Índice de El sentido de la vida de Alfred AdlerCapítulo XIICapítulo XIVBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XIII

SITUACIONES INFANTILES QUE DIFICULTAN LA FORMACIÓN DEL SENTIMIENTO DE COMUNIDAD, Y SU REMEDIO

Influjo decisivo de la madre en el desarrollo del sentimiento de comunidad. Interpretación del complejo de Edipo por analogía con el juego. Consejos a los padres para fomentar el desarrollo del sentimiento de comunidad. Peligros que a este respecto pueden derivarse de las enfermedades infantiles. Importancia caracterológica de la posición del niño entre sus hermanos según el orden de nacimiento. Psicología del primogénito, del segundogénito y del hijo menor. Plan de investigaciones futuras.

Al investigar las situaciones susceptibles de favorecer la producción de una neurosis en la infancia, descubriremos siempre esos graves problemas a los que antes ya hemos atribuido una importancia suma. Son problemas, en efecto, que dificultan el desenvolvimiento del sentimiento de comunidad: mimos, minusvalías orgánicas congénitas y negligente educación. Las consecuencias de tales factores no sólo son distintas en su amplitud, intensidad y duración (comienzo y fin de su vigencia), sino sobre todo en cuanto a la excitación y a la reacción, practicamente imprevisible, que engendran en el niño. La posición de éste frente a tales factores no depende tan sólo del trial and error (ensayo y error), sino, en grado mayor, y de manera convincente, de sus energías de crecimiento, de su fuerza creadora cuyo desarrollo, como elemento del proceso vital, es asimismo imprevisible en nuestra civilización, que, obstaculiza y al mismo tiempo estímula al niño. Y sólo podemos deducir el proceso vital por los resultados a que da lugar. Si queremos seguir avanzando a base de presunciones, nos encontraremos con un sinnúmero de factores entre los que figuran los siguientes: circunstancias familiares, luz, aire, estaciones del año, calor, ruidos, contacto favorable o desfavorable con las personas, clima, características del suelo, alimentación, sistema endocrino, musculatura, ritmo del desarrollo orgánico, estado embrional y otros muchos, como, por ejemplo, las distintas atenciones y cuidados de las personas encargadas de velar por el niño. Según los casos, nos inclinaremos a admitir en este caótico inventario de circunstancias, factores ora estimulantes, ora desfavorables. Nos limitaremos, sin embargo, a no tomar en consideración sino las probabilidades estadísticas, y aun éstas con bastante cautela, sin negar por eso la posibilidad de discrepancias en los resultados obtenidos. Mucho más seguro es el camino --siempre un tanto variable-- que nos conduce a la observación de los resultados. La fuerza creadora que aquí aparece a cada paso podrá ser apreciada de modo suficiente a través de la mayor o menor actividad del cuerpo y del espíritu.

Sin embargo, no puede pasarse por alto que la tendencia a la cooperación se remonta al primer día de la vida. La importancia enorme de la madre a tal respecto es indudable. En el umbral del sentimiento de comunidad nos encontramos siempre con la madre. La herencia biológica de este sentimiento espera ser objeto de especial cultivo por parte de la madre. En los auxilios más insignificantes, en el baño, en cada uno de los cuidados que de continuo ha de prestarle al niño, puede la madre fomentar o, al contrario, inhibir la capacidad de contacto de éste. En su constante relación con el hijo, en su comprensión y habilidad, hallará los medios adecuados para ello. No queremos pasar por alto que el estado actual de la evolución humana puede aún en este aspecto imponer su equilibrio, obligando incluso al mismo niño a establecer por sí mismo el contacto, salvando cualquier obstáculo existente mediante gritos y actos de resistencia. También en la madre actúa y vive la adquisición biológica del amor materno que no es sino una parte constitutiva del sentimiento de comunidad. Este amor materno puede haber sido descuidado a causa de circunstancias adversas, preocupaciones excesivas, decepciones y desengaños, enfermedades y sufrimientos, o como resultado de una sensible falta del sentimiento de comunidad, con todas las consecuencias que acarrea. Sin embargo, la adquisición evolutiva del amor materno es tan fuerte, tanto en los animales como en el hombre, que puede superar incluso fácilmente al instinto de conservación y al impulso sexual. Es incuestionable que el tipo de contacto establecido con la madre ofrece una importancia capital en el ulterior desarrollo del sentimiento de comunidad. La renuncia a esta palanca potentísima de evolución de la especie humana nos colocaría en un aprieto para encontrarle un sucedáneo más o menos satisfactorio, aun prescindiendo de que el mismo sentimiento de contacto materno representa en sí una indestructible adquisición evolutiva, que opondría una resistencia insuperable a ser eliminada. A este sentimiento de contacto materno debemos, sin duda, gran parte del sentimiento humano de comunidad y, con ello, uno de los más esenciales factores constitutivos de la civilización humana. La exteriorización actual del amor materno ya no es hoy suficiente en muchos casos para satisfacer las necesidades de la comunidad. Un futuro lejano aproximará el uso de ese bien al ideal de comunidad. Porque, muy a menudo, el contacto entre madre e hijos es demasiado débil y con mayor frecuencia demasiado intenso. En el primer caso, el niño puede adquirir desde un principio la impresión de que la vida le es hostil, y las experiencias ulteriores convertir esta opinión suya en hilo conductor de su existencia.

Muchas veces pude observar que un contacto mayor con el padre o con los abuelos no basta para nivelar esa insuficiencia. En general, podemos afirmar que el mayor contacto de un niño con su padre revela un fracaso de la madre, y representa casi siempre una segunda fase en la vida del niño, el cual ha sufrido una decepción --justificada o injustificada-- con respecto a su madre. El hecho de que las niñas muestren a menudo un contacto mayor con el padre, y los niños, en cambio, con la madre, no puede interpretarse en un sentido sexual. Se observa, desde luego, que los padres suelen acercarse con más cariño a sus hijas por estar acostumbrados a hacerlo con todas las muchachas y mujeres, y que también las niñas y los niños, en su preparación para el futuro, a través de los juegos --véase Gross, Spiele der Kinder (Juegos infantiles)--, muestran también esta preparación ante el progenitor del sexo opuesto al suyo. Sólo en niños extremadamente mimados pude comprobar que también el impulso sexual puede intervenir ocasionalmente --claro está que casi nunca de esa manera exagerada de que Freud nos habla--. Tales niños procuran, en el curso de su desarrollo, mantenerse dentro del marco familiar o, más aún, en íntima y exclusiva alianza con aquellas personas que les miman. La obligación de la madre es, desde el punto de la evolución de la especie y del de la sociedad, hacer del niño, lo antes posible, un colaborador, un compañero que ayude al prójimo de buena gana y permita que éste a su vez le ayude cuando sus propias fuerzas no le bastan. Se podrían escribir tomos enteros acerca del niño bien templado; pero aquí debemos limitarnos a llamar la atención sobre el hecho de que es preciso que el niño se sienta en su casa un miembro de la familia con iguales derechos a los demás, con un interés siempre creciente en su padre, en sus hermanos y hermanas y también en todas las personas que le rodean. De esta manera llegará a ser bien pronto no una rémora, sino un colaborador. Pronto se considerará en su propio ambiente, desarrollando por sí mismo ese grado de valor y confianza que son productos naturales de su contacto con el mundo circundante. Las dificultades que pueda exteriorizar, por anomalías intencionadas o no de sus funciones naturales, como son la enuresis, el extreñimiento, el conflicto sin motivo aparente para tomar sus alimentos, serán consideradas, tanto por él como por los que le rodeen, como un problema fácil de resolver, y si su tendencia a la cooperación fuese lo bastante fuerte, estos trastornos no habrían llegado a presentarse. Otro tanto cabría decir del hecho de chuparse el pulgar, morderse las uñas, hurgarse la nariz y tragar a grandes bocados. Todos estos hechos aparecen cuando el niño se resiste a colaborar, y se niega a formar parte de la sociedad civilizada. Se observan exclusivamente en los niños mimados, que intentan extraer de quienes les rodean un mayor rendimiento, una constante diligencia. Generalmente van acompañados de una desobediencia -manifiesta o latente -, señal elocuente de una carencia de sentimiento de comunidad. Hace ya mucho tiempo que hemos llamado la atención sobre estos hechos. Si Freud intenta ahora atenuar los fundamentos de su teoría --el pansexualismo--, esta corrección se debe, sin duda, ante todo, a las aportaciones de la Psicología individual. La concepción mucho más reciente de Charlotte Bühler acerca de un grado normal de desobediencia en el niño podría compensarse fácilmente con el resultado de nuestras experiencias. El hecho de que los defectos infantiles vayan enlazados con rasgos de carácter como desobediencia, celos, egocentrismo, falta de sentimiento de comunidad, ambición personal, inclinación a la venganza, etc., y que se manifiesten con mayor o menor claridad, se comprende por la estructura que anteriormente describimos. Al mismo tiempo, confirma nuestra concepción del carácter como hilo conductor hacia el objetivo de superioridad, como un reflejo del estilo de vivir y como actitud social que no es congénita, sino que se construye simultáneamente con la ley de movimiento creado por el niño. El hecho de fomentar las pequeñas satisfacciones que originan la retención de las heces, el chuparse el dedo, los juegos infantiles con los órganos genitales, etc. a veces precedidos de una sensación de cosquilleo bastante intensa y pasajera, demuestra la peculiar manera de ser de los niños mimados, que no son capaces de renunciar a ningún placer o deseo por ligero que sea.

Otro escollo peligroso para el desarrollo del sentimiento de comunidad es la personalidad del padre. La madre no debe perder la oportunidad de establecer el contacto del padre con el hijo, tan estrechamente como sea posible, contacto que se obstaculizaría fácilmente en caso de mimo, de un deficiente sentimiento social o de aversión hacia el padre. A éste no debe reservársele la misión de amenazar o castigar. Debe, además, dársele oportunidad para que consagre al niño el tiempo y el afecto suficiente para no ser desplazado a un segundo término por la misma madre. Podría añadirse, además, que es en extremo perjudicial el hecho de que el padre trate de atenuar la influencia de la madre mediante una ternura exagerada, o al contrario, instaurar con respecto a su hijo una disciplina demasiado severa, a fin de corregir el excesivo mimo del regazo materno, lo que provocaría un acercamiento aun mayor del niño a la madre. Es igualmente erróneo que el padre intente imponer al niño su autoridad y sus principios. De esta manera quizá logre la sumisión del hijo, pero nunca una colaboración y un sentimiento de comunidad. En nuestro tiempo, tan propenso a la prisa, son precisamente las comidas las que suelen tener capital importancia en la educación para la vida en comunidad. Es indispensable que reine en ellas una atmósfera agradable. Sería preciso reducir a un mínimo inevitable las explicaciones acerca de las buenas maneras en el comer, ya que sólo mediante esa reducción podrán ser enseñadas con éxito. Las censuras, las explosiones de ira y el mal humor deberían ser eliminados por completo en estas ocasiones. Asimismo es preciso abstenerse, durante las comidas, de la lectura o de las reflexiones profundas. Este momento de la vida cotidiana es, al mismo tiempo, el menos indicado para soltar pláticas y censuras acerca de los insuficientes rendimientos en la escuela o de cualesquiera defectos del niño. Debe intentarse crear esta atmósfera social durante las comidas, principalmente al comenzar la jornada, durante el desayuno. Es de suma importancia garantizar a los niños entera libertad para hablar y preguntar. Las burlas, las mofas, las censuras, el poner a otros niños como ejemplos a seguir, perjudican la sociabilidad y pueden conducir al ensimismamiento, a la timidez o a la creación de un grave sentimiento de inferioridad. No debemos hacer ver a los niños su pequeñez, su carencia de conocimientos o falta de capacidad, sino, al contrario, facilitarles el camino hacia un entrenamiento valeroso. Debe dejárseles tranquilos si demuestran interés por algo, no quitarles siempre las cosas de las manos, e indicarles que sólo los comienzos son difíciles, que no debemos mostrar una angustia exagerada ante una situación peligrosa, sin que eso quiera decir que debemos dejar de dar pruebas de la necesaria previsión y de la oportuna defensa.

El nerviosismo de los padres, las disensiones conyugales o una diferente concepción de los problemas de la educación, pueden perjudicar fácilmente el desarrollo del sentimiento de comunidad. Dentro de lo posible, debería evitarse la exclusión demasiado categórica de los niños de la sociedad de los adultos. Las alabanzas y censuras deben referirse a los entrenamientos logrados o malogrados, pero nunca a la propia personalidad del niño. Toda enfermedad de éste puede asimismo constituir un obstáculo peligroso para el desarrollo del sentimiento de comunidad. Es aún más peligrosa, y es válido también para los demás trastornos, si se produce durante los cinco primeros años de la vida. Hemos hablado ya de la importancia de las inferioridades orgánicas innatas y demostrado que se presentan, basándonos en una probabilidad estadística, como males generadores de mala orientación y como obstáculos para el sentimiento de comunidad. Otro tanto podríamos decir de ciertas dolencias que se producen precozmente, como el raquitismo, que influye de un modo desfavorable en el desarrollo corporal sin influir para nada en el desarrollo intelectual, y que puede conducir también a deformaciones anatómicas de mayor o menor grado. Las enfermedades que más perjudican el sentimiento de comunidad entre todas las de la primera infancia, son aquellas en que el miedo y la preocupación de los que le rodean pueden producir honda impresión en el niño, que ve reconocida su valía sin haber hecho nada que la justifique. A este grupo pertenecen la tosferina, la escarlatina, la encefalitis y la corea, cuyo curso, a menudo poco complicado, puede traer consigo, sin embargo, la difícil educabilidad, puesto que el niño sigue esforzándose para que no se interrumpa el mimo que venía disfrutando a lo largo de su enfermedad. En los casos en que ésta deja perennes huellas en el cuerpo, será de aconsejar no atribuir a estos factores corporales el empeoramiento de la conducta del niño, para evitarse la tarea de corregirla. En dos casos diagnosticados equivocadamente de cardiopatía y de afección renal, pude observar, una vez rectificado el error, que la difícil educabilidad no desapareció con la comprobación del perfecto estado de salud de que gazaban los examinados y que el egoísmo perduraba en ellos con todas sus desagradables consecuencias, especialmente la falta de interés social. El miedo, la anxiedad y las lágrimas no reconfortan en absoluto al niño enfermo, sino que le inducen a ver en su enfermedad una ventaja. No es necesario insistir en que los defectos en el niño deben ser corregidos y las secuelas mejoradas o curadas, tan pronto como sea posible y que en ningún caso se debe pensar que el defecto, algún día, será superado por el mismo desarrollo. De la misma manera es preciso intentar prevenir las enfermedades, pero sin intimidar al niño ni prohibirle que se junte con sus camaradas.

Abrumar al niño con cosas que representan para él un verdadero esfuerzo, ya sea corporal o intelectual, puede provocar con facilidad molestias o cansancio y determinar un estado de ánimo poco propicio para entrar en contacto con la vida. Las enseñanzas artística y científica deben corresponder a la posibilidad de asimilación del niño. Por esta misma razón debe ponerse coto a la insistencia fanática que muestran algunos pedagogos por querer explicar los fenómenos sexuales. Es preciso contestarle al niño que nos pregunte o que parezca preguntarnos, pero sólo en la medida en que creamos que nuestras explicaciones puedan ser comprendidas y asimiladas por él. Mas en todos los casos debe ilustrársele respecto a la igualdad de los sexos y acerca de su propio papel sexual, puesto que, en caso contrario --como el mismo Freud ha llegado a reconocer--, dado el nivel de retraso de nuestra civilización, podría sacar la conclusión de que la mujer es inferior en cierto grado al hombre. Esta opinión puede fácilmente producir en los niños fenómenos de orgullo, con sus fatales consecuencias para la sociedad, y en las muchachas la protesta viril que describimos hace ya muchos años (véase Adler, Ueber den nervosen Charakter, El carácter neurótico), con consecuencias tan perjudiciales. Las falsas nociones pueden despertar dudas sobre el propio sexo y, por lo tanto, dar lugar a una preparación insuficiente para el propio papel sexual con toda clase de resultados desastrosos.

De la posición de los hermanos dentro de la familia deriva otra clase de dificultades. La preponderancia acentuada (o a veces ligerísima) de uno de los hermanos en la primera infancia llega a ser muchas veces una gran desventaja para los restantes. Es enorme la frecuencia con que coinciden, en una misma familia, los defectos de un niño con las excelencias de otro. La acrecentada actividad del uno puede ser la causa de la pasividad del otro; el éxito de un hermano, provocar el fracaso del otro. Cuán desfavorables pueden ser tales fracasos precoces para el porvenir del individuo es cosa que se ve con frecuencia. La predilección, muchas veces casi inevitable, por uno de los hijos puede redundar en perjuicio de otro, desencadenando en éste un sentimiento de inferioridad muy acusado, con todas las posibles consecuencias de un complejo de inferioridad. También el desarrollo, la belleza o la fuerza de uno proyectan sombra sobre el otro. No deben pasarse tampoco por alto aquellos hechos que hemos puesto de relieve y que son consecuencia directa de la posición que, por orden de edad, ocupa el niño en el número de los hermanos.

Ya es tiempo de acabar con la superchería de que la situación de los hermanos es idéntica para todos en el círculo familial. Sabemos que si el medio ambiente y la educación fueran exactamente iguales para todos, su influencia no sería experimentada por el niño sino para emplearla como material de construcción del estilo de vida, conforme, únicamente, a sus energías creadoras. Veremos de cuán diferente modo percibe el entorno cada niño. Parece hoy cosa segura que los hijos no acusan ni los mismos genes ni las mismas condiciones fenotípicas. Incluso respecto a los gemelos procedentes del mismo óvulo, las dudas aumentan cada día en cuanto a la igualdad de su constitución física y psíquica . La Psicología individual se ha asentado desde sus comienzos en el terreno de la constitución física innata; pero ha afirmado siempre que la constitución psíquica no se establece sino entre los tres y los cinco primeros años de vida --utilizando como material de construcción tanto la herencia como los influjos ambientales-- con la formación del prototipo psíquico que encierra ya en sí la invariable ley de movimiento individual y la forma de vida engendrada por la energia creadora del niño. Sólo merced a esta concepción me fue posible descubrir los rasgos típicos --aunque siempre individualmente diferentes-- propios de los hermanos. Creo haber logrado demostrar definitivamente que la forma de vida de cada niño aislado acusa la posición exacta de éste dentro de la constelación de los hermanos. Este hecho ilumina con luz singular el problema del desarrollo del carácter. Porque si es cierto que determinados rasgos de carácter están en consonancia con la posición del niño en esta constelación fraternal, entonces no hay lugar para esas discusiones que insisten, ya en la herencia del carácter, ya en hacer derivar a éste de una zona erótica anal o de otra semejante.

Pero hay más todavía, y es que puede explicarse sin dificultad de qué modo adquiere el niño su peculiar modo de ser por la posición en que se encuentra dentro de la constelación de los hermanos. Las dificultades del hijo único son también bastante conocidas. Encontrándose constantemente entre adultos, amparado por lo general con exceso y creciendo entre los continuos sobresaltos de los padres, aprende muy pronto a sentirse punto central y a conducirse en consecuencia. Muy a menudo la enfermedad o la debilidad de uno de los padres se convierte en circunstancia agravante. Aquí intervienen aún con mayor frecuencia las desavenencias conyugales o los divorcios, que suelen originar, casi sin excepción, una atmósfera que no aporta en verdad provecho alguno al sentimiento de comunidad del niño. Muy a menudo se puede observar, como hemos demostrado ya, la protesta, generalmente neur6tica, de la madre ante el anuncio de otro nuevo niño, protesta que trae aparejada casi siempre una preocupación exagerada por el primer hijo y su esclavización. En la vida ulterior de tales niños encontraremos siempre alguna de las muchas variantes, que van desde una absoluta sumísión, protesta en secreto, hasta un ansia exagerada de dominio exclusivo. Estos puntos neurálgicos, al ser rozados por un problema exógeno, empiezan a doler, manifestándose vivamente. Una exagerada identificación con la familia impide el contacto con el mundo exterior y suele resultar perjudicial en muchos casos.

Cuando el número de hermanos es crecido, vemos al hermano mayor en una situación única, que los restantes hermanos nunca conocerán. Durante cierto tiempo ha sido hijo único, recibiendo entonces impresiones que corresponden a esta situación. Pero después de cierto tiempo es destronado. Hemos escogido esta expresión que caracteriza el cambio de situación con tal exactitud que los autores fieles a las circunstancias que describen, y hasta el mismo Freud, se han visto obligados a recurrir a ella. El período anterior a ese destronamiento no deja de tener importancia para comprender la impresión dejada en el niño y el uso que hará de ésta. Si transcurren tres años o más, entonces el acontecimiento afectará un estilo de vida ya establecido y provocará una reacción en consonancia con éste. En general, los niños mimados soportan este cambio tan mal como, por ejemplo, la supresión del pecho materno. Tengo que hacer constar, sin embargo, que con un año de intervalo basta para marcar tan hondamente en el carácter las huellas del destronamiento que sean luego imborrables para todo el resto de la vida. No debe olvidarse tampoco que el ámbito vital ya conquistado por el primogénito queda limitado por el nacimiento del segundo vástago. Vemos que para una comprensión más precisa es necesario recurrir a una larga serie de factores, y sobre todo tener presente que todo este proceso se desarrolla sin palabras ni conceptos, si el intervalo no es demasiado grande; es decir, que no será jamás susceptible de una corrección por las experiencias ulteriores, sino tan sólo mediante un esclarecimiento psicológico-individual de las relaciones de conjunto. Estas impresiones no formuladas en palabras, que son tan numerosas en la primera infancia, serían interpretadas por Freud y Jung, en caso de vislumbrarlas, de manera completamente distinta; no como vivencias, sino en consonancia lógica con sus doctrinas, como impulsos inconscientes o como inconsciente colectivo atávico. Los manifestaciones de odio o los deseos de muerte que se observan a veces no son sino el producto artificial de una educación equivocada carente de sentimiento social, y no se presentan más que en niños mimados, a veces resentidos contra el hermano que les sigue. Tales depresiones y tonalidades afectivas las encontramos también en hermanos menores, sobre todo si han sido mimados. Pero el primogénito, si fue mimado en demasía, lleva cierta ventaja a los demás en el disfrute de su situación excepcional, y el dolor del destronamiento ha de sentirlo todavía con mayor violencia. El hecho de que estos fenómenos se observen también en hermanos menores, en los cuales engendran con frecuencia un complejo de inferioridad, demuestra de un modo concluyente que la particular violencia del trauma obstétrico en los primogénitos como pretendido motivo de sus desviaciones neuróticas debe ser relegado al mundo de la fantasía, puesto que se trata de una suposición enteramente gratuita, a la cual sólo puede llegar quien desconozca por completo las experiencias de la Psicología individual.

Es fácilmente comprensible que la protesta del primogénito contra su destronamiento se manifieste muy a menudo por una tendencia a justificar el poder que le ha sido conferido y de alguna manera a conservarlo. Esta inclinación confiere a veces al primogénito un marcado carácter conservador,no en el sentido político, sino en la vida cotidiana. Un ejemplo muy gráfico de ello nos lo proporciona la biografía del escritor alemán Teodoro Fontane. Conocido es de todos el rasgo autoritario en la personalidad de Robespierre, rasgo que no nos habría dejado imaginar su participación y el importante papel que desempeñó en la Revolución francesa. Sin embargo, de acuerdo a la Psicología individual, adversa a toda regla rígida, no debe pasarse por alto que no es el rango ocupado en la línea familial sino la situación lo que importa, y que los rasgos peculiares del primogénito pueden manifestarse más tarde en otro hermano, si éste está en correlación íntima con otro que le sigue de cerca y reacciona a la manera del primero. No debemos olvidar tampoco que, a veces, el hijo segundo desempeña el papel del primogénito: por ejemplo, en el caso de que el primer hijo sea débil mental y no pueda tomársele en consideración. La personalidad de Paul Heyse nos proporciona un excelente ejemplo a este respecto. El gran escritor adoptó siempre, frente a su hermano mayor, una actitud casi paternal, siendo en la escuela la mano derecha del maestro. Pero en todos los casos tendremos una fecunda vía para la investigación si observamos la peculiar forma vital del primogénito, sin olvidar que el segundo le mina el terreno. El caso de que a veces encuentre el recurso de tratarle de una manera paternal, o maternal, no es sino una variante de su anhelo de superioridad.

En el caso de que el primogénito vaya seguido, con poco tiempo de diferencia, de una hermana, se plantea un problema especial. Su sentimiento de comunidad se encuentra expuesto entonces a experimentar serios contratiempos. Esto se debe sobre todo al hecho de que, hasta sus diecisiete años, las muchachas se encuentran en una situación más favorecida por la Naturaleza en su desarrollo físico y psíquico que es más rápido, poniendo así en peligro el prestigio del hermano que las precede. Pero a menudo interviene otro motivo, a saber: que el niño primogénito intenta defender no sólo su papel preponderante, sino también el fatal privilegio del papel masculino, mientras que la muchacha con su sentimiento de inferioridad a cuestas, --debido a la molesta situación cultural existente aunhoy para la mujer--, lo zarandea fuertemente revelando en ese momento un entrenamiento más potente, que le confiere a veces rasgos distintivos de gran energía. En otras muchachas esto puede ser el preludio de la «protesta viril» (véase Ueber den nervösen Charakter, el carácter neurótico), que puede traer consigo, en su desarrollo, un sinnúmero de consecuencias, ya buenas o ya malas; todas situadas entre la perfección y las aberraciones de la naturaleza humana, partiendo del rechazo total del amor hasta llegar a la homosexualidad. Freud, en una de sus últimas épocas, empezó a hacer uso de este resultado de la Psicología individual y lo introdujo en sus esquemas sexuales bajo el nombre de complejo de castración, sosteniendo que sólo la falta del miembro viril puede engendrar ese sentimiento de inferioridad cuya estructura ha sido revelada por nuestras investigaciones. Pero en sus últimos escritos da, por fin, a entender que hasta cierto punto reconoce el aspecto social de este problema. El hecho de que el primogénito sea considerado generalmente como el sostén de la familia y de las tradiciones conservadores de ésta, demuestra una vez más que la capacidad de adivinación presupone forzosamente una experiencia.

Las impresiones bajo cuyo impulso el hijo segundo suele trazarse con tanta frecuencia su ley de movimiento consisten, ante todo, en que se ve siempre precedido por un hermano que no sólo le supera en desarrollo, sino que, defendiendo sus privilegios, le discute constantemente la anhelada igualdad. Estas impresiones no se producen, sin embargo, si la diferencia de edad es muy notable, y se hacen tanto más violentas cuanto más pequeña es esa diferencia. Resultan especialmente oprimentes para el hijo segundo si éste no se siente capaz de superar al primogénito. Pero desaparecen casi por completo si el segundo sale desde un principio victorioso, ya por la inferioridad del primogénito, ya porque éste sea menos amado. Casi siempre se podrá observar en el segundo un mayor afán por avanzar, afán que se exterioriza ora en una energía acrecentada, ora en forma de un temperamento más fogoso, desembocando en una mejora del sentimiento social, o en una conducta errónea. Será preciso investigar si observa o no una actitud de rivalidad en la que también el primogénito puede participar, o si ofrece, por el contrario, una actitud reconcentrada y bajo presión. El hecho de que los dos primeros hijos no sean del mismo sexo puede contribuir también a la rivalidad, sin que, en ocasiones, resulte perjudicado esencialmente el sentimiento de comunidad. Asimismo puede ser un factor de gran peso la belleza de uno de los niños, e igualmente el mimo que se dé a uno de ellos. En este último caso no es preciso que salte a los ojos la diferencia en la cariñosa preocupación de los padres, pues basta con que exista en opinión de uno de los hermanos. Si uno cualquiera de ellos se revela como un fracasado, el otro mostrará muy a menudo una disposición excelente que, por cierto, puede manifestarse poco sólida al entrar en la vida escolar o cuando llega a ser adulto. Si uno de los dos es reconocido como sobresaliente, el otro puede fácilmente presentarse como un fracasado. A veces se encontrará --incluso en gemelos del mismo óvulo-- una semejanza aparente en el hecho de que ambos hacen lo mismo tanto para lo bueno como para lo malo, pero es preciso darse cuenta de que uno de los dos sigue sumiso los pasos del otro.

También en el caso del hijo segundo podemos admirar la innata capacidad intuitiva, producto seguramente de la evolución, y que precede notablemente a la comprensión. La particularidad del segundo hijo rebelde está maravillosamente narrada en la biblia con la historia de Esaú y Jacob, sin que podamos presuponer una comprensión clara de este hecho: piénsese en el anhelo de Jacob por la primogenitura, en su pugna con el ángel (no te suelto si no me bendices), o en su famoso sueño de la escalera que sube al cielo; todo habla claramente de la rivalidad del segundo hijo, de su tendencia a destacarse, a sobresalir. Incluso quien no esté dispuesto a seguir estas disquisiciones quedará extrañamente impresionado al volver a encontrar en la historia de Jacob el menosprecio de éste hacia su propio primogénito. Así, por ejemplo, en la insistente petición de mano de la segunda hija de Laban, en las pocas esperanzas que tiene puestas en su primogénito, y en su manera de otorgar su más solemne bendición a su segundogénito José, al cruzar los brazos y colocar su mano derecha sobre la cabeza de aquel a quien bendice más de corazón.

De las dos hijas mayores de un mismo matrimonio, la primogénita manifestóse desde el nacimiento de su hermanita (tres años menor) como una niña extremadamente revoltosa. La segunda adivinó la ventaja que representaba para ella el convertirse en una hija obediente, y logró, en efecto, hacerse amar sobremanera. Cuanto más la amaban, tanto más sufría la primera, que mantuvo su actitud de violenta protesta hasta en su edad más avanzada. La segunda, acostumbrada a su superioridad en todos los terrenos, sufrió un shock al quedar derrotada por la otra en la escuela. Esta derrota y, algo más tarde, los tres grandes problemas de la vida la obligaron a retirarse de una posición que le parecía peligrosa para su amor propio; su complejo de inferioridad, hijo de su constante miedo a una derrota, quedó estabilizado en esa forma que hemos denominado actitud vacilante. Esto, hasta cierto punto, la ponía a salvo contra todo posible fracaso. Repetidos sueños de llegar con retraso a una estación para tomar el tren demostraron el poder de su estilo de vida, que la inducía a entrenarse en sueños para estar ausente cuando se le presentaran oportunidades. Sin embargo, no existe un ser humano capaz de hallar reposo bajo el yugo de un sentimiento de inferioridad. El afán evolutivamente establecido hacia un objetivo ideal de perfección, que caracteriza a todo ser viviente, no descansa nunca y encuentra en miles de variantes su camino ascendente, ya en el sentido del sentimiento de comunidad, ya en sentido opuesto. La variante que se le ofrecía a nuestra niña, nacida en segundo lugar, y cuya utilidad descubrió después de algunos ensayos, no era otra cosa sino una neurosis con obsesión de limpieza. Ésta se manifestó en la constante necesidad de lavarse, así como de limpiar sus vestidos y utensilios, y tenía lugar sobre todo al acercarse otras personas a ella. Esta neurosis compulsiva cerraba el camino a la realización de sus tareas vitales y le pemitía matar el tiempo, el mayor enemigo de todo neurótico. Había adivinado, además, sin entenderlo claramente, que mediante la realización exagerada de una tarea de aseo, que le había conquistado anteriormente simpatías, podía llegar a superar a todos. Sólo ella era limpia; los demás y todo lo que no era suyo eran cosas sucias. No hace falta extenderse más acerca de su falta de sentimiento de comunidad, hasta cierto punto natural en una niña en apariencia tan buena, hija de una mujer que mimaba en extremo a sus hijos. No es tampoco preciso insistir sobre el hecho de que su curación no era posible sin previo fortalecimiento de su sentimiento de comunidad.

En cambio es necesario dedicar más espacio al estudio del hijo más joven, pues también él se encuentra en una situación totalmente distinta de la de sus hermanos. Nunca se haIla solo como lo estuvo el primogénito durante cierto tiempo, y, por otra parte, nadie le sigue como era el caso para los restantes, y no tiene solamente un único hermano con autoridad sobre él, como el hijo segundo, sino a veces varios. Está generalmente mimado por sus padres, que ya empiezan a envejecer, pero se encuentra en la desagradable situación de ser considerado de continuo como el más pequeño y el más débil con que muchas veces no es tomado en serio. Pero su situación no resulta por regla general demasiado desfavorable. Su afán por superar a los que le preceden es estimulado cada día. Bajo ciertos aspectos su situación se asemeja a la del segundo hijo, situación a la que pueden llegar también los demás hijos de la serie si por casualidad surgen entre ellos parecidas rivalidades. Su lado más fuerte queda acusado por los intentos de superar a sus hermanos en todos los grados imaginables del sentimiento de comunidad. Su debilidad se manifiesta frecuentemente en cuanto trata de evitar la lucha directa por su propia superioridad (lo cual suele ser regla general en los niños mimados) y en cuanto procura realizar su objetivo en un plano completamente distinto, en otra forma de vida o en otra profesión. La mirada experimentada del psicólogo individual notará siempre con renovada sorpresa cuán frecuentemente se realiza en el último hijo de la familia tal destino. Si la familia está formada, en general, por comerciantes, nos encontramos, por ejemplo, con que el hijo más joven es poeta o músico. Si los demás hermanos se dedican a profesiones liberales, entonces el benjamín, el más pequeño, se dedicará al comercio o a una actividad artesanal. Desde luego, las limitadas posibilidades de las muchachas deberán ser tomadas en cuenta, visto el estado imperfectísimo de nuestra civilización.

Respecto al carácter del último hijo, mi análisis del caso del José de la Biblia encontró en todas partes una general aprobación. Sé muy bien que el hijo menor de Jacob no era José, sino Benjamín. Sin embargo, Benjamín nació diecisiete años más tarde que José, fue ignorado por éste durante mucho tiempo y no intervino para nada en la formación del destino de su hermano. También es sabido que José soñaba en su futura grandeza mientras sus hermanos trabajaban duramente, encolerizándolos con sus sueños de dominación sobre ellos y el mundo, en los que pretendía asemejarse a Dios. En esto influyeron sin duda los mimos del padre. Sin embargo, llegó a ser el sostén de su familia y de su tribu y, más todavía, el salvador de una civilización. Sus actos y sus obras demuestran suficientemente la insuperable magnitud de su sentido de comunidad.

El genio popular ha llegado a crear con su fuerza intuitiva toda una serie de representaciones de hondísimo sentido. En la Biblia las encontramos en gran número en las figuras de Saúl, de David, etc. Sin embargo, también en las leyendas de todos los pueblos y de todas las épocas es el hijo menor quien siempre sale victorioso. Basta echar una ojeada de conjunto sobre nuestra sociedad actual para encontrar entre las mayores figuras de la Humanidad, y con una frecuencia notable, a los hijos menores en situaciones superiores a las de sus hermanos. También en caso de un desarrollo equivocado pertenecen a menudo al tipo que más llama la atención, lo cual se explica siempre por su dependencia de alguna persona que les había mimado, o, al contrario, porque hubo de experimentar descuido y abandono, situaciones sobre las cuales basó erróneamente su inferioridad social.

Esta parte del estudio de la infancia desde el punto de vista de la situación del niño en medio de la constelación de los hermanos se halla aún lejos de estar agotada. Demuestra con una claridad innegable que todo niño utiliza su situación y sus impresiones como material para construir de manera creadora el objetivo de su vida, su ley de movimiento, y, con ella, sus rasgos de carácter. Cuán poco margen queda aquí a la hipótesis de que los rasgos de carácter son innatos, está sin duda claro después de lo que llevamos dicho. En cuanto a otras posibles situaciones dentro del marco familiar, y suponiendo que no sean imitadas las que acabamos de exponer, bien poca cosa podríamos decir. Crigthon Miller, de Londres, llamó mi atención sobre el hecho de haber encontrado muchachas nacidas en tercer lugar, después de dos hermanas, que manifestaban una fuerte protesta viril. Más de una vez pude comprobar la exactitud de sus observaciones, que me explico por el hecho de que tales niñas intuyen fuertemente la decepción de los padres al encontrarse con que el tercer hijo es también niña. A veces, esta niña no sólo lo adivina, sino que llega incluso a estar segura de ello, y entonces explica de alguna manera su descontento con el papel femenino. No nos causará la menor sorpresa descubrir en tales niñas una actitud más acusada de oposición, lo que Charlotte Bühler pretende explicar mediante su teoría de la fase natural de desobediencia, pero que sería más justo considerar como un producto artificial y como protesta perdurable contra una humiliación real o imaginada de acuerdo con las enseñanzas de la Psicología individual.

Mis investigaciones acerca del desarrollo de las hijas únicas entre hijos, y de los hijos únicos entre hijas, aún no puedo considerarlas terminadas. Los resultados, hasta ahora obtenidos me hacen creer que en ambas situaciones encontraremos una ley de conducta extrema, que se manifiesta, o por una virilidad, o por una feminidad extremas. En esta última dirección, si fue considerada durante la infancia como la más prometedora de éxitos; hacia la virilidad, si ésta fue conceptuada como un objetivo digno de ser anhelado. En el primer caso encontraremos un mayor grado de dulzura en el trato y una necesidad de contacto y cariño, con todas sus variantes y sus malas costumbres; en el último caso hallaremos afán de dominio, obstinación, pero también, a veces, ánimo y noble tendencia de superación.
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