el uno del mundo inteligible y el otro del mundo visible. No digo del cielo, para que no te parezca que estoy jugando con el vocablo. Pero responde: ¿no tienes ante ti esas dos especies, la visible y la inteligible?

- Sí, las tengo.

- Toma ahora una línea cortada en dos partes desiguales y vuelve a cortar cada una de éstas en otras dos partes, también desiguales, que representen la especie visible y la inteligible. La claridad y la oscuridad se harán manifiestas en ambos casos, y en la parte visible nos encontraremos con las imágenes. Doy el nombre de imágenes en primer lugar a las sombras, y luego a las figuras reflejadas en las aguas y en todo lo que es compacto, liso y brillante, y si me comprendes, a todo lo que es análogo a esto.

- Sí que te comprendo.

- Coloca a un lado aquello de lo cual esto es imagen: así, los animales que están a nuestro alrededor, las plantas y tQdo lo que se prepara con el arte.

- Ya lo coloco -dijo.

- ¿Por ventura te avendrías a admitir -dije yo- que esta división, aplicada a la verdad la falsedad, es la misma que puede aplicarse a la opinión respecto de la ciencia, siguiendo el ejemplo de la imagen?

- No tendría inconveniente alguno -respondió.

- Pues ahora deberás considerar cómo ha de dividirse la sección de lo inteligible.

- ¿Y cómo?

- El alma se verá forzada a buscar una de las partes haciendo uso, como si se tratase de imágenes, de las cosas que entonces eran imitadas. Procederá por hipótesis y se dirigirá no al principio, sino a la conclusión. Y para encontrar la otra, iniciará un camino de hipótesis, pero para llegar a un principio absoluto, aquí prescindirá por completo de las imágenes y se quedará tan solo con las ideas consideradas en sí mismas.

- No comprendo de manera suficiente -dijo- lo que acabas de enunciar.

- Pues no tendré inconveniente en repetirlo -afirmé-. Y lo comprenderás fácilmente en cuanto comience mi declaración. Bien sabes a mi juicio que los que se ocupan de la geometría, del cálculo y de otras ciencias análogas, dan por supuestos los números impares y los pares, las figuras, tres clases de ángulos y otras cosas parecidas a éstas, según el método que adopten. Emplean estas hipótesis como si en realidad las conociesen, y ya no creen menester justificar ante sí mismos o ante los demás lo que para ellos presenta una claridad meridiana. Empezando por aquí, siguen en todo lo demás un camino semejante hasta concluir precisamente en lo que intentaban demostrar.

- Eso, desde luego, ya lo sabía yo -dijo.

- ¿Sabes igualmente que se sirven de figuras visibles que dan pie para sus razonamientos, pero que en realidad no piensan en ellas, sino en aquellas cosas a las que se parecen? ¿Y así, por ejemplo, que cuando tratan del cuadrado en sí y de su diagonal, no tienen en el pensamiento el que diseñan, y otras cosas por el estilo? Las mismas cosas que modelan y dibujan, cuyas imágenes nos las ofrecen las sombras y los reflejos del agua, son empleadas por ellos con ese carácter de imágenes, pues bien saben que la realidad de esas cosas no podrá ser percibida sino con el pensamiento.

- Verdad es lo que dices -asintió.


XXI

- Pues esta es la clase de objetos que yo consideraba inteligibles. Para llegar a ellos, el alma se ve forzada a servirse de las hipótesis, pero no caminando hacia el principio, dado que no puede ir más allá de las mismas hipótesis y ha de usar de unas imágenes que son objetos imitados por los de abajo, los cuales son honrados y estimados como evidentes en una relación comparativa con los primeros.

- Veo perfectamente -dijo- que tu método no es otro que el de la geometría y ciencias hermanas.

- Y no hay duda de que ahora comprenderás también a qué llamo yo la segunda sección de lo inteligible. Es aquella que la razón misma alcanza con su poder dialéctico. No tendrá que considerar ahora las hipótesis como principios, sino como hipótesis reales, esto es, como puntos de apoyo y de partida que la conduzcan hasta el principio de todo, independiente ya de toda hipótesis. Una vez alcanzado ese principio, descenderá hasta la conclusión por un camino de deducciones implicadas en aquél; pero no se servirá de nada sensible, sino de las ideas mismas que, en encadenamiento sucesivo, podrán llevarla hasta el fin, lo que es igual a las ideas.

- Ya lo comprendo -dijo-, aunque no de manera suficiente. Creo que la empresa que tú pretendes es verdaderamente importante e intenta precisar que es más clara la visión del ser y de lo inteligible adquirida por el conocimiento dialéctico que la que proporcionan las artes. A estas artes prestan su ayuda las hipótesis, que les sirven de fundamento; ahora bien, quienes se dedican a ellas han de utilizar por fuerza la inteligencia y no los sentidos, con lo cual, si realmente no remontan a un principio y siguen descansando en las hipótesis, podrá parecerte que no adquieren conocimiento de lo inteligible, necesitado siempre de un principio. Estoy en la idea de que llamas pensamiento, pero no puro conocimiento, al discurso de los geómetras y demás científicos, porque sitúas el pensamiento entre la opinión y el puro conocimiento.

- Has comprendido perfectamente la cuestión -dije yo-. Ahora tendrás que aplicar a esas cuatro partes de que hablamos otras cuatro operaciones del alma; la inteligencia, a la que se encuentra en el primer plano; el pensamiento, a la segunda; la fe, a la tercera, y la conjetura, a la última. Concédeles también un orden racional que atienda a la participación de los objetos en la verdad proporcionadamente a su misma claridad.

- Ya lo entiendo y convengo contigo -afirmó-; adoptaré, pues, la ordenación de que hablas.

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