Índice de El único y su propiedad de Max StirnerCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

VI

El estado primitivo del hombre no es el aislamiento o la soledad, sino la sociedad. Al comienzo de nuestra existencia nos encontramos ya estrechamente unidos a nuestra madre, puesto que aun antes de respirar participamos de su vida. Cuando después abrimos los ojos a la luz es para reposar aún sobre el seno de un ser humano que nos mecerá en sus rodillas, que guiará nuestros primeros pasos y nos encadenará a su persona por los mil lazos del amor. La sociedad es nuestro estado de naturaleza. Por eso la unión que al principio ha sido tan íntima se relaja poco a poco, a medida que nos conocemos, y la disolución de la sociedad primitiva se hace cada vez más manifiesta. Si la madre quiere una vez más tener para sí sola el hijo que ha llevado en su seno, es preciso que vaya a arrancarlo a la calle y a la sociedad de sus camaradas. El niño prefiere las relaciones que ha anudado con sus semejantes, a la sociedad en que no ha entrado, en que no ha hecho más que nacer.

Pero la unión o la asociación son la disolución de la sociedad. Es decir, que una asociación puede degenerar en sociedad, como un pensamiento puede degenerar en idea fija; esto ocurre cuando en el pensamiento se extingue la energía pensante, él pensar mismo, esa perpetua retracción de todos los pensamientos que tienden a tomar demasiada consistencia. Cuando una asociación se ha cristalizado en sociedad, cesa de ser una asociación (porque la asociación quiere que la acción de asociarse sea permanente), no consiste más que en el hecho de estar asociados, no es más que la inmovilidad, la fijación; está muerta como asociación, es el cadáver de la asociación, es decir, que es sociedad, comunidad. El partido proporciona un ejemplo análogo de esta cristalización.

Que una sociedad, el Estado, por ejemplo, restrinja mi libertad, eso no me turba. Porque yo bien sé que debo esperar ver mi libertad limitada por toda clase de potencias, por todo lo que es más fuerte que Yo, hasta por cada uno de mis vecinos; aun cuando yo fuese el autócrata de todas las R ... no gozaría de la libertad absoluta. Pero no dejaré arrebatarme mi individualidad. Y precisamente es a la individualidad a la que la sociedad ataca, ella es la que debe sucumbir bajo sus golpes.

Una sociedad a la que me adhiero me quita, sí, ciertas libertades, pero en cambio me asegura otras. Importa igualmente bien poco que Yo mismo me prive, por ejemplo, por un contrato de tal o cual libertad. Por el contrario, defenderé celosamente mi individualidad.

Toda comunidad tiende, más o menos según sus fuerzas, a convertirse en una autoridad para sus miembros y a imponerles límites. Ella les pide y debe pedirles cierto espíritu de obediencia, ella exige que sus miembros le estén sometidos, sean sus súbditos, ella no existe más que por la sujeción. No quiere eso decir que no pueda dar prueba de ciertos proyectos de mejoramiento, a los consejos y a las críticas, en cuanto tengan por mira su beneficio; pero la crítica debe mostrarse benévola, no se le permite ser insolente e irreverente; en otros términos, se necesita dejar intacta y tener por sagrada la substancia de la sociedad. La sociedad no pretende que sus miembros se eleven y se coloquen por encima de ella; quiere que permanezcan en los límites de la legalidad; es decir, que no se permitan más de lo que les permiten la sociedad y sus leyes.

Hay gran distancia de una sociedad que no limita más que mi libertad a una sociedad que limita mi individualidad. La primera es una unión, un acuerdo, una asociación. Pero lo que amenaza la individualidad es un poder para sí mismo y por encima de Mí, una potencia que me es inaccesible, que Yo puedo, sí, admirar, honrar, respetar, adorar, pero que no puedo ni dominar ni aprovechar, porque ante ella me resigno y abdico. La sociedad está fundada sobre mi resignación, mi abnegación, mi cobardía, que llaman humildad. Mi humildad hace su grandeza, mi sumisión su soberanía.

Pero, con respecto a la libertad, no hay diferencia esencial entre el Estado y la asociación. Lo mismo que el Estado no es compatible con una libertad ilimitada, la asociación no puede nacer y subsistir si no restringe algunas formas de libertad. No se puede en parte alguna evitar cierta limitación de la libertad, porque es imposible liberarse de todo: no se puede volar como un pájaro, puesto que no es posible desembarazarse del propio peso; no puede uno vivir a su agrado bajo el agua como un pez, por que se tiene la necesidad de aire, es ésa una necesidad de la que no cabe liberarse y así sucesivamente. La religión, y en particular el cristianismo, ha torturado al hombre exigiéndole que realice lo antinatural, y ese impulso religioso extravagante llegó a elevar a rango de ideal la libertad en sí, la libertad absoluta, lo que era ostentar en plena luz el absurdo de los votos imposibles.

Con todo, la asociación proporciona mayor libertad y podrá considerarse como una nueva libertad; uno escapa, en efecto, a la violencia inseparable de la vida en el Estado o la sociedad; sin embargo, las restricciones a la libertad y los obstáculos a la voluntad no faltarán. Porque el objeto de la asociación no es precisamente la libertad, que sacrifica a la individualidad, sino esta individualidad misma. Relativamente a ésta, la diferencia es grande entre el Estado y la asociación. El Estado es el enemigo, el asesino de la individualidad; la asociación es su hija y su auxiliar; el primero es un Espíritu, que quiere ser adorado como Espíritu y como verdad, la segunda es mi obra, ha nacido de Mí. El Estado es el señor de mi Espíritu, quiere que crea en él y me impone un credo, el credo de la legalidad. Él ejerce sobre Mí una influencia moral, reina sobre mi Espíritu, prescribe mi Yo para sustituirse a él como mi verdadero Yo. En suma, es el verdadero hombre, el Espíritu, el fantasma. La asociación, al contrario, es mi obra, mi criatura: no es sagrada ni es una potencia espiritual superior a mi Espíritu.

Yo no quiero ser esclavo de mis máximas, sino exponerlas constantemente a mi crítica, sin ninguna garantía. Yo no les concedo ningún derecho de ciudadanía en Mí; pero pretendo menos aún comprometer mi porvenir en la asociación y venderle mi alma, como se dice cuando se trata del diablo y como realmente es el caso cuando se trata del Estado o de una autoridad espiritual. Yo soy y sigo siendo para mí más que el Estado, más que la Iglesia, Dios, etc., y por consiguiente, también infinitamente más que la asociación.

La sociedad que el comunismo quiere fundar parece, a primera vista, acercarse en extremo a la asociación tal como yo la entiendo. El objeto que se propone es el bien de todos, y cuando se dice de todos, debe entenderse -Weitling no se cansa de repetirlo- de absolutamente todos, de todos sin excepción. Pero ¿cuál será ese bien? ¿Hay un solo y mismo bien con una sola y misma cosa? Si así es, se trata del verdadero bien. Y henos aquí precisamente en el punto en que comienza la tiranía de la religión. El cristianismo dice: No os detengáis en las vanidades de este mundo, buscad vuestro verdadero bien: haceos piadosos cristianos. Ser cristiano, he ahí el verdadero bien. Es el verdadero bien de todos, porque es el bien del Hombre como tal (del fantasma). Pero el bien de todos, ¿es, necesariamente, mi bien y tu bien? Pero si Yo y Tú no consideramos este bien como el nuestro, ¿tratarán de proporcionarnos el bien que nosotros queremos? Por el contrario, si Tú prefieres las delicias de la pereza, el goce sin trabajo, la sociedad, que vela por el bien de todos, decretando que el bien verdadero es éste o aquél, por ejemplo, el goce adquirido honradamente con el trabajo, se guardará de ofrecerte lo que Tú consideras tu bien. El comunismo, que se hace el campeón del bien de todos los hombres, aniquila precisamente el bienestar de los que han vivido hasta el presente de sus rentas y que probablemente se encuentran mejor con eso que con las horas de trabajo estrictamente reguladas que les promete Weitling.

El mismo Weitling afirma que el bienestar de algunos millares de hombres no puede ponerse en parangón con el bienestar de varios millones y exhorta a los primeros a renunciar a sus ventajas particulares por el amor del bien general. No, no exijáis de las gentes que sacrifiquen la menor parte de lo que tienen a la comunidad; ésa es una manera cristiana de presentar las cosas con la cual no llegáis a nada. Exhortadlos, al contrario, a no dejarse arrancar por nadie lo que tienen, comprometedIos a asegurarse su posesión de modo que sea duradera; os comprenderán mucho mejor. Ellos llegarán por sí mismos a decirse que el mejor medio de cuidar su bien es aliarse con otros, con ese objetivo; es decir: sacrificar una parte de su libertad, no en el interés de todos, sino de su propio interés. ¿Cómo se puede estar todavía tentado de apelar al espíritu de sacrificio y al amor desinteresado de los hombres? Demasiado se sabe que esos bellos sentimientos no han producido, después de una gestación de varios millares de años, más que la presente miseria. ¿Por qué obstinarse todavía en aguardar de la abnegación la venida de mejores tiempos? ¿Por qué no poner más bien su esperanza en la usurpación? No es ya de los mansos y de los misericordiosos, no es ya de los que dan y de los que aman de quienes vendrá la salvación, sino únicamente de los que tomen, que se apropien y que sepan decir: esto es para Mí. El comunismo, y consciente o inconsciente, el humanismo que escarnece el egoísmo, sigue contando todavía con el amor.

Cuando la comunidad ha llegado a ser una necesidad para el hombre, cuando él siente que le ayuda a realizar sus designios, no tarda, tomando rango de principio, en imponerle sus leyes, las leyes de la sociedad. El principio de los hombres llega así a reinar soberanamente sobre ellos; viene a ser su ser supremo, su Dios, y como tal, su legislador. El comunismo lleva este principio hasta sus más rigurosas consecuencias, y el cristianismo es la religión de la sociedad; porque, como Feuerbach lo dice exactamente, aunque su pensamiento no sea justo, el amor es la esencia del Hombre; es decir, la esencia de la sociedad o del Hombre social (comunista). Toda religión es un culto de la sociedad, del principio que rige al hombre social (al hombre cultivado); así, ningún dios es nunca el Dios exclusivo de un Yo; un dios siempre es el Dios de una sociedad o de una comunidad, de una familia (lares, penates), de un pueblo (dioses nacionales) o de todos los hombres. (Él es el padre de todos los hombres.)

No se espere llegar a destruir de arriba abajo la religión, mientras no se haya deshechado previamente la sociedad y todo lo que implica su principio. Precisamente el comunismo trata de culminar ese principio, puesto que todo debe ser común a fin de que reine la igualdad. Una vez conquistada esta igualdad, la libertad no faltará tampoco, pero ¿la libertad de quién? ¡De la Sociedad! La sociedad entonces es el gran Pan, y los hombres no existen más que los unos para los otros. ¡Es la apoteosis del Estado amoroso!

Pero Yo prefiero recurrir al egoísmo de los hombres que a sus servicios de amor, a su misericordia, a su caridad, etc. El egoísmo exige la reciprocidad (Tú a Mí, como Yo a Ti); él no hace nada por nada y si ofrece sus servicios es para que los compren. Pero el servicio del amor, ¿cómo procurármelo? El azar hará que yo trate justamente con un buen corazón. Y yo no puedo mover la caridad sino mendigando sus servicios, ya por mi exterior miserable, ya por mi angustia, mi miseria, mi sufrimiento. -¿Y qué puedo Yo ofrecerle a cambio de su asistencia? ¡Nada! Preciso es que Yo la reciba como un regalo. El amor no se paga, o, digámoslo mejor, el amor puede, sí, pagarse, pero sólo en amor (un servicio vale otro). ¡Qué miseria, qué mendicidad recibir de año en año, sin volver nunca nada a cambio, los dones que nos hace, por ejemplo, el pobre trabajador! Quien recibe de esta suerte, ¿qué puede hacer por el otro a cambio de esos céntimos cuya acumulación forma, sin embargo, toda su fortuna? El trabajador tendría más goces si el que engorda con sus laboriosos beneficios no existiera, ni sus leyes, ni sus instituciones que él paga además. ¡Y a pesar de todo, el pobre diablo ama todavía a su señor!

No, la comunidad como objetivo de la historia, hasta el presente es imposible. Deshagámonos cuanto antes de toda ilusión hipócrita acerca de ello, y reconozcamos que si como Hombres somos iguales, iguales no lo somos, puesto que no somos Hombres. No somos iguales, sino en el pensamiento; lo que hay de igual en Nosotros, es en el Nosotros como pensamiento, y no como somos en realidad y en persona. Yo soy Yo y Tú eres Yo, pero Yo no soy ese Yo pensado; no es por él por lo que todos somos iguales, porque él no es más que mi pensamiento. Yo soy Hombre y Tú eres Hombre, pero Hombre no es más que una idea, una generalidad abstracta. Ni Yo ni Tú podemos ser expresados; somos indecibles, porque solo las ideas pueden ser expresadas y fijarse en una palabra. Dejemos, pues, de aspirar a la comunidad; aspiremos más bien las miras a la particularidad. No busquemos la colectividad más amplia, la sociedad humana, no busquemos en los demás más que medios y órganos que poner en acción con nuestra propiedad. En el árbol y en el animal no vemos a nuestros semejantes, y la hipótesis, según la cual los demás serían nuestros semejantes, resulta de una hipocresía. Nadie es mi semejante, pero, semejante a todos los demás seres, el hombre es para Mí una propiedad, En vano se me dice que Yo debo ser hombre con el prójimo (Bruno Bauer, La cuestión judía) y que debo respetar a mi prójimo. Nadie es para Mí un objeto de respeto; mi prójimo, como todos los demás seres, es un objeto por el cual tengo o no tengo simpatía, un objeto que me interesa o que no me interesa, que puedo o no utilizar.

Si puede serme útil, consiento en entenderme con él, en asociarme con él para que ese acuerdo aumente mi fuerza, para que nuestras potencias reunidas produzcan más de lo que una de ellas podría hacerlo aisladamente. Pero Yo no veo en esa unión nada más que la multiplicación de mi fuerza, y no la conservo sino en tanto que es mi fuerza multiplicada. En ese sentido es una asociación.

La asociación no se mantiene por un lazo natural, ni por un lazo espiritual; no es ni una sociedad natural ni una sociedad moral. No es ni la unidad de la sangre, ni la unidad de la creencia (es decir, de Espíritu) lo que la engendra. En una unión natural -como una familia, una tribu, una nación o hasta la humanidad- Ios individuos no tienen más que el valor de ejemplar de un mismo género o especie; es decir, en una sociedad moral, como una comunidad religiosa o una iglesia, el individuo no representa más que un miembro animado del Espíritu común; en uno como en otro caso, lo que Tú eres como Único debe pasar a segundo término y borrarse. No es más que en la asociación donde Vuestra unicidad puede afirmarse, porque la asociación no os posee, pero Vosotros la poseéis y os servís de ella.

En la asociación y sólo en la asociación, la propiedad toma su verdadero valor y es realmente propiedad, puesto que en ella, yo no debo a nadie lo que es Mío. Los comunistas no hacen más que proseguir consecuentemente un estado de cosas que dura desde que comenzó la evolución religiosa y la del Estado, es decir, la falta de propiedad, el feudalismo. El Estado se esfuerza en disciplinar los apetitos; en otros términos, trata de dirigirlos exclusivamente a sí y satisfacerlos con lo que sólo él puede ofrecer. El Estado no puede saciar un apetito por la voluntad del apetito mismo; él deshonra con el nombre de egoísta al que manifiesta deseos desarreglados, y el hombre egoísta es su enemigo. Lo es, porque el Estado, incapaz de comprender al egoísta, no puede entenderse con él. Como el Estado (y no podría ser de otro modo) no se ocupa más que de sí mismo, no se informa de mis necesidades y no se preocupa de mí más que para corromperme y falsearme, es decir, para hacer de Mí otro Yo, un buen ciudadano. El Estado utiliza una serie de medidas para mejorar las costumbres. ¿Y con qué medio se atrae a los individuos? A través de sí mismo, es decir, de lo que es del Estado, de la propiedad del Estado. Se ocupa sin descanso en hacer participar a todo el mundo de sus bienes, en hacer aprovecharse a todo el mundo de las ventajas de la instrucción; os pone en condiciones de llegar por las vías de la industria a la propiedad, es decir, a la enfeudación. Señor generoso, no exige de Vosotros, a cambio de esa investidura, más que el legítimo homenaje de un reconocimiento perpetuo.

En la asociación, Tú tienes todo tu poder, toda tu riqueza, y te haces valer en ella. En la sociedad, Tú y tu actividad sois utilizados. En la primera, Tú vives como egoísta; en la segunda vives como Hombre, es decir, religiosamente; trabajas en la viña del Señor. Tú debes a la sociedad todo lo que tienes, estás obligado a ella y eres atormentado por deberes sociales; en la asociación, no eres deudor de nada, ella te sirve y Tú la abandonas sin escrúpulos cuando no te ofrece ya ventajas.

Si la sociedad es más que Tú, la harás pasar delante de ti y te harás su servidor; la asociación es tu instrumento, tu arma; ella agudiza y multiplica tu fuerza natural. La asociación no existe más que para ti y por ti; la sociedad, por el contrario, te reclama como su bien y puede existir sin ti: la sociedad se sirve de ti y Tú te sirves de la asociación.

Probablemente se objetará que el acuerdo que hemos concluido puede hacerse molesto y limitar nuestra libertad; se dirá que, en definitiva, también convenimos a que cada uno tenga que sacrificar una parte de su libertad en interés de la comunidad. Pero no es, en modo alguno, a la comunidad a quien se hará ese sacrificio, lo mismo que no es por amor a la comunidad o a cualquier otro por lo que Yo me he contratado; si me asocio es por mi propio interés, y si sacrificara alguna cosa sería también en interés mío, por puro egoísmo. Por otra parte, en materia de sacrificio no renuncio más que a lo que escapa a mi poder; es decir, no sacrifico absolutamente nada.

Volviendo a la propiedad, el señor es el propietario. Y ahora escoge: ¿quieres ser el señor o quieres que la sociedad sea señora? ¡De ello dependerá que Tú seas un propietario o un indigente! El egoísmo hace al propietario, la sociedad hace al indigente. Indigencia o ausencia de propiedad, tal es el sentido del feudalismo, del régimen de vasallaje, que, desde el pasado siglo no ha hecho más que cambiar de señor, poniendo al Hombre en lugar de Dios y haciendo un feudo del Hombre.

Hemos mostrado anteriormente que la indigencia del comunismo es llevada, por el principio humanitario, a la indigencia absoluta, a la más indigente de las indigencias; pero hemos mostrado también que sólo por esta vía la indigencia puede conducir a la individualidad. El antiguo régimen feudal ha sido tan completamente aniquilado por la Revolución, que toda reacción, por habilidad que despliegue en galvanizar el cadáver del pasado, está en adelante condenada a abortar miserablemente, porque lo que está muerto, muerto está. Pero en la historia del cristianismo, la resurrección también debía mostrarse como una verdad; así lo ha hecho en un mundo nuevo, el feudalismo ha resucitado con un cuerpo transfigurado: feudalismo nuevo bajo la alta soberanía del Hombre.

El cristianismo no ha sido aniquilado, y sus fieles tenían razón en confiar en los asaltos que han sufrido hasta el presente, no viendo en ellos más que tentativas de purificarlo y fortalecerlo. En realidad, el cristianismo no ha hecho sino transfigurarse, y el cristianismo descubierto es el humano. Vivimos todavía en plena era cristiana, y quienes más se irritan por ello son precisamente los que más contribuyen a conservarlo. Cuanto más humano es el feudalismo, más nos agrada: no reconocemos ya el carácter del feudalismo en lo que, llenos de confianza, tomamos por nuestra propiedad; y creemos haber encontrado lo que es nuestro cuando descubrimos lo que pertenece al Hombre.

Si el liberalismo quiere darme lo que es mío, no es porque vea en ello lo mío, sino lo humano. ¡Como si, bajo ese disfraz, me fuera posible alcanzarlo! Los derechos del Hombre mismos, ese producto tan elogiado de la Revolución, deben entenderse en este sentido: el Hombre que está en Mí me da derecho a tal y cual cosa: en cuanto individuo, es decir, tal como soy, no tengo ningún derecho; los derechos son el patrimonio del Hombre, y él es quien me autoriza y me justifica. Como Hombre, puedo tener un derecho, pero Yo soy más que Hombre, Yo soy un hombre particular, y este derecho puede serme negado a Mí, el particular. ( ...)

Revolución e insurrección no son sinónimos. La primera consiste en una transformación del orden establecido, del status del Estado o de la Sociedad; no tiene, pues, más que un alcance político o social. La segunda conduce inevitablemente a la transformación de las instituciones establecidas. Pero no parte de este propósito, sino del descontento de los hombres. No es un motín, sino el alzamiento de los individuos, una sublevación que prescinde de las instituciones que pueda engendrar. La revolución tiende a organizaciones nuevas, la insurrección conduce a no dejarnos organizar, sino a organizarnos por nosotros mismos, y no cifra sus esperanzas en las organizaciones futuras. Es una lucha contra lo que está establecido en el sentido de que, cuando triunfa, lo establecido se derrumba por sí solo. Es mi esfuerzo para desprenderme del presente que me oprime; y en cuanto lo he abandonado, ese presente ha muerto y, naturalmente, se descompone.

En suma, no siendo mi objetivo derribar lo que es, sino elevarme por encima de ello, mis intenciones y mis actos no tienen nada de político, ni de social; no teniendo otro objetivo que Yo y mi individualidad, son egoístas.

La revolución ordena organizarse; la insurrección reivindica la sublevación o el levantamiento.

La elección de una constitución, tal era el problema que preocupaba a los cerebros revolucionarios; toda la historia política de la Revolución está llena de luchas y cuestiones constitucionales; igualmente, los genios del socialismo se han mostrado asombrosamente fecundos en instituciones sociales (falansterios, etc.). Por la insurrección ansía liberarse de toda constitución. ( ...)

¿A qué tienden mis relaciones con el mundo? Yo quiero gozar de él; para eso es preciso que sea mi propiedad, y quiero, pues, conquistarlo. Yo no quiero la libertad de los hombres, no quiero la igualdad de los hombres, no quiero más que mi poder sobre los hombres, que sean mi propiedad, gozarlos. Y si ellos se oponen a esto, ¿qué hacer? El derecho de vida y muerte que se han reservado la Iglesia y el Estado, también me pertenece.

Estigmatizad a la viuda de oficial que, durante la retirada de Rusia, habiendo perdido una pierna por bala de cañón, se quitó su liga, estranguló con ella a su hijito, y luego se desangró al lado del cadáver. ¡Quién sabe los servicios que hubiera prestado este niño al mundo de haber vivido! ¡Y la madre lo mató, porque quería morir contenta y tranquila! Esa historia conmueve quizá todavía nuestro sentimentalismo, pero no sabéis sacar de ella nada más. Sea. En cuanto a mí, quiero mostrar con ese ejemplo que es mi satisfacción la que decide mis relaciones con los hombres, y que no hay acceso de humildad que no pueda hacerme renunciar al poder de vida y de muerte.

En cuanto a los deberes sociales en general, no corresponde a un tercero fijar mi posición frente a los demás, no es, por consiguiente, ni Dios, ni la Humanidad, quienes pueden determinar las relaciones entre mí y los hombres; soy Yo el que tomo posición. Eso equivale a decir más claramente: Yo no tengo deberes con los demás, como no tengo deberes conmigo (por ejemplo, el deber de la conservación, opuesto al suicidio), a menos que me distinga Yo mismo (mi alma inmortal de mi existencia terrestre, etc.).

Yo no me humillo ya ante ningún poder. Yo reconozco que cualquier poder no es más que el Mío, y que debo abatirlo en cuanto amenace oponerse a Mí, o hacerse superior a Mí. Todo poder no puede ser considerado sino como uno de mis medios para llegar a sus fines. A todos los poderes que fueron mis señores, los rebajo, pues, al papel de mis servidores. Los ídolos no existen más que por Mí; basta que deje de crearlos, para que desaparezcan: no hay poderes superiores, sino porque yo los elevo y me pongo debajo de ellos.

He aquí, pues, en qué consisten mis relaciones con el mundo. Yo no hago ya nada por él, por el amor de Dios, no hago ya nada por el amor del Hombre, sino por mi amor propio. Así, tan sólo el mundo puede satisfacerme, mientras quienes lo consideran desde el punto de vista religioso (con el cual, notadlo bien, confundo el punto de vista moral y humano), el mundo sigue siendo un piadoso deseo (pium desiderium), es decir, un más allá, un inaccesible. Tales son la felicidad universal, el mundo moral, en que reinarían el amor universal, la paz eterna, la extinción del egoísmo, etc. ¡Nada en este mundo es perfecto! A estas tristes palabras, los buenos se apartan de él y se refugian junto a él en el oratorio, o en el orgulloso santuario de su conciencia. Pero nosotros permanecemos en este mundo imperfecto: tal como es, sabemos utilizarlo para nuestro disfrute.

Mis relaciones con el mundo consisten en que yo disfruto de él y lo utilizo para mi goce. Mis relaciones son mi disfrute del mundo que pertenece a mi autodisfrute.


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