Índice del libro Carta sobre la tolerancia de John Locke | Sexto apartado | Biblioteca Virtual Antorcha |
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El magistrado no debe tolerar ninguna creencia contraria a la sociedad humana y a las buenas costumbres necesarias para preservar la sociedad civil. En realidad, son raros los ejemplos de creencias de este tipo en cualquier Iglesia. Ninguna secta suele llegar a tal grado de locura, que enseñe como dogmas religiosos cosas que manifiestamente socaven los cimientos de la sociedad y, por esto, son objeto de condena unánime por parte de toda la humanidad, y ponen en peligro los bienes, la paz y la reputación de sus miembros.
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Otro mal más secreto, pero también más peligroso para el Estado, lo constituyen aquéllos que se reservan para sí mismos y para los miembros de su propia secta alguna prerrogativa contraria al derecho civil, encubierta con oportunos circunloquios de palabras, destinados a echar humo en los ojos. Quizá no encontraremos en ningún lugar a nadie que enseñe franca y abiertamente que los hombres no están obligados a cumplir sus promesas, que los soberanos pueden ser destronados por cualquier secta, que sólo los miembros de aquella secta tienen dominio sobre todas las cosas. Estas cosas, dichas abiertamente y sin perifollos, despertarían inmediatamente la atención del magistrado, y atraerían sobre ellos las miradas y las medidas del Estado para evitar que un mal de este género siga insinuándose a escondidas en el seno de la sociedad. Sin embargo, nos encontramos con personas que dicen las mismas cosas con otras palabras. ¿Qué pretenden quienes enseñan que no debe cumplirse la palabra dada a los herejes? Quieren decir simplemente que ellos tienen el privilegio de romper la promesa hecha, porque condenan como herejes a todos aquéllos que no pertenecen a su comunidad religiosa, o por lo menos pueden condenados así cuando quieran. El derecho de destronar a los reyes excomulgados no pretende únicamente arrogarse el poder de echar a los reyes de su reino, ya que reivindican exclusivamente a su jerarquía el derecho de excomunión. Quienes mantienen que el poder está basado en la gracia atribuyen la propiedad de todos los bienes a sus seguidores, los cuales no serán tan tontos que no quieran creer o profesar que ellos son verdaderamente píos y fieles. Po tanto, éstos y sus semejantes, que atribuyen a sus fieles, a las personas religiosas, a los ortodoxos, es decir, a sí mismos, privilegios sobre los otros mortales o poderes en las cosas civiles, que, con el pretexto de la religión, reivindican cierto dominio sobre los hombres ajenos a su comunidad eclesiástica, o que están separados de ellos de alguna forma, éstos, digo, no pueden tener derecho alguno a ser tolerados por el magistrado; tampoco lo tienen aquéllos que no quieren enseñar que también los otros, que disienten de ellos en materia de religión, deben ser tolerados. ¿Qué enseñan ésos y todos sus semejantes, sino que en cualquier ocasión les está concedido violar los derechos del Estado y la libertad y los bienes de los ciudadanos, y solamente piden al magistrado indulgencia y libertad hasta que tengan fuerzas y armas suficientes para llevar a cabo sus programas?
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No puede tener derecho a la tolerancia una Iglesia en la que cualquier persona que entre se somete al servicio y a la obediencia de otro soberano. Si la tolerase, el magistrado daría entrada al asentamiento de una jurisdicción extranjera en sus territorios y ciudades y permitiría que entre sus ciudadanos se alistasen soldados para luchar en contra de su propio Estado. Ningún remedio para este mal proporciona la distinción, frívola y falaz, entre corte e Iglesia, cuando una y otra están igualmente sometidas al poder absoluto de la misma persona, que puede sugerir, o incluso ordenar, a su Iglesia todo lo que quiere, bien en cuanto que es espiritual o en cuanto se refiere a lo que es espiritual, bajo el castigo del fuego eterno. Es inútil confesarse mahometano sólo de religión y, en las demás cosas, considerarse súbdito fiel del magistrado cristiano, si se reconoce luego obedecer ciegamente al mufti de Constantinopla, quien a su vez es totalmente obediente al emperador otomano y a su antojo manipula los oráculos de su religión. Sin embargo, todavía repudiaría más abiertamente al Estado cristiano un turco que, viviendo entre cristianos, reconociese que la cabeza de su Iglesia es la misma persona que ostenta el poder soberano.
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No deben ser de ninguna forma tolerados aquéllos que niegan la existencia de una divinidad. Efectivamente, ni una promesa, ni un pacto, ni un juramento, todas esas cosas que constituyen los vínculos de la sociedad, si provienen de un ateo, pueden constituir algo estable o sagrado; eliminado Dios, aunque sólo sea con el pensamiento, todas estas cosas se disuelven. Además, no puede invocar ningún derecho a la tolerancia en nombre de la religión aquél que, con el ateísmo, elimina completamente toda religión. En cuanto a las demás creencias prácticas, aunque no están absolutamente exentas de error, sin embargo, si a través de ellas no se intenta conseguir predominio o impunidad civil, no hay razón para que no se toleren las Iglesias en las que se enseñan.
Tengo que añadir algo sobre las reuniones (1) que suelen constituir la mayor dificultad para una doctrina de la tolerancia. Éstas, por regla general, tienen fama de ser fermento de las sediciones y lugar de formación de las facciones; y quizá alguna vez lo hayan sido, pero no por su carácter particular, sino por una desafortunada consecuencia de una libertad oprimida o mal establecida. Estas acusaciones cesarían inmediatamente, si se concediese la tolerancia a los que les corresponde con una ley que obligase a todas las Iglesias a enseñar a poner como fundamento de su libertad este principio, que los demás, aunque disientan en materia de religión, tienen que ser tolerados y que nadie, en materia de religión, puede ser obligado ni por la ley ni por la fuerza. Su establecimiento quitaría todo pretexto a las quejas y a los tumultos por motivos de conciencia. Eliminadas las causas del descontento y de la rebelión, las reuniones religiosas resultarán más pacíficas que las otras y más alejadas de producir disturbios públicos. Pero veamos, a grandes rasgos, cuáles son las acusaciones que se hacen a estas asociaciones.
Se dice que las reuniones y asambleas son un peligro para el Estado y una amenaza para la paz. Si esto fuese verdad, ¿por qué diariamente la gente se acerca a la plaza, se reúne en los tribunales, se reagrupa en las corporaciones, llena las ciudades? Se contestará que ésas son reuniones civiles, mientraS que antes se hablaba de reuniones eclesiásticas. Esto presupone que las reuniones que se ocupan menos que las otras de los asuntos civiles son las que más fácilmente perturban asuntos civiles. Algún otro objetará que las reuniones civiles esán constituidas por hombres de distintas religiones, mientras que las asambleas eclesiásticas están constituidas por personas que tienen la misma fe. Esto presupone que pensar de la misma forma sobre la religión y sobre la salvación del alma sea conspirar contra el Estado; y no es verdad que cuanto menor es la libertad de reunión menor es la concordia religiosa, sino que ésta es mucho mayor. Se dirá que en las reuniones civiles cada uno es libre de entrar, mientras que los conciliábulos religiosos ofrecen una ocasión mucho más propicia para maquinaciones clandestinas. Pero no estoy de acuerdo en que todas las reuniones civiles, como las corporaciones y otras por el estilo, estén abiertas a todos; y, si algunas reuniones religiosas son clandestinas, ¿quién es culpable en este caso: quien permite o quien prohíbe las reuniones públicas? Se dice que tener en común las cosas sagradas es el lazo más fuerte que exista entre los ánimos humanos, y por este motivo es lo que más se debe temer. Si esto fuese verdad, ¿por qué el magistrado no teme a su propia Iglesia y por qué no prohíbe sus reuniones como fuentes de amenaza para sí mismo? ¿Porque participa en ellas e incluso las preside? ¿Pero no es quizá también parte del Estado, incluso cabeza de todo el pueblo? Digamos cómo están las cosas: él teme a las otras Iglesias, no a la suya, porque con ésta es parcial y favorable, y con las otras severo y dUro. Trata a unos como a hijos, concediéndolos todo y perdona incluso las travesuras, y trata a los otros como esclavos, para los que los trabajos forzosos, la prisión, la privación de derechos, la confiscación de bienes son las recompensas más frecuentes a una vida sin cargos. A unos no se les hace más que favores, a los otros por cualquier motivo se les imponen castigos. Se inviertan las partes, o se conceda que los miembros de estos cuerpos religiosos gocen del mismo derecho que los demás ciudadanos en los asuntos civiles, y entonces se verá inmediatamente que no hay que temer estas reuniones religiosas. Pues, si los hombres proyectan sediciones, no es la religión la que se los sugiere a sus seguidores reunidos, sino la miseria de los oprimidos. Los gobiernos justos y moderados están tranquilos y seguros en todas partes, pero los súbditos oprimidos por poderes injustos y tiranos siempre son recalcitrantes. Sé que las sediciones son frecuentemente urdidas con el pretexto de la religión, pero también es verdad que los súbditos son frecuentemente maltratados y viven miserablemente por su religión. Créanme, no se trata de comportamientos característicos de algunas sociedades eclesiásticas o religiosas, sino comunes en todas las partes a los hombres que sufren bajo un peso injusto y que intentan sacudirse el yugo que aprisiona sus cuellos. Supongamos que prescindimos de la religión y que hacemos una discriminación entre los hombres basándonos en su cuerpo; supongamos que los morenos o los que tienen los ojos grises no tienen las mismas condiciones que los otros ciudadanos, de tal forma que ellos no pueden comprar y vender libremente, a ellos les esté prohibido ejercer una profesión, se les sustrae la educación y tutela de los hijos, se les excluye de la vida pública, y los tribunales son injustos con ellos, ¿no se puede pensar que éstos, que, bajo el estímulo de la persecución, se reúnen simplemente porque tienen en común el color de los cabellos o de los ojos, el magistrado los debe considerar exactamente igual de peligrosos que a aquéllos que han sido empujados a reunirse en sociedad por la religión? Unos se reúnen en sociedad por negocios, poniendo en común costes y beneficios; otros se reúnen para vivir el tiempo libre alegremente; otros viven juntos porque pertenecen a la misma ciudad o son vecinos; otros tienen la religión en común y se reúnen para celebrar el culto divino. Pero una sola cosa hace que el pueblo se reúna para rebelarse, la opresión. Alguno protesta: ¿Pero cómo? ¿Quiere que se hagan reuniones para celebrar el culto en contra de la voluntad del magistrado? Yo digo que se trata de una cosa lícita y necesaria. Tú dices en contra de la voluntad del magistrado; pero es precisamente de lo que me quejo, ése es el origen del mal, es el temporal que se ha abatido sobre nuestro campo. ¿Por qué la reunión de los hombres en el templo va a resultar menos aceptable que la reunión en el teatro o en el circo? No se trata de gente peor o más turbulenta. Todo se reduce a lo siguiente: son maltratos, y por esto son insoportables. Elimina la injusta distribución de los derechos, cambia las leyes, suprime los castigos a los que les sometes, y todo será tranquilo, seguro. Los que tienen una religión distinta a la del magistrado se sentirán tanto más obligados a mantener la paz del Estado cuanto mejor sea la condición de que goza en el Estado en relación con la que a otros ve vivir en otros Estados. Todas las Iglesias particulares y recíprocamente diferentes, como centinelas de la paz pública, se vigilarán con mayor severidad las unas sobre las costumbres de las otras, para que no se introduzca ninguna novedad, para que no se cambie nada en la forma de gobierno, porque no pueden esperar nada mejor de lo que ya disfrutan, o sea, igualdad con los demás ciudadanos bajo un gobierno justo y moderado. Si a la Iglesia a la que pertenece el soberano se la considera el soporte principal del gobierno civil, y sólo en razón (como ya se ha demostrado) de que tiene la parcialidad del magistrado y el favor de las leyes, ¿no estará más seguro, si hay más centinelas que montan guardia a su alrededor, o sea, si todos los buenos ciudadanos, de cualquier Iglesia que sean, disfrutan del mismo favor del príncipe y de la misma equidad de las leyes, sin ninguna discriminación religiosa, y la severidad de la ley sólo la temen los facinerosos y los que atentan contra la paz civil?
Como conclusión, nosotros pedimos los derechos que le son concedidos a los demás ciudadanos. ¿Está permitido adorar a Dios según el rito romano? Pedimos que también esté permitido adorarlo según el rito ginebrino. ¿Se permite hablar latín en la plaza pública? Pedimos que, a aquéllos que lo deseen, puedan hablarlo también en la iglesia. ¿Está permitido que en su casa se arrodille, esté de pie o sentado, haga estos o aquellos gestos, se ponga vestidos blancos o negros, largos o cortos? Pues que no se considere ilícito comer pan, beber vino, lavarse con agua en la Iglesia, y todas las cosas que en la vida común no están vinculadas a ninguna ley estén disponibles para cualquier Iglesia en su culto sagrado. No se destruya la vida o el cuerpo de nadie por estas cosas, ni se descoyunte ninguna casa ni ninguna familia. ¿Se puede permitir una Iglesia regida por presbíteros? ¿Por qué no también una Iglesia regida por obispos, para quienes esto les guste? El poder eclesiástico, sea administrado por una sola persona o por varias, es el mismo en todas partes y, en las cosas civiles, no tiene ni el derecho ni la fuerza para ejercer la coacción. Al poder eclesiástico no le importan ni los patrimonios ni las rentas anuales. Las reuniones eclesiásticas y los sermones están permitidos por la diaria experiencia. Pero, si se admiten las reuniones de una Iglesia o de una secta, ¿por qué no se van a admitir las de todas? Si en las reuniones religiosas se hace algo contra la paz pública, se tiene que reprimir de la misma forma que si hubiera sucedido en el mercado. Si durante un sermón en la iglesia se dice o se hace algo sedicioso, se debe castigar lo mismo que si hubiera sucedido en la plaza. Las reuniones religiosas no deben ser refugio de facinerosos y de rebeldes, pero, por otra parte, las reuniones en la iglesia no deben ser más ilícitas que las que tienen lugar en los edificios públicos, ni las reuniones eclesiásticas tienen que suponer un mayor castigo para unos ciudadanos que para otros. Cada uno ha de ser responsable de sus acciones y nadie ha de caer bajo sospecha u odio por las faltas de otros. Se castiguen o se repriman a los rebeldes, a los asesinos, a los sicarios, a los bandidos, a los ladrones, a los adúlteros, a los estafadores, a los calumniadores, etc., de cualquier Iglesia, sea regia o no. Pero aquéllos que tienen una doctrina aportadora de paz, aquéllos cuyos comportamientos son puros y sin culpa deben ser tratados lo mismo que los demás ciudadanos. Y, si a los demás se les permiten reuniones, asambleas solemnes, celebraciones festivas, sermones públicos y ceremonias religiosas públicas, todas esas cosas se deben permitir también a los protestantes, a los anti-protestantes, a los luteranos, a los anabaptistas, a los socinianos con los mismos derechos. Más aún, si tenemos que decir abiertamente la verdad y lo que conviene a las relaciones humanas, ni los paganos ni los mahometanos ni los judíos deberían ser excluidos del Estado por motivos religiosos. El Evangelio no ordena nada así; ni lo desea la Iglesia, que (I Corintios, 5, 12-13) no juzga a aquéllos que están fuera de ella; ni lo exige el Estado, que recibe y acoge a los hombres en cuanto hombres, a condición de que sean honestos, pacíficos y trabajadores. ¿Permitirá a un pagano ejercer el comercio y le prohibirá rezar y adorar a Dios? Si permitimos a los judíos tener moradas y casas privadas, ¿por qué se les van a negar sinagogas? ¿Es su doctrina más falsa, su culto más abominable o la concordia más peligrosa en una reunión pública que en las casas privadas? Y, si se conceden estas cosas a los judíos y a los paganos, ¿tendrá que ser peor la condición de los cristianos en un Estado cristiano? Quizá se me puede decir que sí, porque los cristianos están más inclinados a las facciones, a los tumultos y a las guerras civiles. ¿Pero esto es un defecto de la religión cristiana? Si fuea así, verdaderamente la religión cristiana es la peor de todas las religiones, y no es digna de ser profesada ni de ser tolerada por el Estado. Pues, efectivamente, si éste es su carácter, ésta es la naturaleza de la religión cristiana, ser turbulenta y enemiga de la paz civil, la misma Iglesia protegida por el magistrado un día se hará culpable de estos crímenes. Pero nosotros no pretendemos decir esto de la religión que es enemiga de la avaricia, de la ambición, de la discordia, de las disputas y de los deseos terrenales, la más moderada y pacífica de todas las religiones que han existido. Debemos, por lo tanto, buscar otra causa a los males que se imputan a la religión. Si valoramos rectamente la situación, la encontraremos dentro del problema que ahora discutimos. No la diversidad de creencias, que no se pueden evitar, sino el rechazo de la tolerancia, que podía ser concedida a los que nutren creencias diferentes, ha producido la mayoría de los conflictos y de las guerras que ha habido en el mundo cristiano por causa de la religión. Y esto mientras los jefes de la Iglesia, movidos por la avidez de riqueza y por el deseo de poder, excitaban y estimulaban con todos los medios en contra de los herejes al magistrado, a menudo demasiado ambicioso, y al pueblo, siempre crédulamente supersticioso, y, en contra de las leyes del Evangelio, en contra de los preceptos de la caridad, predicaban la expoliación y la destrucción de los cismáticos y de los herejes, y mezclaban dos cosas tan diferentes como la Iglesia y el Estado. Ahora bien, de hecho, los hombres no soportan con paciencia que se les prive de los frutos de su honesto esfuerzo y de convertirse en presa de la violencia y de la rapiña de otros hombres, en contra de todo derecho humano y divino, sobre todo cuando son inocentes, y la causa por la que se les trata así no concierne a la ley civil, sino a la conciencia de cada uno y a la salvación del alma, de lo que únicamente a Dios se debe rendir cuentas. ¿Qué otra cosa se puede esperar de estos hombres, sino que, cansados de los males que les oprimen, se convenzan finalmente que está permitido responder con la fuerza a la fuerza y defender, con las armas que tienen, los derechos que les ha concedido Dios y la naturaleza, y que no se deben perder por la reigión, sino sólo por las culpas que se hayan cometido? La historia demuestra, más de lo que quisiéramos, que hasta ahora las cosas han sido así, y que así será en el futuro lo demuestra la razón, hasta que magistrado y pueblo admitan el principio de persecución por cuestiones de religión, y hasta que los que deberían ser mensajeros de la paz y de la concordia llamen a los hombres a las armas y de todas pares les inciten a la guerra. Nos debería asombrar que los magistrados hayan soportado a los incendiarios y perturbadores de la paz pública, si no fuera evidente que han sido enviados por ellos a participar en el botín y que han considerado, por lo tanto, conveniente hacer uso de su codicia y orgullo para acrecentar su poder. Pues, ¿quién duda de que estos buenos hombres eran ministros no del Evangelio sino del poder y que, adulando la ambición del soberano y el dominio de los poderosos, buscaban, con sus intenciones y con sus obras, promover en el Estado esa tiranía que, en caso contrario, habrían pretendido inútilmente en la Iglesia? Éste es el acuerdo conseguido entre la Iglesia y el Estado, entre los cuales, si ambos se hubieran mantenido dentro de sus límites, no podría haber existido discordia, ya que uno atendía a la bienes mundanos de la sociedad y la otra se ocupaba exclusivamente de la salvación de las almas. Pero se avergüenzan de estas ignominias(2). Pido a Dios Omnipotente que un día se predique el Evangelio de la paz y que los magistrados civiles, cuidando más de conformar su conciencia a la ley de Dios que de vincular la conciencia de los demás a las leyes humanas, como padres de la patria dirijan todos sus esfuerzos y sus planes a promover el bienestar civil común de todos sus hijos, o por lo menos de aquéllos que no son violentos, ni injustos o malos con los demás. Y los eclesiásticos, que predican ser los sucesores de los apóstoles, sigan las huellas de los apóstoles, y, dejadas a un lado las cuestiones políticas, piensen solamente, con paz y modestia, en la salvación de las almas. Adiós.
Quizá no esté de más añadir algo sobre la herejía y el cisma. Un mahometano no es, ni puede ser, hereje o cismático para un cristiano; y, si alguien deja la fe cristiana por el islamismo, no por esto se convierte en hereje o cismático, sino en apóstata e infiel. Nadie duda de esto, de donde resulta que personas de diferentes religiones no pueden ser herejes o cismáticos entre sí los unos para los otros.
Vamos a averiguar qué personas tienen la misma religión. Es evidente que tienen la misma religión aquéllos que tienen la misma regla de fe y de culto. Efectivamente, dado que todo lo que pertenece a una religión está contenido en su regla, los que tienen la misma regla necesariamente tienen la misma religión, y viceversa. Por ejemplo, turcos y cristianos tienen religiones diferentes, porque unos reconocen como regla de su religión la Sagrada Escritura, y otros el Corán. Sin embargo, por la misma razón, puede haber, bajo el único nombre de cristiano, diferentes religiones: los papistas y los luteranos, aunque sean unos y otros cristianos, en cuanto profesan su fe en el nombre de Cristo, sin embargo no tienen la misma religión, porque unos reconocen sólo la Sagrada Escritura como regla y fundamento de su religión, mientras otros a la Sagrada Escritura añaden las tradiciones y los decretos del Papa, y de todo esto hacen la regia de su religión. Análogamente, los cristianos de San Juan (3) (como se les llama) y los cristianos de Ginebra, aunque los unos y los otros se llamen cristianos, tienen diferentes religiones, porque éstos tienen como regla la Sagrada Escritura, y aquéllos no sé qué tradiciones. De todo esto se sacan estas conclusiones.
1
La herejía es una separación en la comunidad eclesiástica entre hombres que tienen la misma religión por creencias que no están contenidas en la misma regla.
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Para los que consideran sólo la Sagrada Escritura como regla de fe, la herejía es una separación en la comunidad cristiana por artículos de fe no contenidos en palabras claras en la Sagrada Escritura.
Esta separación puede realizarse de dos maneras:
I
La mayor parte o la parte más fuerte de la Iglesia (más fuerte porque tiene el apoyo del magistrado) se separa de los demás, echándolos y excluyéndolos de la comunidad, porque no quieren profesar su creencia en algunos dogmas no contenidos en las palabras de la Sagrada Escritura. No es lo reducido del número de los que son separados, ni el apoyo del magistrado, del que gozan los demás, lo que hace a alguien reo de herejía. Es hereje sólo aquél que, por creencias de ese género, divide a la Iglesia en partes, introduce términos y marcas de distinción y se convierte en promotor de una separación.
II
Alguien se separa de la comunidad eclesiástica porque en ella no se profesa públicamente cierta creencia que la Sagrada Escritura no indica con palabras explícitas.
Tanto los primeros como los segundos son herejes, porque yerran en lo fundamental y yerran intencionada, consciente y obstinadamente. En efecto, aunque han aceptado la Sagrada Escritura como único fundamento de la fe, sin embargo admiten también otro fundamento, o sea, proposiciones que no se encuentran en ninguna parte de la Sagrada Escritura. Y, dado que los otros no quieren reconocer como necesarias y fundamentales estas opiniones suyas añadidas, zurcidas en la Sagrada Escritura, ni fundarse en ellas, hacen una secesión o bien expulsándolos de su comunidad o separándose de ellos. No importa que digan que sus profesiones de fe y sus artículos de fe concuerdan con la Sagrada Escritura o respetan la analogía con la fe (4). Si, efectivamente, están contenidos en las palabras de la Sagrada Escritura, no puede existir ningún problema, porque por consenso unánime esas creencias y todas las de este género son fundamentales en cuanto inspiradas por Dios. Si se dice que esos artículos, que se exige profesar, son deducciones de la Sagrada Escritura, entonces está bien creerlos y profesarlos, si parecen concordar con la regla de fe, o sea, con la Sagrada Escritura; pero está mal pretender imponerlos a los demás, a los que no parece que se trate de creencias indudablemente contenidas en la Sagrada Escritura. Si se introduce una separación por estas cosas, que ni son ni pueden ser fundamentales, uno es hereje. No creo que nadie pueda llegar a tal grado de locura, como para atreverse a expresar sus deducciones e interpretaciones de la Sagrada Escritura como cosas inspiradas, y a poner en el mismo plano los artículos de fe que él ha formulado a su manera con la autoridad de la Sagrada Escritura. Sé que hay proposiciones tan evidentemente conformes con la Sagrada Escritura, que nadie puede dudar que deriven de ella: sobre éstas, por lo tanto, no puede haber discordia. Pero lo que a uno le parece que deriva de la Sagrada Escritura con una deducción legítima no debe imponer a otro como un artículo de fe necesario, simplemente porque al primero le parezca acorde con la regla de fe, al menos que se juzgue justo que otros, con igual derecho, impongan sus opiniones, y que se les obligue a admitir y a profesar creencias diferentes y mutuamente incompatibles de los luteranos, de los calvinistas, de los protestantes, de los anabaptistas y de otras sectas, que los constructores de símbolos, de sistemas y de confesiones suelen imponer y predicar a sus seguidores, como consecuencias necesarias y auténticas de la Sagrada Escritura. No puedo dejar de maravillarme de la enorme arrogancia de aquéllos que consideran que pueden enseñar las cosas necesarias para la salvación mucho más claramente que lo pueda hacer el Espíritu Santo, que es la infinita y eterna sabiduría.
Hasta aquí se ha hablado de la herejía, palabra que, en uso común, se aplica sólo a las creencias. Ahora hay que hablar del cisma, que es un defecto unido a la herejía. Me parece que ambos términos significan una separación en la comunidad eclesiástica, hecha a la ligera y sobre cosas no necesarias. Puesto que ha invadido el uso, que es árbitro, ley y norma suprema del lenguaje (5), de referir la herejía a los errores de fe y el cisma al culto o a la disciplina, hay que hablar de estas cosas partiendo de esta distinción.
El cisma, pues, por las razones arriba expuestas, no es más que una separación en la comunidad eclesiástica llevada a cabo por algo no necesario en el culto divino o en la disciplina eclesiástica. Ahora bien, para un cristiano, nada en el culto divino o en la disciplina eclesiástica puede ser necesario para el mantenimiento de la comunidad, si no aquello que el legislador Cristo o los apóstoles, por inspiración del Espíritu Santo, han ordenado con palabras explícitas.
En una palabra, el que no niega algo que el texto divino enuncia con palabras explícitas y quien no promueve una separación por algo que no está expresamente contenido en el texto sagrado, no puede ser hereje o cismático, aunque hablen mal de él las sectas que llevan el nombre de cristianas, y éstas, todas o algunas, lo condenen como desprovisto de la verdadera religión cristiana.
Habría podido desarrollar estas cosas con más elegancia y con más particularidades, pero, para alguien tan perspicaz como usted, basta con haber dado algunas indicaciones.
Notas
(1) Se trata de formas religiosas asociativas, sin una estructura eclesiástica uniforme. Las sectas protestantes dieron vida a este tipo de organización eclesiástica, sustrayéndose al control tanto de la Iglesia de Inglaterra como al presbiterianismo.
(2) Ovidio, Metamorfosis, 1, 758.
(4) La ratio fidei la utiliza San Pablo en relación con el ejercicio de la profecía. Él dice que cada uno tiene funciones distintas, según los dones de la gracia que ha recibido. Uno de estos dones es la profecía según la analogía de la fe (Romanos, 12,6). Con esta expresión la tradición entendió la capacidad de encontrar el significado de los distintos pasos de la Sagrada Escritura a la luz de una interpretación general de la Revelación.
(5) Horacio, Ars poetica, 71-72.
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