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CAPÍTULO PRIMERO
Observaciones generales
Entre las circunstancias que concurren al estado presente del conocimiento humano, hay pocas que, como el escaso progreso conseguido en la solución de la controversia relativa al criterio del bien y el mal, sean tan distintas de lo que pudiera haberse esperado, o tan significativas del estado de atraso en que aún se encuentra la especulación sobre las materias más importantes. Desde los albores de la filosofía, la cuestión concerniente al summum bonum, o, lo que es lo mismo, al fundamento de la moral, se ha contado entre los problemas principales del pensamiento especulativo, ha ocupado a los intelectos mejor dotados, y los ha dividido en sectas y escuelas que han sostenido entre sí una vigorosa lucha. Después de más de dos mil años, continúa la misma discusión; todavia siguen los filósofos colocados bajo las mismas banderas de guerra, y, en general, ni los pensadores ni el género humano parecen hallarse más cerca de la unanimidad sobre el asunto que cuando el joven Sócrates fue oyente del viejo Protágoras y (si el diálogo de Platon se basa en una conversación real) sostuvo la teoría del utilitarismo contra la moralidad popular de los llamados sofistas.
Es verdad que semejante confusión e incertidumbre, y, en algunos casos, un desacuerdo semejante, se dan también con relación a los primeros principios de todas las ciencias, sin exceptuar la que se considera más cierta entre ellas: la matemática. Lo cual no disminuye mucho, en realidad no disminuye en absoluto, el valor de credibilidad de esas ciencias. La explicación de esta anomalía es que las doctrinas particulares de una ciencia no suelen deducirse, ni dependen en su evidencia, de los que son llamados sus primeros principios. De no ser así, no habría ciencia más menesterosa o más insuficiente en la obtención de sus conclusiones que el álgebra; la cual no deriva su certeza de lo que a los estudiantes suele enseñarse como sus primeros principios, puesto que éstos, según han sostenido algunos de sus más eminentes maestros, están tan llenos de ficciones como las leyes inglesas, y tan llenos de misterios como la teología. Las verdades que se aceptan últimamente como primeros principios de una ciencia son, en realidad, el resultado último del análisis metafísico, practicado sobre las nociones elementales con que esa ciencia se ocupa; su relación con la ciencia no es la de los cimientos con el edificio, sino la de las raíces con el árbol, las que pueden realizar perfectamente su función sin que se excave hasta sacarlas a la luz. Mas, si en la ciencia, la verdad particular precede a la teoría general, podría esperarse lo contrario en un arte práctico como la moral o la legislación. Toda acción se realiza con vistas a un fin, y parece natural suponer que las reglas de una acción deban tomar todo su carácter y color del fin al cual se subordinan. Cuando perseguimos un propósito, parece que un conocimiento claro y preciso del propósito sería lo primeramente necesario, en vez de lo último que hubiera de esperarse. Uno pensaría que un criterio de lo justo y lo injusto debería ser el medio de establecer lo que es justo o injusto, y no una consecuencia de haberlo establecido ya.
No se evita la dificultad recurriendo a la popular teoría de una facultad natural, un sentido o instinto que nos informa sobre lo que es bueno o malo. Porque -además de que la existencia de tal instinto moral es en sí misma una de las cuestiones en disputa- los que creen en ella y albergan pretensiones a la filosofía, se han visto obligados a abandonar la idea de que ese sentido aprehende lo que es bueno o malo en un caso particular dado, lo mismo que nuestros sentidos aprehenden la visión o el sonido actualmente presentes. Según los intérpretes de esta teoría que merecen el título de pensadores, nuestra facultad moral nos proporciona solamente los principios generales de los juicios morales; es una rama de la razón, no de la facultad sensible, y a ella debe acudirse para la doctrina abstracta de la moralidad, no para su percepción en lo concreto. La escuela intuitiva de la ética, no menos que la que podría llamarse inductiva, insiste en la necesidad de leyes generales. Ambas convienen en que la moralidad de una acción particular no es cuestión de percepción directa, sino de aplicación de la ley a un caso individual. Reconocen también, en gran parte, las mismas leyes morales; pero difieren en cuanto a su evidencia y a la fuente de que derivan su autoridad. Según la primera opinión, los principios de la moral son evidentes a priori, y no requieren nada para obtener su asentimiento, excepto que se entienda la significación de los términos. Según la segunda doctrina, la justicia y la injusticia, lo mismo que la verdad y la falsedad, son cuestiones de observación y experiencia. Pero ambos sostienen unánimemente que la moralidad debe deducirse de principios y la escuela intuitiva afirma tan fuertemente como la inductiva que hay una ciencia de la moral. Sin embargo, raramente se arriesgan a hacer una lista de los principios que a priori han de servir como premisas de la ciencia; y aún más raros son sus esfuerzos por reducir esos principios a un primer principio, o a una base de obligación común. O suponen que los preceptos ordinarios de la moral son preceptos de una autoridad a priori; o sientan como fundamento de esas máximas cierta generalidad que tiene una autoridad mucho menos obvia que la de las máximas mismas, y que nunca ha conseguido ganar un asentimiento popular. Además, para fundamentar sus pretensiones, o bien debería existir algún principio o ley fundamental como raíz de toda moralidad, o, si hubiera varios, debería existir un determinado orden de precedencia entre ellos; y el principio único, o la regla para decidir entre los varios principios cuando estuvieran en conflicto, debería ser evidente por sí mismo.
La investigación de hasta dónde han sido mitigados en la práctica los malos efectos de esta deficiencia o de hasta qué punto han sido viciadas las creencias morales del género humano por la ausencia de cualquier reconocimiento distinto de un criterio último, implicaría una revisión y una crítica completas de las doctrinas éticas pasadas y presentes. Sin embargo, seria fácil mostrar que, cualquiera que sea la firmeza o consistencia que estas creencias morales han alcanzado, se ha debido principalmente a la tácita influencia de un criterio no reconocido. Aunque la inexistencia de un primer principio reconocido ha hecho de la ética no tanto una guía, cuanto una consagración de los sentimientos efectivos del hombre, no obstante, como los sentimientos humanos de atracción y aversión están muy influidos por los que se suponen ser efecto de las cosas sobre la felicidad, el principio de utilidad, o, como últimamente lo ha llamado Bentham, el principio de la mayor felicidad ha tenido una gran participación en la formación de las doctrinas morales, aun en aquellos que más desdeñosamente rechazan su autoridad. Y ninguna de las escuelas del pensamiento rehusa admitir que la influencia de las acciones sobre la felicidad es la consideración más voluminosa e incluso la predominante, en muchos de los detalles de la moral, por poco inclinadas que se encuentren a reconocerla como principio fundamental de la moral y fuente de la obligación moral. Podría ir más lejos y decir que para todos los moralistas aprioristas que considerán absolutamente necesario argumentar, los argumentos utilitaristas son indispensables. Lo que ahora me propongo no es criticar a esos pensadores, pero no puedo evitar el referirme, como ejemplo, a un tratado sistemático escrito por uno de los más ilustres de ellos, la Metafísica de la Etica, de Kant. Este hombre notable, cuyo sistema de filosofía permanecerá mucho tiempo como uno de los hitos en la historia de la especulación filosófica, establece, en el tratado en cuestión, un primer principio universal como origen y fundamento de la obligación moral; es éste: Obra de manera que tu norma de accion sea admitida como ley por todos los seres racionales. Pero, cuando empieza a deducir de este precepto cualesquiera de los deberes actuales de moralidad, fracasa, casi grotescamente, en la demostración de que habría alguna contradicción, alguna imposibilidad lógica (por no decir física) en la adopción por todos los seres racionales de las reglas de conducta más atrozmente inmorales. Todo cuanto demuestra es que las consecuencias de su adopción universal serían tales que nadie se decidiría a incurrir en ellas.
En la presente ocasión, sin discutir más las otras teorías, intentaré contribuir algo a la comprensión y apreciación del utilitarismo o Teoría de la Felicidad, y a dar prueba en lo que tal cosa tenga de posible. Es evidente que no puede darse de esta teoría una prueba, en el sentido ordinario y popular del término. Las cuestiones de los últimos fines no son susceptibles de prueba directa. Todo cuanto pueba probarse que es bueno, debe probarse que lo es, demostrando que constituye un medio para algo cuya bondad se ha admitido sin prueba. El arte de la medicina se prueba que es bueno porque conduce a la salud; pero ¿cómo es posible demostrar que la salud es buena? El arte del músico es bueno, entre otras razones, porque produce placer; pero ¿qué prueba puede darse de que el placer es bueno? Si, pues, se afirma que hay una fórmula comprehensiva que incluye todas las cosas que son buenas por sí mismas, y que cualquier otra cosa que sea buena no lo es en cuanto fin, sino como medio, la fórmula puede ser aceptada o rechazada, pero no se refiere a lo que comúnmente se entiende por prueba. No hemos de inferir, sin embargo, que su aceptación o repudio deban depender de un impulso ciego o de una elección arbitraria. Existe una significación más amplia de la palabra prueba, por la cual esta cuestión es tan susceptible de ella como cualquier otra de las que se discuten en filosofía. Este asunto está dentro de la jurisdicción de la facultad racional, pero esta facultad tampoco se ocupa de él sólo por la vía de la intuición. Pueden presentarse consideraciones capaces de determinar al intelecto a dar o rehusar su asentimiento a la doctrina; y éste es el equivalente de la prueba.
Examinaremos aquí la naturaleza de estas consideraciones; la manera con que se aplican aI caso y, por tanto, los fundamentos racionales que puedan darse para la aceptación o repudio de la fórmula utilitaria. Pero es una condición previa a la aceptación o repudio el que la fórmula sea entendida correctamente. Creo que la misma noción imperfecta que ordinariamente se tiene de su significado, es el principal obstáculo que impide su aceptación; y que si pudiera depurarse, aun sólo de los errores más groseros, la cuestión se simplificaría grandemente y se eliminaría una amplia proporción de sus dificultades. Por tanto, antes de entrar en los fundamentos filosóficos que pueden darse para asentir al criterio utilitarista, ofreceré algunas aclaraciones de la doctrina misma, con el fin de mostrar mejor lo que es, distinguiéndola de lo que no es, y resolviendo las objeciones prácticas, como originadas o estrechamente relacionadas con las falsas interpretaciones de su significación.
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