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UNDÉCIMA CARTA

sobre la educación estética del hombre

de Friedrich Schiller

1 Cuando la abstracción se eleva a su más alto grado, llega entonces a dos conceptos últimos, ante los cuales ha de detenerse y reconocer sus límites. Distingue en el hombre algo que permanece, y algo en incesante transformación. A lo que permanece lo denomina persona, y a lo cambiante, estado.

2 Persona y estado, es decir, el Yo y sus determinaciones, que, en el ser necesario, concebimos como una y la misma cosa, serán siempre dos en el ser finito. El estado cambia, aun a pesar de la persistencia de la persona, la persona permanece, aun a pesar de todos los cambios de estado. Vamos de la quietud a la actividad, de la emoción a la indiferencia, del acuerdo a la contradicción, pero siempre somos nosotros, y todo aquello que depende directamente de nosotros, permanece. Sólo en el sujeto absoluto persiste también, junto con la personalidad, todas sus determinaciones, porque surgen de esa misma personalidad. Todo lo que la divinidad es, lo es porque es, y por consiguiente, lo es todo eternamente, porque es eterna.

3 Puesto que en el hombre, en cuanto ser finito, persona y estado son diferentes, el estado no puede fundarse en la persona, ni la persona en el estado. Si ocurriera esto último, la persona tendría que cambiar; si ocurriera lo primero, el estado debería permanecer. Así pues, en cada uno de los casos desaparecería o bien la personalidad del hombre, o su finitud. No somos porque pensemos, queramos o sintamos; y no pensamos, queremos ni sentimos, porque seamos. Somos porque somos; sentimos, pensamos y queremos, porque hay algo distinto fuera de nosotros.

4 La persona ha de ser, pues, su propia causa, dado que lo que permanece no puede surgir de la variación. Así tendríamos, en primer lugar, la idea del ser absoluto que se fundamenta en sí mismo, es decir, la idea de la libertad. El estado ha de tener una causa, y ya que no es por causa de la persona, es decir, ya que no es absoluto, tiene que resultar de algo. Y así tendriamos, en segundo lugar, la condición de todo ser o devenir dependiente, esto es, el tiempo. El tiempo es la condición de todo devenir; es una tautología, pues no dice otra cosa que: el resultado es la condición para que una cosa resulte de otra.

5 La persona, que se manifiesta en el Yo que permanece eternamente, y sólo en ese Yo, no puede devenir, no puede empezar en el tiempo. Antes al contrario, el tiempo ha de empezar en ella, porque el fundamento de toda variación ha de ser algo permanente. Para que se produzca un cambio, algo ha de cambiar, pero ese algo no puede ser él mismo un cambio. Si decimos que la flor florece y se marchita, atribuimos a la flor la cualidad de la permanencia en ese proceso de cambio, y es como si le otorgáramos una persona en la que se manifiestan esos dos estados. Que el hombre haya de llegar a ser hombre, no es ninguna objeción, pues el hombre no es sólo persona, sino persona que se encuentra en un estado determinado. Pero todo estado, toda existencia determinada tiene su origen en el tiempo, y así, el hombre, en cuanto fenómeno, ha de tener un principio, aunque sea eterna la inteligencia pura que hay en él. Sin el tiempo, es decir, sin la posibilidad del devenir, nunca sería un ser determinado; su personalidad existiría en potencia, pero no de hecho. Sólo a través de la sucesión de sus representaciones, el yo permanente se reconoce a sí mismo de hecho. Sólo a través de la sucesión de sus representaciones, el yo permanente se reconoce a sí mismo como fenómeno.

6 Así pues, la materia de su actividad, o bien la realidad, que la inteligencia suprema engendra de sí misma, el hombre debe recibirla previamente, y la recibe percibiéndola como algo que está fuera de él en el espacio, y como algo que cambia dentro de él en el tiempo. Esa materia que cambia dentro de él, acompaña a su yo invariable, y aquello que le prescribe su naturaleza racional es permanecer él mismo en todo cambio, transformar toda percepción en experiencia, esto es, reducida a la unidad del conocimiento, y hacer de cada una de sus manifestaciones temporales una ley intemporal. Sólo transformándose existe, y sólo permaneciendo invariable es él el que existe. El hombre, representado en su perfección, sería, por consiguiente, aquella unidad persistente que, en el flujo de las variaciones, sigue siendo siempre la misma.

7 Aunque un ser infinito, una divinidad, no puede devenir, hay que denominar divina a la tendencia que se propone como tarea inacabable conseguir aquel carácter que es el más propio de la divinidad: la actualización absoluta de toda facultad (la realidad de todo lo posible) y la unidad absoluta de la apariencia (la necesidad de todo lo real). El hombre lleva ya en su personalidad la disposición a la divinidad; el camino hacia ella, si se puede llamar camino a lo que nunca conduce a la meta, se le abre a través de los sentidos.

8 Su personalidad, considerada por sí misma e independientemente de toda materia sensible, es la simple disposición para una posible exteriorización infinita. El hombre, mientras no intuye ni siente, no es nada más que forma y capacidad vacía. Su sensibilidad, considerada por sí misma y separada de toda actividad autónoma del espíritu, no es capaz de otra cosa que de convertir al hombre en materia, a él, que sin ella es mera forma; pero de ninguna manera puede unir la materia con el hombre. Mientras sólo siente, sólo desea y actúa movido por su mero apetito, no es nada más que mundo, entendiendo por mundo el puro contenido informe del tiempo. Sin duda, es únicamente su sensibilidad la que hace de su capacidad una fuerza activa, pero su personalidad es la única que convierte su actividad en algo propio. Así pues, para no ser mero mundo, el hombre ha de darle forma a la materia; para no ser mera forma, tiene que dar realidad a la disposición que lleva en sí. Hace real la forma al crear el tiempo y al oponer la variación a lo permanente, la multiplicidad del mundo a la unidad eterna de su yo; da forma a la materia volviendo a suprimir el tiempo, afirmando la persistencia en la variación, y sometiendo la variedad del mundo a la unidad de su yo.

9 De aquí surgen dos exigencias opuestas para el hombre, las dos leyes fundamentales de la naturaleza sensible-racional. La primera exige realidad absoluta: el hombre debe transformar en mundo todo lo que es mera forma, dar realidad a todas sus disposiciones; la segunda exige absoluta formalidad: debe erradicar de sí mismo todo lo que es únicamente mundo, y dar armonía a todas sus variaciones; en otras palabras: debe exteriorizar todo lo interno y dar forma a todo lo externo. Ambos cometidos, considerados en su realización más perfecta, nos devuelven al concepto de divinidad del que habíamos partido.
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