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De la tranquilidad del ánimo
Séneca
Primera parte
A Sereno
I
Sereno: Cuando me examinaba a mí mismo, ¡oh Séneca!, aparecían en mí algunos vicios, puestos tan al descubierto que podía cogerlos con la mano; otros más obscuros y apartados, otros no continuos, sino que vuelven de cuando en cuando, de los cuales estoy por decir que son los más molestos, como esos enemigos escondidos que asaltan en las ocasiones, con los cuales ni se puede estar preparado como en la guerra, ni seguro como en la paz.
Sin embargo, el estado en que principalmente me encuentro (¿por qué no he de confesarte la verdad como a un médico?) es el de ni estar liberado por completo de aquellas cosas que temía y odiaba, ni totalmente sometido a ellas; así estoy colocado en un estado que, no siendo el peor, es el más lamentable y molesto, porque ni estoy del todo enfermo, ni sano. Y no me digas que son tiernos los principios de todas las virtudes, que con el tiempo adquieren dureza y fuerza. Tampoco ignoro que en las cosas en que se trabaja por la estimación -me refiero a las dignidades, a la fama de elocuencia y a cuanto proviene del voto ajeno-, todo se consolida con el tiempo; y que así las que comunican verdaderas fuerzas como las que para agradar se revisten de falsas apariencias, han de esperar años hasta que poco a poco la duración les dé color; pero temo que la costumbre, que da consistencia a las cosas, no fije más profundamente en mí este vicio. La larga familiaridad, tanto de lo malo como de lo bueno, engendra cariño.
Esta flaqueza del ánimo, que permanece dudosa entre lo uno y lo otro y ni se inclina fuertemente a lo recto ni a lo depravado, no te la puedo exponer de una vez, sino que he de ir por partes; yo te contaré lo que me pasa y tú encontrarás un nombre para esta enfermedad.
Confieso que siento un gran amor por la templanza: me gusta una cama no adornada ambiciosamente, y un vestido que no haya sido sacado del arca y planchado con pesos y mil tormentos para obligarle a que resplandezca, sino que sea casero y común, y que ni haya de ser guardado ni puesto con solicitud; me gusta una comida que ni hayan tenido que prepararla todos los de la casa, ni admire a los convidados, ni tenga que ser ordenada con muchos días de anticipación, ni servida por las manos de muchos, sino la corriente y fácil, que no tenga nada de rebuscada ni de preciosa, que se encuentre por todas partes, que no sea pesada ni al patrimonio ni al cuerpo, ni haya de salir por donde ha entrado; me gusta el criado inculto y el esclavo tosco, la pesada plata de mi rústico padre sin el nombre del artífice, y una mesa no vistosa por la variedad de colores, ni conocida en la ciudad por haber pasado por muchos dueños elegantes, sino la que baste para el uso y no retenga voluptuosamente los ojos de ningún convidado, ni encienda su envidia.
Pero gustándome mucho todo esto, me aprieta el ánimo el aparato de algún pedagogio, esos esclavos vestidos con una mayor diligencia y con más oro que para una procesión, ese ejército de siervos resplandecientes; la casa en que se pisan preciosas alfombras, en que las riquezas están diseminadas por todos los rincones, los techos son refulgentes y hay siempre esa muchedumbre que acompaña a los patrimonios que se despilfarran.
¿Qué diré de esas aguas, relucientes hasta el fondo, que rodean a los convidados, y de los banquetes dignos de este escenario? Lo que sí digo es que, al venir de la lejana frugalidad, me cercó con sus resplandores el lujo que por todas partes resuena a mi alrededor. Mi vista vacila un poco y más fácilmente separo de él el ánimo que los ojos. Así me retiro no peor, pero sí más triste, y entre mis deslucidas cosas no me encuentro ya tan satisfecho y me acomete un sordo remordimiento y la duda de si serán mejores estas otras cosas. Ninguna de ellas me cambia, pero todas me combaten.
Me gusta seguir los mandatos de los maestros y lanzarme a la política; me gusta alcanzar los honores y haces, no por andar vestido de púrpura y rodeado de varas, sino para estar más dispuesto y ser más útil a los amigos, a los parientes, a todos los ciudadanos y a todos los mortales. Más concretamente, sigo a Zenón, a Cleantes y a Crisipo, de los cuales ninguno se metió en política y ninguno dejó de enviar a ella a sus discípulos.
Cuando algo hiere mi ánimo no acostumbrado a ser combatido, cuando algo sucede o indigno, como hay tantas cosas en la vida humana, o no fácil de resolver, o me piden mucho tiempo cosas que no son mucho de estimar, me vuelvo a mi ocio y como los animales fatigados regreso a casa a paso más ligero.
Me agrada encerrar mi vida entre sus paredes: Que nadie me quite un solo día, pues nada ha de compensarme de tal dispendio; que estribe el ánimo en sí mismo, que se cultive, que no haga nada ajeno, nada en que intervenga el juicio ajeno, que, libre de cuidados privados y públicos, ame su tranquilidad. Pero en cuanto que una lectura más fuerte levantó el ánimo y le espolearon los nobles ejemplos, me gusta lanzarme al foro, dar mi elocuencia al uno, mi trabajo al otro, y aunque no sirvan de nada, intentar sin embargo que aprovechen, y enfrentar en el foro la soberbia de alguno malamente engreído por su prosperidad.
En los estudios a fe mía que pienso que lo mejor es contemplar a las mismas cosas y hablar movido por ellas, dando palabras a las cosas de modo que, a donde ellas lleven, les siga el discurso con espontaneidad. ¿Qué necesidad hay de escribir libros que duren siglos? ¿Quieres tú no dejar de hacerlo para que la posteridad no calle tu nombre? Has nacido para morir y es menos molesto un funeral silencioso. Pues en tonces escribe por ocupar el tiempo y para tu provecho con estilo sencillo y no con afectación; menor trabajo necesitan los que estudian para el día.
Pero en cuanto el ánimo se levantó de nuevo con la grandeza de los pensamientos, luego se hace altivo en las palabras y ambiciona que así como aspira a cosas altas, su lenguaje también sea profundo y que el discurso esté a la altura del asunto; olvidado de la ley y del juicio ajustado me dejo llevar a lo alto y hablo con una boca que ya no es la mía.
Para no detenerme más en cada cosa, en todas me sigue esta flaqueza de una inteligencia que es buena. Temo que no vaya yo cayendo poco a poco o, lo que aun es más de preocupar, que no esté tambaleándome siempre como el que va a caer y que esto sea quizá más de lo que yo mismo preveo; porque miramos con benignidad las cosas propias y el favor siempre daña al juicio.
Pienso que muchos pudieron llegar a la sabiduría, si no se hubieran figurado que ya habían llegado a ella, si no hubiesen disimulado en sí mismos ciertas cosas, si no hubiesen pasado por otras con los ojos tapados. Porque no hay ninguna razón para que juzgues que es más dañina la adulación ajena que la propia muestra.
¿Quién se atreve a decirse a sí mismo la verdad? ¿Quién hay que, metido en la turba de los que le alaban y lisonjean, no se elogia él mismo mucho más? Te suplico, pues, que si tienes algún remedio con el que detengas esta vacilación mía, me consideres digno de que te deba mi tranquilidad.
Sé que no son peligrosos estos movimientos del ánimo, ni me acarrean inquietud alguna; para expresar con un verdadero símil esto de que me quejo, te diré que no me fatiga la tempestad, sino la náusea.
Líbrame de lo que esto tenga de malo y socorre al náufrago que ya está a la vista de la tierra.
II
Séneca: A fe mía, oh Sereno, que ya hace tiempo que ando buscando en silencio a qué se parece este estado de ánimo y no encuentro ejemplo que más se le acerque que el de aquellos que habiendo salido de una larga y grave enfermedad, se ven todavía molestados con pequeños movimientos y ligeros accidentes y aún después de haber echado de sí las reliquias de la enfermedad, les inquieta la aprensión y, ya curados, hacen que los médicos les tomen el pulso interpretando mal toda la temperatura de sus cuerpos.
El cuerpo de éstos, oh Sereno, está sano, aunque no esté acostumbrado a la salud, como el mar, ya tranquilo, tiene una cierta agitación, cuando ya ha pasado la tormenta.
No hay, pues, necesidad de aquellos remedios más duros, por los que ya hemos pasado, como resistirte a ti mismo, irritarte contigo, apremiarte insistentemente, sino de aquel otro que se emplea el último, a saber, que tengas confianza en ti mismo y creas que vas por el camino derecho, sin dejarte llamar por las huellas transversales de muchos que van de un lado para otro, de los cuales algunos se extravían junto al mismo camino.
Lo que deseas es grande, sumo y próximo a Dios: no ser conmovido.
A este asiento firme del ánimo los griegos le llamaban eutymia o estabilidad y sobre ella hay un bello volumen de Demócrito; yo la llamo tranquilidad. Porque no es necesario imitar y traducir las palabras según su forma: la cosa misma de que se trata ha de expresarse con algún nombre, que ha de tener la fuerza y no la cara de su designación griega. Tratamos de determinar, por consiguiente, cómo podrá el ánimo ir siempre con paso igual y próspero, estar en paz consigo mismo, y mirar con alegría sus cosas sin que este gozo se interrumpa, sino permaneciendo en su estado de placidez sin levantarse nunca ni deprimirse. Esto es la tranquilidad.
Busquemos, pues, en general, cómo puede llegarse a ella y tú tomarás de este universal remedio cuanto quisieres.
Mientras tanto, ha de ponerse por delante y bien visible todo el vicio para que cada uno reconozca la parte que de él tiene; a la vez entenderás cuánto menos embarazo tienes tú con el fastidio de ti mismo que todos esos que, consagrados a brillantes profesiones y abrumados con grandes títulos, los mantiene en su simulación más la vergüenza que la voluntad.
Todos están en la misma situación, tanto los que están vejados por su propia liviandad, por el tedio y por la continua mudanza de propósitos, pues les agrada siempre más lo que dejaron, como esos otros que hechos unos holgazanes se pasan la vida bostezando.
Añade a éstos los que andan mudándose de un lado a otro, como los que tienen el sueño difícil, hasta que a fuerza de cansados encuentran la quietud.
Tratando siempre de reformar el estado de su vida permanecen por último en aquel en que los sorprendió no el odio a los cambios, sino la vejez perezosa para todo lo nuevo.
Añade también a éstos los que son poco livianos, no por ser constantes en el vicio, sino por inercia, y viven no como quieren, sino como empezaron a vivir.
Son innumerables las propiedades del vicio, pero su efecto es siempre único: el de descontentarse a sí mismo.
Nace esto de la destemplanza del ánimo y de la timidez y poco resultado de los deseos, que o no se atreven a tanto como apetecen o no lo consiguen y se levantan tan sólo en esperanza; siempre son inestables y movedizos, lo que por fuerza ha de suceder a los que penden de algo.
Por todos los caminos tratan de realizar sus deseos y se adoctrinan y obligan en cosas honestas y difíciles, pero cuando sus trabajos no tienen resultados, los atormenta su deshonra infructuosa y no se arrepienten de haber querido el mal, sino de haberlo querido en vano. Entonces se arrepienten de haber empezado y temen volver a empezar y les invade aquella agitación del ánimo que no encuentra salida, porque no puede ni refrenar ni servir a sus deseos, y la indecisión de una vida que se desarrolla poco, y el entorpecimiento del ánimo ante sus sueños fracasados. Todo lo cual se hace aun más grave cuando, por odio a su trabajosa infelicidad, se refugian en el ocio, en los estudios solitarios, a los que no puede soportar un ánimo levantado a las cosas civiles, deseoso de acción y por naturaleza inquieto, esto es, que encuentra en sí mismo poco consuelo; por esto, privado de los deleites que las mismas ocupaciones proporcionan a los que andan entre ellas, no aguanta la casa, la soledad, las paredes, y contra toda su voluntad se ve dejado a sí mismo.
De aquí ese hastío y descontento de sí mismo, ese desasosiego de un ánimo nunca asentado, y esa triste y agria paciencia con que soportan su propia ociosidad; pues cuando da vergüenza confesar las causas y el pudor mantiene dentro los tormentos, los deseos, encerrados en esta estrechura sin salida, se estrangulan a sí mismos. De aquí la tristeza y la languidez y las mil fluctuaciones de una mente incierta a quien las esperanzas empezadas mantienen suspensa, y triste, las fracasadas; de aquí también aquel afecto de los que detestan su ocio y se quejan de que ellos no tienen nada que hacer, y aquella envidia, tan enemiga de los crecimientos ajenos. Porque alimenta la envidia la desgraciada pereza y desean que todos se arruinen porque ellos no pudieron adelantar; de esta aversión a los progresos ajenos y de la desesperación por los fracasos propios nace después un ánimo irritado contra la fortuna, quejoso de los tiempos, que se esconde en los rincones y está siempre absorbido por su propia pena, mientras tiene hastío y vergüenza de sí mismo.
Porque por su naturaleza el ánimo humano es ágil y pronto al movimiento. Toda materia que le excite y le distraiga le es grata, y más grata aun para los nacidos con peor índole que gustosamente se dejan consumir por las ocupaciones. Como ciertas úlceras apetecen las manos que las dañan y gozan con que se las toque y así como a la sucia sarna de los cuerpos le deleita lo que la exaspera, así también digo de estas mentes, en las que han brotado los deseos como malas úlceras, que tienen como un placer el trabajo y las molestias.
Porque hay ciertas cosas que también con algún dolor deleitan a nuestro cuerpo, como volverse y cambiar el costado no cansado todavía y refrescarse con una y otra postura, como aquel Aquiles de Homero, ya boca abajo, ya boca arriba, mudándose en varias posturas, pues lo propio del enfermo es no soportar nada mucho tiempo y usar de los cambios como si fueran remedios.
De aquí el emprender vagas peregrinaciones y el navegar por mares desconocidos y tanto en la tierra como en el mar hacer experiencias de esta liviandad tan enemiga de lo presente. Ahora vayamos a la Campania. Pronto nos fastidian aquellos campos deleitosos: Veamos los incultos, recorramos los bosques de los Abruzos y de la Leucania. Y, sin embargo, en los desiertos se busca algo ameno en que los ojos lascivos se alivien de la continua fealdad de los lugares hórridos. Vayamos a Tarento y a su celebrado puerto y a los inviernos de clima suave y a la región bastante provista para su antigua turba. Demasiado tiempo descansaron nuestros oídos de los aplausos, ya nos gusta de nuevo el derramamiento de la sangre humana. Volvamos a la ciudad. Tan pronto como termina un viaje se emprende otro y los espectáculos se cambian por otros espectáculos. Como dice Lucrecio:
De este modo cada uno huye siempre de sí mismo
Pero ¿qué le aprovecha si realmente no huye? Se sigue a sí mismo y le molesta el más pesado de los compañeros. Y así debemos saber que la molestia que padecemos no proviene de los lugares, sino de nosotros mismos; flacos somos para soportarlo todo y no tenemos aguante para sufrir mucho tiempo ni el trabajo, ni el placer, ni a nosotros mismos, ni a ninguna cosa.
A muchos llevó a la muerte el que, cambiando frecuentemente de propósito, volvían siempre a lo mismo y no dejaban lugar a la novedad. Comenzó a fastidiarles la vida y el mismo mundo y les salió aquello de los cansados de las delicias: ¿Hasta cuándo las mismas cosas?
III
Me preguntas de qué remedio pienso yo que has de usar contra este hastío. Según la opinión de Atenodoro, el mejor sería ocuparse en las cosas de la República, en su administración y en los oficios civiles. Pues así como algunos se pasan el día al sol y ejercitando y cuidando a sus cuerpos, y es utilísimo a los atletas consagrar la mayor parte de su tiempo a fortalecer sus músculos y su fuerza para lo único a que se dedican, así para vosotros que os preparáis para las luchas civiles será muy hermoso que estéis siempre en el mismo trabajo.
Pues el que tiene el propósito de hacerse útil a sus conciudadanos y a todos los mortales, se ejercita y a la vez se aprovecha si se dedica a sus deberes propios, administrando según sus facultades las cosas comunes y las privadas.
Pero -dice- es tan loca la ambición de los hombres y son tantos los calumniadores que retuercen en el peor sentido las cosas más rectas, que es poco segura la sencillez, y puesto que han de ser más los obstáculos que las ayudas, mejor es retirarse del foro y de los cargos públicos, que también hay en las cosas privadas donde se desarrolle ampliamente un gran ánimo; ni se enfrena el ímpetu de los leones y de las fieras en sus guaridas, ni tampoco el de los hombres cuyas acciones más grandes son las que hacen en el apartamiento. Sin embargo, ha de ocultarse de manera que dondequiera que esconda su ocio, quiera servir a todos y a cada uno con su ingenio, con su voz y con su consejo. Pues no solamente aprovecha a la República quien apadrina a los candidatos y defiende a los reos y da su opinión en las cosas de la paz y de la guerra, sino también el que exhorta a la juventud, el que en tanta escasez de buenos preceptores inculca la virtud en los ánimos, el que detiene o retrae a los que corrían a precipitarse en las riquezas o en la lujuria, y si no lo consigue del todo, por lo menos los retarda; quien hace esto, aun en privado, está haciendo una función pública. ¿Es que acaso aprovecha más el pretor que entre los extranjeros y los ciudadanos, o, si es urbano, entre los asistentes, pronuncia las sentencias del asesor, que quien enseña qué es la justicia, qué la piedad, qué la paciencia; qué la fortaleza, qué el desprecio de la muerte, qué el conocimiento de los Dioses, qué bien tan seguro y tan gratuito es la buena conciencia? Luego si transfieres a los estudios el tiempo que has hurtado a los cargos públicos, ni has desertado, ni has faltado a tu obligación. Porque no solamente lucha el que está en el ejército y defiende el lado derecho o el izquierdo, sino también el que defiende las puertas y desempeña su misión en puesto de menor peligro, pero también de trabajo, haciendo de centinela y guardando las armas, pues estos ministerios, aunque sean incruentos, se cuentan también como servicios militares. Si te retiras a los estudios, huirás de todo el fastidio de tu vida y ya no desearás por odio a la luz que se haga de noche, ni te cansarás de ti mismo, ni serás inútil a los otros; muchos buscarán tu amistad y los mejores vendrán a ti. Porque la virtud, aunque obscura, nunca se esconde, y da señales de sí, y todo el que fuere digno de ella la encontrará por sus huellas. Pues si prescindimos de toda convivencia y renunciamos al trato de los hombres y vivimos vueltos exclusivamente a nosotros, seguirá a esta soledad, desprovista de todo deseo, una escasez completa de ocupaciones. Empezaremos a construir unos edificios, a derribar otros, a remover el mar, a conducir las aguas contra la dificultad de los lÚgares, y a malgastar el tiempo que la naturaleza nos dió para consumirlo bien. Unos lo empleamos parcamente, pródigamente otros; unos lo invertimos de modo que podamos dar razón de él, otros sin dejar ninguna reliquia de él, que es de todó lo más vergonzoso. Con frecuencia un viejo de muchos años no tiene ningún otro argumento con el que pruebe que ha vivido mucho que su misma edad.
IV
A mí me parece, mi muy querido Sereno, que Atenedoro se sometió demasiado a las circunstancias y que huyó demasiado pronto, Pues no niego que alguna vez hay que ceder, pero poco a poco, a paso lento, salvando las banderas y el honor militar; son más sagrados para los enemigos y están más seguros los que se rinden con las armas en la mano.
Pienso que esto es lo que ha de hacer la virtud y el aficionado a ella.
Si prevalece la fortuna y le corta la facultad de obrar, no huya luego volviendo la espalda desarmado y buscando dónde esconderse, como si hubiese algún lugar en el que no le pudiera perseguir la fortuna, sino mézclese más parcamente a los cargos públicos y busque con discernimiento algo en que sea útil a la ciudad.
¿No puede entrar en la milicia? Busque los cargos civiles. ¿Ha de vivir en privado? Hágase orador. ¿Se le impone silencio? Ayude a los ciudadanos de manera callada. ¿Es peligroso para él hasta entrar en el foro? Haga en las casas, en los espectáculos, en los convites, de buen compañero, de amigo fiel, de templado comensal. ¿Perdió sus deberes y derechos de ciudadano? Cumpla los de hombre.
Por eso con verdadera grandeza de ánimo no nos hemos recluído en las murallas de una ciudad, sino que hemos establecido comunicación con todo el orbe y hemos profesado que nuestra patria es el mundo, para que pudiéramos dar más ancho campo a la virtud.
¿Se te cierra el tribunal y no te dejan hablar en la tribuna o en los comicios? Mira detrás de ti cuántas amplísimas regiones y cuántos pueblos te están abiertos. Nunca se te cerrará una parte tan grande que no te quede otra aún mayor.
Pero mira bien no vaya a ser todo esto culpa tuya por no querer servir a la República sino como cónsul o pritano o cerice o sufeta.
¿Es que para ser militar, no quieres ser sino general o tribuno? Aunque otros estén en primera fila y la suerte te haya colocado en la retaguarda, pelea desde allá con la voz, con la exhortación, con el ejemplo, con el ánimo; aun con las manos cortadas encuentra la manera de ayudar en el combate a sus partidarios quien permanece en pie y anima a los otros con sus gritos.
Así has de hacer tú también. Si la fortuna te separa de los primeros puestos de la República, permanece firme y ayuda con tus voces; si alguien te aprieta la garganta, permanece en pie y ayuda con tu silencio. Nunca es inútil el trabajo de un buen ciudadano; está aprovechando con que se le oiga y se le vea, con el rostro y con el gesto, con su obstinación callada y hasta con sus mismos pasos. Como ciertas medicinas que, sin tomadas ni tocadas, aprovechan sólo con olerlas, así la virtud difunde su utilidad aun desde lejos y oculta. Ya tenga holgura y use de su derecho, ya sean precarias sus salidas y venga obligada a recoger sus velas, ya esté ociosa y muda y recluida en estrecheces, ya esté en público, cualquiera que sea su situación, sirve de provecho.
¿Por qué piensas que es de poca utilidad el ejemplo del que retirado vive bien? Con gran diferencia lo mejor de todo es mezclar el ocio con los negocios siempre que la vida activa está impedida o por obstáculos naturales o por las condiciones de la República; porque nunca se cierran tan por completo todas las cosas que no quede lugar para una acción honesta.
V
¿Puedes acaso encontrar una ciudad más desgraciada que lo fua la de los atenienses cuando la despedazaban aquellos treinta tiranos? Habían dado muerte a mil trescientos ciudadanos, todos ellos de los mejores, y no por eso ponían un término a su crueldad, que se excitaba aun más a sí misma.
En la ciudad en que había un Areópago, el más sagrado de los tribunales, en la que había un Senado y un pueblo semejante al Senado, se reunía diaríamente el triste conciliábulo de verdugos y la desgraciada curia era estrecha para tantos tiranos.
¿Podía tener descanso una ciudad en la que había tantos tiranos como soldados? Ni podía ofrecerse a los ánimos ninguna esperanza de recobrar la libertad ni aparecía lugar a ningún remedio contra tan gran fuerza del infortunio. Porque ¿de dónde para una ciudad tan desgraciada tantos Harmodios?
Sin embargo, Sócrates estaba en medio y consolaba a los pobres que lloraban, y exhortaba a los que desesperaban de la República, y reprobaba a los ricos que tenían por sus riquezas la tardía penitencia de su peligrosa avaricia, y a los que quisieran imitarlo les ofrecía el gran ejemplo que les daba andando libre entre treinta tiranos.
Sin embargo, la misma Atenas le dió muerte en la cárcel y el que había insultado impunemente a tOdo un ejército de tiranos murió porque la libertad no toleró la que él tenía. Así comprenderás que en una República afligida tiene un varón sabio ocasión de manifestarse y que, cuando florece y es feliz, reinan en ella la petulancia, la envidia y otros mil vicios de la inactividad.
Según se presente la República y nos permita la fortuna, nos desenvolveremos más o habremos de encogernos, pero siempre hemos de movernos sin dejarnos entorpecer por las ataduras del miedo. Más aun, un hombre de verdad es el que rodeado de peligros por todas partes y oyendo cerca el estrépito de las armas y de las cadenas, no quiebra la virtud, ni la esconde; porque guardarse no es enterrarse.
Con verdad, según pienso, decía Curio Dentanto que prefería ser muerto a vivir muerto; el último de los males es salir del número de los vivos antes de morir. Pero si has caído en un tiempo menos oportuno para los negocios de la República, lo que has de hacer es consagrarte más al ocio y a las letras, no de otro modo que en una navegación peligrosa te refugias en el puerto, y no dejes que los negocios te dejen, sino que tú mismo te separes de ellos.
VI
Ante todo debemos examinarnos a nosotros mismos; después, los negocios que vamos a emprender; finalmente, aquellos por los que o con los cuales los emprendemos.
Ante todo es necesario que nos tanteemos a nosotros mismos, porque nos parece que podemos soportar más de lo que realmente podemos. Uno, confiado en su elocuencia, se despeña; otro exige de su patrimonio más de lo que puede soportar; otro oprime su enfermizo cuerpo con un trabajoso cargo; a unos su vergüenza los hace poco idóneos para los cargos públicos, que requieren una frente osada; a otros su tenacidad no los hace aptos para la curia; éstos no dominan su ira y cualquiera indignación los lanza a palabras temerarias; aquéllos no saben contener su donaire, ni abstenerse de peligrosas chocarrerías. Para todos éstos es más Útil el ocio que el negocio; un natural altivo y mal sufrido ha de evitar las excitaciones que dañen a la libertad.
Después se han de pesar las obras mismas que emprendemos y comparar nuestras fuerzas con las que vamos a intentar, porque siempre deben ser más las del que trabaja que las de la obra: por fuerza ha de oprimir la carga que es más pesada que quien la lleva.
Hay además otros negocios que no son tan grandes como fecundos y traen consigo otros muchos. Han de huirse éstos de los que nace nueva y múltiple ocupación, ni acercarse allí de donde no se pueda salir libremente; se ha de poner mano en aquellos otros que puede uno acabar o esperar con certeza su fin, dejando los que se extienden más a medida que más se trabaja en ellos, ni acaban donde uno se propuso.
VII
Hemos de seleccionar también a los hombres, para ver si son dignos de que les consagremos parte de nuestra vida o si les sirve de algo la pérdida de nuestro tiempo, porque algunos nos imputan como obligación lo que voluntariamente les concedemos. Atenodoro dice que no iría ni a cenar con el que no pensase que le debía algo por esto. Pienso que entiendes que mucho menos iría con los que igualan una invitación a comer con los deberes de la amistad, contando por dádivas los platos, como si su falta de templanza fuera un honor a los invitados: quítales los testigos y los espectadores y no tendrán gusto en un banquete secreto.
Has de considerar si tu naturaleza es más apta para la acción que para el estudio ocioso y la contemplación, e inclinarte a donde te lleve la fuerza de tu ingenio. Sócrates sacó del foro a Eforo, llevándoselo de la mano, porque pensaba que era más útil componiendo monumentos históricos; cuando se obliga a los ingenios, responden mal, y es vano el trabajo que se hace con repugnancia de la naturaleza.
Nada hay que tanto deleite el ánimo como una amistad fiel y dulce. ¡Qué bueno es que los pechos estén dispuestos para que con seguridad se deposite en ellos todo secreto, confiando más en la conciencia de los demás que en la misma tuya, cuando sus palabras alivian tu preocupación, sus consejos hacen más expedita la decisión, su alegría disipa la tristeza y hasta su misma presencia deleita!
A los amigos hemos de elegirlos vacíos, en cuanto fuere posible, de deseos; porque los vicios entran solapados y asaltan al que está cerca y lo dañan con su contacto.
Así como en una epidemia hay que tener cuidado de no acercarse a cuerpos ya atacados y ardiendo en la enfermedad, porque atraemos el peligro y con la misma respiración nos exponemos al contagio, del mismo modo al elegir los amigos hemos de cuidar de tomar a los menos manchados; el principio de la enfermedad es mezclar a los sanos con los enfermos. No es que yo te mande que no sigas ni te atraigas más que al sabio. Porque ¿dónde encontrarías al que hace tantos siglos que buscamos?
Hace de mejor el que es menos malo. Apenas tendrías facultad de hacer una selección más feliz si buscaras entre los Platones, los jenofontes y aquella provechosa descendencia de Sócrates, o si pudieras hacerte de la época de Catón, en la que hubo muchos dignos de nacer en su tiempo, así como muchos peores que los mayores criminales de todos los tiempos: de las dos clases se necesitaba para que Catón pudiese ser comprendido; debió tener tanto a hombres buenos que le aprobaran como a malos con los que experimentase su fuerza. Pero ahora, con tanta escasez de hombres buenos, la elección se hace menos fastidiosa. Principalmente han de evitarse los tristes y los que lo deploran todo y para los que todo es motivo de queja. Aunque éstos tengan fe y amor, es contrario a la tranquilidad el compañero inquieto y que gime por todo.
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