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I
El cuidado de las almas no está encomendado al magistrado civil más que a otros hombres. No está encomendado a él por Dios, porque no consta en ningún lugar que Dios haya dado una autoridad de este género a unos hombres sobre otros, o sea, a algunos la autoridad de obligar a otros a abrazar su religión. Ni los hombres pueden conceder al magistrado un poder de este género, porque nadie puede renunciar a preocuparse de su propia salvación eterna, hasta el extremo de aceptar necesariamente el culto y la fe que otro, pñncipe o súbdito, le haya impuesto. Efectivamente, ningún hombre puede, aunque quiera, creer porque se lo haya ordenado otro hombre; en la fe está la fuerza y la eficacia de la verdadera y salvadora religión. Cualquier cosa que profesemos con los labios, cualquier culto externo que practiquemos, si no estamos completamente convencidos en nuestro corazón de que lo que profesamos es verdad y de que lo que practicamos agrada a Dios, no sólo todo esto no contribuye a la salvación, sino que incluso la obstaculiza, porque, de esta manera, a los otros pecados, que deben ser expiados con el ejercicio de la religión, se les añaden, casi para coronados, la simulación de la religión y el desprecio de la divinidad; lo que tiene lugar cuando se ofrece a Dios Óptimo Máximo el culto que estimamos que no le es grato.
II
El cuidado de las almas no puede pertenecer al magistrado civil, porque todo su poder consiste en la coacción. Pero la religión verdadera y salvadora consiste en la fe interior del alma, sin la cual nada tiene valor para Dios. Es de tal naturaleza la inteligencia humana, que no se le puede obligar por ninguna fuerza externa. Si se confiscan los bienes, si se atormenta el cuerpo con la cárcel o la tortura, será todo inútil, si con estas torturas se pretende cambiar el juicio de la mente sobre las cosas.
Podría, es cierto, alegarse que el magistrado puede utilizar argumentos para atraer al heterodoxo al camino de la verdad y procurar su salvación. Lo acepto, pero esta posibilidad es común al magistrado y a otros hombres. Enseñando, amonestando, corrigiendo con el razonamiento a los que yerran, el magistrado puede ciertamente hacer lo que debe hacer todo hombre bueno. No es necesario que, para ser magistrado, deje de ser hombre o cristiano. Y una cosa es persuadir y otra mandar; una cosa apremiar con argumentos y otra con decretos: éstos son propios del poder civil, mientras los otros pertenecen a la buena voluntad humana. Todo mortal tiene pleno derecho a amonestar, exhortar, denunciar los errores y atraer a los demás con razonamientos, pero corresponde al magistrado ordenar con decretos, obligar con la espada. Queda claro lo que pretendo decir: el poder civil no tiene que prescribir artículos de fe o dogmas o formas de culto divino con la ley civil. Pues, efectivamente, las leyes no tienen fuerza, si a las leyes no se les añaden los castigos; pero, si se añaden los castigos, éstos en este caso son ineficaces y poco adecuados para persuadir. Si alguien quiere acoger un dogma o practicar un culto para salvar su alma, tiene que creer con toda su alma que el dogma es verdadero y que el culto será grato y aceptado por Dios; pero ningún castigo está en modo alguno en grado de infundir en el alma una convicción de este género. Se necesita luz para que cambie una creencia del alma; la luz no puede venir, en modo alguno, de un castigo infligido al cuerpo.
III
El cuidado de la salvación del alma no puede corresponder, de ninguna forma, al magistrado civil, porque, aunque admitamos que la autoridad de las leyes y la fuerza de los castigos sean capaces en la conversión de los espíritus humanos, sin embargo esto no ayudaría de ninguna manera a la salvación de las almas. Dado que una sola es la religión verdadera, uno solo es el camino que lleva a la morada de los bienaventurados, ¿qué esperanza habría de que un número mayor de hombres llegase, si los mortales tuvieran que dejar a un lado el dictamen de la razón y de la conciencia y tuvieran que aceptar ciegamente las creencias del príncipe y adorar a Dios según las leyes patrias? Entre las distintas creencias religiosas que siguen los príncipes, el estrecho camino que conduce al cielo y la angosta puerta del paraíso necesariamente se abrirían para muy pocos, pertenecientes a una sola región; y lo más absurdo e indigno de Dios en todo este asunto sería que la felicidad eterna o el eterno castigo dependieran únicamente del lugar donde se hubiera nacido.
Estas consideraciones, omitiendo muchas otras que podrían exponerse, me parecen suficientes para establecer que todo el poder del Estado se refiere a los bienes civiles, se limita al cuidado de las cosas de este mundo y nada tiene que ver con las cosas que esperan en la vida futura.
Ahora consideremos qué es una Iglesia. Estimo que una Iglesia es una sociedad libre de hombres que se reúnen voluntariamente para rendir culto público a Dios de la manera que ellos juzgan aceptable a la divinidad, para conseguir la salvación del alma.
Digo que es una sociedad libre y voluntaria. Nadie nace miembro de una Iglesia, de lo contrario, la religión de los padres y de los abuelos perviviría en cada hombre por derecho hereditario, lo mismo que sus propiedades, y cada uno debería su fe a su nacimiento: no se puede pensar nada más absurdo que esto. Las cosas, por tanto, están como sigue. El hombre, que por naturaleza no está obligado a formar parte de ninguna Iglesia, ni ligado a una secta, entra de forma espontánea en la sociedad en la que cree haber encontrado la verdadera religión y el culto que agrada a Dios. La esperanza de salvación que encuentra, siendo la única razón para entrar en la Iglesia, es también el criterio para permanecer en ella. Si con posterioridad descubre alguna cosa errónea en la doctrina o incongruente en el culto, tiene que tener siempre la posibilidad de salir de la Iglesia con la misma libertad con la que había entrado. Pues, en efecto, fuera de los que están unidos por la esperanza de la vida eterna, ningún otro vínculo puede ser indisoluble. Una iglesia es, pues, una sociedad de miembros unidos voluntariamente para este fin.
Tenemos que investigar ahora cuál es su poder y a qué leyes se tiene que someter.
Puesto que ninguna sociedad, por libre que sea o por banal que haya sido el motivo de su constitución, sea de intelectuales con el fin de saber, de comerciantes para comerciar o de hombres ociosos para conversar y cultivar el espíritu, puede subsistir sin disolverse inmediatamente, si carece de todo tipo de ley, es necesario que también la Iglesia tenga sus leyes, para determinar los tiempos y lugares de reunión, las condiciones de aceptación y de exclusión y, finalmente, la diferencia de las cargas, el orden de las cosas y demás asuntos semejantes. Pero, dado que ella es una reunión libre (como se ha demostrado), libre de toda fuerza de coacción, se deduce necesariamente que el derecho de hacer las leyes no puede residir en nadie sino en la sociedad misma o en aquéllos (pero es lo mismo) que la sociedad, con su consentimiento, ha autorizado.
Pero se objetará que no puede existir una verdadera Iglesia que no tenga un obispo o presbiterio, dotado de la autoridad para gobernar, derivada de los apóstoles por sucesión continua y nunca ininterrumpida (1).
Notas
(1) Las dos formas de Iglesia protestante que en Inglaterra tenían una organización territorial uniforme. La Iglesia de Inglaterra se regía por la autoridad de los obispos, considerados los sucesores de los apóstoles. A la tradición apostólica se refería la Iglesia presbiteriana, importada desde Escocia a Inglaterra, que ponia la autoridad en el presbiterio o consejo de ancianos, considerado como el heredero del grupo de los apóstoles.
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