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CAPÍTULO XII

PRIMEROS RECUERDOS INFANTILES

La entronización del yo por la Psicología individual. Influjo del estilo de vida sobre la memoria. Valoración de la gravedad de una neurosis. Definición del recuerdo. Significación especial de los primeros recuerdos. Distintos tipos de recuerdos infantiles. Los complejos psicoanalíticos en los niños mimados.

Por poco que se sepa de la unidad del Yo, es imposible hacer abstracción de ella. Para comprenderla puede desintegrarse la vida psíquica unitaria desde puntos de vista diversos más o menos fútiles; se puede recurrir a tres o cuatro concepciones distintas e incluso antagónicas; puede intentarse una interpretación del yo unitario mediante la conciencia o lo inconsciente, mediante la sexualidad o el mundo circundante, pero finalmente no podremos por menos de volver a montarlo, como al jinete en su cabaIlo, en su unitaria validez. Es imposible ignorar el progreso en este sentido deparado por la Psicologia individual. El yo llegó a imponer su dignidad a toda la psicología moderna, y si alguien lo cree desplazado por el ello o por el inconsciente, se equivoca. El ello se comporta siempre como un yo, más o menos ostensiblemente. Y sabido es que el Psicoanálisis, que ha visto siempre en la Psicología individual un cautivo, que ya no se libera, acepta hoy y hasta incluso incorpora a su sistema artificial el hecho de que el consciente --o yo-- se halla invadido de inconsciente --o, como yo le llamo, incomprendido-- y que delata siempre un cierto grado de sentimiento de comunidad.

Es muy natural que en nuestros esfuerzos por aclarar la unidad infragmentable de la vida psiquica hayamos tropezado de pronto con la función y la estructura de la memoria. Pudimos confirmar las observaciones de autores antiguos de que no hay que concebir la memoria como la aglomeración fortuita de impresiones y de sensaciones, y de que las impresiones no se adhieren mecánicamente a la mneme. sino que ante esta función estamos también en presencia de una energía parcial de la vida anímica unitaria del yo, cuyo papel, compartido con la percepción, consiste en adaptar las impresiones al estilo de vida ya preestablecido y en utilizarlas según los fines de éste. Si quisiéramos expresarnos de una manera, por así decirlo, canibalesca, podríamos decir que la función de la memoria consiste en devorar y digerir las impresiones. No significa esto que debamos pensar en veleidades sádicas de la memoria. Pero el proceso de digestión forma parte del estilo de vida. Lo que no le agrada queda rechazado, olvidado o conservado como advertencia ejemplar. El estilo de vida decide. Si está dispuesto a acoger advertencias, utilizará a este fin impresiones indigeribles. Esto nos hace pensar en aquel rasgo del carácter que se llama prudencia. Hay cosas que quedan digeridas a medias, en su cuarta o en su milésima parte. En el proceso de esta digestión también pueden ser exclusivamente digeridos aquellos sentimientos y actitudes que van adheridos a las impresiones, mezclados a veces con recuerdos de palabras o de conceptos o con partículas de ambos. Si olvido el nombre de una persona a quien, sin embargo, conozco bastante y que no ha de recordarme algo desagradable ni serme necesariamente antipática, sino que de un modo transitorio o perdurable se encuentra simplemente fuera del sector de mi interés, estrictamente señalado por mi estilo de vida, puedo, no obstante, rememorar todo lo que me parece importante respecto a esa persona. Puedo imaginármela como si estuviera presente; puedo evocarla y decir algo de ella. Precisamente porque no recuerdo su nombre, ocupa en su plenitud el campo de visión de mi conciencia. Esto quiere decir que mi memoria puede hacer desaparecer parte de la impresión total o la totalidad misma de la impresión tenida, obedeciendo bien a una de aquellas tendencias que acabamos de caracterizar o bien a alguna otra. Es ésta una capacidad artística que corresponde al estilo de vida individual. La totalidad de la impresión abarca, pues, mucho más que la vivencia formulada en palabras. La apercepción suministra a la memoria la percepción correspondiente a la peculiar manera de ser del individuo. Esta manera de ser acoge la impresión preparada de este modo y la reviste con sentimientos y con una actitud determinada. Éstos obedecen a su vez a la ley de movimiento del individuo. Lo que queda después de este proceso de digestión suele designarse como recuerdo, trátese de palabras, sentimientos o actitudes frente al mundo circundante. Este proceso abarca aproximadamente aquello que se suele comprender por función de la memoria. No existe, por lo tanto, una reproducción ideal y objetiva independiente de la peculiar manera de ser del individuo. Debemos, pues, tener en cuenta que hay tantas formas de memoria como formas de estilos de vida.

Uno de los ejemplos más frecuentes de una determinada forma de vida y de su memoria peculiar aclarará estas afirmaciones.

Un señor se queja con irritación de que su esposa lo olvidatodo. Como médico pensé antes que nada en una enfermedad orgánica del cerebro. Excluida esta posibilidad y prescindiendo momentáneamente del síntoma (una necesidad que muchos psicoterapeutas no comprenden), procuré ahondar en el estilo de vida de mi enferma. Y encontré que era una persona muy tranquila, amable y comprensiva, que sólo con gran dificultad pudo defenderse de sus suegros en su matrimonio con un hombre ávido de dominio. Éste le había hecho sentir más de una vez la dependencia pecuniaria en que se hallaba frente a él, así como el hecho de su origen en extremo modesto. En la mayoría de los casos solía soportar silenciosamente las pláticas de su marido. Pero en varias ocasiones se llegó a hablar por ambas partes de un posible divorcio. Sin embargo, el temor a perder la ocasión de dominar a su mujer hizo retroceder al hombre ante aquella resolución.

La mujer era hija única de padres amables y cariñosos, que nunca encontraron nada censurable en ella. El hecho de que prefiriera jugar sola durante su niñez, no se les antojó a aquéllos una falta, tanto menos cuanto que observaron que su hija se comportaba irreprochablemente cada vez que se encontraba en compañia de personas simpáticas. Sin embargo, también en el matrimonio era propensa, cuando estaba sola, en sus ocios y horas de lectura, a no dejarse molestar ni por la sociedad ni por su marido, aunque éste hubiera preferido estar más con ella para poner siempre de relieve su superioridad. En el cumplimiento de sus deberes de ama de casa acusó siempre un celo casi exagerado. Su único defecto era el de haberse olvidado con frecuencia sorprendente de cumplir los encargos del marido.

Sus recuerdos infantiles revelaron que había tenido siempre un gran placer en realizar sola sus obligaciones.

El psicólogo educado en nuestra escuela nota en seguida que en su forma de vida esa señora era propensa a cumplir todo aquello que pudiera realizar por sí misma, pero no las tareas a efectuar entre dos, como el amor y el matrimonio. Su marido no era la persona más indicada, por sus propios defectos, para que desarrollara esta aptitud. El objetivo de perfección para esa dama consistía en el trabajo unipersonal, en el cual se conducía siempre de manera ejemplar. Y quien no hubiera observado sino este aspecto de su vida no habría podido encontrar en ella falta alguna. Pero carecía de preparación para el amor y para el matrimonio; fracasó siempre que se trataba de acompañar a otro. De esto podemos inferir, para no citar más que un detalle, la forma de su sexualidad: la frigidez. Tras esta digresión volveremos ahora al síntoma que muy justificadamente habíamos dejado de lado. Incluso hemos llegado ya a comprenderlo. Su olvido representaba una forma poco agresiva de protesta contra la colaboración impuesta, colaboración para la cual no estaba preparada y que caía fuera de su objetivo de perfección personal.

No todo el mundo es capaz de reconocer y comprender, a base de breves caracterizaciones como ésta, la complicadísima obra maestra de construcción de un individuo. Pero la enseñanza que Freud y sus discípulos, quienes necesitan una terapia psicoanalítica, nos atribuyen, de que los enfermos sólo aspiran a llamar la atención, es más que censurable y se condena por sí misma.

Diremos de paso que muy a menudo se plantea el problema de si un caso debe ser considerado grave o leve. Partiendo de nuestra concepción, la decisión dependerá totalmente del grado del sentimiento de comunidad que acuse el individuo. En el caso presente, se comprenderá con facilidad que el error de esta mujer y su preparación defectuosa para la colaboración y para la vida en común era fácil de corregir, ya que, por así decirlo, sólo por olvido había omitido desarrollar esta piedra angular de la educación. Tras amistosas conversaciones con el médico y la educación simultánea del marido por el médico, llegó a salir del círculo vicioso (que Künkel llama con un ligero y malicioso cambio de palabras círculo diabólico y Freud círculo mágico), y desapareció por completo su falta de memoria, puesto que era ya inmotivada.

Ahora estamos preparados para comprender que todo recuerdo -siempre que una vivencia tenga interés para el individuo y no quede rechazada de plano- es el resultado de la transformación de una impresión por el estilo de vida, por el yo. Esto es cierto no sólo para los recuerdos mejor o peor conservados, sino también para los recuerdos defectuosos y difíciles, así como para aquellos cuya expresión verbal ha desaparecido sin dejar más huella que una tonalidad afectiva o una actitud determinada, lo cual nos conduce a una noción relativamente importante, a saber: que todo proceso de movimiento anímico en su marcha hacia el objetivo de perfección puede aproximarse a la comprensión del observador si en la memoria quedan convenientemente esclarecidos el area intelectual, el afectivo y el de las actitudes. Sabemos que el yo no sólo se expresa mediante el lenguaje, sino también a través de los sentimientos y de las actitudes que adopta ante la realidad, y que la conciencia de la unidad del yo debe precisamente a la Psicología individual el conocimiento de lo que hemos denominado dialecto de los órganos.

El contacto con el mundo que nos rodea lo mantenemos a través de todas las fibras de nuestro ser, de nuestro cuerpo y de nuestra alma. En cada caso nos interesa la manera, especialmente la defectuosa, con que se intenta mantener este contacto. Este camino me llevó a la agradable e interesante tarea de encontrar y utilizar los recuerdos de cada persona, como fragmentos interpretables de su estilo de vida, sea cual fuere la forma bajo la cual puedan presentarse. El hecho de que haya dedicado mayor interés a los recuerdos más lejanos se explica porque éstos nos aclaran acontecimientos auténticos o imaginados, verídicos o transformados, que están más cerca de la construcción creadora del estilo de vida de los primeros años y revelan, al mismo tiempo, por lo menos en gran parte, la utilización de los acontecimientos por el estilo de vida. Nos incumbe menos la tarea de estudiar el contenido (que es muy fácilmente comprensible para todos) que la de medir su probable tonalidad afectiva, la actitud subsiguiente, así como la elaboración y la selección del material de construcción; este último, porque nos permite descubrir los intereses principales del individuo, lo cual ya constituye una parte integrante y esencial del estilo de vida. En esta labor nos servirá de mucho la cuestión capital de la Psicología individual: ¿Hacia dónde tiende este individuo? y ¿Qué opinión tiene de sí mismo y de la vida? Ciertamente nos dejamos guiar, en estas consideraciones, por las firmes concepciones de la Psicología individual: objetivo de perfección, sentimiento de inferioridad, cuyo reconocimiento (aunque no su justa comprensión, como lo ha reconocido Freud) está actualmente extendiéndose por todo el Mundo, complejo de inferioridad o de superioridad, sentimiento de comunidad y todo lo que puede inhibir su desarrollo. Pero todas estas concepciones estrechamente ligadas sólo nos ayudan a iluminar un campo de visión, dentro de cuyo marco tendremos que determinar la ley individual de movimiento del sujeto.

Se nos plantea en esta labor la pregunta escéptica de si en nuestra interpretación de los recuerdos y de sus correlaciones con el estilo de vida no hay grandes posibilidades de dejarse desviar fácilmente, visto la multiplicidad de las formas de expresión individuales. Todo aquel que maneje la Psicología individual con el arte que ella requiere, no dejará de reconocer, desde luego, los distintos matices. Procurará, sin embargo, eliminar con todos los medios disponibles cualquier posible error. Una vez encontrada en los recuerdos del individuo su auténtica ley de movimiento, será preciso descubrir la misma ley en todas las demás formas de expresión de la personalidad. Cuando se trate de abordar fracasos, cualquiera que sea su naturaleza, tendrá que comprobar sus afirmaciones tantas veces como sea necesario hasta que el enfermo quede convencido de su exactitud por el peso de la evidencia. El mismo médico quedará, a su vez, convencido, más tarde o más temprano, según su propia ecuación personal. Y es que para medir los errores, los síntomas y el curso de vida equivocado de un sujeto no hay como una dosis suficiente del justo sentimiento de comunidad.

Ahora estamos ya en condiciones de poder descubrir, aunque naturalmente observando siempre un máximo de precauciones y equipados con la mayor experiencia posible, cualquier orientación equivocada en el camino de la vida, la falta de sentimiento de comunidad o su presencia, a base de los recuerdos más lejanos de la vida del individuo. De guía nos sirve sobre todo nuestro conocimiento de la carencia de sentimiento de comunidad, así como de sus causas y de sus consecuencias. Mucho puede inferirse de la exposición de una situación de nosotros o de yo. Mucho también se aprende del cómo la madre es mencionada. Los recuerdos orientados sobre peligros y accidentes, al igual que sobre castigos o condenas, nos revelará una propensión exagerada a tener siempre ante los ojos los aspectos hostiles y adversos de la vida. El recuerdo del nacimiento de un hermano revela la situación de destronamiento; el de la primera visita al parvulario o a la escuela, la potente impresión que causan las situaciones nuevas. El recuerdo de enfermedades y de muerte va ligado muy a menudo con el temor que inspiran y, más frecuentemente, con el anhelo de hallarse mejor armado contra ellas en el caso, por ejemplo, del médico o de la enfermera. Los recuerdos de temporadas pasadas en el campo con la madre, así como la referencia a determinadas personas --madre, padre y abuelos--, en una atmósfera afable, demuestran no sólo la preferencia que el individuo tiene por esas personas que le habían mimado, sino la exclusión de todas las demás. Los recuerdos de delitos cometidos, hurtos, actos de carácter sexual, etc., acusan generalmente un gran esfuerzo para eliminarlos del proceso de las vivencias ulteriores. A veces encontramos otras clases de inclinaciones que, como las de carácter visual, acústico, o motor, contribuyen notablemente al descubrimiento de fracasos en la vida escolar o de una elección de profesión equivocada, lo que nos permite, cuando sea posible, sugerir una orientación hacia una profesión que mejor corresponda a la manera en que el sujeto está preparado para la vida.

Algunos ejemplos ilustrarán la correlación que existe entre los recuerdos más lejanos y el permanente estilo de vida del sujeto.

Un hombre de unos treinta y dos años, hijo mayor y muy mimado de una viuda, muestra una absoluta ineptitud para toda clase de trabajos. No bien inicia cualquier labor profesional, aqueja agudos síntomas de angustia que ceden inmediatamente tan pronto como puede regresar a casa. Fue siempre un hombre afectuoso, pero poco sociable. En la escuela mostrábase sumamente excitado ante cualquier examen, y muy a menudo se quedaba en casa, alegando gran cansancio y agotamiento. Su madre siempre cuidó de él de la manera más afectuosa.

Puesto que no estaba preparado sino única y exclusivamente para ser objeto del cariño materno, ello nos permitió concluir ya acerca de su objetivo de vida, que no era otro que el de rehuir cuantos problemas se le presentaran, y, por consiguiente también, toda posibilidad de fracaso. Junto a la madre, esta posibilidad no existía. El hecho de persistir en su método de colocarse bajo la tutela materna le confirió el aspecto de un hombre infantil, sin que hubiésemos podido caracterizarle como tal desde el punto de vista orgánico. Su procedimiento de retirada hacia la madre, cuya eficacia tantas veces pudo comprobar desde su infancia, quedó fortalecido notablemente al ser rechazado por la primera muchacha por la cual sintió amor. El shock recibido con motivo de este acontecimiento exógeno le fortaleció en su actitud de eterna retirada, de modo que ya no encontró tranquilidad en ninguna parte fuera de las faldas de su madre.

He aquí su más lejano recuerdo de la infancia: Cuando tenía unos cuatro años me hallaba sentado en la ventana observando a unos obreros que estaban construyendo una casa en frente, mientras mi madre zurcía medias.

Se dirá: este recuerdo carece de importancia. ¡Al contrario! La selección de su primer recuerdo --poco importa de que en realidad sea o no el más lejano-- tuvo que estar guiada por algún interés determinado. La actividad de su memoria, guiada por el estilo de vida, destaca un acontecimiento cuyo vigor revela claramente la peculiar manera de ser del individuo. El hecho de que la escena se desarrolle junto a la madre nos hace entrever que estamos en presencia de un niño mimado. Pero nos revela, al mismo tiempo, otra cosa: Está mirando mientras los demás trabajan. Su preparación para la vida es la de un contemplador, la de un espectador sin ninguna cualidad positiva. Cada vez que intenta algo más allá de su preparación para la vida le parece encontrarse al borde de un precipicio, y en seguida se bate en retirada, escudándose para ello en un shock, por el miedo a que sea descubierta su falta de valor. Si le dejamos en casa junto a su madre, si le permitimos ser únicamente espectador del trabajo ajeno, entonces parece estar en su elemento. Su línea de movimiento tiende a dominar a su madre como único objetivo de superioridad. Desgraciadamente, un mero espectador tiene muy pocas probabilidades de éxito en la vida. No por eso se dejará de pasar revista a todas las posibilidades que existan para proporcionar a este individuo, después de estar curado, una ocupación adecuada en la que pueda sacar provecho de su actitud de contemplador y espectador. Como nosotros forzosamente comprendemos las cosas mejor que el mismo enfermo, nuestro deber es intervenir de modo activo, hasta el extremo de darle a entender: Podrías, ciertamente, tener un buen desempeño en cualquier profesión que escogieras, pero si quieres utilizar al máximo tus aptitudes, búscate una profesión en que la facultad de observación ocupe el primer plano. Ese individuo se dedicó luego, con éxito, a la compraventa de objetos de arte.

Freud describe siempre los fracasos de los niños mimados con una terminología retorcida, sin descifrar lo que significa. El niño mimado lo quiere todo para sí, y únicamente con grandes dificultades se decide a realizar las funciones normales requeridas por el desarrollo. Desea a la madre en su complejo de Edipo (cosa, aunque exagerado, comprensible en casos individuales, puesto que el niño mimado rechaza a todas las demás personas). Más tarde tropieza con toda clase de dificultades (no a causa de la represión del complejo de Edipo, sino por efecto del shock ante otras situaciones) y llega a abandonarse incluso a deseos de asesinato frente a personas que, a su parecer, se oponen a la realización de sus deseos. Se verá claramente que se trata aquí de una especie de producto artificial de una educación equivocada, preñada de mimos. Y, sólo el conocimiento de las consecuencias de tan funesta educación puede servirnos para una mejor comprensión de la vida anímica. Ahora bien: la sexualidad es una tarea para dos personas, y no puede cumplirse, por tanto, si no se posee la necesaria dosis de sentimiento de comunidad, de la que carecen los niños mimados. Freud, generalizando sus diferenciaciones, se vio obligado a derivar los deseos, las fantasías y los síntomas artificialmente creados, así como la lucha que contra ellos sostienen los rudimentos de sentimiento de comunidad que aún le quedan al individuo, de unos impulsos sádicos que considera congénitos y que, en realidad, como ya hemos visto, son fomentados artificialmente mucho más tarde, como consecuencia del mimo. Esto nos hará comprender fácilmente que el primer acto del niño que acaba de nacer --mamar del pecho materno-- es un acto de colaboración, y no, como Freud admite, obedeciendo a sus teorías preconcebidas, un acto de canibalismo o una prueba de la existencia de un impulso sádico congénito. Este acto es, por consiguiente, tan provechoso para la madre como para el niño. Así, dentro de la obscura concepción freudiana desaparece por completo la gran diversidad de las formas de vida de la especie humana.

He aquí otro ejemplo que demostrará la utilidad de nuestra interpretación de los recuerdos más lejanos de la infancia.

Una muchacha de unos dieciocho años vive en continua pugna con sus padres. En vista de sus éxitos escolares se la quiere consagrar al estudio de una carrera. La muchacha se opuso, como solía oponerse a todo por el solo temor al fracaso, basándose en que no consiguió ser la primera en sus exámenes. He aquí ahora su recuerdo más lejano: en una fiesta infantil, cuando tenía unos cuatro años, vio en manos de otro niño un enorme balón. Como niña mimada que era, removió tierra y cielo para conseguir un balón semejante. Su padre recorrió toda la ciudad para encontrar uno, pero sin éxito. La niña rechazó llorando y gritando un balón más pequeño que aquél. Tan sólo al declarar el padre que era imposible, a pesar de todos sus esfuerzos, encontrar el objeto deseado, se tranquilizó la niña aceptando el pequeño balón que le daban. Este recuerdo me convenció de que la muchacha era sensible a las explicaciones amistosas; pudo ser persuadida de su ambición egocéntrica y entró en razón.

Cuán obscuros son los caminos del destino, nos lo demostrará el siguiente caso. Un individuo de unos cuarenta y dos años, casado con una mujer diez años mayor que él, quedó impotente después de muchos años de vida conyugal. Desde hacía dos años apenas hablaba con su mujer y con sus hijos. Antes había alcanzado ciertos éxitos profesionales; pero desde entonces descuidó por completo sus negocios y llevó a toda la familia a una situación lamentable. Siempre había sido el preferido de su madre, y por tanto muy mimado. Al tener él tres años nació una hermanita y, poco después --la llegada de la hermanita era su recuerdo más lejano--, empezó a orinarse en la cama. También tuvo en su infancia sueños terroríficos, tales como los que solemos encontrar muy a menudo en los niños mimados. No cabe duda de que la enuresis nocturna y el miedo constituían un intento de oponerse a su destronamiento, sin que debamos pasar por alto que la enuresis era al mismo tiempo la manera de expresar una acusación contra su madre y hasta quizá incluso un acto de venganza. En la escuela se distinguió siempre por su docilidad. No recordaba haberse peleado sino en una sola ocasión, al ser ofendido por otro niño. El maestro manifestó en aquel momento su asombro de que un niño considerado por todos como tan bueno hubiera podido llegar a tal extremo.

Comprenderemos fácilmente que nuestro individuo se había entrenado para alcanzar un objetivo de superioridad que consistía en verse preferido a los demás. Cuando no sucedía así recurría a medios que representaban en parte acusación, en parte venganza, sin que esta motivación hubiera llegado a su propia conciencia ni a la de las personas que le rodeaban. Su objetivo de perfección, teñido de egoísmo, englobaba también la actitud de no parecer malo a los demás. Como él mismo subrayó, se había casado con una mujer de tanta edad por habérsele acercado en actitud de madre. Ahora bien: cuando su esposa alcanzó los cincuenta años y se dedicó sobre todo a cuidar de sus hijos, el individuo rompió todo contacto con los tres de un modo aparatoso pero, al parecer, nada agresivo. Este rompimiento se expresó también en la impotencia en virtud del dialecto de los órganos. Ya desde su infancia era de esperar que cualquier disminución del mimo --como cuando nació su hermanita-- la acusase en forma poco clara, pero no por eso menos eficaz.

Un hombre de unos treinta años, el mayor de dos hermanos, sufrió una larga condena por haber cometido repetidos robos. Sus recuerdos más lejanos se remontaban al tercer año de su vida, a la época que siguió inmediatamente al nacimiento de su hermano menor. Helos aquí: Mi madre siempre había preferido a mi hermano menor. Ya de pequeño huí varias veces de casa. Impulsado por el hambre, cometía pequeños hurtos en casa o fuera de ella. Mi madre solía castigarme siempre con la mayor crueldad, pero a veces lograba evitar el castigo escapando de casa. Hasta la edad de catorce años fui en la escuela un estudiante regular. Pero no quise seguir estudiando y me dediqué a vagar por las calles. Detestaba mi casa. No tenía amigos ni encontré tampoco muchacha alguna que me quisiera, cosa que era siempre el colmo de mis ilusiones. Me propuse ir a academias de baile para conocer gente, pero nunca tenía dinero para ello. Entonces robé un automóvil y lo vendí muy barato. Desde entonces mis robos fueron adquiriendo mayor importancia hasta que me detuvieron. Tal vez habría emprendido otros caminos si hubiese podido soportar a mi familia, que nunca me dirigió más que censuras e injurias. Por otra parte, mis delitos fueron fomentados por el hecho de haber caído en manos de un vendedor de lo ajeno, que me inducía siempre a cometer nuevos hurtos y robos.

Ya hemos llamado la atención sobre el hecho de que en la mayoría de los casos de criminalidad nos encontramos siempre con sujetos que habían sido mimados o que anhelaban serlo. Y, lo que es igualmente importante, individuos en cuya infancia puede observarse una fuerte actividad que, sin embargo, no ha de ser confundida con el ánimo. En el caso últimamente mencionado, la madre era capaz de mimar a sus hijos, como lo demostró con el segundo. De la conducta amargada de ese hombre, después del nacimiento de su hermano menor, podemos inferir que él también había sido mimado antes. Sus vicisitudes posteriores se originan de su furiosa acusación contra su madre y de aquella actividad para la que carecía de suficiente grado de sentimiento de comunidad --sin amigos, sin carreras, sin amor--. Sólo en la criminalidad encontraron aplicación sus aptitudes.

En la interpretación del crimen como un autocastigo, asociado al deseo de ser encarcelado para adquirir renombre, defendida por algunos psiquiatras ante la opinión pública, descubro en realidad cierta falta de pudor intelectual, sobre todo si está acompañada de un franco desprecio al sentido común y de ataques injuriosos contra nuestras concepciones solidamente cimentadas. Dejo al juicio del lector decidir si tales concepciones dimanan o no de un espíritu de niño mimado y si no tratarán de obrar, precisamente, sobre lo que en el público hay de dicho espíritu.
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