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DECIMONOVENA CARTA sobre la educación estética del hombre de Friedrich Schiller 1
En general, pueden distinguirse en el hombre dos estados diferentes de determinabilidad, uno pasivo y otro activo; así como dos estados de determinación, uno pasivo y otro activo. Será explicando esta proposición como llegaremos a nuestra meta por el camino más corto. 2
El estado del espíritu humano previo a toda determinación que le proporcionan las impresiones de los sentidos, es una determinabilidad ilimitada. La infinitud del espacio y del tiempo se ofrece al libre uso de su imaginación; y dado que, según nuestra hipótesis, en este amplio reino de lo posible no hay nada asentado, y por consiguiente tampoco se excluye nada, puede denominarse entonces infinitud vacía a ese estado de carencia de determinaciones, lo cual no ha de confundirse de ninguna manera con un vacío infinito. 3
Pero llega un momento en que la sensibilidad del hombre se ve impresionada, y del número infinito de determinaciones posibles sólo una va a hacerse real. Una representación va a nacer en el hombre. Lo que en el estado precedente de simple determinabilidad no era más que una capacidad vacía, pasa a ser ahora una fuerza activa, recibe un contenido; pero al mismo tiempo adquiere, en cuanto fuerza activa, un límite, ya que, en cuanto simple capacidad, carecía de límites. Así pues, la realidad existe, pero la infinitud se ha perdido. Para determinar una forma en el espacio, hemos de poner límites al espacio infinito; para imaginarnos una variación en el tiempo hemos de fraccionar la totalidad del tiempo. Así pues, llegamos a la realidad sólo mediante limitaciones, a la posición o situación real, sólo mediante negación o exclusión, y a la determinación, únicamente suprimiendo nuestra libre determinabilidad. 4
Sin embargo, de una pura y simple exclusión no podría resultar nunca ninguna realidad, ni tampoco de una pura y simple sensación podría resultar ninguna representación, si no existiera previamente algo de lo que poder excluir, si la negación, por medio de una acción absoluta del espíritu, no se refiriese a algo positivo, y si la no-posición no se convirtiese en contraposición; esta acción del espíritu se denomina juzgar o pensar, y su resultado es el pensamiento. 5
Antes de determinar un punto del espacio, no existe ningún espacio para nosotros; pero sin el espacio absoluto no llegaríamos nunca a determinar ese punto. Lo mismo vale para el tiempo. Antes de poseer el instante, no existe para nosotros ningún tiempo; pero sin el tiempo absoluto no llegaríamos nunca a representarnos el instante. Así pues, sólo alcanzamos el todo a través de las partes, y sólo alcanzamos lo ilimitado a través de la limitación; pero, del mismo modo, sólo llegamos a las partes mediante el todo, y a la limitación únicamente mediante lo ilimitado. 6
Por lo tanto, cuando afirmamos que la belleza constituye, para el hombre, un tránsito entre el sentir y el pensar, esto no ha de entenderse de ningún modo en el sentido de que lo bello, pudiera llenar el abismo que separa el sentir del pensar, la pasividad de la actividad; ese abismo es infinito, y sin la intervención de una facultad nueva y autónoma no puede resultar nunca nada universal de lo individual, ni nada necesario de lo contingente. El pensamiento es la acción inmediata de esa facultad absoluta. Si bien los sentidos la impulsan a manifestarse, su manifestación misma depende tan poco de la sensibilidad, que más bien se presenta contraponiéndose a ella. La autonomía con la que actúa esa facultad absoluta excluye todo influjo ajeno a ella. Y si la belleza puede llegar a ser un medio que conduzca a los hombres de la materia a la forma, de los sentimientos a las leyes, de una existencia limitada a una absoluta, no será sirviendo de ayuda al pensamiento (lo cual encierra en sí una evidente contradicción), sino sólo procurando libertad a la fuerza del pensamiento, para que se manifieste según sus propias leyes. 7
Pero esto presupone que la libertad del pensamiento pueda verse entorpecida, lo cual parece contradecirse con el concepto de una facultad autónoma. Una facultad que no recibe del exterior más que la materia sobre la que actúa, puede ser estorbada en su acción sólo si se la priva de su materia, es decir, sólo negativamente, y estaríamos ignorando la verdadera naturaleza del espíritu, si atribuyéramos a las pasiones sensibles un poder capaz de someter positivamente la libertad del ánimo. Si bien es cierto que la experiencia presenta innumerables ejemplos en los que las fuerzas de la razón aparecen oprimidas en la misma medida en que la actuación de las fuerzas sensibles se hace más viva, sin embargo, en lugar de derivar esa debilidad del espíritu de la fuerza de las pasiones, hay que explicar más bien la preponderancia de las pasiones por causa de la debilidad del espíritu; porque la sensibilidad sólo puede constituir un poder hostil al hombre, en la medida en que el espíritu haya renunciado libremente a manifestarse él mismo como poder. 8
Pero parece que al intentar, con esta explicación, contestar a una objeción, me he complicado en otra, y he salvado la autonomía del ánimo sólo a expensas de su unidad. Pues, ¿cómo puede el ánimo ser él mismo causa de inactividad y actividad, sin estar dividido, sin estar contrapuesto a sí mismo? 9
Hay que recordar en este punto que tratamos del espíritu finito, y no del infinito. El espíritu finito es aquél que se vuelve activo sólo en virtud de la pasividad, que sólo alcanza lo absoluto por medio de limitaciones, que sólo actúa y da forma si recibe materia. Ese espíritu unirá al impulso que tiende hacia la forma o el absoluto, otro impulso que tiende hacia la materia o la limitación, siendo estas últimas las condiciones sin las cuales no podría tener, ni satisfacer, el primer impulso. En qué medida dos tendencias tan contrapuestas puedan coexistir en el mismo ser, es una cuestión que puede poner en apuros al metafísico, pero no así al filósofo transcendental. Éste no pretende explicar la posibilidad de las cosas, sino que se contenta con establecer los conocimientos a partir de los cuales se concibe la posibilidad de la experiencia. Y ya que la experiencia sería tan imposible sin esa contraposición en el ánimo, como sin la absoluta unidad de éste, el filósofo transcendental establece, con todo derecho, ambos conceptos como condiciones igualmente necesarias para la experiencia, sin preocuparse por su posible conciliación. Por lo demás, esta inmanencia de dos impulsos fundamentales no contradice en modo alguno la absoluta unidad del espíritu, mientras diferenciemos de esos dos impulsos al espíritu mismo. Ambos impulsos existen y actúan en él, pero el espíritu mismo no es ni materia ni forma, ni sensibilidad ni razón, lo que no siempre parecen haber tenido en cuenta aquellos que sólo admiten que el espíritu humano es activo si su proceder concuerda con la razón, y que lo declaran simplemente pasivo si su proceder se contradice con la razón. 10
Apenas empiezan a desarrollarse, cada uno de estos dos impulsos fundamentales, siguiendo su naturaleza, y por necesidad, tiende a buscar su propia satisfacción, pero dado que los dos son necesarios y, sin embargo, los dos tienden hacia objetos opuestos, queda anulada entonces recíprocamente esa doble coacción, y la voluntad afirma una completa libertad entre ambos impulsos. Es, pues, la voluntad, la que se comporta frente a esos dos impulsos como un poder (como fundamento de la realidad), pero ninguno de los dos puede comportarse por sí mismo como un poder frente al otro. Por más que el hombre violento sienta el más positivo de los impulsos hacia la justicia, del cual sin duda no carece, no renunciará sin embargo a la injusticia; ni tampoco la tentación más viva hacia el placer llevará al hombre de ánimo firme a romper con sus principios. No hay en el hombre otro poder que su voluntad, y sólo aquello que suprime al hombre, es decir la muerte y la privación de la conciencia, puede suprimir su libertad interior (1). 11
Una necesidad exterior a nosotros determina nuestro estado, nuestra existencia en el tiempo, por medio de la sensación. Esta sensación es completamente involuntaria, y hemos de aceptarla tal como actúa sobre nosotros. Del mismo modo, una necesidad interna pone de manifiesto nuestra personalidad, motivada por aquella sensación, y en contraposición a ella; porque la autoconciencia no puede depender de la voluntad, ya que la voluntad la presupone. Esa manifestación original de la personalidad no es un mérito nuestro, ni tampoco su carencia es una falta que se nos pueda atribuir. Únicamente a aquél que es consciente de sí mismo puede exigírsele uso de razón, es decir, absoluta consecuencia y universalidad de su conciencia. Antes de eso no es humano, y no puede esperarse de él ningún acto de humanidad. Tan difícil le resulta al metafísico explicarse las limitaciones a que se ve sometido el espíritu libre y autónomo bajo el dominio de las sensaciones, como al físico comprender la infinitud que se manifiesta en la personalidad a través de esas mismas limitaciones. Ni la abstracción ni la experiencia pueden retornarnos a la fuente de la que manan nuestros conceptos de universalidad y necesidad; la temprana aparición de esos conceptos en el tiempo los sustrae al observador, y su origen suprasensible al investigador metafísico. Pero bien, la autoconciencia existe, y junto con su invariable unidad se establece la ley de la unidad de todo lo que existe para el hombre, y de todo lo que ha de llegar a existir por mediación del hombre, es decir, de su conocimiento y de su acción. Inevitables, infalsificables e inconcebibles, los conceptos de verdad y de derecho se presentan ya en la edad primera de la vida sensible, y sin que nadie pueda decir de dónde y cómo han surgido, los hombres se dan cuenta de la eternidad en el tiempo y de la necesidad en la sucesión del azar. Así surgen sensación y autoconciencia, sin la más mínima intervención del sujeto, y el origen de ambas se encuentra tan lejos de nuestra voluntad como del ámbito de nuestro conocimiento. 12
Pero si ambas son reales, si el hombre ha experimentado una existencia determinada por medio de la sensación, y si ha experimentado su existencia absoluta en virtud de su autoconciencia, despiertan entonces, junto con los dos impulsos fundamentales, también los objetos de esos impulsos. El impulso sensible despierta con la experiencia de la vida (con el nacimiento del individuo), el racional con la experiencia de la ley (con el nacimiento de la personalidad), y sólo entonces, una vez existen, se construye la humanidad del hombre. Hasta que esto no sucede, en el hombre sólo rige la ley de la necesidad; pero a partir de ese momento la naturaleza lo abandona, y dependerá de él afirmar aquella humanidad que la naturaleza puso e inauguró en él. Porque en cuanto dos impulsos fundamentales contrapuestos actúan en el hombre, pierden ambos su carácter coaccionante, y la contraposición de dos necesidades da origen a la libertad. (2)
**NOTAS**
(1).- Depende, pues, de la voluntad, que el impulso de cosa y el impulso formal sean o no satisfechos. Pero hay que hacer notar que lo que depende de la voluntad no es que nosotros experimentemos sensaciones, sino que la sensación se haga determinante, no que alcancemos la autoconciencia, sino que la identidad pura se haga determinante. La voluntad no se manifiesta antes de que los sentidos hayan actuado, y éstos despiertan sólo cuando sus dos objetos, sensación y autoconciencia, ya están dados. Éstos tienen, pues, que estar ahí necesariamente, antes de que la voluntad se manifieste, y, por consiguiente, no pueden existir por mediación de la voluntad.
(2).- Para evitar malentendidos, hago notar que, cuando hablamos aquí de libertad, no nos referimos a aquella que tañe necesariamente al hombre, en cuanto ser inteligente, y que no puede serle dada ni arrebatada, sino a aquella otra libertad que se basa en su doble naturaleza. Al actuar sólo racionalmente, el hombre pone de manifiesto una libertad del primer tipo; mientras que, actuando racionalmente dentro de los límites de la materia, y materialmente, sometido a las leyes de la razón, evidencia una libertad del segundo tipo. Con todo, podría explicarse también esta última libertad como una posibilidad natural de la primera.
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