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VIGÉSIMOSEGUNDA CARTA sobre la educación estética del hombre de Friedrich Schiller 1
Así pues, si en un sentido hemos de considerar la disposición estética del ánimo como una nada, esto es, ateniéndonos a sus efectos particulares y determinados, en cambio hemos de considerarla, en otro sentido, como un estado de máxima realidad, desde la perspectiva de la ausencia de limitaciones y de la suma de las fuerzas que actúan conjuntamente en esa disposición. Por lo tanto, tampoco puede decirse que estén equivocados quienes afirman que el estado estético es el más productivo en lo que se refiere al conocimiento y a la moralidad. Tienen toda la razón, ya que una disposición de ánimo que comprenda en sí la totalidad de lo humano, ha de encerrar también necesariamente dentro de sí la capacidad para toda manifestación particular de esa humanidad; una disposición de ánimo que aleja toda limitación de la totalidad de la naturaleza humana, alejará también necesariamente a ésta de cada una de sus manifestaciones particulares. Precisamente porque no defiende exclusivamente ninguna función particular de la humanidad, favorece sin distinción a todas y cada una de esas funciones y no tiene preferencia por ninguna de ellas, porque es el principio que las hace posibles a todas. Cualquier otra actividad proporciona al ánimo una aptitud especial, pero con ello le impone también un límite determinado; sólo la actividad estética conduce a lo ilimitado. Cualquier otro estado que podamos alcanzar nos remite a un estado anterior, y requiere de uno posterior para su resolución; sólo el estado estético es un todo en sí mismo, porque aúna en sí todas las condiciones de su origen v de su duración. Sólo en él nos sentimos como fuera del tiempo, y nuestra humanidad se manifiesta con tal pureza e integridad, como si no hubiera sufrido ningún daño por la intromisión de fuerzas externas. 2
Aquello que halaga nuestros sentidos en la sensación inmediata, abre nuestro ánimo delicado y sensible a toda impresión, pero, del mismo modo, nos hace menos aptos para cualquier esfuerzo. Aquello que tensa nuestras potencias intelectuales y las induce a forjar conceptos abstractos, fortalece nuestro espíritu para toda clase de resistencia, pero lo endurece en la misma proporción, y nos arrebata tanta receptividad como nos ayuda a alcanzar una mayor actividad propia. Precisamente por eso, tanto una como la otra nos conducen al fin y al cabo necesariamente al agotamiento, porque la materia no puede pasarse mucho tiempo sin la fuerza formadora, ni esta fuerza sin la materia a la que ha de dar forma. En cambio, si nos hemos entregado al placer de la auténtica belleza, dominamos entonces del mismo modo nuestras fuerzas pasivas y activas, y nos volvemos con la misma facilidad hacia lo serio y hacia el juego, hacia el reposo y hacia el movimiento, hacia la ductilidad y hacia la resistencia, hacia el pensamiento abstracto y hacia la intuición. 3
Esa elevada serenidad y libertad de espíritu, unida a la fuerza y al vigor, es la disposición de ánimo en que ha de dejarnos la auténtica obra de arte, y no existe otra prueba del valor estético más segura que ésta. Si, después de haber gozado de un placer estético, nos vemos especialmente inclinados a sentir o a actuar de una manera determinada y, por el contrario, torpes e indispuestos para cualquier otra, ello demostrará que no hemos experimentado ningún efecto estético puro, dé base, o bien al objeto, o a nuestra propia manera de sentir o (como ocurre casi siempre) a ambos. 4
Puesto que en la realidad no puede darse ningún efecto estético puro (ya que el hombre no puede nunca sustraerse a la dependencia de las fuerzas naturales), entonces la excelencia de una obra de arte consistirá sólo en el hecho de acercarse lo máximo posible a ese ideal de pureza estética, y por grande que sea el grado de libertad que podamos dar a una obra de arte, la abandonaremos siempre en una determinada disposición de ánimo y con una tendencia determinada. Así pues, cuanto más universal sea la disposición de ánimo y menos limitada la tendencia que un determinado género artístico y un determinado producto de ese género imprimen en nuestro ánimo, cuanto más noble será ese género, y más excelente su producto. Esto puede verificarse en obras de diversas artes, y en diversas obras de un mismo arte. Una
bella melodía excita nuestra sensibilidad, un bello poema aviva nuestra imaginación, una bella obra plástica o arquitectónica despiertan nuestro entendimiento; pero aquél que inmediatamente después de un elevado placer musical, quisiera invitarnos a pensar en conceptos abstractos, o, inmediatamente después de un elevado placer poético, quisiera implicarnos en un minucioso asunto cotidiano, o, inmediatamente después de contemplar bellas pinturas o esculturas, quisiera excitar nuestra imaginación y sobresaltar nuestro sentimiento, no podría haber elegido peor ocasión. Y ello se debe a que, incluso la música más espiritual tiene, por su materia, una mayor afinidad con los sentidos de lo que permite la verdadera libertad estética, a que incluso el poema más logrado participa aún de los juegos caprichosos y fortuitos de la imaginación, en cuanto que ésta es su medio, más de lo que permite la necesidad interior de la verdadera belleza, a que incluso la más excelente de las obras plásticas, y ésta, acaso, mucho más que las otras, limita con la austera ciencia por la determinación de su concepto. De todos modos, estas afinidades especiales desaparecen cuando una obra de cualquiera de estos tres géneros alcanza un grado elevado de perfección, y una consecuencia necesaria y natural de su perfección es que las diferentes artes, sin perjuicio de sus límites objetivos, se asemejan cada vez más en su efecto sobre el ánimo. La música, en su nobleza suprema, ha de llegar a ser Forma, y conmovernos con la serena fuerza de la antigüedad; las artes plásticas, en su máxima perfección, han de llegar a ser música, y conmovernos con su presencia inmediata y sensible; la poesía, en su desarrollo más perfecto, ha de captar poderosamente nuestro ánimo, como la música, pero al mismo tiempo, como la plástica, ha de envolvernos con una serena claridad. Aquí reside precisamente la perfección de estilo de todo arte, en alejar las limitaciones específicas de cada arte en particular, sin suprimir, no obstante, sus cualidades específicas, y en otorgarle a cada arte un carácter más universal, aplicando sabiamente su carácter particular. 5
Pero el trabajo del artista no ha de superar sólo las limitaciones que implica el carácter específico de cada género artístico, sino también aquéllas que dependen de la materia concreta con la que trabaja. En una obra de arte verdaderamente bella no cuenta el contenido, todo depende de la forma; pues sólo la forma puede influir en la totalidad del ser humano; en cambio el contenido sólo influye en las fuerzas particulares de los hombres. El contenido, por muy sublime y universal que sea, actúa siempre limitando al espíritu y, por ello, la verdadera libertad estética sólo podemos esperarla de la forma. Pues en eso consiste el auténtico secreto magistral del artista, en aniquilar la materia por medio de la forma; y cuanto más imponente, pretenciosa y seductora sea la materia en sí misma, cuanto más despóticamente impondrá su efecto, o cuanto mayor sea la tendencia del espectador a entregarse inmediatamente a ella, tanto más triunfante será el arte capaz de contener al espectador, y de afirmar su dominio sobre la materia. El ánimo del espectador ha de permanecer completamente libre e intacto, ha de salir puro e íntegro de la esfera mágica del artista, como de las manos del Creador. La materia más frívola debe ser elaborada de tal manera que nos sintamos inclinados a pasar directamente de ella a la más rigurosa seriedad. El más serio de los temas ha de elaborarse de tal manera que seamos capaces de sustituirlo inmediatamente por el más simple de los juegos. Las artes de la emoción, entre las cuales se halla la tragedia, no son ninguna excepción; porque, primero, no son artes completamente libres, ya que están al servicio de una determinada finalidad (lo patético) y, además, ningún verdadero conocedor del arte podrá negar que, incluso obras de este género, cuanto más perfectas, tanto más preservan la libertad de ánimo en los momentos pasionales más tormentosos. Hay un arte patético, pero un arte apasionado es un contrasentido, puesto que el infalible efecto de lo bello consiste en liberarnos de las pasiones. No menos contradictorio es el concepto de un arte instructivo (didáctico) o edificante (moral), porque nada se contrapone tanto al concepto de belleza, como otorgarle al ánimo una determinada tendencia. 6
Con todo, el hecho de que una obra produzca efecto sólo por su contenido, no es siempre una prueba de que carezca de forma; esto puede deberse también a una carencia de forma por parte del espectador. Si está demasiado tenso o relajado, si está acostumbrado a percibir las cosas sólo con el entendimiento, o sólo con los sentidos, seguirá ateniéndose a las partes, incluso ante la totalidad más lograda, y a la materia, incluso ante la más bella de las formas. Siendo sólo sensible a los elementos más rudimentarios de la obra de arte, tendrá que destrozar su organización estética para encontrar placer en ella, y sacar a la luz minuciosamente aquellas partes que el artista había hecho desaparecer, con su infinito arte, en la armonía del todo. Su interés es exclusivamente moral o exclusivamente material, pero no estético, que es lo que debería ser. Lectores así gozan de un poema serio o patético como de un sermón, y de un poema ingenuo o cómico, como de una bebida embriagadora; y de tener tan mal gusto como para exigir que su carácter sea edificado por una tragedia o una epopeya, aunque se tratase de una Mesíada, se sentirán entonces (inevitablemente) escandalizados por cualquier poema al estilo de los de de Anacreonte o de Catulo.Índice de Cartas sobre la educación estética del hombre Vigésimoprimera carta Vigésimotercera carta Biblioteca Virtual Antorcha