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LIBRO NOVENO
Primera parte
I
- Sólo resta por examinar ahora -dije yo- el carácter del hombre tiránico, cómo surge del hombre democrático, cómo es una vez que nace y de qué modo vive, si desgraciado o feliz.
- Desde luego, sólo eso nos resta -afirmó.
- ¿Sabes -dije yo- lo que todavía echo de menos?
- ¿Y qué es?
- Me parece que no hemos hablado lo suficiente de cuántos y de qué clase son los deseos. Si nos hemos explayado poco en este punto, resultará que la investigación de lo que buscamos no se aparecerá, clara.
- En efecto. Considera lo que yo creo ver en esos deseos, que no es otra cosa que esto: me parece que algunos de los placeres y deseos no necesarios son contrarios a las leyes y se dan, no obstante, en todos los hombres. Con todo, en una parte de éstos se ven refrenados por las leyes y por los deseos mejores, gracias a la razón; y desaparecen en su totalidad o se debilitan y quedan notoriamente reducidos. En otra parte, en cambio, son más fuertes y numerosos.
- ¿Me quieres precisar esos deseos? -preguntó.
- Pues mira -respondí-, trato de los deseos que se despiertan en el sueño cuando está dormida la parte del alma razonable, pacífica y dominadora de aquella otra, esto es, la parte bestial y salvaje, plena de manjares y de vino, que es la que salta e intenta rechazar al sueño, en vista de satisfacer sus propios apetitos. Sabes perfectamente que en esa situación se atreve a todo como si se la hubiese liberado y desatado de la vergüenza y de la sensatez. E incluso llega a pensar en yacer juntamente con su madre o con cualquier otro ser, ya sea hombre, dios o bestia, y mancha sus manos en sangre de los demás, sin privarse de alimento alguno. En resumen: no hay insensatez ni desvergüenza que no deje de realizar.
- Estás en lo cierto -afirmó.
- Ahora bien, cuando, a mi entender, el hombre lleva una vida sana y regulada y se entrega al sueño luego de haber ejercitado su propia razón y de haberla alimentado con hermosas palabras y reflexiones; cuando, además, adentrándose en sí mismo, no deja resquicio a la necesidad o a la hartura de su parte concupiscible, en el deseo de que descanse y no perturbe con su alegría y su tristeza a la parte mejor, y permite que se la considere en su ser y en su pureza para tratar de darse cuenta de lo que no sabe, sea esto algo pasado, presente o futuro; cuando ese hombre apacigua del mismo modo su parte colérica y no duerme poseído de ese espíritu, sino que, tranquilizado por completo, pone en movimiento su tercer elemento, en el que se encuentra su sano juicio, y así concilia el sueño, sabes perfectamente que puede alcanzar mejor la verdad sin que le entorpezcan las visiones fantásticas de los sueños.
- Estoy enteramente de acuerdo con esa idea -dijo él.
- Creo, sin embargo, que hemos ido ya demasiado lejos. Nuestro propósito era simplemente este: probar que hay en cada uno de nosotros, aun en los de pasiones más moderadas, deseos verdaderamente temibles, salvajes y contra toda ley. Y eso se evidencia claramente en los sueños. Observa, pues, y di si tienen valor alguno mis palabras y si las apruebas.
- Las apruebo.
II
- ¿Recuerdas ahora cómo retratábamos al hombre democrático? Decíamos que había nacido de un padre ahorrativo, celoso de su educación, pero preocupado tan sólo de allegar riquezas, con desprecio de los deseos innecesarios que procuran únicamente las diversiones y los adornos. ¿No es así?
- En efecto.
- Si ese hombre entra en contacto con otros hombres más sutiles y ahítos de los deseos a que nos hemos referido, termina por entregarse a la inmoderación y al régimen de vida de aquellos, y odiar la tacañería de su padre. Mas, como su naturaleza es mejor que la de los que le corrompen, atraído hacia dos direcciones opuestas, se mantiene en medio de ambas y complaciéndose moderadamente en ellas, lleva, a su juicio, un vida que no puede calificarse ni de innoble ni injusta, pero que acentúa su paso de la oligarquía a la democracia.
- Esa era y es -dijo- la opinión sustentada por nosotros.
- Pues supón -añadí- que ese hombre, entrado ya en la vejez, tiene un hijo al que se le educa en las mismas costumbres.
- Lo admito.
- Piensa por un momento que le acontece le mismo que a su padre y que es empujado hacia todo desenfreno, esto es, hacia lo que constituye la plena libertad en el pensamiento de los que le arrastran; y piensa también que tanto el padre como sus otros allegados prestan ayuda a los deseos de moderación, mientras la otra parte secunda los deseos contrarios. Cuando estos temibles magos y forjadores de tiranos desesperan de retener al joven, hacen por introducir en él algún amor que se convierta en jefe de los deseos ociosos y pródigos, cual si se tratase de un gran zángano alado. ¿O crees que es otra cosa el amor de estos hombres?
- Yo, al menos, coincido en lo que tú dices -afirmó.
- Pues bien, cuando los demás deseos, zumbando a su alrededor y llenos de perfumes, de bálsamos, de coronas, de bebidas y de todos los placeres licenciosos que se originan en tales compañías, hacen crecer y alimentan al zángano hasta un límite insospechado, armándole a la vez del aguijón de la ambición, entonces él mismo, como señor de su alma, se hace proteger por la locura y deja en libertad a su furor. Le sobran ya esas opiniones y deseos vergonzosos y aprovechables que todavía anidaban en su alma, a los que da muerte, y expulsa de sí hasta eliminar su propia sensatez, que sustituye por una extraña locura.
- Es ese -dijo- un perfecto retrato de la génesis del tirano.
- De ahí la razón -añadí- de que Eros haya sido llamado tirano desde hace mucho tiempo.
- En efecto -asintió.
- ¿Y no es cierto también, querido amigo -dije yo-, que el hombre embriagado se inclina hacia la tiranía?
- Sí, lo es.
- De igual manera, el hombre furioso y fuera de sí intenta y espera ser capaz de dominar a hombres e incluso a los dioses.
- Desde luego -afirmó.
- Concluiremos, pues, incomparable amigo -dije yo-, que el hombre se vuelve rigurosamente tiránico, cuando llevado por su naturaleza o sus hábitos, o por ambas cosas a la vez, se hace borracho, enamoradizo y atrabiliario.
- Enteramente de acuerdo.
III
- Así es, según parece, como se origina ese hombre. Pero, ¿y cómo vive?
- Espero que me lo digas tú -contestó-, al igual que ocurre en los juegos.
- Pues te lo diré -afirmé-. Creo que, después de lo dicho, todo se volverán fiestas, banquetes, gozos, cortesanas y todas esas cosas por el estilo, que guardan en su interior al tirano Eros como director de su alma.
- Necesariamente -dijo.
- ¿Y no surgen cada día y cada noche, como nuevos retoños, muchos y terribles deseos, que no se sacian nunca?
- Muchos, en efecto.
- Lo cual le acarreará el gasto de sus riquezas, si es que algunas tiene.
- ¿Cómo no?
- Después de esto, como es natural, vendrán los préstamos y la disipación de la hacienda.
- ¿Qué duda cabe?
- Es indudable que cuando nada le reste ya, los compactos y violentos deseos que anidan en su alma se pondrán a chillar contra él; y no le quedará otro recurso, hostigado como está por los aguijones de los demás deseos y de manera especial por el amor mismo, conductor de la guardia personal que forman todos ellos, que armarse de furor y considerar atentamente a quien puede quitarle algo, bien por medio de engaños, bien por la fuerza.
- Desde luego -dijo.
- Necesariamente, pues, tendrá que allegar riquezas de donde sea o verse afligido por grandes dolores y tormentos.
- Necesariamente.
- Y así como los placeres nuevos vienen a ocupar en él el lugar de los antiguos, privándoles de lo suyo, así también él mismo, con su carácter juvenil, tratará de apoderarse de todo lo que poseen su padre y su madre y hacérselo propio, luego de haber dilapidado su parte.
- Eso es lo que ocurrirá -dijo.
- Pero si sus padres no se lo otorgan, ¿no intentará entonces robarles su hacienda y engañarles?
- En efecto.
- Y cuando no le sea posible, ¿de qué otro medio usará sino de la violencia?
- De ningún otro -contestó.
- Supón, no obstante, que ellos se oponen y luchan, ¿crees, querido amigo, que se guardará de perdonarles la vida o de proceder con el arma de los tiranos?
- Yo, desde luego -advirtió-, no querría verme en el pellejo de sus padres.
- ¡Por Zeus!, Adimanto, ¿es que piensas que ese hombre va a emprender una acción semejante con su amiga necesaria de toda la vida, que es su madre, por dejarse llevar de una cortesana recién conocida y no necesaria? ¿O tal vez crees que por un joven que apenas trata, la tomará con su anciano padre, el más necesario y el más antiguo de sus amigos? ¿E incluso que llegará a hacerlos esclavos de esos jóvenes cuando éstos se vean dueños de su casa?
- Sí, por Zeus -contestó.
- Pues sí que parece una gran suerte -dije yo- el haber procreado un vástago tiránico.
- Sin duda -dijo.
- ¿Pues qué? Vayamos a la situación que se origina cuando no le queden ya los bienes de su padre y de su madre y los placeres, apiñados en él, semejen más un enjambre que otra cosa. ¿No se apoderará entonces de la casa del vecino, o del vestido de algún transeúnte rezagado, o, a continuación de esto, del tesoro de algún templo? Con todo ello, echará por los suelos aquellas arraigadas opiniones sobre las cosas hermosas y justas, y albergará en su seno esas otras que constituyen la escolta del amor y que han sido liberadas poco ha de la esclavitud. Son las mismas, por cierto, que alimentaban su sueño cuando él mismo era regido todavía democráticamente por las leyes y por su padre. Tiranizado ya por el Amor, procede siempre, durante la vigilia, tal cual lo hacía rara vez durante el sueño; y no se priva de dar muerte a quien sea, o de la orgía o del crimen, sino que por el contrario, viviendo bajo el dominio exclusivo de Eros, sin orden y sin ley, conduce al que le lleva a toda clase de atrevimientos, con tal de obtener alimento para sí y para los que le rodean, llegados los unos de fuera en mala compañía y los otros del interior, desatados y liberados por sus mismas inclinaciones. ¿O no concibes así la vida de este hombre?
- Así es, en efecto -dijo.
- Si realmente -añadí- los individuos de este cariz son pocos y la ciudad conserva su buen sentido, no cabe duda que tendrán que salir de ella para servir de escolta a algún tirano o venderse por dinero allí donde surja la guerra. Pero si la paz y la tranquilidad son tónica general, es muy cierto que producirán algunos pequeños males en la ciudad.
- ¿Y cuáles son esos males?
- Por ejemplo, robar, penetrar por las paredes, cortar bolsas, despojar de vestidos, cometer sacrilegios y reducir a los hombres a la esclavitud. Si son elocuentes, no sólo acusarán calumniosamente, sino que se harán testigos falsos e incluso se dejarán sobornar.
- ¡Y llamas pequeños a esos males -exclamó- y pocos a esos hombres!
- ¡Ah!, es que lo pequeño -dije yo- es pequeño precisamente en relación con lo grande. Y todos estos males, como suele decirse, son poca cosa referidos al tirano, y a la maldad y a la desgracia de la ciudad. Porque cuando aumenta el número de estos hombres y el de los que les siguen, y ellos mismos se dan cuenta de que son mayoría, entonces apelan a la insensatez del pueblo y elevan al cargo de tirano a aquel de entre ellos que manifieste en su alma la más encendidas dotes de tiranía.
- Ciertamente -asintió-, ese hombre será el más apropiado para tirano.
- Bien irán las cosas, si los otros retroceden. Pero si la ciudad no se confía, al igual que castigaba a su madre y a su padre, castigará también a su patria, siempre que le sea posible. E introducirá en la ciudad a nuevos camaradas, bajo los cuales reducirá a la esclavitud y mantendrá sojuzgada a esa su patria amada, a esa su madre, como dicen los cretenses. No otro vendrá a ser el fin de los deseos de este hombre.
- Desde luego -dijo.
- Mas, ahora te diré -añadí- cuál es el comportamiento de esos hombres en privado y antes de ocupar el poder. Primeramente, los que conviven con ellos se convierten en sus aduladores y hacen todo lo posible por servirles. Y si algo necesitan, ellos mismos se arrastran a los pies de quien sea y se atreven a cubrir todas las apariencias en calidad de parientes; pero cambian ese papel una vez alcanzado su objetivo.
- Has dicho la verdad.
- Por lo cual pasan toda su vida sin prodigar su amistad a nadie; muy al contrario, son déspotas en un caso o esclavos en otro, ya que la naturaleza del tirano no puede gustar nunca de la verdadera libertad y de la verdadera amistad.
- En efecto.
- ¿No es justo, pues, que llamemos incrédulos a estos hombres?
- ¿Cómo no?
- Y también podrá conceptuárseles injustos en sumo grado, si era verdad lo que reconocíamos anteriormente acerca de la justicia.
- Lo era, indudablemente -afirmó.
- Resumamos, pues, nuestra teoría -dije yo- en cuanto al hombre más perverso. Cual lo describíamos en sueños, así es en el estado de vigilia.
- Nada hay que objetar.
- Puedes imaginártelo dotado de la naturaleza más tiránica y revestido de toda la autoridad. Cuanto más tiempo viva en la tiranía, tanto más perverso se mostrará.
- Necesariamente -dijo Glaucón, tomando inmediatamente la palabra.(p> IV - Ahora bien -dije yo-, si se muestra como el hombre más perverso, se aparecerá también como el más desgraciado. Y cuanto más tiempo y más duramente ejerza la tiranía, mayor y más duradero será su grado de perversidad. Hablamos aquí conforme a la verdad y no según el criterio de la multitud. - Necesariamente -dijo-, así tendrá que ser. - Ten por seguro, además -añadí-, que el hombre tiránico es semejante a la ciudad tiranizada, lo mismo que el democrático se parece a la ciudad democrática, e igualmente todos los demás. - ¿Cómo no? - ¿Y no es verdad que la relación existente en virtud y felicidad entre una y otra ciudad es la misma que hay entre uno y otro hombre? - No puede ser de otro modo. - ¿Qué diferencia puede haber, pues -pregunté-, entre la ciudad sometida al tirano y la gobernada por el rey a la que antes nos referíamos? - Una oposición total -contestó-; la una es la mejor, y la otra, en cambio, es la peor. - No es mi propósito preguntarte -dije yo- cómo aplicas tú esos calificativos, porque, sin duda, parece claro para todos. Pero, ¿opinas también lo mismo en cuanto a la felicidad y a la desgracia de la ciudad? No nos llenemos de admiración mirando tan sólo al tirano o a unos cuantos que le rodean; antes bien: juzgo necesario que penetremos en la ciudad y la contemplemos totalmente, ya que sólo hundiendo nuestra mirada en ella podremos descubrir mejor nuestra opinión. - Está bien lo que pides -afirmó-. Y lo que se muestra clara:mente para todos es que la ciudad tiranizada resulta ser la más desgraciada, y la gobernada por el rey la más feliz. - ¿No crees, por tanto, que estoy en lo cierto -dije-, al exponer estas mismas cosas en relación con los individuos y estimar que debe formular su juicio sobre ellos quien sea capaz de discernir mentalmente en el carácter de los hombres y no a la manera del niño que mira desde fuera y puede ser deslumbrado por la apariencia del tirano? Convendrá que distinga debidamente. ¿Qué dirías, por otra parte, si creyese que todos nosotros debíamos prestar atención a ese juez que ha convivido con el tirano, le ha acompañado en sus labores domésticas y le ha visto relacionarse con sus parientes, desprovisto de ese su equipo teatral con que aparece en los asuntos públicos? Pues supón que después de ver esto le pidiese que nos anunciase cuál es la felicidad y la desgracia del tirano en relación con la que disfrutan los demás hombres. - Creo que sería muy justa esa invitación tuya -dijo. - ¿Y si somos nosotros mismos los que nos encontramos en condiciones de juzgar al tirano por haber convivido ya con él? En ese caso tendremos también quien conteste a nuestras preguntas. - En efecto. V - Sígueme, pues -dije yo-, y considera la cuestión. Recuerda, por ejemplo, la semejanza de que hablábamos entre la ciudad y el individuo, y fijándote sucesivamente en cada uno, explicando cuáles son sus características. - ¿Y cuáles son? -preguntó. - En primer lugar -dije yo-, ¿llamas libre o esclava a la ciudad tiranizada? - Para mí, sin discusión, es una ciudad esclava -dijo. - Pero ves en ella señores y hombres libres. - En efecto -contestó-, pero en número reducido. Generalizando, puede decirse que la parte más virtuosa de ella es la que sufre indigna y desgraciada. - Sí, pues -añadí-, el individuo se parece a la ciudad, ¿no será necesario que se den en él las mismas cosas y que su alma se encuentre abrumada de esclavitud y de bajeza, e incluso que sean esclavas esas mismas partes de ella que consideramos más prudentes, en tanto la parte más pequeña, la peor y más extraviada, ejerce su señorío sobre el todo? - Claro que lo será -repuso. - ¿Pues qué? ¿Dirás de un alma así que es esclava o que es libre? - Diré que es esclava. - Y bien, es cierto que una ciudad esclava y tiranizada no hace de ningún modo lo que quiere. - Desde luego. - El alma tiranizada (y hablemos ahora del alma en totalidad) tampoco podrá hacer lo que quiera; porque, arrastrada siempre por la fuerza del aguijón, se verá llena de turbación y arrepentimiento. - ¿Cómo no? - ¿Y qué? ¿Será necesariamente rica o pobre esa ciudad tiranizada? - Pobre. - Así, pues, también el alma tiránica será siempre, y por necesidad, pobre e insaciable. - Sin duda alguna -dijo. - Veamos. ¿No se encontrarán necesariamente llenos de miedo esa ciudad y ese hombre? - En efecto. - ¿Crees tú que podremos encontrar en otra ciudad más lamentos, más gemidos, más quejas y más dolores que en ésta? - De ningún modo. - ¿Y qué dirás del individuo? ¿Podrán darse todas estas cosas en otro hombre con más agudeza que en el tiránico, dominado por los deseos y los placeres eróticos? - ¿Cómo iban a darse? -preguntó. - Yo pienso que mirando a estas cosas y a otras por el estilo has podido juzgar a esta ciudad como la más desgraciada de todas. - ¿Y acaso no tengo razón? -dijo. - Mucha, desde luego -dije yo-. Pero mira todas estas cosas desde el punto de vista del hombre tiránico. - Pues te diré, refiriéndome a él, que es el más desgraciado de todos los hombres. - En eso -afirmé- me parece que ya no tienes razón. - ¿Cómo? -preguntó. - A mi juicio -dije yo-, no es ese el hombre más desgraciado. - Y entonces, ¿quién puede serlo? - Seguro que te lo parecerá quizá el hombre que voy a citarte. - ¿Cuál? - Pues mira -advertí-, se trata de aquel hombre que, siendo tirano, no pasa la vida como un simple particular, sino que tiene la desdicha, por un triste azar, de convertirse en tirano de la ciudad. - Por lo que ya va dicho -afirmó-, reconozco que estás en lo cierto. - Sí -dije yo-, pero no basta con eso, sino que en una materia como ésta convendrá aplicar el juicio de la razón; nuestra consideración, al fin y al cabo, versa sobre lo más importante, esto es, sobre la vida feliz o desgraciada. - En efecto -dijo. - Mira, por tanto, si lo que afirmo es verdad. A mí me parece que conviene mirar al tirano desde este punto de vista. - Tú dirás desde cuál. - Considera el caso de esos particulares que disponen en la ciudad de grandes riquezas y poseen muchos esclavos. Sin duda, se parecen a los tiranos en eso de mandar a muchas personas, aunque la diferencia numérica habla a favor del tirano. - Desde luego. - ¿Y no sabes que estos hombres viven sin miedo alguno y que ni siquiera temen a sus esclavos? No concibo qué podrían temer. - Nada -dijo-; pero, ¿conoces la causa? - Sí, no es otra que la ayuda prestada por la ciudad toda a cada uno de esos particulares. - Muy bien dicho -afirmé-. ¿Pues qué? Supónte que un dios se hiciese con uno de esos hombres poseedor de cincuenta o más esclavos, le sacase de la ciudad, a él, a su mujer y a su hijos; supónte todavía más: que los colocase en un desierto con toda su hacienda y sus esclavos allí donde ningún hombre libre pudiese prestarle ayuda, ¿no crees que se vería dominado por el miedo de perecer, él mismo, su mujer y sus hijos a manos de esos esclavos? - En un todo -contestó. - ¿No es verdad que se vería obligado a lisonjear a algunos de esos esclavos, a prometerles muchas cosas, a concederles innecesariamente la libertad y a presentarse de este modo como adulador de quienes le sirven? - Así tendría que hacer -dijo-, o, en otro caso, resignarse a perecer. - Porque -pregunté yo-, ¿qué ocurriría si el mismo dios rodease su morada de muchos vecinos que no permitiesen que nadie mandase en otro, sino que, por el contrario, aplicasen el último castigo a quienes otra cosa intentasen? - A mi juicio -dijo-, sus males aumentarían, rodeado como estaba por todos sus enemigos. - ¿Y no es esa acaso la cárcel en la que se encuentra el tirano, quien, por naturaleza y como ya dijimos, se ve agobiado por numerosos temores y deseos? Aun siendo mucha su curiosidad, no le será posible, a él tan sólo, salir de la ciudad adondequiera que sea, ni contemplar todo lo que los demás hombres están en condiciones de contemplar. Es claro que pasará su vida metido en su propia casa cual si fuese una mujer, envidiando además a los otros ciudadanos, caso de que éstos salgan de su patria y vean algo digno de ser visto. - Efectivamente -dijo. VI - Estos son los males que recogerá como fruto de su labor aquel hombre tiránico que tú consideraste como el más desgraciado de los hombres. Pues, realmente, no hace discurrir su vida como un simple particular, sino que se siente forzado por algún azar a ejercer la tiranía, cosa bien extraña cuando, sin poder dominarse a sí mismo, trata de imponerse a los demás. Podríamos compararle a un hombre enfermo y carente de fuerzas que, en vez de pensar en sí mismo, se dedicase durante toda su vida a luchar con los demás. - Es una comparación muy atinada, Sócrates -dijo-, y estimo que cuanto dices es la pura verdad. - ¿No resulta, pues, evidente, querido Glaucón -pregunté-, que su vida es una continua desgracia y que el que vive tiránicamente vive en realidad de manera más miserable que la concebida por ti? - Enteramente -contestó. - Así, pues, verdaderamente, y aunque así no lo parezca, el hombre tiránico no es otra cosa que un esclavo, sometido a las mayores lisonjas y bajezas, adulador de los hombres más viciosos, insaciable en sus deseos, carente de casi todas las cosas y ciertamente pobre si nos decidimos a mirar a la totalidad de su alma. Hombre, además, dominado por el temor durante toda su vida, lleno de sobresaltos y de dolores, si su vida se parece de verdad al régimen de la ciudad que él gobierna. Porque, ¿no dudarás que se parece? - Sin duda alguna -respondió. - Añádele a esto todo aquello que mencionábamos antes: necesariamente tendrá que ser y aun volverse más envidioso, más desleal, más injusto, más hostil, más impío, más propicio a acoger y alimentar toda maldad, con lo cual terminará por hacerse el hombre más desgraciado. Y con él, se harán también así los que están a su alrededor. - No hay hombre de buen sentido -dijo- que te conteste lo contrario. - Pues ocupa tú el puesto de juez -dije yo- y resuelve quién es el hombre más feliz de todos, quién el que le sigue a éste y así sucesivamente, de entre esos cinco caracteres de que hablábamos: el real, el timocrático, el oligárquico, el democrático y el tiránico. - Bien fácil resulta ese juicio -contestó-. Para mí han de ser considerados como coros que entran en escena, tanto en lo que se refiere a virtud como a maldad, a felicidad como a su contrario. - ¿Quieres, por tanto, que alquilemos un pregonero -pregunté-, o me he de encargar yo mismo de decir que el hijo de Aristón ha dictaminado que el hombre más feliz es el mejor y el más justo, circunstancias que concurren en ese hombre real, soberano de sí mismo? ¿Aprobarás también que el más infeliz es el peor y el más injusto, como se evidencia en el que, por ser más tirano, ejerce su tiranía de manera absoluta sobre sí mismo y sobre su ciudad? - Puedes decirlo -afirmó. ¿Añadiré todavía -inquirio- que las cosas ocurrirán así, lo conozcan o no lo conozcan los hombres y los dioses todos?Índice de La República de Platón Anterior Siguiente Biblioteca Virtual Antorcha