Índice del libro El utilitarismo de John Stuart MillCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO II

¿Qué es el utilitarismo?

Una observación incidental es cuanto se necesita hacer contra el necio error de suponer que quienes defienden la utilidad como criterio de lo justo e injusto, usan el término en el sentido restringido y meramente familiar que opone la utilidad al placer. A los adversarios filosóficos del utilitarismo se les debe una excusa por haber parecido, aun momentáneamente, que se les confundía con cualquier capaz de tan absurdo error de interpretación; el cual es tanto más extraordinario, cuanto la acusación contraria de que lo refiere todo al placer, tomado en su forma más grosera, es otro de los cargos que comúnmente se hacen al utilitarismo.

Como ha señalado acertadamente un hábil escritor, la misma clase de personas, y a menudo las mismísimas personas, denuncian la teoría como impracticablemente austera, cuando la palabra utilidad precede a la palabra placer, y como demasiado voluptuosamente practicable cuando la palabra placer precede a la palabra utilidad. Los que conocen algo del asunto, tienen conciencia de que todo escritor que, desde Epicuro a Bentham, haya sostenido la teoría de la utilidad, ha entendido por ésta no algo que hubiera que contraponer al placer, sino el placer mismo, juntamente con la ausencia de dolor; y que en vez de oponer lo útil a lo agradable o a lo decorativo, han declarado siempre que lo útil significa estas cosas, entre otras. Sin embargo, el vulgo, incluyendo a los escritores, no sólo de periódicos y revistas. sino de libros de peso y pretensiones, está cayendo continuamente en este superficial error. Habiendo oído la palabra utilitario, aunque sin saber nada de ella, excepto su sonido, expresan habitualmente con ella la repulsa o el menosprecio del placer en alguna de sus formas: belleza, adorno o diversión. Y este término se aplica tan neciamente no sólo en las censuras, sino a veces en las alabanzas, como si implicara superioridad con respecto a la frivolidad, o a los meros placeres del momento. Este uso pervertido es el único con que se conoce popularmente la palabra, y del cual extraen su significación las nuevas generaciones. Los que introdujeron la palabra, pero dejaron de usarla como un distintivo hace muchos años, bien pueden sentirse llamados a reasumirla, si esperan que haciéndolo pueden contribuir a rescatarla de su extrema degradación (1).

El credo que acepta la Utilidad o Principio de la Mayor Felicidad como fundamento de la moral, sostiene que las acciones son justas en la proporción con que tienden a promover la felicidad; e injustas en cuanto tienden a producir lo contrario de la felicidad. Se entiende por felicidad el placer, y la ausencia de dolor; por infelicidad, el dolor y la ausencia de placer. Para dar una visión clara del criterio moral que establece esta teoría, habría que decir mucho más particularmente, qué cosas se incluyen en las ideas de dolor y placer, y hasta qué punto es ésta una cuestión patente. Pero estas explicaciones suplementarias no afectan a la teoría de la vida en que se apoya esta teoría de la moralidad: a saber, que el placer y la exención de dolor son las únicas cosas deseables como fines; y que todas las cosas deseables (que en la concepción utilitaria son tan numerosas como en cualquier otra), lo son o por el placer inherente a ellas mismas, o como medios para la promoción del placer y la prevención del dolor.

Ahora bien, esta teoría de la vida suscita un inveterado desagrado en muchas mentes, entre ellas, algunas de las más estimables por sus sentimientos e intenciones. Como dicen, suponer que la vida no tiene un fin más elevado que el placer -un objeto de deseo y persecución mejor y más noble- es un egoísmo y una vileza, es una doctrina digna sólo del cerdo, con quien fueron comparados despreciativamente los seguidores de Epicuro, en una época muy temprana; doctrina cuyos modernos defensores son objeto, a veces, de la misma cortés comparación por parte de sus detractores franceses, alemanes e ingleses.

Cuando se les ha atacado así, los epicúreos han contestado siempre que los que presentan a la naturaleza humana bajo un aspecto degradante no son ellos, sino sus acusadores, puesto que la acusación supone que los seres humanos no son capaces de otros placeres que los del cerdo. Si este supuesto fuera verdadero, la acusación no podría ser rechazada; pero entonces tampoco sería una acusación; porque si las fuentes del placer fueran exactamente iguales para el cerdo que para el hombre, la norma de vida que fuese buena para el uno sería igualmente buena para el otro. La comparación de la vida epicúrea con la de las bestias se considera degradante precisamente porque los placeres de una bestia no satisfacen la concepción de la felicidad de un ser humano. Los seres humanos tienen facultades más elevadas que los apetitos animales y, una vez se han hecho conscientes de ellas, no consideran como felicidad nada que no incluya su satisfacción. Realmente, yo no creo que los epicúreos hayan deducido cabalmente las consecuencias del principio utilitario. Para hacer esto de un modo suficiente hay que incluir muchos elementos estoicos, así como cristianos. Pero no se conoce ninguna teoría epicúrea de la vida que no asigne a los placeres del intelecto, de los sentimientos y de la imaginación, un valor mucho más alto en cuanto placeres, que a los de la mera sensación. Sin embargo, debe admitirse que la generalidad de los escritores utilitaristas ponen la superioridad de lo mental sobre lo corporal, principalmente en la mayor permanencia, seguridad y facilidad de adquisición de lo primero; es decir, más bien en sus ventajas circunstanciales que en su naturaleza intrínseca. Con respecto a estos puntos, los utilitaristas han probado completamente su tesis; pero, con la misma consistencia, podrían haberlo hecho con respecto a los otros, que están, por decirlo así, en un plano más elevado. Es perfectamente compatible con el principio de utilidad reconocer el hecho de que algunas clases de placer son más deseables y más valiosas que otras. Sería absurdo suponer que los placeres dependen sólo de la cantidad, siendo así que, al valorar todas las demás cosas, se toman en consideración la cualidad tanto como la cantidad.

Si se me pregunta qué quiere decir diferencia de cuálidad entre los placeres, o qué hace que un placer, en cuanto placer, sea más valioso que otro, prescindiendo de su superioridad cuantitativa, sólo encuentro una respuesta posible; si, de dos placeres, hay uno al cual, independientemente de cualquier sentimiento de obligación moral, dan una decidida preferencia todos o casi todos los que tienen experiencia de ambos, ése es el placer más deseable. Si. quienes tienen un conocimiento adecuado de ambos, colocan a uno tan por encima del otro, que, aun sabiendo que han de alcanzarlo con un grado de satisfacción menor, no lo cambian por ninguna cantidad del otro placer, que su naturaleza les permite gozar, está justificado atribuirle al goce preferido una superioridad cualitativa tal, que la cuantitativa resulta, en comparación, de pequeña importancia.

Ahora bien, es un hecho incuestionable que quienes tienen un conocimiento igual y una capacidad igual de apreciar y gozar, dan una marcada preferencia al modo de existencia que emplea sus facultales superiores. Pocas criaturas humanas consentirían que se las convirtiera en alguno de los animales inferiores, a cambio de un goce total de todos los placeres bestiales; ningún ser humano inteligente consentiría en ser un loco, ninguna persona instruída, en ser ignorante, ninguna persona con sentimiento y conciencia en ser egoísta e infame: ni siquiera se les podría persuadir de que el loco, el estúpido o el bellaco están más satisfechos con su suerte que ellos con la suya.

No estarán más dispuestos a ceder lo que poseen a cambio de la más completa satisfacción de todos los deseos que tienen en común con ellos. Si llegaran a imaginarlo, sería en casos de desgracia tan extrema, que por salir de ella cambiarían su suerte por la de cualquier otro, a pesar de parecerles indeseable. Un ser de facultades más elevadas necesita más para ser feliz; probablemente es capaz de sufrir más agudamente, y, con toda seguridad, ofrece más puntos de acceso al sufrimiento que uno de un tipo inferior; pero, a pesar de estas desventajas, nunca puede desear verdaderamente hundirse en lo que él considera un grado inferior de la existencia. Podremos dar la explicación que queramos de esta repugnancia; podremos atribuírla al orgullo, nombre que se aplica sin discernimiento alguno de los sentimientos más estimables y a algunos de los menos estimables de que es capaz la humanidad; podremos reducirla al amor de la libertad e independencia personal, que fue entre los estoicos uno de los medios más eficaces para inculcarla; podremos atribuírla al amor al poder o al amor a las excitaciones, los cuales realmente contribuyen y entran a formar parte de ella; pero su denominación más apropiada es el sentido de la dignidad, el cual es poseído, en una u otra forma, por todos los seres humanos, aunque no en exacta proporción con sus facultades más elevadas, y constituye una parte tan esencial de la felicidad de aquellos en quienes es fuerte, que nada que choque con él puede ser deseado por ellos, excepto momentáneamente. Todo el que supone que esta preferencia lleva consigo un sacrificio de la felicidad -que el ser superior, en circunstancias proporcionalmente iguales, no es más feliz que el inferior- confunde las ideas bien distintas de felicidad y satisfacción. Es indiscutible que los seres cuya capacidad de gozar es baja, tienen mayores probabilidades de satisfacerla totalmente; y un ser dotado superiormente siempre sentirá que, tal como está constituido el mundo, toda la felicidad a que puede aspirar será imperfecta. Pero puede aprender a soportar sus imperfecciones, si son de algún modo soportables. Y éstas no le harán envidiar al que es inconsciente de ellas, a no ser que tampoco perciba el bien al cual afean dichas imperfecciones. Es mejor ser un hombre satisfecho que un cerdo satisfecho, es mejor ser Sócrates insatisfecho, que un loco satisfecho. Y si el loco o el cerdo son de distinta opinión, es porque sólo conocen su propio lado de la cuestión. El otro extremo de la comparación conoce ambos lados.

Podría objetarse que muchos que son capaces de los placeres superiores, a veces los posponen a los inferiores, por la influencia de la tentación. Pero esto es bien compatible con una apreciación total de la superioridad intrínseca del placer más elevado. Por debilidad de carácter, los hombres se deciden a menudo por el bien más próximo, aunque saben que es menos valioso; y esto tanto cuando la elección se hace entre dos placeres corporales, como cuando se hace entre lo corporal y lo espmtual. Buscan el halago sensual que perjudica a la salud, aunque saben perfectamente que la salud es un bien mayor. Podría objetarse a esto que muchos que se entregan con entusiasmo juvenil a todo lo que es noble, conforme avanzan los años se hunden en la indolencia y el egoísmo. Pero no creo que quienes merecen esta acusación tan común escojan voluntariamente los placeres inferiores con preferencia a los superiores. Creo que antes de dedicarse excIusivamente a Ios unos, se han incapacitado ya para los otros. La capacidad para los sentimientos más nobles es en muchas naturalezas una planta muy tierna que muere con facilidad, no sólo por influencias hostiles, sino por la mera falta de alimentos. En la mayoría de las personas jóvenes muere prontamente, si las ocupaciones a que les lleva su posición, o el medio social en que se encuentran no son favorables al ejercicio de sus facultades. Los hombres pierden sus aspiraciones elevadas como pierden su agudeza intelectual, porque no tienen tiempo ni oportunidad para favorecerlas. Se adhieren a los placeres inferiores, no porque los prefieran deliberadamente, sino porque son los únicos a que tienen acceso, o los únicos de que pueden gozar duraderamente. Podría preguntarse si alguno que haya permanecido igualmente próximo a ambas clases de placer, ha preferido serena y conscientemente el inferior; si bien es cierto que muchos de todas las edades han fracasado en el intento inútil de combinar ambos.

No puede haber apelación contra este veredicto de los únicos jueces competentes. Sobre la cuestión de cuál es el más valioso entre dos placeres, o cuál es el modo de existencia más grato a los sentimientos, aparte de sus atributos morales y de sus consecuencias, debe admitirse como final el juicio de aquellos que están más capacitados por el conocimiento de ambos, o, si difieren entre sí, el de la mayoría. Y no hay lugar a la menor vacilación en aceptar este juicio con respecto a la cualidad del placer; puesto que no hay otro tribunal a que acudir, ni aun respecto de la cantidad. ¿Qué método hay para determinar? ¿Cuál es el más agudo entre dos dolores, o cuál es la más intensa entre dos sensaciones placenteras, sino el sufragio general de los que están familiarizados con ambos? Ni los dolores ni los placeres son homogéneos, y el dolor siempre es heterogéneo respecto del placer. ¿Qué puede decidir si un placer particular merece adquirirse a costa de un dolor particular, excepto los sentimientos y el juicio de los expertos? Por tanto, cuando esos sentimientos y ese juicio declaran que, aparte de su intensidad, los placeres derivados de las facultades superiores son específicamente preferibles a aquellos de que es susceptible la naturaleza animal, separada de las facultades superiores, es que tienen el mismo derecho a dar un dictamen sobre este asunto.

Me he detenido en este punto, por ser parte necesaria de una concepción justa de la Utilidad o Felicidad, consideradas como regla directiva de la conducta humana. Pero no es en modo alguno una condición indispensable para la aceptación del criterio utilitarista; porque no es ese criterio la mayor felicidad del propio agente, sino la mayor cantidad de felicidad general; y si puede dudarse de que un carácter noble sea siempre más feliz por su nobleza, no cabe duda de que hace más felices a los demás, y que el mundo en general gana inmensamente con ello. El utilitarismo, por tanto, sólo podría alcanzar su fin con el cultivo general de la nobleza de carácter, si cada individuo se beneficiara solamente de la nobleza de los otros, y la suya propia, en lo que a la felicidad concierne, fuera una pura consecuencia del beneficio. Pero la simple enunciación de un absurdo como éste hace superflua su refutación.

Según el Principio de la Mayor Felicidad, tal como se acaba de exponer, el fin último por razón del cual son deseables todas las otras cosas (indiferentemente de que consideremos nuestro propio bien o el de los demás) es una existencia exenta de dolor y abundante en goces, en el mayor grado posible, tanto cuantitativa, como cualitativamente.

El método comparativo es el que mejor nos proporciona la comprobación de la superioridad cualitativa; y la regla para medirla con relación a la cantidad, es la preferencia que sienten los que tienen mejores oportunidades de experiencia, junto con los hábitos de la reflexión y propia observación. Siendo éste, según la opinión utilitarista, el fin de los actos humanos, es también necesariamente su criterio de moralidad. Podemos, pues, definirlo como el conjunto de reglas y preceptos de humana conducta por cuya observación puede asegurarse a todo el género humano una existencia como la descrita en la mayor extensión posible; y no sólo al género humano, sino hasta donde la naturaleza de las cosas lo permita a toda la creación consciente.

Contra esta doctrina, surge, sin embargo, otra clase de objetantes, que dice que la felicidad no puede ser en ninguna de sus formas objeto de la vida y de la acción humanas. En primer lugar, porque es inalcanzable, y preguntan despreciativamente: ¿qué derecho tienes a ser feliz? Pregunta a la cual hace Carlyle esta adicíón: ¿qué derecho tenías hace poco tiempo ni siquiera a ser? En segundo lugar, dicen que los hombres pueden obrar sin felicidad; que todos los seres humanos lo han experimentado, y no han podido llegar a ser nobles sino aprendiendo la lección de Entsagen, o renunciación; lección que, aprendida y aceptada totalmente, es el comienzo y la condición necesaria de toda virtud.

La primera de estas objeciones llegaría hasta las raíces de la cuestión si estuviera bien fundada, porque si los seres humanos no han de poseer felicidad alguna, su consecuencia no puede ser el fin de la moralidad ni de la conducta racional. Aun en este caso, todavía podría decirse algo a favor de la teoría utilitarista. En efecto, la utilidad no sólo incluye la búsqueda de la felicidad, sino también la prevención o mitigación de la desgracia; y si la primera es quimérica, quedará el gran objetivo y la necesidad imperativa de evitar la segunda, por cuanto, al menos, la humanidad se cree capaz de vivir; y no se refugia simultáneamente en el acto del suicidio recomendado bajo ciertas condiciones por Novalis. Sin embargo, cuando se afirma absolutamente la imposibilidad de la felicidad humana, este aserto, si no es una especie de sutiIeza verbal, es al menos, una exageración. Si entendemos por felicidad la continuidad de las excitaciones altamente placenteras, es bien evidente que esto es imposible. Un estado de placer exaltado dura sólo un momento, o, en algunos casos y con interrupciones, horas o días. Es el resplandor momentáneo del gozo, pero no su llama firme y permanente. Los filósofos que enseñaron que la felicidad es la finalidad de la vida, fueron tan conscientes de esto como los que se burlan de ellos. La felicidad a que se referían no era la de una vida en continuo éxtasis, pero sí una existencia integrada por momentos de exaltación, dolores escasos y transitorios y muchos y variados placeres, con predominio de los activos sobre los pasivos, y poniendo como fundamento de todo, no esperar de la vida más de lo que puede dar. Una vida así compuesta siempre ha merecido el nombre de felicidad para aquellos que han tenido la suerte de disfrutarla. Y esta clase de existencia es todavía el patrimonio de muchos; durante una parte considerable de su vida. La miserable educación actual y las miserables circunstancias sociales son el único obstáculo a su logro por parte de casi todos.

Nuestros objetantes quizá duden de que los seres humanos a quienes se enseña a considerar la felicidad como fin de la vida, quedasen satisfechos con una participación tan moderada en aquella. Pero gran número de hombres se han contentado con mucho menos. Los principales elementos que integran una vida satisfecha son dos: la tranquilidad y el estímulo. Cualquiera de ellos suele considerarse suficiente por sí mismo para dicho resultado. Con mucha tranquilidad, muchos encuentran que se contentarían con poquísimo placer; con grandes estímulos, pueden adaptarse otros a una cantidad considerable de dolor. Sin duda alguna, no es intrínsecamente imposible capacitar a la humanidad para unir ambos elementos. Lejos de ser incompatibles, se dan naturalmente unidos. La prolongación del uno, sirve de preparación y suscita el deseo del otro.

Aquellos cuya indolencia llega a vicio, son los únicos que no desean el estímulo después de un intervalo de reposo; aquellos cuya necesidad de estímulo constituye enfermedad, son los únicos que juzgan insípida y monótona la tranquilidad que sigue a la excitación, en vez de considerarla agradable en proporción directa con el estimulo que la precedió. Cuando las gentes medianamente afortunadas en bienes materiales no encuentran en la vida goces suficientes para hacerla valiosa, la causa está en que sólo se preocupan de sí mismas. Para aquellos que no sienten afecto ni por los individuos ni por la comunidad, los estímulos que ofrece la vida son muy restringidos; en todo caso, disminuyen cuando se acerca el tiempo en que todos los intereses egoístas han de cesar por la muerte. En cambio, los que dejan seres queridos, y, especialmente, los que han cultivado un sentimiento de simpatía por los intereses colectivos de la humanidad, retienen frente a la muerte un interés por la vida tan intenso como cuando poseían el vigor de la juventud y de la salud. Después del egoísmo, la principal causa de insatisfacción ante la vida es la falta de cultivo intelectual. Una inteligencia cultivada -no me refiero a la del filósofo, sino a la de cualquiera que encuentre abiertas las puertas del conocimiento y haya sido enseñado a ejercer sus facultades de un modo normal- halla fuentes de inagotable interés en todo lo que le rodea: en los objetos de la Naturaleza, las obras de arte, las creaciones poéticas, los acontecimientos de la historia, las costumbres pasadas y presentes de la humanidad, y sus perspectivas futuras. Realmente, es posible permanecer indiferente a todo esto, y, además, sin haberlo consumido en una milésima parte. Pero esto es sólo cuando, desde el principio, se carece de interés moral o humano por esas cosas, y únicamente se ha buscado en ellas la satisfacción de la curiosidad.

Ahora bien, no hay en la naturaleza de las cosas razón alguna para que la herencia de todo ser nacido en un país civilizado no sea cierto grado de cultura intelectual suficiente para suscitar un interés inteligente por todos esos objetos de contemplación. Como tampoco hay necesidad intrínseca de que cualquier ser humano sea un interesado egoísta apartado de todo sentimiento o cuidado que no se centre en su propia y miserable individualidad. Aún hoy, es común algo tan superior a esto como para dar amplia seguridad de lo que puede hacerse con la especie humana. Aunque en grados desiguales, el afecto por los individuos y un interés sincero en el bien público, son posibles para todo ser humano rectamente educado. En un mundo en que hay tanto de interesante, tanto que gozar, y también tanto que corregir y mejorar, todo el que posea esta moderada cantidad de moral y de requisitos intelectuales, es capaz de una existencia que puede llamarse envidiable; a menos que esa persona, por malas leyes o por sujeción a la voluntad de otros, sea despojada de la libertad para usar de las fuentes de la facilidad a su alcance, no dejará de encontrar envidiable esa existencia, si escapa a las maldades positivas de la vida, a las grandes fuentes de sufrimiento físico y mental, tales como la indigencia, la enfermedad, la malignidad, la vileza o la pérdida prematura de los seres queridos. El punto esencial del problema reside, por tanto, en la lucha contra estas calamidades. Es una rara fortuna escapar enteramente a ellas; y, tal como son hoy las cosas, el problema no puede evitarse, ni frecuentemente mitigarse en proporción considerable. Sin embargo, ninguno cuya opinión merezca una atención momentánea, puede dudar de que los mayores males del mundo son de suyo evitables, y si los asuntos humanos siguen mejorando, quedarán encerrados al final dentro de estrechos límites. La pobreza, en cualquier sentido que implique sufrimiento, podrá ser completamente extinguida por la sabiduría de la sociedad, combinada con el buen sentido y la prudencia de los individuos. Incluso el más obstinado de los enemigos, la enfermedad, podrá ser reducido indefinidamente con una buena educación física y moral, y un control apropiado de las influencias nocivas. Así ha de ser mientras los progresos de la ciencia ofrezcan para el futuro la promesa de nuevas conquistas directas contra este detestable enemigo.

Cada avance realizado en esa dirección nos libra no sólo de los accidentes que interrumpen nuestras propias vidas, sino -lo que es aún más interesante- de los que nos privan de aquello en que se cifra nuestra felicidad. En cuanto a las vicisitudes de la fortuna y demás contrariedades inherentes a las circunstancias del mundo, son principalmente el efecto de dos graves imprudencias: el desarreglo de los deseos y las condiciones sociales malas e imperfectas. En resumen, todas las grandes causas del sufrimiento humano pueden contrarrestarse considerablemente, y muchas casi enteramente, con el cuidado y el esfuerzo del hombre. Su eliminación es tristemente lenta; una larga serie de generaciones perecerá en la brecha antes de que se complete la conquista y se convierta este mundo en lo que fácilmente podra ser si la voluntad y el conocimiento no faltan. Sin embargo, todo hombre lo bastante inteligente y generoso para aportar a la empresa su esfuerzo, por pequeño e insignificante que sea, obtendrá de la lucha misma un noble goce que no estará dispuesto a vender por ningún placer egoísta.

Esto lleva a una exacta estimación de lo que dicen nuestros objetantes sobre la posibilidad, y la obligación de obrar sin ser feliz. Incuestionablemente, es posible obrar sin ser feliz; lo hace involuntariamente el noventa por ciento de los hombres, aun en aquellas partes del mundo que están menos sumidas en la barbarie. Suelen hacerlo voluntariamente el héroe o el mártir, en aras de algo que aprecian más que su felicidad personal. Pero este algo ¿qué es, sino la felicidad de los demás, o alguno de los requisitos de la felicidad? Es noble la capacidad de renunciar a la propia felicidad o a sus posibilidades; pero, después de todo, este sacrificio debe hacerse por algún fin. No es un fin en si mismo; y si se nos dice que su fin no es la felicidad, sino la virtud, yo pregunto: ¿Qué podría serlo mejor que la felicidad, si el héroe o el mártir no creyeran que habían de ganar para los otros la exención de un sacrificio semejante? ¿Se sacrificarían si creyeran que su renunciamiento a la felicidad personal no produciría más fruto que legar al prójimo una suerte igual a la suya, dejándolo también en la situación de la persona que ha renunciado a la felicidad? Se debe toda clase de honores a aquel que puede renunciar al goce personal de la vida, cuando con su renunciación contribuye dignamente a aumentar la felicidad del mundo. Pero el que lo hace, o pretende hacerlo, con otro fin, no merece más admiración que el asceta que está en el altar. Esta, quizá sea una alentadora prueba de lo que los hombres pueden hacer; pero, con toda seguridad, no es un ejemplo de lo que debieran hacer.

Sólo un estado imperfecto del mundo es causa de que el mejor modo de servir a los demás sea la renunciación a la propia felicidad. Pero reconozco que mientras el mundo sea imperfecto no podrá encontrarse en el hombre una virtud más elevada que la disposición a hacer tal sacrificio. Y, por paradójico que sea, añadiré que la capacidad de obrar conscientemente sin pretender ser feliz, es el mejor procedimiento para alcanzar en lo posible la felicidad. Porque nada, excepto esa conciencia, puede elevar a una persona por encima de las vicisitudes de la vida, haciéndole sentir que, por adversos que le sean el hado o la fortuna, no tienen el poder de sojuzgarla. Cuando sabe esto una persona se libera del exceso de ansiedad que producen los males de la vida y, al igual que muchos estoicos en los peores tiempos del imperio romano, es capaz de cultivar con serenidad las fuentes de satisfacción accesibles a ella, sin que su inseguridad o duración le importen más que su inevitable fin.

Entretanto, permítase a los utilitaristas que no cesen de reclamar la moralidad de la abnegación como una propiedad que les pertenecía con tanto derecho como a los estoicos o a los trascendentalistas. La moral utilitarista reconoce al ser humano el poder de sacrificar su propio bien por el bien de los otros. Sólo rehusa admitir que el sacrificio sea un bien por sí mismo. Un sacrificio que no aumenta ni tiende a aumentar la suma total de la felicidad, lo considera desperdiciado. La única renunciación que aplaude es la devoción a la felicidad, o a alguno de los medios para conseguir la felicidad de los demás: ya de los hombres considerados colectivamente, ya de los individuos dentro de los límites impuestos por los intereses colectivos de la humanidad. Debo advertir una vez más que los detractores del utilitarismo no le hacen la justicia de reconocer que la felicidad en que se cifra la concepción utilitarista de una conducta justa, no es la propia felicidad del que obra, sino la de todos. Porque el utilitarismo exige a cada uno que entre su propia felicidad y la de los demás, sea un espectador tan estrictamente imparcial como desinteresado y benevolente. En la norma áurea de Jesús de Nazaret, leemos todo el espíritu de la ética utilitarista: Haz como querrías que hicieran contigo y ama a tu prójimo como a ti mismo. En esto consiste el ideal de perfección de la moral utilitarista. Como medios para conseguir la más exacta aproximación a este ideal, el utilitarismo exigiría los siguientes: primero, que las leyes y disposiciones sociales colocaran la felicidad o (como prácticamente podemos llamarla) el interés de cada individuo del modo más aproximado, en armonía con el interés común; segundo, que la educación y la opinión, que tan vasto poder tienen sobre el carácter humano, usaran su poder para establecer en la mente de cada individuo una asociación indisoluble entre su propia felicidad y el bien de todos; especialmente entre su propia felicidad y la práctica de aquellos modos de conducta, positiva y negativa, que la consideración de la felicidad universal prescribe. Así, el individuo no sólo sería incapaz de concebir su felicidad en oposición con el bien general, sino que uno de los motivos de acción habituales en él sería el impulso a promover directamente el bien general. Además, los sentimientos correspondientes ocuparían un lugar preeminente en la existencia consciente de todo ser humano.

Si los impugnadores de la moral utilitaria la consideraran en este su verdadero carácter, no sé qué otra recomendación, incluida en otra moral, podrían echar de menos, qué desarrollo de la naturaleza humana más bello o más excelso podrian encontrar en cualquier otro sistema ético, qué motivos de acción inaccesibles al utilitarismo serían en estos sistemas la base de sus preceptos.

Los detractores del utilitarismo no siempre pueden ser acusados de presentarlo bajo una apariencia tan desacreditada. Por el contrario, los que tienen una justa idea de su carácter desinteresado, a veces le reprochan el que su criterio sea demasiado elevado para la humanidad. Dicen que es exigir demasiado el que la gente deba obrar siempre con el fin de promover los intereses generales de la sociedad. Pero esto es equivocar la verdadera significación de un criterio de moral, y confundir las normas de las acciones con sus motivos. Es asunto de la ética decirnos cuáles son nuestros deberes, o con qué método podemos conocerlos. Pero ningún sistema de ética exige que el único motivo de cuanto hacemos haya de ser un sentimiento del deber; por el contrario, el noventa por ciento de nuestros actos se realizan por otros motivos, y son justos, si las reglas del deber no los condenan. El hacer de esta falsa interpretación una base de objeción contra el utilitarismo es tanto más injusto con él, cuanto sus partidarios han ido más lejos que casi todos los otros moralistas en afirmar que el motivo no tiene nada que ver con la moralidad de la acción, aunque si con el mérito del agente. El que salva a otra persona que se ahoga, hace lo que es moralmente justo, bien sea su motivo el deber, bien la esperanza de ser pagado por el esfuerzo; el que traiciona al amigo que confía en él, es culpable de un crimen, aunque su objeto sea servir a otro amigo al cual esté muy obligado. Pero hablando sólo de los actos cuyo motivo es el deber y la obediencia directa a los principios, es una falsa interpretación del modo de pensar utilitarista considerar que implica que la gente haya de fijar su objetivo en algo tan amplio como el mundo o la sociedad en general. La inmensa mayoría de las acciones buenas no se realizan en provecho del mundo, sino de los individuos, de cuyo bien depende el del mundo. En estas ocasiones, los pensamientos de los hombres más virtuosos no necesitan ir más allá de las personas particulares a que se dirigen, excepto para asegurarse de que al beneficiarlas no están violando el derecho, esto es las esperanzas legítimas y autorizadas de cualquiera. La multiplicación de la felicidad es, según la ética utilitaria, el objeto de la virtud; las ocasiones en que cualquiera (uno entre mil) puede hacer esto en gran escala o, con otras palabras, puede ser un bienhechor público, no son sino excepcionales. Sólo en estas ocasiones es cuando está llamado a tomar en cuenta la utilidad pública; en todos los demás casos, lo único a que ha de atender es a la utilidad privada, al interés o a la felicidad de unas pocas personas. Aquellos cuyas acciones influyen sobre la sociedad en general, son los únicos que necesitan interesarse por un objeto tan amplio. En los casos de omisión -actos que se prohiben por consideraciones morales, aunque sus consecuencias pudieran ser benéficas en un caso particular- sería indigno de un agente inteligente no darse cuenta de que una acción de esa clase, practicada con generalidad, sería injuriosa generalmente. Ese es el fundamento de la obligación de abstenerse de ella. La magnitud del respeto al interés público que este reconocimiento implica, no es superior a la exigida por cualquier sistema de moral, porque todos ordenan abstenerse de cualquier cosa que sea perniciosa para la sociedad.

Las mismas consideraciones conducen a otro reproche contra la doctrina de la utilidad. Se fundamenta en una interpretación aún más grosera del objeto de un criterio de moralidad y del verdadero significado de las palabras justo e injusto. Se afirma, frecuentemente, que el utilitarismo vuelve fríos e incapaces de simpatía a los hombres; que enfría sus sentimientos morales hacia los individuos; que sólo les hace atender a la seca y dura consideración de las consecuencias de la acción, sin introducir en su estimación moral las cualidades de donde la acción emana. Si este aserto significa que esos hombres no permiten que sus juicios sobre la rectitud o maldad de un acto sean influidos por su opinión de las cualidades de la persona que lo realiza, ésta no es una queja contra el utilitarismo, sino contra todo criterio de moralidad. Porque ningún criterio ético conocido decide que una acción sea buena o mala a causa de que la realice un hombre bueno o malo; y menos aún porque la realice o no un hombre amable, honrado o benevolente. Estas consideraciones no son apropiadas a la estimación de los actos, sino de las personas; y no hay en la doctrina utilitarista nada incongruente con el hecho de existir en las personas otras cosas interesantes además de la rectitud o maldad de sus actos. Los mismos estoicos, con el paradójico abuso del lenguaje que formaba parte de su sistema, por el cual se esforzaban en elevarse por encima de todo, excepto la virtud, gustaban de decir que el que lo posee todo, ése y sólo ése, es rico, es bello, es un rey. Pero la doctrina utilitarista no reivindica nada de esto a favor del hombre virtuoso. Los utilitaristas son bien conscientes de que hay otras cualidades y atributos deseables, además de la virtud, y están perfectamente dispuestos a conceder a todas su valor.

También son conscientes de que una acción justa no revela necesariamente un carácter virtuoso, y que los actos censurables proceden, con frecuencia, de cualidades merecedoras de alabanzas. Cuando esto es manifiesto en cualquier caso particular, modifica la estimación, no del acto, por cierto, sino del agente. No obstante, concedo que ellos tienen la opinión de que en una larga carrera la mejor prueba de un buen carácter son las buenas acciones; y resueltamente se niegan a considerar como buena cualquier disposición mental cuya tendencia predominante sea producir una mala conducta. Esto les hace impopulares entre mucha gente; pero es una impopularidad que deben compartir con todo el que vea de un modo serio la distinción entre lo justo y lo injusto. Además, no es un reproche cuya refutación deba inquietar al utilitarista consciente.

Si esta objeción sólo quiere decir que muchos utilitaristas miden exclusivamente la moralidad de los actos con el criterio utilitario, y no subrayan suficientemente las otras bellezas del carácter que contribuyen a hacer amable o admirable al ser humano, esto podría admitirse. Los utilitaristas que han cultivado los sentimientos morales, pero no la simpatía o la percepción artística, caen efectivamente en este error; también lo hacen todos los demás moralistas que se encuentran en las mismas condiciones. Lo que puede decirse en excusa de éstos vale también para aquéllos, esto es, que si hubiera de darse algún error, es mejor que sea éste. De hecho, podemos afirmar que entre los utilitaristas, lo mismo que entre los partidarios de los demás sistemas, se dan todos los grados imaginables de rigidez y laxitud en la aplicación de sus criterios; unos son rigurosamente puritanos, mientras otros son tan indulgentes como podrían desear el pecador o el sentimental. Pero, en conjunto, una doctrina que pone en lugar prominente el interés que tiene la humanidad en reprimir o prevenir toda conducta que viole la ley moral, no es probable que sea inferior a ninguna otra en volver las sanciones de la opinión contra tales violaciones. Verdad que quienes reconocen distintos criterios de moralidad, no es de esperar que estén de acuerdo sobre la cuestión de qué es lo que viola la ley moral. Pero las diferencias de opinión sobre las cuestiones morales no las introdujo por primera vez en el mundo el utilitarismo. En cambio, esta doctrina proporciona un criterio para decidir las diferencias que, si no siempre es fácil, es tangible e inteligible en todos los casos.

Quizá no sea superfluo señalar otros errores comunes en la interpretación de la ética utilitarista. Algunos tan obvios y groseros que podría parecer imposible que ninguna persona de honestidad e inteligencia cayera en ellos. Pero aun las personas con grandes dotes mentales suelen tomarse muy poca molestia en entender el significado de cualquier opinión que choque con sus prejuicios. Los hombres son, en general, tan poco conscientes de que esta voluntaria ignorancia constituye un defecto, que incluso en las obras concienzudas de las personas de mayores pretensiones a la honradez y la filosofía, encontramos los más vulgares errores de interpretación de las doctrinas éticas. No es raro oír hablar de la doctrina de la utilidad haciendo caer invectivas sobre ella por atea. Si fuese necesario decir algo contra una suposición tan simple, diríamos que la cuestión depende de qué idea se tiene del carácter moral de la Divinidad. Si es verdadera la creencia de que Dios desea ante todo la felicidad de las criaturas, y que éste fue el objeto de la creación, el utilitarismo no sólo no es una doctrina atea, sino que es más profundamente religiosa que ninguna otra. Si se quiere decir que el utilitarismo no acepta la revelación de la voluntad de Dios como suprema ley de la moral, contesto que un utilitarista que crea en la perfecta sabiduría y bondad de Dios, creerá necesariamente que todo lo que Dios haya considerado oportuno revelar con relación a la moral, cumplirá en sumo grado las exigencias del utilitarismo. Pero, además de los utilitaristas, otros han tenido la opinión de que la revelación cristiana se dirigió, y se encamina, a informar a los corazones y las mentes de los hombres con un espíritu capaz de hacerles buscar por sí mismos lo que es justo y de inclinarlos a hacerlo cuando lo encuentran, más bien que a decirles, a no ser de un modo muy general, lo que es. Necesitamos una doctrina ética cuidadosamente observada para que ella nos interprete la voluntad de Dios. Si esta opinión es correcta o no, es superfluo discutirlo aquí. Puesto que cualquier cosa que concuerde con la religión, natural o revelada, puede ser objeto de investigaciones éticas, resulta tan accesible al moralista utilitarista como a cualquier otro. Puede usar de ella como testimonio de Dios a la utilidad o nocividad de cualquier acto dado, con el mismo derecho que otros la usan como señal de una ley trascendente que no tiene relación con la utilidad o con la felicidad.

Además, se estigmatiza sumariamente al utilitarismo como doctrina inmoral, dándole el nombre de conveniencia y aprovechando la ventaja de que el uso popular de este término lo opone a la justicia. Pero la conveniencia, en el sentido en que se opone a la justicia, indica generalmente lo que es conveniente para el interés particular del agente mismo; como cuando un ministro sacrifica los intereses de su país para mantenerse en su cargo. Cuando significa algo mejor que esto, indica lo que es conveniente para algún objeto inmediato o algún fin momentáneo, pero que viola una regla cuya observación es conveniente en un grado más elevado. En este sentido, la conveniencia, en vez de ser una misma cosa con la utilidad, es una rama de lo dañino. Así, sería a menudo conveniente decir una mentira para superar un obstáculo o para conseguir inmediatamente algún fin útil para nosotros o para los demás, Pero el cultivo de un sentimiento agudo de la veracidad es una de las cosas más útiles a que puede servir nuestra conducta, y el debilitamiento de ese sentimiento es una de las más perjudiciales. Cualquier desviación, incluso involuntaria, de la verdad, tiene gran influencia, sobre el debilitamiento de nuestra confianza en la veracidad de los asertos humanos, confianza que no sólo es el soporte de todo el bienestar social presente, sino que su insuficiencia influye más que ninguna otra cosa en lo que puede llamarse retraso de la civilización, de la virtud y de todo lo que es el fundamento de la felicidad humana. Por ello, sentimos que la violación de la regla de conveniencia trascendente para conseguir una ventaja inmediata no es conveniente. El que, por su conveniencia personal o la de algún otro, hace lo que de él depende por privar a la humanidad de un bien e infligirle un mal que dependen, más o menos, de la mutua confianza que los hombres ponen en sus palabras, obra como uno de sus peores enemigos. Sin embargo, todos los moralistas reconocen que esa regla, aun siendo sagrada, admite posibles excepciones. Las principales se dan cuando la omisión de algún hecho (como delatar a un malhechor o dar malas noticias a una persona gravemente enferma) salvaría a un individuo (especialmente a un individuo que no sea uno mismo) de una desgracia grande e inmerecida, y cuando la omisión sólo puede lograrse con una negación. Mas para que una excepción tenga el menor efecto posible sobre la confianza en la veracidad, y no se extienda más allá de lo necesario, debería reconocerse y definir sus límites, si fuera posible. Y si el principio de utilidad es bueno para algo, debe ser bueno para aquilatar esas utilidades que chocan entre sí, y señalar la zona en que cada una prepondera.

Los defensores de la utilidad se sienten llamados con frecuencia a replicar objeciones tales como ésta de que antes de la acción no hay tiempo para calcular o sopesar los efectos de una línea de conducta sobre la felicidad general. Es exactamente como si se dijera que es imposible guiar nuestra conducta sobre la felicidad general. Es exactamente como si se dijera que es imposible guiar nuestra conducta por el cristianismo a causa de que, en cada ocasión en que debe hacerse algo, no hay tiempo para leerse el Antiguo y el Nuevo Testamento. La respuesta a esta objeción es que ha habido un amplio tiempo, a saber; todo el pasado de la especie humana. Durante todo ese tiempo, el género humano ha estado aprendiendo por experiencia las tendencias de las acciones. Toda la prudencia, lo mismo que toda la moralidad de la vida, dependen de esa experiencia. La gente habla como si el comienzo del curso de la experiencia hubiera sido diferido hasta el momento presente, y como si el momento en que algún hombre siente la tentación de intervenir en la propiedad o en la vida de otro, fuera la primera vez en que se ha de considerar si el asesinato o el robo son perjudiciales a la felicidad humana. Yo ni siquiera creo que ese hombre encontraría la cuestión muy enigmática; pero de todas formas el asunto está entonces en sus manos. Es verdaderamente extravagante suponer que, si el género humano hubiera convenido en considerar que la utilidad es la mejor prueba de la moralidad, no habría llegado a un acuerdo sobre qué es útil, y no habría tomado medidas para enseñar al joven sus nociones sobre el asunto, y robustecerlas con la ley y la opinión. No hay dificultad en probar que todo sistema ético es defectuoso si suponemos que lleva aparejada la idiotez universal; pero si no es ése el caso, el género humano debe haber adquirido ya creencias positivas concernientes a los efectos que algunos actos tienen sobre la felicidad. Las creencias que así se han decantado constituyen las reglas de moralidad de la multitud, y también del filósofo, mientras éste no haya conseguido encontrarlas mejores. Yo admito, o mejor, mantengo seriamente que los filósofos podrían hacerlo con facilidad, incluso en la actualidad; que nuestro código moral no es en absoluto de derecho divino, que la humanidad todavia tiene mucho que aprender respecto de los efectos de los actos sobre la felicidad. Los corolarios del principio de utilidad, como los preceptos de todo arte práctico, admiten un perfeccionamiento indefinido y, dada la índole progresiva de la mente humana, su mejoramiento sigue adelante constantemente. Pero una cosa es considerar que las reglas de moralidad son mejorables, y otra pasar por alto enteramente las generalizaciones intermedias, y pretender probar directamente cada acto individual por medio del primer principio. Es una idea extraña la de que el reconocimiento de un primer principio es incompatible con la de los principios secundarios. Informar a un viajero sobre la situación de su destino final no es prohibirle que utilice las señales y postes indicadores del camino. La proposición de que la felicidad es el fin y el objetivo de la moralidad no significa que no deba trazarse un camino hacia esta meta, o que a las personas que allá van no se les pueda aconsejar que tomen una dirección mejor que otra. Verdaderamente, los hombres deberían cesar de decir sobre este asunto absurdos que no querrían decir ni oir con respecto a otras cuestiones de interés práctico. Nadie pretende que el arte de la navegación no se base en la astronomía, por el hecho de que los marinos no pueden entretenerse en calcular el almanaque náutico. Siendo criaturas racionales se hacen a la mar con el almanaque ya calculado; y todas las criaturas racionales salen al mar de la vida con una opinión formada sobre lo que es justo e injusto, lo mismo que sobre cosas mucho más difíciles que son cuestión de sabiduría o locura. Y es de suponer que sigan haciéndolo en tanto la previsión sea una cualidad humana. Cualquiera que sea el principio fundamental de moralidad que adoptemos, necesitamos para su aplicación principios subordinados. Puesto que la imposibilidad de obrar sin éstos es común a todos los sistemas, no puedo proporcionar argumentos contra ninguno en particular. Pero razonar gravemente como si tales principios secundarios no pudieran existir, y como si la humanidad hubiera permanecido hasta ahora, y hubiera de permanecer siempre, sin extraer consecuencias generales de las experiencias de la vida humana, creo que es el absurdo más grande a que se ha llegado nunca en las controversias filosóficas.

El resto de la serie de argumentos contra el utilitarismo consiste principalmente en poner a su cuenta las debilidades comunes de la naturaleza humana y las dificultades generales que estorban a las personas conscientes en el trazado de su camino por la vida. Se nos dice que un utilitarista podrá hacer de su caso particular una excepción de las reglas morales, y que bajo la tentación verá más utilidad en el quebrantamiento de una regla que en su observación. Pero, ¿es el utilitarismo el único credo capaz de proporcionarnos excusas para obrar mal, y medios para engañar la propia conciencia? Los proporcionan en abundancia en todas las doctrinas que reconocen la existencia de conflictos morales. Esto lo reconocen todas las doctrinas que han sido aceptadas por personas sanas. No es defecto de ningún credo, sino de la complicada naturaleza de los asuntos humanos, el que la conducta no pueda ser conformada de manera que no exija excepciones, y el que apenas ninguna clase de acción pueda ser establecida firmemente como obligatoria siempre o condenable siempre. No hay ningún credo ético que no atempere la rigidez de sus leyes, dándoles cierta amplitud que, bajo la responsabilidad moral del agente, las acomode a las peculiaridades de las circunstancias. Y por la abertura así hecha, entran en todos los credos el engaño de uno mismo y la casuística deshonesta. No existe ningún sistema de moral en que no surjan casos inequívocos de obligaciones encontradas. Estas son las verdaderas dificultades, los puntos intrincados de la teoría de la ética y de la guía consciente de la conducta personal. Son superables, practicamente con mayor o menor éxito, según el entendimiento y las virtudes del individuo; pero difícilmente puede pretenderse que ninguno sea el menos calificado para tratar de ellos, porque posea un criterio último al cual puedan ser referidos todos los deberes y derechos encontrados. Si la utilidad es la última fuente de la obligación moral, la utilidad puede ser invocada para decidir entre aquéllos cuando sus demandas son incompatibles. Aunque sea un criterio de difícil aplicación, es mejor que nada en absoluto. En cambio, en otros sistemas, todas las leyes morales invocan una autoridad independiente, y no hay ningún imperativo común para mediar entre ellas. Sus pretensiones a la precedencia sobre las demás descansan poco menos que en la sofistería y, a menos que sean determinadas, como generalmente lo son, por la influencia no reconocida de consideraciones utilitarias, dan carta blanca a la intervención de deseos personales y parcialidades. Debemos recordar que sólo en los casos de conflicto entre los principios secundarios es cuando se requiere apelar a los primeros principios. No hay ningún caso de obligación moral que no implique algún principio secundario; y si se trata de uno solo, apenas pueden caber dudas reales de cuál es en la mente de la persona que reconoce dicho principio.


Notas

(1) El autor de este ensayo tiene razones para creer que él fue la primera persona que puso en uso la palabra utilitario. No la inventó, sino que la adoptó tomándola de una expresión incidental de Annals of the Parish de Mr. Galt. Después de usarla como una designación durante algunos años, él y otros la abandonaron por un creciente desagrado hacia todo lo que se pareciese a contraseña o insignia de una opinión sectaria. Pero, como nombre de una simple opinión, no de un conjunto de opiniones -para designar el reconocimiento de utilidad como criterio, no un modo particular de aplicarlo- el término responde a una necesidad del lenguaje y, en muchos casos, ofrece un modo conveniente de evitar rodeos fatigosos.


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