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El magistrado no puede prohibir en las reuniones religiosas los ritos sagrados de cualquier Iglesia, ni el culto practicado en ella, porque, si lo hiciera, destruría la Iglesia misma, ya que el fin es adorar libremente a Dios a su manera. Se puede preguntar si el magistrado debe tolerar que en la sociedad eclesiástica se practique el sacrifico de niños o la promiscuidad carnal (de las que en un tiempo los cristianos fueran falsamente acusados) y otras cosas de este tipo simplemente porque tienen lugar en la sociedad eclesiástica. Respondo que estas cosas no son lícitas ni en ninguna casa privada ni en la vida civil, y por el mismo motivo tampoco lo son en las asambleas religiosas ni en el culto. No se podría impedir por ley la inmolación de un cordero. Melibeo, que es el dueño del animal, en su casa puede matar el cordero y quemar las partes de él que le parezca: no hace daño a nadie y no le quita nada a nadie. Por la misma razón puede matar un cordero en el culto divino; verán luego los que practican el culto si un acto de este tipo es grato o no a Dios. El papel del magistrado consiste solamente en procurar que esto no contenga algo perjudicial para el Estado, que no suponga un perjuicio para la vida o los bienes ajenos. y así lo que puede ser gastado en un banquete puede ser gastado en un sacrificio. Pero, si se diera una situación tal, por la que al Estado le conviniera limitar la matanza de animales para sujetar la disminución de rebaños, aquejados por una peste, ¿quién iba a dudar que al magistrado le estaría permitido prohibir a los súbditos cualquier matanza de corderos para cualquier uso que fuere? Sin embargo, en este caso la ley mira a un asunto no religioso, sino político, y se prohíbe no la inmolación del cordero, sino su muerte. Ya se ve la diferencia que hay entre la Iglesia y el Estado. Lo que está permitido en el Estado no puede ser prohibido por el magistrado en la Iglesia; y la ley no puede ni debe evitar que lo que está permitido a otros súbditos en la vida diaria esté permitido también en las asambleas eclesiásticas para los usos religiosos que quieran hacer los sacerdotes de esta o de aquella secta. Si es lícitamente posible comer pan y beber vino, sentados o de rodillas, en su propia casa, la ley civil no debe prohibir que se haga lo mismo en las ceremonias sagradas, aunque aquí el uso del pan y el vino sea muy diferente, en relación con el culto divino y con un significado místico. Las cosas que por su naturaleza son perjudiciales a la comunidad, en la vida diaria, están prohibidas por las leyes, promulgadas en función del bien común: éstas no pueden ser lícitas en la Iglesia, incluso cuando se destinen a un uso sagrado, y no pueden merecer la impunidad. Pero los magistrados deben, sobre todo, no cometer abusos en nombre de la utilidad civil para suprimir la libertad de cualquier Iglesia. Por el contrario, las cosas que son lícitas en la vida diaria y fuera del culto de Dios no pueden ser prohibidas por ninguna ley civil en el culto divino y en los lugares sagrados.

Pero nos encontramos con una nueva objeción: ¿Y, si una Iglesia es idólatra, también tiene que ser tolerada por el magistrado? Y entonces yo os pregunto: ¿Qué derecho se le puede dar al magistrado para suprimir una Iglesia idólatra, un derecho que en algún momento o lugar no sea susceptible de ser usado contra la Iglesia ortodoxa? No debe olvidarse que el poder civil es el mismo en todas partes y que para cualquier príncipe es ortodoxa su propia religión. Si, por lo tanto, en los asuntos religiosos al magistrado civil se le concede el poder que en Ginebra debe extirpar con la fuerza y con la sangre la religión allí reputada falsa e idólatra, en virtud del mismo derecho el magistrado, en algún país vecino, puede oprimir la religión ortodoxa o, en India, la religión cristiana. El poder civil o puede cambiar cualquier cosa de la religión según el gusto del príncipe o no puede cambiar nada. Si se permite introducir algo en la religión por medio de leyess, la fuerza o los castigos, resulta inútil preguntarse sobre los límites de este derecho: al magistrado le estará permitido hacer con los mismos medios cualquier cosa según el modelo de verdad que él mismo se ha formado. Ningún hombre debe ser privado de sus bienes terrenales por su religión; por eso ni a los americanos, sometidos a un príncipe cristiano, se les debe quitar la vida o los bienes, porque no abracen la religión cristiana. Si están persuadidos de que agradan a Dios observando los ritos de su propio país y que obtendrán la salvación de esa manera, deben ser dejados a sí mismos y a Dios.

Me remontaré a los orígenes. A un reino de paganos llega un grupo de cristianos, insignificante y débil, carentes de todo. Los extranjeros piden a los indígenas, de hombre a hombre, como se debe hacer, ayuda para sobrevivir. Se les dan las cosas necesarias, se les asigna cobijo, y paganos y cristianos se convierten en un solo pueblo. La religión cristiana echa raíces, se propaga, pero todavía no es la más fuerte. Se mantiene así la paz, la amistad, la confianza y se respeta la justicia. Pero al final los cristianos se convierten en los más poderosos, porque hacen magistrado a uno de ellos. Entonces llega el momento de romper los pactos, de violar los derechos, para extirpar la idolatría, y a estos buenos paganos, tan escrupulosamente respetuosos del derecho, si no quieren abandonar sus antiguos ritos y adoptar los nuevos y extraños, se les quitará la vida, los bienes y las tierras de sus antepasados, aunque no pequen contra las buenas costumbres y contra la ley civil. Entonces resulta claro a donde lleva el fanatismo por la Iglesia, cuando va unido al deseo de predominio, y se demuestra con claridad con qué facilidad la religión y la salvación del alma sirven como pretexto para la ambición y para las rapiñas.

Si alguien mantiene que la idolatría tiene que ser estirpada con las leyes, con los castigos, con la espada y con el fuego, bajo otro nombre aquí hablamos de él. Pues no se tiene más derecho en América para robar a los paganos, del que tiene en cualquier reino europeo la Iglesia del rey para robar a los cristianos que en algún modo disienten de la misma. Tanto en América como en Europa los derechos civiles no deben ser violados o cambiados por la religión.

Se me puede decir que la idolatría es un pecado y, por este motivo, no debe ser tolerado. Si aquél que dice que la idolatría es un pecado concluyese que, por este motivo, debe ser evitada, la conclusión sería correcta; pero no es un buen razonamiento decir que, si es un pecado, tiene que ser castigada por el magistrado. Efectivamente, no corresponde al magistrado castigar con las leyes o hacer uso de la espada en todas las cosas que él considera pecados contra Dios. La avaricia, no ayudar a los demás cuando tienen necesidad, la ociosidad y muchas otras cosas de este tipo son pecados, por acuerdo de los hombres, ¿pero quién ha pensado que tienen que ser castigadas por el magistrado? Ya que no suponen daño alguno a la propiedad ajena, ya que no perturban la paz pública, ni siquiera en los lugares donde se las reconoce como pecados son castigadas por la ley. Las leyes se callan incluso sobre la mentira y el perjurio, en todas partes, excepto en los casos en los que no se toma en consideración la ofensa a Dios ni la torpeza del pecado, sino solamente la injuria hecha a la sociedad o al conciudadano. Y, si a un soberano mahometano o pagano le pareciese que la religión cristiana fuese falsa o no grata a Dios, ¿de la misma manera los cristianos no tendrían que ser eliminados, basándose en el mismo derecho?

A quien me haga la objeción que, según la ley de Moisés, los idólatras tienen que ser exterminados, le responderé que eso prescribía la ley de Moisés, pero ésta no obliga a los cristianos. Nadie pretenderá sacar a colación todo lo que se les impuso por ley a los judíos; ni servirá para nada hablar de la trillada, y en esta cuestión inútil, distinción de ley moral, judicial y ritual. Efectivamente, una ley positiva obliga sólo a aquéllos a los que se les impone. Las palabras Escucha, Israel restringen bastante claramente a la población judía la obligación de la ley de Moisés. Bastaría esta consideración para aquéllos que quieren condenar a los idólatras a la pena capital, basándose en la ley de Moisés. Sin embargo, pretendo desarrollar esta argumentación un poco más en los particulares.

En relación con los idólatras, el Estado hebreo tenía una doble relación. Una primera relación con aquéllos que, iniciados en la religión mosaica y convertidos en ciudadanos del Estado hebreo, habían abandonado más tarde el culto del Dios de Israel. Contra éstos se procedía como contra traidores y rebeldes, reos de lesa majestad. Efectivamente, el Estado hebreo era muy distinto de los otros, en cuanto se fundaba en una teocracia, y en él no hubo ni puede haber distinción alguna entre Iglesia y Estado, como habría habido después del nacimiento de Cristo. Las leyes sobre el culto de una sola divinidad invisible fueron para ese pueblo leyes civiles y parte del gobierno político, en el que el mismo Dios era legislador. Ahora bien, si alguien puede mostrarme dónde hay actualmente un Estado constituido sobre ese mismo derecho, yo reconoceré que en ese Estado las leyes eclesiásticas se convierten en leyes civiles y que allí el magistrado puede y debe impedir con la espada a todos los súbditos que practiquen cultos y que acepten religiones extranjeras. Pero, bajo el Evangelio, no existe absolutamente ningún Estado cristiano. Hay muchos reinos y Repúblicas, lo reconozco, que han aceptado la fe cristiana, aunque mantengan y conserven la vieja forma de gobierno, sobre la que Cristo no ha establecido nada con su ley. Él enseñó con qué fe y con qué costumbres los individuos deben obtener la vida eterna; pero no instituyó ningún Estado, no introdujo ninguna nueva forma de convivencia política especial para su pueblo, no armó a ningún magistrado con una espada con la que obligar a los hombres a la fe y al culto que propuso a sus seguidores, o con la que alejarles de otra religión.

En segundo lugar, ni a los extranjeros ni a aquéllos que no pertenecían al Estado de Israel se les obligaba a la fuerza a observar los ritos mosaicos. En el mismo párrafo donde se ordena la muerte de los israelitas idólatras (Éxodo, 22, 20, 21), la ley establece que nadie persiga o perturbe a un extranjero. Acepto que los siete pueblos que ocupaban la tierra prometida a los israelitas tenían que ser destruidos, pero no porque fuesen pueblos idólatras. Si hubiera sido por este motivo, ¿por qué los hebreos habrían perdonado a los moabitas y a otros pueblos, que eran también idólatras? Puesto que Dios era de una forma peculiar rey del pueblo hebreo, no podía tolerar que en su reino, o sea, en la tierra de Canaán, se adorase a ningún otro dios: esto era propiamente un delito de lesa majestad. Una rebelión manifiesta de este tipo no podía ser compatible con el dominio de Yahvé, que en estos pueblos era claramente político. Había que echar fuera de las fronteras del reino todo tipo de idolatría, porque era el reconocimiento de otro rey, o sea, de otro dios, violando el derecho de soberanía. También había que echar a los habitantes de la región, para que los israelitas pudiesen tener la posesión total e incontrastada. Por esta razón, los emitas y los hurritas fueron expulsados por los hijos de Esaú y de Lot, y por el mismo derecho su territorio fue concedido a los invasores, como se nos dice claramente en el capítulo segundo del Deuteronomio. Pero, aunque fue eliminada la idolatría de la tierra de Canaán, sin embargo los hebreos no procedieron contra todos los idólatras. Josué con un pacto salvó a toda la familia de Rajab y a todo el pueblo de los gabaonitas. Entre los hebreos había a menudo prisioneros idólatras. David y Salomón sometieron otras regiones más allá de los confines de la tierra prometida y llegaron hasta el Éufrates, y establecieron provincias. Entre tantos prisioneros capturados, entre tantos pueblos sometidos al poder hebreo, nadie, por lo que conocemos de cuanto hemos leído, fue castigado por idolatría, aunque todos fueran imputables de ella; nadie fue obligado con la fuerza y con castigos a aceptar la religión mosaica y el culto del verdadero Dios. Si algún prosélito quería ser ciudadano hebreo, tenía que aceptar también las leyes del Estado hebreo, o sea, también su religión. Pero a esto voluntariamente, no obligado por un acto de violencia de quien ostentaba el poder, aspiraba ardientemente como a un privilegio, y lo aceptaba sin que nadie le forzara, como testimonio de obediencia. Apenas convertido en ciudadano, quedaba sujeto a las leyes del Estado, según las cuales estaba prohibida toda idolatría dentro de las fronteras de la tierra de Canaán. Pero esta ley no se aplicaba a los demás pueblos ni a los pueblos situados más allá de esas fronteras.

Hasta aquí lo que se refiere al culto exterior; hay que hablar ahora de la fe. Los creencias de las Iglesias son, unas, de orden práctico, y, otras, especulativas. Aunque ambas consistan en el conocimiento de la verdad, sin embargo las últimas están en la esfera de la opinión y de la inteligencia, y los primeras de alguna forma conciernen a la voluntad y a las costumbres. Las creencias especulativas y (como las llaman) los artículos de fe, que sólo se requiere que sean creídos, no pueden ser de ninguna forma introducidos en una Iglesia por obra de la ley civil. ¿Qué se consigue estableciendo con una ley civil algo que no puede llevar a cabo ni tan siquiera quien pretendiese hacerla con todas sus fuerzas? Creer que esto o aquello es verdad no depende de nuestra voluntad. Pero sobre esto se ha dicho ya bastante. Pero, dirán algunos, haga por lo menos profesión de fe. O sea, que mienta a Dios y a los hombres por la salvación de su alma. ¡Una religión divertida! Si el magistrado pretendiese salvar a los hombres de esta forma, se diría que ha entendido muy poco sobre el camino de la salvación. Si no lo pretende, ¿por qué es tan solícito con los artículos de fe, hasta el punto de imponerlos con una ley?

Además, el magistrado no debe prohibir que las opiniones especulativas, como son ésas, se profesen o se enseñen en cualquier Iglesia, porque éstas no tienen ninguna relación con los derechos civiles de los súbditos. Un papista, si realmente cree que sea el cuerpo de Cristo lo que otro llamaría pan, no causa mal alguno a su conciudadano. Un hebreo, si no cree que el Nuevo Testamento sea palabra de Dios, no altera los derechos civiles. Un pagano, si tiene dudas sobre uno y sobre otro Testamento, no por eso debe ser castigado como un ciudadano deshonesto. Se crea o no se crea en estas cosas, el poder del magistrado y los bienes de los ciudadanos estarán igualmente seguros. Reconozco de buen grado que estas opiniones sean falsas y absurdas; pero las leyes no protegen la verdad de las opiniones, sino la seguridad e integridad de los bienes de todos los ciudadanos y de la sociedad en su conjunto. Así debe ser. La verdad saldría airosa si, por una vez, la dejaran defenderse a sí misma. Pocas veces ha recibido, y temo que nunca recibirá, mucha ayuda del poder de los grandes hombres, quienes raramente la conocen, y más raramente les agrada. Ella no tiene necesidad de la fuerza para encontrar el camino del espíritu humano, ni se la enseña por la voz de las leyes. Los errores reinan con refuerzos extraños y postizos. La verdad, si no conquista la inteligencia con su propia luz, no puede hacerla con la ayuda de una fuerza extraña. Pero de estas cosas ya hemos hablado. Ahora hay que proseguir con las opiniones prácticas.

La rectitud de costumbres, en la que consiste la parte no más pequeña de la religión y de la piedad sinceras, concierne también a la vida civil, y en ella se funda tanto la salvación de las almas como del Estado. Por eso las acciones morales pertenecen a ambos tribunales, al exterior y al interior, Y están sometidas a ambas autoridades, a la del gobernador civil y a la del gobernador privado, o sea, tanto al magistrado como a la conciencia. Aquí, por tanto, hay que temer que uno viole el derecho del otro, y que surja un conflicto entre el guardián de la paz y el del alma. Pero, si se estudian bien las cosas que hemos dicho más arriba sobre los límites entre uno y otro dominio, el problema tendrá una fácil solución.

Cada hombre tiene un alma inmortal, capaz de gozar de una bienaventuranza eterna o de sufrir una infelicidad eterna. Su salvación depende de haber hecho o creído en esta vida las cosas que hay que hacer y creer y que son prescritas por Dios para obtener el favor de la divinidad. De esto se deduce: 1) El hombre está obligado, sobre todo, a la observancia de estas cosas y debe extremar su cuidado, su aplicación y su diligencia en buscar y realizar estas cosas, pues la condición del hombre en el mundo no tiene comparación con la de la eternidad. 2) Dado que el hombre con culto erróneo no viola nunca el derecho de otros hombres, porque no los perjudica, aunque no tenga sus justas creencias religiosas, ni su condenación pone trabas a la prosperidad de los demás, el cuidado de su salvación corresponde sólo a los individuos. No digo esto para eliminar todas las admoniciones caritativas y el celo de aquéllos que denuncian los errores, cosas estas que son los deberes más grandes de un cristiano. Cualquiera puede emplear cuantas exhortaciones y argumentos guste para la salvación de otro hombre, pero debe prescindir de toda fuerza o coacción y nada tiene que ser hecho basándose en el poder en cosas de este tipo. Nadie está obligado en estos asuntos a obedecer las exhortaciones o la autoridad más allá de lo que le parezca Oportuno. Cada uno es juez último y supremo de su salvación, porque se trata de algo que le concierne solamente a él, y los otros no pueden recibir perjuicio alguno por ello.

Pero, además de su alma inmortal, el hombre tiene también una vida en esta tierra, frágil y de duración incierta. Para sostenerla precisa bienes terrenales, que se ha de procurar o preservar con dolor y trabajo. No son producto espontáneo de la naturaleza las cosas necesarias para vivir bien y felizmente, por eso también los hombres tienen que preocuparse de ellas. Pero es tal la maldad de los hombres, que la mayoría prefiere gozar del producto del trabajo ajeno a conseguir con el suyo lo que necesita. Para proteger los productos de su trabajo, como las riquezas y bienes, o los instrumentos de trabajo, como la libertad y la fuerza, los hombres tienen que fundar con sus semejantes una sociedad, para que con la ayuda mutua de sus fuerzas unidas a cada uno se le asegure la propiedad de la cosas útiles para la vida. El cuidado de la salvación eterna, por el contrario, se deja a los individuos, y, puesto que su consecución no puede ser facilitada por el el trabajo de los demás, su pérdida no puede suponer para los demás daño alguno, y la esperanza de la misma no puede ser arrancada por ninguna fuerza. Aunque se haya constituido una sociedad en la que se garantiza una defensa mutua de los bienes de esta vida, sin embargo los hombres podrían ser privados de sus bienes o por robo o por fraude de sus conciudadanos o por agresión externa de enemigos extranjeros. Contra la agresión ellos buscan remedio en las armas, en las riquezas y en el número de ciudadanos; contra el robo y el fraude, en las leyes. El cuidado de todos estos medios de defensa y el poder necesario para usarlos son solicitados por la sociedad a los magistrados. El poder legislativo, que es poder supremo en cada Estado, ha tenido este origen, está constituido a la vista de estas funciones y está incluido en estos límites. O sea, él debe preocuparse de las propiedades privadas de los individuos, y, por tanto, del pueblo en su conjunto y de los bienes públicos, para que prospere y crezca en la paz y en la riqueza y para que, en virtud de su fuerza, goce de la mayor seguridad posible contra cualquier invasión externa.

Explicadas estas cosas, es fácil comprender el fin en relación con el cual haya que regular el poder legislativo del magistrado: el bien público, terrenal y mundano, que es la única razón, válida para todos, para entrar a formar parte de la sociedad y es el único fin del Estado, una vez que éste se ha constituido. Es también fácil comprender qué libertad les queda a los privados, en cuanto a las cosas que se refieren a la vida futura: en esto cada uno hace lo que cree que resulta grato a Dios, de cuyo beneplácito depende la salvación de los hombres. Efectivamente, en primer lugar, se debe obedecer a Dios, luego a las leyes. Pero pueden preguntar algunos: ¿Qué pasa si el magistrado con una ley ordenara algo que a la conciencia de una persona privada le parece ilícito? Observo que, si el Estado está lealmente administrado y las intenciones del magistrado están verdaderamente dirigidas al bien público, esto raramente ocurrirá. Pero, si aconteciese tal cosa, entonces, según mi opinión, la persona privada debe abstenerse de las acciones que, basándose en la respuesta de su conciencia, son ilícitas, pero cumplir el castigo, pues sufrido no es ilícito. Efectivamente, el juicio privado de cualquier ciudadano no quita la obligatoriedad de una ley promulgada por el bien público y en materia política, ni merece tolerancia. Pero, si la ley se refiere a cosas que están fuera de la jurisdicción del magistrado, por ejemplo, que el pueblo, o una parte de él, fuera obligado a abrazar una religión distinta a aquélla que practica y a aceptar otros cultos distintos de los suyos, entonces no están obligados por esta ley aquéllos que piensen de otra manera. Efectivamente, la sociedad política ha sido instituida sólo para asegurar a cada hombre la propiedad de los bienes de esta vida, y para ningún otro fin: cada persona privada tiene la obligación y se le reserva el cuidado de su alma y de las cosas del cielo, que no pertenecen a la sociedad y no pueden ser sometidas a la misma. Función de la sociedad civil será la tutela de la vida y de las cosas que sirven para vivir; deber del magistrado es que sus propietarios las puedan conservar. El magistrado no puede despojar, según su arbitrio, de las cosas terrenales a un hombre y dárselo a otro, ni puede, ni siquiera con una ley, cambiar las propiedades privadas de los conciudadanos por una causa que no tenga relación con la convivencia civil, es decir, por la religión, cuya verdad o falsedad no perjudica a otros ciudadanos en las cosas de este mundo, que son las únicas sometidas al Estado.

¿Y si el magistrado cree que tiene que hacer esto por el bien público? Como el juicio privado de cada ciudadano, si es falso, no le exime de la obligación de obedecer a la ley, tampoco el juicio privado, por así llamarlo, del magistrado le da ningún nuevo derecho legislativo sobre los súbditos, que no le haya sido conferido o que no pudiese serle conferido en la constitución del Estado; mucho menos si el magistrado lo usa para enriquecer y hacer progresar a sus seguidores, miembros de la secta a la que él pertenece, a costa de los demás. Se me preguntará entonces: ¿Qué ocurre si el magistrado cree que lo que ordena está en su poder o es útil al Estado, y los súbditos creen lo contrario? ¿Quién juzgará entre ellos? A mi juicio, solamente Dios, porque entre el legislador y el pueblo no hay en la tierra ningún juez. En este caso sólo Dios es árbitro. Dios, que, en el último juicio, pesará castigos y premios en relación con los méritos de cada uno, basándose en aquello que cada uno haya hecho para promover sinceramente, según lo que debía y podía, el bien público, la paz y la piedad. ¿Qué se hará mientras tanto? Sobre todo debe tener mucho cuidado de su alma y tiene que emplearse a fondo por la paz, aunque haya muy pocos que piensen que hay paz donde todo lo ven arrasado. Los conflictos entre los hombres se pueden resolver con dos criterios, o con el derecho o con la fuerza. Se trata de dos criterios que donde termina uno empieza el otro. No es asunto mío buscar hasta dónde se extienden, en cada uno de los pueblos, los derechos del magistrado; yo solamente sé lo que ocurre cuando surge una controversia y falta el juez que la resuelva. Se puede preguntar: ¿Entonces el magistrado, que es el fuerte, hará lo crea que es más útil? Tú dices cómo suceden las cosas, pero aquí estamos buscando la norma del comportamiento recto y no cómo suceden las cosas dudosas.

Pero descendamos a los particulares.

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