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I
Con el reino de los pensamientos, el cristianismo ha llegado a su plenitud; el pensamiento es esa interioridad en que se extinguen todas las luces del mundo, en que toda existencia se hace inexistente y en que el hombre interior (el cerebro, el corazón) viene a ser Todo en Todo. Ese reino de los pensamientos espera su libertad; espera, como la Esfinge, que Edipo resuelva el enigma y le permita entrar en la muerte. Yo soy su destructor, porque en mi reino, en el reino del creador, ya no pueden formarse reinos propios y Estados dentro del Estado: es una creación de mi creadora ausencia de pensamientos. El mundo cristiano, el cristianismo y la religión en general, no perecerán sino con la muerte del pensamiento; cuando desaparezcan los pensamientos, los creyentes dejarán de existir. Para el pensante, pensar es una labor sublime, una actividad sagrada y reposa en una fe sólida, la fe en la verdad. Primero, la oración fue una santa actividad: luego ese santo recogimiento se convierte en un "pensar" racional y razonador que, sin embargo, conserva también como base la inquebrantable fe de la verdad sagrada y no es más que una máquina maravillosa que el Espíritu de la verdad dispone para su servicio.
El pensamiento libre y la ciencia libre me ocupan (porque no soy Yo quien soy libre y quien me ocupo, sino el pensamiento) del cielo y de lo celeste o divino; es decir, en realidad, del mundo y de lo mundano, con la reserva que este mundo ha venido a ser otro: el mundo ha sufrido sencillamente una mudanza, una enajenación, y Yo me ocupo de su esencia, lo que constituye otra enajenación. Quien piensa es ciego a las cosas que lo rodean, e inepto para apropiarse de ellas; no come, ni bebe, ni goza, porque comer y beber jamás es pensar; descuida todo, su vida, su conservación, etcétera, por pensar. Lo olvida, como lo olvida quien reza. Así, el vigoroso hijo de la Naturaleza lo mira como un cerebro desarreglado, como un loco, aun cuando lo tiene por un santo; así, los antiguos tenían a los frenéticos por sagrados. El pensamiento libre es un frenesí, una locura, puesto que es un puro movimiento de la interioridad, del hombre meramente interior que domina el resto del hombre. El chamán y el filósofo luchan contra los aparecidos, los demonios, los espíritus, los dioses.
Radicalmente diferente del pensamiento libre es el pensamiento que me es propio, el pensamiento que no me domina, sino que Yo lo domino, tengo sus riendas y lo lanzo o lo retengo a mi agrado. Este pensamiento propio difiere tanto del pensamiento libre, como la sensualidad que Yo tengo en mi poder y que satisfago si me place y como me place, difiere de la sensualidad libre y sin bridas, a la cual sucumbo.
Feuerbach, en sus Principios de la Filosofía del futuro (Grundsätzen der Philosophie der Zukunft), vuelve siempre al Ser. A pesar de toda su hostilidad contra Hegel y la filosofía de lo absoluto, se hunde hasta el cuello en la abstracción, porque el Ser es una abstracción, del mismo modo que el Yo. Solamente Yo no soy puramente una abstracción, Yo soy Todo en Todo, por consiguiente soy hasta abstracción y nada, soy todo y nada. Yo no soy un simple pensamiento, pero estoy lleno, entre otras cosas, de pensamientos; soy un mundo de pensamientos. Hegel condena todo lo que me es propio, mi hacienda y mi consejo privados. El pensamiento absoluto es aquel que pierde de vista que se trata de mi pensamiento, que Yo lo pienso y que sólo existe por Mí. En cuanto soy Yo, devoro lo que es mío, soy su dueño; el pensamiento no es más que mi opinión, opinión que puedo cambiar a cada momento, es decir, aniquilarla, retornarla a Mí y consumirla. Feuerbach quiere demoler el pensamiento absoluto de Hegel con el Ser insuperado. Pero el Ser no es menos superado por Mí que el pensamiento: aquél es mi Yo soy, como éste es mi Yo pienso.
Feuerbach, naturalmente, no viene sino a demostrar la tesis, en sí trivial, de que Yo tengo necesidad de los sentidos o que no puedo pasarme completamente sin esos órganos. Por supuesto, no puedo pensar si no soy un ser sensible, sólo que, para el pensamiento como para la sensación, para lo abstracto como para lo concreto, tengo ante todo necesidad de Mí, y cuando hablo de Mí, entiendo ese Yo perfectamente determinado que soy Yo, el único. Si Yo no fuera Fulano, si no fuera Hegel, por ejemplo, no contemplaría el mundo como lo contemplo, no encontraría el sistema filosófico que, siendo Hegel, encuentro, etc. Tendría sentidos como cualquiera los tiene, pero no los emplearía como le hago. (...)
El Ser no justifica nada. Lo pensado es tanto como lo no pensado; la piedra de la calle es y mi representación de ella es igualmente; la piedra y su representación ocupan simplemente espacios diferentes, estando la una en el aire y la otra en mi cabeza, en Mí: porque Yo soy espacio como la calle.
Los miembros de una corporación o los privilegiados no toleran ninguna libertad de pensar, es decir, ningún pensamiento que no venga del dispensador de todo bien, ya se llame ese dispensador Dios, el Papa, la Iglesia o no importa quién. Si alguno de ellos nutre pensamientos ilegítimos, debe decirlos al oído de su Confesor y dejarse imponer por él penitencias y mortificaciones hasta que el látigo de la esclavitud se haga intolerable en esos libres pensamientos. El espíritu de cuerpo, por otra parte, ha recurrido incluso a otros procedimientos a fin de que los pensamientos libres no salgan del todo a la luz; en primer lugar, se recurre a una educación apropiada. Quien se ha impregnado convenientemente de los principios de la moral no queda jamás libre de pensamientos morales; el robo, el perjurio, el engaño, etc. siguen siendo para él ideas fijas contra las cuales ninguna libertad de pensamiento puede protegerlo. Tiene los pensamientos que le vienen de lo alto y se atiene a ellos.
No sucede lo mismo con los Concesionarios o Autorizados. Cada uno debe, según ellos, ser libre de tener y de formarse los pensamientos que quiera. Si tiene la patente, la concesión de una facultad de pensar, no le hace falta un privilegio especial. Como todos los hombres están dotados de razón, cada cual es libre de que se le ocurra cualquier pensamiento y de amontonar según la patente de sus capacidades naturales una riqueza más o menos grande de sus pensamientos. Y se os exhorta a respetar todas las opiniones y todas las convicciones, se afirma que toda convicción es legítima, que se debe mostrar tolerancia con las opiniones de los demás, etc.
Pero nuestros pensamientos no son mis pensamientos y vuestros caminos no son mis caminos, o más bien, es lo contrario lo que quiero decir: Vuestros pensamientos son mis pensamientos, de los que yo hago lo que quiero y lo que puedo, y los derribo despiadadamente: son mi propiedad, que Yo aniquilo si me agrada. No espero vuestra autorización para henchir de aire o deshacer las bolas de jabón de vuestros pensamientos. Poco me importa que también llaméis esos pensamientos los vuestros; no por eso dejarán de seguir siendo míos. Mi actitud respecto a ellos es asunto mío y no un permiso que me arrogo. Puede agradarme dejaros con vuestros pensamientos y me callaré. ¿Creéis que los pensamientos son como pájaros y revolotean tan libremente que cada cual no tenga más que coger uno para poder prevalerse después de él contra Mí, como de su propiedad? Todo lo que vuela es mío.
¿Creéis tener vuestros pensamientos para Vosotros y no tener que responder de ellos ante nadie, o, como decís, no tener que dar cuenta de ellos más que a Dios? No es nada de eso; vuestros pensamientos, grandes o pequeños, me pertenecen y los utilizo a mi antojo.
El pensamiento no me es propio más que cuando no tengo escrúpulos de ponerlo en peligro de muerte y no tengo que temer su pérdida como una pérdida para mí, una caducidad. El pensamiento no es mío sino cuando soy Yo quien lo subyugo y él nunca puede encorvarme bajo su yugo, fanatizarme y hacer de mí el instrumento de su realización. La libertad de pensar existe cuando Yo puedo tener todos los pensamientos posibles; pero los pensamientos no llegan a ser una propiedad más que perdiendo el poder de hacerse mis señores. En tanto que el pensamiento es libre, los pensamientos (las ideas) son los que reinan; pero si llego a hacer de estas últimas mi propiedad, se conducen como criaturas mías.
Si la jerarquía no estuviera tan profundamente arraigada en el corazón del hombre, hasta el punto que les desaniman a buscar pensamientos libres, es decir, quizás desagradables a Dios, la libertad de pensamiento sería una expresión tan vacía de sentido como, por ejemplo, libertad de digerir.
Las gentes que pertenecen a una confesión, son del parecer que el pensamiento me es dado; según los librepensadores, Yo busco el pensamiento. Para los primeros, la verdad está ya descubierta y existe; Yo sólo tengo que acusar recibo de ella al donante que me hace la gracia de concedérmela; para los segundos, la verdad está por buscar, es un objeto colocado en el futuro y hacia el que debo tender.
Para unos como para otros, la verdad (el pensamiento verdadero) está fuera de Mí y me esfuerzo en obtenerla, ya como un presente (la gracia), ya como una ganancia (mérito personal). Luego: 1. La verdad es un privilegio. 2. No, el camino que conduce a ella está patente a todos; ni la Biblia, ni el Santo Padre, ni la Iglesia están en posesión de la verdad, pero se especula sobre su posesión.
Unos y otros, como se ve, carecen de propiedad en materia de verdad. No pueden retenerla más que a título de feudo (porque el Santo Padre, por ejemplo, no es un individuo en cuanto único, es un tal Sixto, un tal Clemente, etc. y en cuanto Sixto o Clemente, no posee la verdad, si es su depositario, es como Santo Padre, es decir, como Espíritu), o tenerla por idea. Si es un feudo, está reservada a un pequeño número (privilegiados); si es un ideal, es para todos (autorizados).
La libertad de pensar tiene, pues, el sentido siguiente: todos erramos en la obscuridad por los caminos del error, pero cada cual puede acercarse a la verdad por esas sendas, y entonces está en el camino recto (todos los caminos llevan a Roma, al fin del mundo, etc.). La libertad de pensar implica, por consiguiente, que la verdad del pensamiento no me es propia, porque si lo fuera, ¿cómo se querría excluirme de ella?
El pensar ha venido a ser enteramente libre, y ha codificado una multitud de verdades a las que Yo debo someterme. Procura completarse por un sistema elevado y elevarse a la altura de una constitución absoluta. En el Estado, por ejemplo, persigue la idea hasta que haya instaurado el Estado-razón y en el hombre (la antropología) hasta que haya descubierto al Hombre. Quien piensa no difiere del creyente sino porque cree más que este último, el cual piensa, en cambio, mucho menos en su fe (artículos de fe). Quien piensa recurre a mil dogmas allí donde el creyente se contenta con algunos; pero los relaciona y considera esta relación como la medida de su valor. Si uno u otro no hace su negocio, lo desecha.
Los aforismos queridos a los pensadores forman exactamente la pareja de los que gustan a los creyentes: en lugar de si eso viene de Dios, no lo destruiréis, dice: si eso viene de la Verdad, es verdadero; en vez de rendid homenaje a Dios, rendid homenaje a la Verdad. Pero a Mí poco me importa quién sea el vencedor, Dios o la Verdad; lo que quiero es vencer Yo.
¿Cómo se puede imaginar una libertad ilimitada en el Estado o en la sociedad? El Estado puede, sí, proteger a uno contra otro, pero no puede dejarse poner a sí mismo en peligro por una libertad ilimitada, por lo que se llama la licencia desenfrenada. El Estado, al proclamar la libertad de la enseñanza, proclama simplemente que cualquiera que enseñe como lo quiere el Estado, o más exactamente, como lo quiere el poder del Estado, está en su derecho. La competencia está igualmente sometida a ese como lo quiere el Estado; si el clero, por ejemplo, no quiere como el Estado, se excluye él mismo de la competencia (véase lo que ha pasado en Francia). Los límites que pone el Estado necesariamente a toda competencia, son llamados la vigilancia y la alta dirección del Estado. Por el hecho mismo de mantener la libertad de la enseñanza en los límites convenientes, el Estado consigue su objeto en la libertad de pensar, porque las gentes, es lo general, no piensan más allá que lo que sus maestros han pensado. (...)
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