Índice de Cartas sobre la educación estética del hombreDecimoséptima cartaDecimonovena cartaBiblioteca Virtual Antorcha

DECIMOCTAVA CARTA

sobre la educación estética del hombre

de Friedrich Schiller

1 La belleza guía al hombre sensible hacia la forma y hacia el pensamiento; la belleza hace regresar al hombre espiritual a la materia, al mundo sensible.

2 De lo anterior parece deducirse que ha de haber un estadio intermedio entre materia y forma, entre pasividad y actividad, y que la belleza nos traslada a ese estadio. En efecto, éste es el concepto que se forma la mayor parte de los hombres acerca de la belleza, tan pronto como comienza a reflexionar sobre sus efectos, y fundamentándose en la experiencia. Sin embargo, nada hay más incongruente ni más contradictorio que un concepto semejante, ya que la distancia que existe entre materia y forma, entre pasividad y actividad, entre sensación y pensamiento, es infinita, y no hay nada que pueda salvarla. ¿Cómo superar entonces esta contradicción? La belleza enlaza los dos estadios contrapuestos del sentir y del pensar, y sin embargo no hay ningún término medio entre ambos. La primera de estas afirmaciones la confirma la experiencia, la segunda es un principio inmediato de la razón.

3 Este es el punto clave en el que desemboca toda la problemática de la belleza, y si conseguimos solucionar satisfactoriamente esta cuestión, habremos encontrado al mismo tiempo el hilo que nos guíe por todo el laberinto de la estética.

4 Se trata, en esta investigación, de dos operaciones sumamente distintas, que deben apoyarse necesariamente una en la otra. Tenemos así, que la belleza enlaza dos estados que están opuestos entre sí, y que nunca podrán llegar a constituir una unidad. Hemos de partir de esta contraposición; hemos de comprenderla y aceptarla en toda su pureza y rigor, de manera que ambos estados queden separados con la máxima precisión; en caso contrario los mezclaremos, pero no llegaremos a unirlos. En segundo lugar, tenemos que la belleza une esos dos estados contrapuestos, superando así la oposición. Pero como ambos estados permanecen eternamente contrapuestos, no hay otra manera de unirlos que suprimiéndolos. Nuestro segundo paso consistirá pues en perfeccionar esa unión, en llevarla a cabo de un modo tan puro y completo, que ambos estados desaparezcan completamente en un tercero, sin que en el todo resultante quede huella de la separación original; en caso contrario los aislaremos, pero no llegaremos a unirlos. Todas las disputas sobre el concepto de belleza que han dominado en la reflexión filosófica, y que, en parte, dominan aún hoy en día, no tienen otro origen que el no haber comenzado la investigación partiendo de una diferenciación tan rigurosa como era necesario, o bien, el no haber llegado a realizarla hasta alcanzar una unión absolutamente pura. Aquellos filósofos que, al reflexionar sobre este tema, confían ciegamente en la guía de su sentimiento, no pueden llegar a ningún concepto de belleza porque, inmersos en la totalidad de la impresión sensible, no distinguen en ella ningún elemento particular. Aquellos otros que toman por guía exclusivamente al entendimiento, tampoco pueden llegar a establecer ningún concepto de belleza, porque, en la totalidad de ésta, nunca distinguen más que las partes, y para ellos espíritu y materia, aun en su más perfecta unión, permanecerán separados para siempre. Los primeros temen que, si separan lo que de hecho está unido en el sentimiento, puedan suprimir la cualidad dinámica de la belleza, es decir, su fuerza efectiva. Los segundos temen que, al conjuntar lo que está separado en el entendimiento, puedan suprimir la cualidad lógica de la belleza, es decir, suprimirla en tanto que concepto. Aquéllos pretenden pensar la belleza tal como actúa; éstos pretenden que actúe tal como se la piensa. De este modo, ambos han de equivocarse necesariamente; los primeros, porque pretenden imitar a la naturaleza infinita por medio de su pensamiento limitado; los segundos, porque pretenden limitarla de acuerdo a las leyes de su pensamiento. Los primeros temen que una disección demasiado rigurosa de la belleza le arrebate una parte de su libertad; los otros temen que una unión demasiado audaz pueda destruir la determinación del concepto de belleza. Pero aquéllos no tienen en cuenta que la libertad, a la que consideran con todo derecho la esencia de la belleza, no consiste en carecer de leyes, sino en la armonía de las leyes, que no es arbitrariedad, sino suprema necesidad interna; y éstos no tienen en cuenta que la determinación, que, con el mismo derecho, exigen de la belleza, no consiste en excluir ciertas realidades, sino en incluirlas absolutamente a todas, en que no es, pues, limitación, sino infinitud. Evitaremos los escollos que ni unos ni otros pudieron superar, partiendo de los dos elementos en los que se divide la belleza ante el entendimiento, pero elevándonos además a la pura unidad estética, en virtud de la cual la belleza influye sobre la sensibilidad, y en la que ambos estados desaparecen por completo (1).

**NOTA**

(1).- Un lector atento habrá observado en la comparación aquí expuesta que los teóricos de una estética sensualista, que otorgan más valor al testimonio de la sensibilidad que al del razonamiento, se alejan de hecho mucho menos de la verdad que sus adversarios, aunque no puedan rivalizar con ellos en lo referente al discernimiento; y entre naturaleza y ciencia hallamos siempre esta misma relación. La naturaleza (los sentidos) une siempre, el entendimiento siempre separa, pero la razón vuelve a unir. Es por ello que el hombre que aún no ha comenzado a filosofar está más cerca de la verdad que aquel filósofo que aún no ha concluido su investigación. Por este motivo podemos considerar equivocada, ya sin necesidad de ninguna otra prueba adicional, toda aserción filosófica cuyo resultado se contradiga con la sensibilidad común; pero con el mismo derecho podemos considerarla poco fiable cuando, de acuerdo a la forma y al método empleados, tiene de su parte a la sensibilidad común. Con esto último puede consolarse aquel escritor que no pueda, como parecen esperar algunos lectores, exponer una deducción filosófica como si se tratara de una charla informal al calor de la chimenea. Con lo primero podemos hacer callar a quien pretenda fundar nuevos sistemas a expensas del sentido común.

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