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DUODÉCIMA CARTA sobre la educación estética del hombre de Friedrich Schiller 1
Para llevar a cabo esa doble tarea de hacer realidad lo necesario en nosotros, y someter a la ley de la necesidad lo real fuera de nosotros, somos movidos por dos fuerzas contrapuestas que, puesto que nos incitan a realizar su objeto, denominaremos acertadamente impulsos. (1) El primero de estos impulsos, al que llamaré sensible, resulta de la existencia material del hombre o de su naturaleza sensible, y se ocupa de situarlo dentro de los límites del tiempo y de hacerlo material: no de darle materia, porque eso corresponde ya a una libre actividad de la persona, quien recibe la materia y la diferencia de sí misma, de lo permanente. Por materia no se entiende aquí más que variación o realidad, que llena el tiempo; por consiguiente, ese impulso exige que haya variación, que el tiempo tenga un contenido. Este estado de tiempo meramente lleno de contenido se denomina sensación, y sólo gracias a él se manifiesta la existencia física o material. 2
Ya que todas las cosas que son en el tiempo forman una sucesión, entonces, si una cosa es, todas las demás quedan excluidas. En cuanto un instrumento alcanza un determinado tono de entre todos los que puede dar de sí, sólo ese tono es real; en cuanto el hombre experimenta la sensación del presente, toda la infinita posibilidad de sus determinaciones se reduce a esa única forma de existencia. Así pues, tendremos que la máxima limitación se dará allí donde ese impulso actúe de manera exclusiva; el hombre no es, en ese estado, más que una magnitud, un momento lleno de contenido, o más bien no es él, porque su personalidad desaparece mientras le dominen las sensaciones y el tiempo lo arrastre consigo. (2) 3
Los dominios de este impulso sensible llegan hasta los límites del hombre en cuanto ser finito, y ya que toda forma necesita de la materia para manifestarse, y todo absoluto de unos determinados límites, es por ello que la entera aparición de la humanidad está sin duda sujeta al impulso sensible. Pero si bien, sólo él es capaz de despertar y desarrollar las disposiciones humanas, también es el único que hace imposible la perfección de la humanidad. Encadena en el mundo de los sentidos, con lazos indestructibles, al espíritu, que aspira a metas más elevadas, y ordena a la abstracción que abandone su libre camino hacia el infinito y regrese a los límites del presente. Sin duda, el pensamiento puede escapársele momentáneamente, y una voluntad firme puede oponerse con éxito a sus exigencias; pero enseguida la naturaleza oprimida vuelve a reclamar sus derechos, para insistir en la realidad de la existencia, en el contenido de nuestros conocimientos y en los fines de, nuestra actividad. 4
El segundo de estos impulsos, que podemos denominar impulso formal, resulta de la existencia absoluta del hombre o de su naturaleza racional, y se encarga de proporcionarle la libertad, de armonizar la multiplicidad de sus manifestaciones y de afirmar su persona en todos los cambios de estado. Dado que esta última, en cuanto unidad absoluta e indivisible, no puede estar nunca en contradicción consigo misma, ya que nosotros seguimos siendo nosotros para toda la eternidad, aquel impulso que insiste en la afirmación de la personalidad no podrá nunca exigir nada que no sea para toda la eternidad; así pues, decide para siempre lo que decide ahora, y exige ahora lo que exigirá siempre. Abarca todo el tiempo, y eso es tanto como decir que suprime el tiempo, que suprime la variación, que pretende que lo real sea necesario y eterno, y que lo eterno y necesario sea real; en otras palabras: exige la verdad y la justicia. 5
Mientras que el impulso sensible sólo da lugar a casos, el formal dicta leyes; leyes para el juicio, si se trata de conocimientos, leyes para la voluntad, si se trata de hechos. Ya sea que reconozcamos un objeto, que otorguemos validez objetiva a un estado subjetivo propio, o bien que actuemos a partir de conocimientos, que hagamos de lo objetivo el principio determinante de nuestro estado -en ambos casos arrebatamos ese estado a la jurisdicción del tiempo y le conferimos realidad para toda la humanidad y para todas las épocas, esto es, universalidad y necesidad. El sentimiento sólo puede decir: esto es verdad para este sujeto y en este momento, pero puede venir otro momento cualquiera. otro sujeto que anule la afirmación de la sensación presente. En cambio, cuando el pensamiento dice: esto es, decide entonces por y para siempre, y la validez de su afirmación queda refrendada por la propia personalidad, que se opone a toda variación. La inclinación puede decir tan sólo: esto es bueno para tu individualidad y para tu necesidad presente, pero la variación arrastrará consigo tu individualidad y tu necesidad presente y, lo que ahora anhelas ardientemente, lo hará un día objeto de tu aversión. Pero cuando el sentimiento moral dice: esto ha de ser, decide entonces por y para siempre: si reconoces la verdad porque es la verdad, y practicas la justicia porque es la justicia, has convertido entonces tu caso particular en ley para todos los casos, has tratado un momento de tu vida como si fuera eternidad. 6
Así pues, allí donde rige el impulso formal, y el objeto puro actúa en nosotros, se da la más perfecta extensión del ser, desaparecen todos los límites, y el hombre se eleva desde aquella unidad de magnitud a que lo habían reducido los míseros sentidos, a una unidad ideal que abarca el reino entero de los fenómenos. En ese proceso ya no estamos en el tiempo, sino que la entera sucesión infinita del tiempo está en nosotros. No somos ya individuos, sino especie; el juicio de todos los espíritus se pronuncia por boca del nuestro, y nuestra acción representa la elección de todos los corazones.
**NOTAS**
(1).-Nota de Schiller: No veo inconveniente en utilizar a la vez esta expresión, tanto para aquello que tiende a cumplir una ley, como para aquello que tiende a satisfacer una necesidad, por más que se acostumbre, sin embargo, a aplicarla tan sólo en este segundo caso. Así como las ideas de la razón se convierten en imperativos o deberes cuando se las sitúa en los límites del tiempo, del mismo modo estos deberes se convierten en impulsos cuando son referidos a algo determinado y real. La veracidad, por ejemplo, en cuanto algo absoluto y necesario, prescrito por la razón a toda inteligencia, es real en el ser supremo, porque es posible; dado que esto se sigue del concepto de un ser necesario. Y la misma idea, puesta en los límites del tiempo, sigue siendo necesaria, pero sólo moralmente necesaria, y debe hacerse previamente real, ya que, en un ser arbitrario la posibilidad no es capaz de sentar por sí sola la realidad. Ahora bien, si la experiencia nos proporciona un caso al que pueda referirse este imperativo de la veracidad, suscita entonces un impulso, es decir, una tendencia a cumplir aquella ley, y a provocar la concordancia consigo mismo prescrita por la razón. Este impulso surge necesariamente, y ni siquiera deja de darse en aquél que actúa precisamente en contra de él. Sin este impulso no habría ninguna voluntad moralmente mala, ni moralmente buena.
(2).-Nota de Schiller:La lengua tiene una expresión muy acertada para definir ese estado de enajenación bajo el dominio de las sensaciones: estar fuera de sí, es decir, estar fuera del propio yo. Aunque esta expresión sólo se emplea cuando la sensación pasa a ser emoción, estado que se hace más evidente por su mayor duración, sin embargo, puede decirse que todo aquél que sólo siente está fuera de sí. Cuando cesa ese estado y se recupera el juicio, decimos también correctamente: volver a sí, es decir, volver al propio yo, restablecer la personalidad. De alguien que se desmaya no diremos que está fuera de sí, sino que ha perdido el sentido, es decir, que está privado de su yo, mientras que el primero está fuera de su yo. Por eso, de aquél que se recobra de un desmayo se dice que ha vuelto en sí, lo cual puede coexistir perfectamente con el estar fuera de sí.Índice de Cartas sobre la educación estética del hombre Undécima carta Decimotercera carta Biblioteca Virtual Antorcha