Índice del libro Carta sobre la tolerancia de John LockeSegundo apartadoCuarto apartadoBiblioteca Virtual Antorcha

I

Pido que me muestren el decreto en el que Cristo ha impuesto esta ley a su Iglesia; y no admitiré un pretexto inútil, si pido que en una cuestión de tanta importancia se me presenten las palabras exactas. Parece sugerir exactamente lo contrario el siguiente paso: -Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mateo, 18, 20). Ruego que se considere si en una reunión en la que está presente Cristo falta algo para ser una verdadera Iglesia. Estoy seguro de que nada falta en ella para alcanzar la salvación, que es lo que nos basta.

II

Ruego que se observe, por favor, cuán grandes han sido desde el principio las disensiones entre los que pretenden que los regidores de la Iglesia hayan sido instituidos por Cristo y que su poder debe ser trasmitido por sucesión. Esta disputa nos ofrece necesariamente la libertad de elegir, o sea, deja a cada uno el derecho a entrar en la Iglesia que prefiera.

III

Acepto que se pueda escoger al regidor, considerando necesario que venga designado por una larga cadena de transmisiones, con la condición de que yo pueda entrar en la sociedad en la que estoy convencido de que encontraré las cosas necesarias para la salvación del alma. De esta manera, la libertad eclesiástica que él reclama será preservada para él y para mí, y ningún hombre tiene un legislador distinto del que ha elegido.

Pero, dado que existe tanta inquietud sobre la verdadera Iglesia, me sea permitido preguntar aquí, de paso, ¿a la verdadera Iglesia de Cristo no le conviene establecer condiciones de pertenencia, en las que se contengan esas cosas, y solamente ésas, que el Espíritu Santo ha enseñado claramente en la Sagrada Escritura, con palabras explícitas, que sean necesarias para la salvación, más que imponer como ley divina las propias invenciones e interpretaciones, y establecerlas con leyes eclesiásticas, como absolutamente necesarias a la profesión de cristianismo, cosas de las que la palabra divina no se ocupa o por lo menos no ordena? Quienquiera que exija para participar en la comunidad eclesiástica cosas que Cristo no requiere para la vida eterna puede constituir una sociedad acomodada a su propia creencia y quizá a su propio provecho; ¿pero cómo se puede llamar a esa sociedad Iglesia de Cristo, si se funda en instituciones distintas de las de Cristo y de la que se excluyen a aquéllos que un día Cristo acogerá en el reino de los cielos? Aunque no sea éste el lugar adecuado para investigar sobre las señales de reconocimiento de la verdadera Iglesia, quisiera recordar, sin embargo, a aquéllos que con tanto empeño luchan por los principios de su sociedad y gritan sin parar el nombre de la Iglesia con tanto ruido, y quizá con el mismo arrebato de los plateros de Éfeso, que exaltaban a su Diana (Hechos, 19, 23-28); pues bien, a éstos quisiera recordarles una sola cosa: el Evangelio declara frecuentemente que los verdaderos discípulos de Cristo deben esperar y sufrir persecuciones, pero no recuerdo haber leído nunca en el Nuevo Testamento que la verdadera Iglesia de Cristo deba perseguir a los otros o atormentarlos u obligarlos a aceptar sus creencias y conducirlos a la fe con la fuerza, la espada o el fuego.

El fin de la sociedad religiosa -como ya se ha dicho- es el culto público de Dios y, a través de él, la adquisición de la vida eterna. Toda disciplina debe, por lo tanto, tender a este fin, y dentro de estos límites se deben circunscribir todas las leyes eclesiásticas. En esta sociedad no se hace nada, ni se puede hacer nada concerniente a la propiedad de bienes civiles o terrenales; en esta sede no se puede recurrir nunca a la fuerza por ningún motivo, desde el momento que ésta pertenece íntegramente al magistrado civil, y la propiedad y el uso de los bienes externos están sometidos a su poder.

Pero se puede preguntar: ¿De qué sanción disponen las leyes eclesiásticas, si falta cualquier tipo de coacción? Respondo: De la sanción que conviene a cosas cuya profesión y cumplimiento externo no sirven para nada, si no derivan de la profundidad del alma y si no se consigue aquí el total consentimiento de la conciencia. Por eso, las exhortaciones, las admoniciones y los consejos son las armas de esta sociedad, ésas con las que sus miembros deben mantenerse dentro de los límites de sus deberes. Si por estos medios los transgresores no se corrigen y los que están en error no vuelven al recto camino, lo único que cabe hacer es expulsar y separar de la sociedad a tales personas obstinadas y obcecadas, que no dan esperanza de poder ser corregidos. Ésta es la última y suprema fuerza a la que puede recurrir el poder eclesiástico. Se trata de una fuerza que inflige este castigo: terminada la relación entre el cuerpo y el miembro separado, a quien se condena cesa de formar parte de esa Iglesia.

Establecidas estas cosas de esta manera, busquemos ahora cuáles son los deberes de cada uno respecto a la tolerancia.

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