Índice de Memorias de Don Adolfo de la Huerta de Roberto Guzmán Esparza | Segunda parte del CAPÏTULO PRIMERO | Segunda parte del CAPÍTULO SEGUNDO | Biblioteca Virtual Antorcha |
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MEMORIAS DE ADOLFO DE LA HUERTA
CAPÍTULO SEGUNDO
(Primera parte)
SUMARIO
- El constitucionalismo.
- Maytorena se refugia en los EE. UU.
- De la Huerta y Villa.
- La toma de Agua Prieta.
- El fracaso de Naco.
- La convención de Monclova.
- Carranza escoge a Obregón.
- El decreto de Carranza de 10 de Mayo de 1913.
- De la Huerta y la tribu Yaqui.
- Las aspiraciones presidenciales de Obregón.
El Constitucionalismo.
Después de los acontecimientos de la decena trágica, De la Huerta, en compañia de Roberto Pesqueira y de Vidal Garza Pérez, salió para el norte pues tenía la convicción de que el pueblo no aceptaría el gobierno del usurpador y tanto él como sus amigos pensaron que los brotes de rebeldía deberían aparecer en el norte.
El primer intento y la primera decepción los esperaban en San Luis Potosí, donde Vidal Garza Pérez creía contar con el gobernador que era el doctor Cepeda. Así fue que al llegar a la ciudad, Garza Pérez se separó de sus amigos y se fue al Palacio de Gobierno en busca de su amigo el gobernador.
Media hora después regresó cabizbajo y entristecido.
>- ¡Vámonos de frente! -dijo-. Aquí no hay nada que hacer. El doctor Cepeda dice que no está conforme con el cuartelazo, pero está indeciso debido a la situación en la que se encuentra y las pocas fuerzas de que dispone para el movimiento.
La emprendieron entonces para Tampico, de donde habrían de seguir para Ciudad Victoria, esperando ganarse al gobernador de Tamaulipas, Matías Guerra, pero llegaron precisamente a tiempo para darse cuenta de que el mayor Manterola, jefe de la guarnición de la plaza, saludaba al gobernador y ambos festejaban la caída de Madero y el triunfo del cuartelazo.
Se dirigieron entonces a Monterrey, donde Garza creía con seguridad contar con el gobernador Viviano Villarreal, reconocido maderista y suegro de don Gustavo Madero.
Allí se dividieron las labores: Vidal Garza a hablar con Viviano Villarreal. Roberto Pesqueira a hablar con los federales, y don Adolfo para hablar con los rurales a ver si conseguía que se pronunciaran contra el usurpador.
La primera de las gestiones fracasó porque Viviano Villarreal no quiso adoptar ninguna actitud contra el gObierno del centro, protestando plañideramente que estaba ya muy viejo y que ya había llamado al general Treviño para entregarle el gobierno.
La gestión de Pesqueira con los federales tuvo igualmente negativos resultados.
Finalmente, De la Huerta, en el desempeño de la suya, se fue al cuartel de los rurales que estaba en el edificio en construcción del hotel Ancira. Una bandera tricolor ondeaba a la entrada. Un capitán comía sobre un pequeño cajón que hacía las veces de mesa.
Don Adolfo le pidió autorización para hablar a su gente y que él mismo oyera el relato de lo que había pasado en México y tener así base para su invitación. Todos se acercaron a él en el gran patio en construcción y él le relató los acontecimientos de México, y les arengó para que volvieran a la lucha armada, puesto que eran maderistas. No eran de los viejos rurales, sino revolucionarios que los habían sustituído. Pero todos contestaron que ellos se habían levantado en armas con Alfredo Pérez que era su comandante; que hablara con él y que lo que él resolviera eso harían los demás.
Aquella triple gestión de De la Huerta y sus acompañantes fue desarrollada en el breve espacio de poco más de una hora. que era el tiempo que tenían que permanecer en Monterrey para hacer la conexión ferroviaria que les llevaría en el resto de su viaje. Naturalmente, en esas condiciones ni De la Huerta pudo esperar la llegada de Alfredo Pérez ni los otros dos insistir en sus propósitos.
Alcanzaron el tren que les condujo a Coahuila, y en el trayecto De la Huerta escuchó la conversación de dos individuos que viajaban en el mismo carro:
- Ya conoces -decía uno de ellos- la terquedad de Venustiano y va ser difícil quitarle de la cabeza esa actitud que nos pone en un predicamento. ¡Quien sabe hasta donde llevará al Estado ese manifiesto!
De la Huerta no pudo contenerse más y metiendo la cabeza entre los interlocutores, interrumpió el diálogo diciendo:
- Perdonen, señores, pero ¿qué es lo que pasa aquí en Coahuila?
- ¿No sabe usted? El manifiesto que acaba de aparecer y cuyos puntos principales nos han comunicado telegráficamente.
- Pero, ¿manifiesto en qué sentido?
- Pues desconociendo al gobierno usurpador.
- Pero ¿cómo es eso? ¿están ustedes seguros?
- Si; ¡cómo no hemos de estar seguros! Nos lo han comunicado por telégrafo.
- Pero ¿enteramente seguros?
- ¿No le estamos diciendo que sí?
Al convencerse de que era cierta la noticia, Adolfo de la Huerta se encaramó sobre el asiento y lanzó el primer grito:
¡Viva Carranza!
Roberto Pesqueira, que regresaba de platicar con la escolta federal del tren y que entraba en esos momentos, le interpeló:
- Pero qué, ¿te has vuelto loco?
- No, hombre; mira lo que dicen esos señores -y procedió a darle la trascendental nueva.
Al llegar a la estación en la que se toma la desviación para Saltillo, encontraron que el señor Carranza había hecho levantar unos rieles para evitar que lo sorprendieran las fuerzas federales por la actitud que él y el congreso habían adoptado. Los tres amigos tuvieron que seguir para el norte, pero al llegar a Monclova, sabiendo que el tren se detendría allí como dos horas. De la Huerta llamó a Pesqueira y le sugirió que fueran al telégrafo a conferenciar con Carranza.
- Vamos a hablar con él aunque sea telegráficamente para felicitarle y decirle que Sonora le va a responder, que no se vaya a desalentar.
Se celebró la conferencia telegráfica y Carranza preguntó:
- ¿Quiénes son ustedes?
Pesqueira y De la Huerta se identificaron y don Venustiano volvió a preguntar:
- ¿Alguno de ustedes habla inglés?
- Si -replicó De la Huerta- , mi compañero Pesqueira.
- Que vaya ayudar al cónsul de Eagle Pass que es de toda mi confianza y sobrino de Rafael Múzquiz. Y usted vaya a Sonora a ver qué es lo que pasa con Maytorena; le he dirigido dos telegramas sin recibir contestación.
- Pues con Maytorena o sin Maytorena -repuso De la Huerta- yo le respondo a usted de que Sonora será un baluarte para la defensa de los principios democráticos en contra del traidor Victoriano Huerta. Veinte mil hombres le garantizo a usted.
- Muy bien; ojalá sea exacta esa cantidad.
Después hizo notar que se encontraba allí mismo en Monclova Atilano Barrera, diputado local, y que le daría unos ejemplares del manifiesto para que los reprodujeran en Sonora.
- También está allí mi sobrino Arturo Carranza, hijo de mi hermano Jesús; lleva una clave; que le dé una copia para que nos entendamos.
Terminada la conferencia, Vidal Garza Pérez siguió con Atilano Barrera para el distrito de Allende, Coahuila, en tanto, que los demás siguieron para el norte. Todavía Piedras Negras estaba en manos de una guarnición federal reducida, a las órdenes del teniente coronel federal Lubber y los dos viajeros pasaron la línea sin ser molestados.
Se presentaron al cónsul Rafael Múzquiz y fueron interrogados por él sobre su identidad, nombres y representaciones oficiales. Múzquiz, con natural desconfianza, trataba de inquirir antecedentes y cerciorarse de su lealtad al movimiento que se iniciaba. En esos momentos penetró un empleado a la oficina, llamó aparte al cónsul y ambos salieron para conferenciar en la vecina habitación. Cinco minutos después regresó Múzquiz con un papel en la mano.
- ¿Cómo dijeron que se llamaban ustedes? -interrogó.
Repitieron los nombres y él repuso:
- Vean ustedes lo que acabo de recibir.
Y les mostraba copia de un telegrama que le acababa de pasar un telegrafista amigo; procedía de Aurelio D. Canal e, secretario particular de Victoriano Huerta y ordenaba la aprehensión de Adolfo de la Huerta y de Roberto Pesqueira. Afortunadamente, ya ambos se hallaban en territorio americano.
Siguiendo entonces las instrucciones de Carranza, Pesqueira se quedó en Eagle Pass ayudando a Múzquiz; De la Huerta continuó su camino rumbo a Sonora y en el trayecto entre Eagle Pass y Spofford se le acercó uno de los garroteros preguntándole si era mexicano, y al saberlo, le mostró un periódico del 23 de febrero en el que aparecía la noticia del asesinato del Presidente Madero. Aunque don Adolfo ya se lo temía, la noticia le causó tremenda impresión. Llegó a Spofford, donde tenía que esperar la conexión con el tren que venía de San Antonio. Otros trenes, esperaban allí también y, entre ellos, uno que iba tripulado por numerosos estudiantes de alguna Universidad americana: muchachos todos uniformados de azul con una franja negra en el pantalón.
Don Adolfo, cuya excitación era grande, preguntó si había alguno que hablara español para interpretarlo; uno se ofreció a hacerlo y entonces él les dirigió un fogoso discurso de protesta por el salvaje atropello del usurpador, diciendo que México lavaría esa afrenta, ese deshonor, esa vergüenza por la que un jefe militar aprehendía y fusilaba a un presidente. Les instó a que escribieran a sus amigos, a sus padres, a sus familiares, diciendo que muy pronto verían cómo México se levantaba como un solo hombre protestando contra aquel incalificable atentado y que deberían tener presente que militares desleales lo mismo podían encontrarse entre nosotros que en cualquier país y que no había que juzgar a los mexicanos por individuos de esa calaña.
Terminado aquel improvisado discurso, llegó el tren en el que el señor De la Huerta debía proseguir su marcha y la continuó, siempre presa de profunda preocupación, pues le admiraba no encontrar en todas partes la misma vibrante indignación que él sentía por el atentado. La realidad de las cosas era que la noticia aún no era conocida en los lugares que él había tocado, pero aún así, pensaba con tristeza que había una gran cantidad de personas que se mantenían indiferentes. Pensaba que si el usurpador no hubiera cometido el estúpido crimen de asesinar a don Francisco I. Madero, ¡quién sabe qué suerte habría corrido la República!
Apesadumbrado don Adolfo de la Huerta por esa relativa indiferencia que encontraba sobre el atentado criminal de Huerta, lanzó un manifiesto que fue publicado en un periódico que llevaba por nombre El Paso del Norte y se publicaba allí mismo, en el que describía los horrores que habían tenido lugar en México, cómo le habían arrancado la renuncia al señor Madero, diciendo que lo habían atormentado, pues suponía que así había sido y además algunos datos que Viviano Villarreal refirió a Vidal Garza Pérez se lo confirmaban con la tremenda crueldad y el salvajismo en La Ciudadela en contra de Gustavo Madero. Todo eso lo vació en su manifiesto que fue muy conocido en todo el norte, aunque no se identificó como el autor de él. Tejeda, que era el editor de El Paso del Norte y era amigo del señor De la Huerta, lo publicó. Aquel manifiesto fue el grito de guerra, la plataforma del principio de lucha porque entonces todavía no había Plan de Guadalupe ni nada; tan sólo aquel manifiesto que provocaba la indignación y levantaba la protesta de todo el pueblo que lo leía. No se supo que era el señor De la Huerta y él no se cuidó de reclamar su paternidad, pues lo que le importaba era despertar al pueblo a la acción en contra del usurpador.
Y no se limitó a desahogos literarios, sino que se ocupó activamente de organizar los elementos de combate que pudo reunir para emprender la lucha.
Pesqueira le había dado en Spofford un recado escrito al respaldo de un anuncio de cine, concebido más o menos en los siguientes términos:
Lagarde: Ponga a disposición de Adolfo de la Huerta todos nuestros intereses para salvar la dignidad nacional.
Con tal orden se presentó De la Huerta a las oficinas de Roberto Pesqueira en Douglas, pero el señor Lagarde manifestó:
- ¿Cómo voy a poner a la disposición de usted los intereses que tengo como apoderado de la familia Pesqueira, si no son de Roberto?
Con dificultades consiguió De la Huerta que le abrieran un crédito por mil dólares, con los que compró las armas para las primeras partidas de hombres que pasaron. Ese mismo día, casi sin comer, se fue De la Huerta a la fundición, guiado por Plutarco Elías Calles que, como comisario que fue de Agua Prieta, tenía allí amigos. Después se comunicó con el comisario de El Tigre, que era viejo amigo Agustín Camou, diciéndole que procedía levantarse en armas contra todos los federales, pues se sentía seguro de que todos ellos secundarían la actitud de Victoriano Huerta y que era necesario poner en actividad inmediatamente a los obreros y los policías que tuviera.
- No más no hables más, porque hay moros en la costa -repuso Camou.
El aviso de De la Huerta fue muy oportuno, pues Camou estuvo listo y logró salir con bien. Se fue a la sierra; si se ha esperado un día más ni eso habría tenido que hacer, pues al día siguiente el teniente coronel Villaseñor, que estaba de guarnición allí en El Tigre, salió, llamado por el coronel Ojeda a incorporarse a Naco. Así es que El Tigre quedó prácticamente a disposición del comisario ya revolucionario Agustín Camou.
Don Adolfo se fue a la fundición a esperar la salida de los trabajadores a los que hizo el relato de lo acontecido en México y les invitó a que combatieran al usurpador inscribiéndose para ello en la dirección de Roberto Pesqueira. Esa noche se inscribieron 32 y al día siguiente 36 más. Con ellos formaron la expedición que iba a entrar primero para después incorporarse a esa De la Huerta y Calles. Un sargento ex federal hacía cabeza de la partida en total de 68 hombres y debían esperarlos por el rumbo de San Bernardino.
Maytorena se refugia en los Estados Unidos
Don Adolfo de la Huerta regresaba a Hermosillo, en compañia de Plutarco Elías Calles, después de los acontecimientos relatados en el capítulo anterior, cuando fueron alcanzados por un periodista de apellido Butcher que les informó que Maytorena acababa de cruzar la frontera y les dió un ejemplar del periódico que publicaba la noticia, diciendo que había llegado a Tucson y que se hospedaba en el hotel Santa Rita.
El periodista les hizo notar el desconcierto que tal hÚída traería al Estado abandonado por su gobernador constitucional y naturalmente ambos estuvieron de acuerdo y se dieron fácil cuentá de las consecuencias que aquéllo podría acarrear, sobre todo porque la noticia no decía que hubiera quedado nadie encargado del poder público en Sonora, ni cual era la situación general. Tanto De la Huerta como Calles consideraron que era conveniente el paso dado por Maytorena y resolvieron que De la Huerta saliera inmediatamente para Tucson, dado el ascendiente que él tenía sobre don Pepe, para, tratar de inducirlo a resolver. Así se hizo y el señor De la Huerta llegó a Douglas, tomó el tren, telegrafió a su amigo y agente en Tucson, que lo era Enrique Anaya y al llegar a su destino éste lo sorprendió con la noticia de que en el hotel Willard se encontraba el general Francisco Villa.
Tanto impresionó a De la Huerta aquella noticia, que en lugar de buscar a Maytorena, fue primero a ver a Villa.
Tuvo un cambio de impresiones con él que duró varias horas. No se habían conocido personalmente. En 1911 Villa había escrito a De la Huerta, tal vez a sugerencia de Samuel Navarro que era muy amigo del segundo y probablemente Villa, entusiasmado por las referencias que Navarro le había dado sobre la personalidad de don Adolfo, le escribió en forma muy amistosa. Pero no habían tenido oportunidad de tratarse personalmente.
En aquel encuentro Villa recordó perfectamente a De la Huerta y, como éste venía de la capital, le hizo narración pormenorizada de todo lo acontecido, de las infructuosas gestiones durante su viaje y de la situación general.
Con el general Villa se hallaban Carlos Jáuregui, que lo había ayudado a salir de Tlatelolco, Daría Salís y alguno otro.
Cuando terminaron las pláticas con Villa, que estuvo efusivo y cariñoso con De la Huerta, éste se transladó al hotel Santa Rita, para entrevistar a Maytorena.
El hombre estaba hecho pedazos; muy enfermo del estómago; tenía una jarra de leche en una ventana y argumentaba:
- ¿Pero cómo quiere usted que regrese a una situación que no puedo yo con ella por mi enfermedad? Además, todos fueron mis partidarios y ahora, en esta lucha, tendría que apretarles a los ricos para sacarles dinero porque solamente con dinero se puede hacer esta revolución y yo tengo muchos compromisos. Por eso me he salido. Al mismo tiempo no tengo mucha fe en que el pueblo responda. Me han traído noticias de que ya Carranza está en actitud semirrebelde y lo están persiguiendo en tal forma que lo traen acosado. No lo dejarán levantar cabeza.
be la Huerta le replicó que estaba equivocado y trató, en términos generales, de hacerlo reaccionar, pero Maytorena argüía:
- Además, estoy pendiente de algunos telegramas de Rodolfo Reyes que quedaron de reexpedirme acá y no sé ni conozco la situación allá.
- Pues yo sí la conozco, por eso se la vengo a decir.
- Sí; pero hay muchas cosas ... usted salió de estampida y no puede conocer en qué forma está quedando el nuevo régimen. Necesitamos saber para tomar una actitud ...
Por todo aquello su actitud no se compadecía con sus antecedentes y más parece que era una situación política que no entendía. Era de pocos alcances Maytorena en el terreno de la política y no se daba cuenta de lo que en torno suyo se desarrollaba. Había estado en los principios de la revolución sin saber realmente por qué.
De la Huerta quiso que se entrevistara con Villa para ver si entre los dos lo convencían de que volviera a Sonora, pero él no se prestó. Dijo que no quería violar las leyes de neutralidad; que no quería ya más meterse en líos y se rehusó a seguir tratando el punto.
De la Huerta y Villa
De la Huerta volvió a ver a Villa y le refirió la actitud de Maytorena.
- Pues siquiera que me dé un poco de dinero. Me mandó decir Abraham González que le había situado ciento sesenta mil dólares. Siquiera una parte que me dé a mí para organizar una expedición e ir a mi Estado.
- ¿Por qué no se viene conmigo al Estado de Sonora y entramos juntos? -propuso De la Huerta.
- No muchachito, no, no; de ninguna manera. Yo en su Estado no valgo nada. Allí no conozco la tierra; no. En mi Estado que es Chihuahua, aunque yo nací en Durango pero considero a Chihuahua como mi Estado, allí es donde yo valgo diez por uno de lo que pudiera yo valer en Sonora. Así es que no, no ... mejor consígame esos dineros con Maytorena y la emprenderé para El Paso Texas y de allí veré cómo me interno en mis terrenos.
Cumpliendo aquellos deseos, De la Huerta fue a ver nuevamente a Maytorena y le comunicó lo que Villa le habían dicho. Negó aquel que hubiera recibido dinero de Abraham González, diciendo que ese envío había sido interceptado por el general Rábago quien tomó el control del Estado al dar el cuartelazo Huerta. Con trabajos se desprendió de dos mil pesos en papel de banco mexicano, que se transformaron en novecientos y pico de dólares y le sirvieron a Villa para pagar el hotel y transladarse a El Paso. Allí un comerciante de nombre Fuorti, le facilitó algunas mercancías y un griego generoso y leal, don Teodoro Kiriakópulos, le ayudó, juntamente con alguna otra persona. En esa forma y con esa ayuda formó Villa una expedición de nueve hombres con los que cruzó la frontera el 7 u 8 de marzo. Fue a unirse a su compadre Urbina y en muy poco tiempo tenía ya algunos centenares de partidarios con los que se hacía sentir, como era natural, dado su espíritu guerrero.
De la Huerta siguió insistiendo con Maytorena, a quien acompañaban el mayor Manzo y su secretario particular que lo era entonces Francisco Serrano (sin grado militar aún). Cuando se dio cuenta de que todo era inútil y que Maytorena no regresaría a Sonora, comunicó tal noticia a Manzo y a Serrano así como su propósito de cruzar la frontera, y ellos le dijeron: Nosotros si vamos contigo. Y así lo hicieron.
Se quedaron en Nogales mientras De la Huerta siguió para Agua Prieta buscando la manera de incorporarse con las fuerzas que habían organizado Calles y él, y con las que estaba Plutarco en los alrededores de Agua Prieta.
La plaza de Agua Prieta estaba ocupada por el general Pedro Ojeda. Al llegar De la Huerta a Douglas, buscando las mismas conexiones que le habían servido a Calles y a él para acercarse a San Bernardino, un ferrocarrilero le comunicó que tenía noticias de que Ojeda iba a evacuar la plaza y que pasaría dos furgones, (según creía) llenos de parque por el lado americano para llevarlos a Naco donde iba a establecer su cuartel general. Roberto Pesqueira había venido de Eagle Pass en viaje de negocios particulares, y juntamente con De la Huerta, conferenciaron con el ferrocarrilero aquel y le convencieron de que hiciera una combinación cambiando carros: que pasara otros dos y les dejara los que él creía que iban cargados de parque. Después les aclaró que solamente era uno y, efectivamente ese lo dejó en Agua Prieta.
Salió Ojeda, como se les había informado, al frente de 800 hombres, llevándose también a los fiscales de la aduana, rumbo a occidente, uniéndosele el teniente coronel Villaseñor con unos 80 rurales.
La toma de Agua Prieta
Ojeda salió, como se ha dicho, por tierra a Naco y al salir él con Contreras, Belisario García (a) El Quilili y algún otro, tomaron Agua Prieta.
Entraron a Agua Prieta. abrieron el carro, no encontraron más que cincuenta cajas de cartuchos; el resto era equipo, pero de todos modos sirvió pues era la época del frío y vino muy bien el equipo para los revolucionarios. Había también 109 mausers en mal estado, pero algunos se compusieron y pudieron servir. Con aquello y unas cuantas pistolas que traían los amigos, se formó la guarnición de Agua Prieta.
Aquella pacífica toma de la plaza, se vio amargada, sin embargo, por un incidente que les produjo el correspondiente susto.
Sucedió que los fiscales que se había llevado Ojeda, se fueron colgando en la marcha y como eran de caballería, cuando lo consideraron oportuno, dieron la media vuelta y emprendieron el regreso a Agua Prieta. Eran quince más o menos, y cuando se acercaban, alguien que les vio dio la voz de alarma y se pensó que Ojeda regresaba.
Los defensores en número de diez o doce y mal armados, creyeron que les había llegado su hora pero en vez de emprender la huida y cruzar la frontera, resolvieron resistir y se apostaron en las casas que estaban en el camino de La Morita Vieja que era por donde Ojeda había salido. Por lo menos, pensaban, harían 'una resistencia decorosa pues no era cosa de salir huyendo a la primera alarma. Afortunadamente, al hacerse los primeros disparos con los mausers remendados, los fiscales enarbolaron el pañuelo blanco. Después se acercaron y se identificaron como amigos terminando así la alarma. ¡Además, la guarnición se aumentó con aquellos nuevos contingentes, llegando a la respetable suma de veintitantos hombres! ...
El señor De la Huerta telegrafió entonces a Calles, que había llegado a Fronteras, pues Cheto Campos había desconocido a Victoriano Huerta y Cheto era el presidente municipal de Fronteras.
Calles había cruzado ya la línea divisoria y había entrado con una fracción del 3° que había desertado y se le había incorporado; eran setenta y tantos hombres; contingente que fue aumentando con obreros de Pilares hasta llegar a unos trescientos hombres. De la Huerta le comunicó que se hallaba en posesión de Agua Prieta y ellos no se explicaban cómo podía ser aquello pues no sabían que Ojeda había evacuado la plaza. De todos modos, Calles se puso muy contento cuando supo que De la Huerta, al frente de 25 hombres se hallaba dueño de la plaza y se apresuró a reunirse con él para proyectar más tarde el ataque a Naco.
El Fracaso de Naco
El siguiente episodio se transcribe textualmente de la relación que sobre él hizo el señor De la Huerta, tanto porque resulta más vívida la descripción, cuanto por los interesantes datos que contiene. Helo aquí:
Durante la decena trágica había habido en Agua Prieta algunas manifestaciones y algunos discursos bravos de un tal Césareo G. Soriano, que las autoridades militares atribuían al comisario Calles o por lo menos le acusaban de tolerarlas. El general Ojeda ordenó que callaran aquellas protestas y como Plutarco le contestara con algún retobo, lo mandó llamar y lo puso de oro y azul a insultos.
Plutarco había quedado muy resentido por aquello, y cuando Ojeda evacuó la plaza para dirigirse a Naco, quería organizar cuanto antes su expedición dizque para ir a atacar a Ojeda con los escasos cuatrocientos hombres mal armados y peor pertrechados de que disponía. Yo le dije: Mira: dejémonos de bravatas y vamos poniéndonos en la realidad. Vamos a hacer que venga inmediatamente Bracamontes. Pedro Bracamontes, que había estado como prefecto de Moctezuma y que había reunido como tres o cuatrocientos hombres fue llamado y al día siguiente lo teníamos en Agua Prieta.
Ya con esos contingentes salimos a enfrentarnos a Ojeda que estaba parapetado con ocho o novecientos hombres en Naco. Creíamos que no se iba a atrever a salir, pues la táctica de los federales era luchar a la defensiva y así nos estacionamos frente a Naco; pero como se notara que hacían falta palas y picos para cavar contraloberas, sugirió Plutarco que yo se las consiguiera porque yo tenía los dineros que me había facilitado Roberto Pesqueira. Ellos no sabían la cantidad ni yo quise enterarlos de lo corto de ella para no desanimarlos; era preciso no darles noticias desalentadoras sino por el contrario, hacerles ver que el futuro era favorable.
Rápidamente regresé a Agua Prieta, tan sólo a una hora de camino, pasando por La Morita Vieja. Allí pasé al otro lado, me traje a Esteban Calderón que andaba medio desbalagado por allá; compré dieciocho picos y otras tantas palas y regresé con ellos. Al llegar frente a Naco, Esteban Calderón se separó de mí porque tenía que incorporarse con Diéguez y se fue a buscarlo hacía occidente.
Acababa yo de desembarcar los picos y palas para cavar las trincheras, cuando sale Ojeda de los límites de la ciudad de Naco y nos ataca furiosamente. Aquello fue un desgarriate general. Sale Calles en un caballo en pelo; lo conocí por su joroba; pasa delante de mí; le sigue Pedro Bracamontes ... y es la gran desbandada. El último que salió y al que ví en Las Lomitas batirse cpn gran bizarría, fue Arnulfo Gómez y también Macario Bracamontes, el hermano de Pedro que, aunque superior de grado, escapó antes que su hermano, pese a su fama de valiente. Todos salieron en una espantada tal como no lo había yo visto nunca ni la volví a ver en mi vida.
El automóvil en el que había yo llegado y desde donde observaba el curso de los acontecimientos, era de aquellos que aún no tenían arranque automático y había que echar a andar el motor mediante una manija que llamaban el crank. Y sucedió que cuando vi que la situación estaba perdida para nosotros, quise seguir a los demás, pero se descuelgan sobre nosotros, queriendo coger el automóvil, las caballerías que tenía Ojeda y que había formado comprando caballada del otro lado. Venían como 40 jinetes en dirección del automóvil. ¡Le dije al americano que lo manejaba y que estaba más azorado que un venado en aventada, que nos fuéramos; pero por más vueltas que le daba a la manija no lograba echar a andar el motor! ... Mientras tanto los de caballería se acercaban y yo veía que la situación se hacía cada vez más angustiosa y empecé a creer que no escaparíamos con vida. Felizmente arrancó al fin el motor y salimos dando tumbos, pues estábamos enfilados en la dirección de las faldas del cerro y para ella salimos sobre pedregales como para despedazar las llantas pero por fortuna ninguna se rompió y comenzamos a alejarnos. Cuando los que nos perseguían se dieron cuenta de aquello, abrieron fuego y varios impactos que más tarde encontramos en la carrocería, dieron fe de la puntería y mala intención de nuestros perseguidores. Por suerte ni al chofer ni a mi nos llegaron a tocar.
Por el camino, al que por fin volvimos, iba la caravana de desorganizados y azorados ex atacantes. Todavía en La Morita Vieja era tal el espanto de los derrotados que querían dejar sus caballos y subirse al automóvil en el que llevaba yo algunos heridos que había recogido. Cuatro heridos llevábamos a bordo y a pesar de ello, los jinetes querían subirse abandonando sus cabalgaduras. A alguno tuve que darle un puñetazo para que volviera a su caballo.
En esas condiciones llegué a Agua Prieta. Allí habían llamado a un doctor Randall, americano que, con su automóvil, estaba listo para atender a los heridos. Había dejado su auto cerca de la comisaría, y cuando llegué, encontré tendidos debajo de él a Pedro Bracamontes y a Plutarco Elías Calles, ¡los jefes de la expedición! ...
Los levanté con gran trabajo y fui a albergarlos a un cuarto de la Comisaría de Agua Prieta, pues me había dado cuenta de que el ambiente en su contra era tremendo. Se decía que ¿que clase de jefes eran, que los habían metido en la bola? Que eran unos cobardes; que eran los primeros en haber corrido y que los querían fusilar. Por eso los encerré allí en el cuarto de tiliches. Estaban muertos de cansancio pues no habían dormido en toda la noche anterior. Se quedaron tirados allí y yo me fuí a convencer a los obreros y a los soldados de' que no tenían la culpa aquellos jefes, sobre todo Plutarco que no tenía grado militar; que era simplemente un comisario que por su buena voluntad, por su patriotismo, se había puesto al frente de ellos. Pero viendo que no aparecían por ningún lado, comenzaron a decir que se habían pasado para los Estados Unidos, Entonces me les ofrecí como rehén, diciéndoles que si se habían pasado, me podían fusilar pues yo les garantizaba que no era verdad. Mientras tanto me puse al habla con Roberto Pesqueira que estaba en Douglas, Arizona. Eran las doce de la noche y a esa hora Roberto fue a despertar al gerente de un Banco, amigo suyo, y me trajo cuatro mil pesos en tostones que yo repartí para conformar a la gente y mandé comprar café que ya no había en la plaza para que les dieran a todos los que habían venido a reconcentrarse en Agua Prieta. Y así, al día siguiente, sin dormir porque tuve que andar de cuartel en cuartel, es decir de bolita en bolita, de grupo en grupo convenciendo a aquellos hombres, fui a despertar a los jefes para que se dejaran ver demostrando que no se habían pasado del otro lado de la frontera y que allí estaban arrepentidos de haberse considerado con tamaños suficientes para haber sido jefes, pero diciéndoles que habían hecho todo lo que ellos podían por combatir contra los federales; etc., etc., y que si ellos no los querían como jefes, que estaban dispuestos a dejarlos nombrar los que ellos mismos escogieran (esto por consejo mío). Poco a poco se fueron calmando los ánimos y al fin quedaron ellos. Además, ya había llegado Salvador Alvarado que vino a salvar la situaciÓn pues tenía alto prestigio entre los revolucionarios y su presencia acabó de tranquilizar los ánimos.
Posiblemente aquel fracaso militar de Calles inspiró a Obregón el chascarrillo que frecuentemente refería diciendo que en cierta ocasión teniendo 45 hombres a su mando fue sitiado por el jefe orozquista doctor Huerta, un cubano nacionalizado mexicano y que al frente de tan sólo 35 hombres tenía sitiados a Plutarco y sus 45 hombres que se morían de sed. Que Calles, no pudiendo resistir más aquel tormento, decidió romper el sitio y montando ligero corcel logró salir entre el cerco de los sitiadores, pero era tal el pánico que sentía, que a pesar de que corrió cerca de ocho leguas por las márgenes de un río, no se le ocurrió apaciguar su sed en las limpias aguas que vadeaba.
Calles recibió de mi mano, al afiliarse al movimiento de 1913, el nombramiento de teniente coronel.
La Convención de Monclova.
De la Huerta Representa a Sonora
La influencia que el señor De la Huerta tenía en el campo político en Sonora, como diputado local, hizo que unánimemente le comisionara el congreso para que como único representante del Estado asistiera a la convención de Monclova a fin de unir a Sonora con Coahuila, dejando a su criterio la aceptación de que la primera jefatura quedara en Coahuila, o pelearla para Sonora si así le parecía conveniente.
Aquella convención de Monclova fue convocada por don Venustiano Carranza como gobernador del Estado. Originalmente se había señalado Piedras Negras, y se deberían reunir los delegados de los diversos Estados para escoger el primer jefe del Ejército Constitucionalista.
Había aparecido, con fecha 26 de marzo de 1913, es decir, dos meses después del cuartelazo, un proyecto de plan suscrito por varios coahuilenses, insinuando la conveniencia de que se nombrara al gobernador de Coahuila como jefe. En realidad, ese documento no fue más que un proyecto de algunos jóvenes, muy probablemente movidos por el propio Carranza para orientar en ese sentido la opinión a fin de que prevaleciera en la convención, pero no era un documento formal y sólo había sido originado por amigos del señor Carranza, tomando el nombre de Guadalupe con el propósito de que la memoria de la Virgen de Guadalupe le sirviera, como había servido al cura Hidalgo en el movimiento de independencia.
Tal proyecto no podía tener la aprobación de Carranza, ni su aceptación de la primera jefatura, cosa que, por otra parte, habría sido inoportuna, ya que no había sido efectuada la convención en la que habría de señalarse primer jefe.
Actualmente se celebra la fecha del 26 de marzo como la del Plan de Guadalupe, pero de hecho no fue entonces cuando se reconoció a don Venustiano Carranza como jefe.
De la Huerta, como se ha dicho, asistió a la convención de Monclova como representante oficial del gobierno de Sonora. Llevaba, además, la representación de los principales jefes militares, como eran Cabral, Alvarado, Obregón, Urbalejo, José María Acosta, y Calles, aunque este último en realidad no figuraba entonces aún como jefe de nota, era únicamente ex comisario de Agua Prieta que al frente de algunos hombres estaba en la línea divisoria pasando lista de presente y contando tan sólo con dos o trescientos hombres. Tampoco Diéguez figuraba aún, por más que siendo presidente municipal, se levantó en armas en Cananea en 1913 y tomó parte en varias acciones guerreras.
Esas representaciones llevó el señor De la Huerta a la convención de Monclova, donde presentó sus credenciales; pero hay un detalle interesante previo a su llegada y ello consiste en que cuando De la Huerta telegrafió al señor Carranza en Monclova, diciéndole que salía para Coahuila llevando la representación del congreso, del gobernador del Estado y de todos los jefes militares. Carranza contestó telegráficamente instruyéndole que se entrevistara en El Paso con un comisionado suyo (que resultó ser Alfredo Breceda) que le esperaría en el hotel Sheldon. Juntamente con Roberto Pesqueira, se presentó en el lugar de la cita, pues en el camino había telegrafiado a Pesqueira para que le acompañara y como Roberto objetara que no llevaba representación alguna, De la Huerta le dijo que se llevara la representación personal del gobernador del Estado y para ello telegrafió al general Ignacio L. Pesqueira, que aún conservaba el carácter de gobernador del Estado y su grado militar, y éste aceptó otorgar su representación a Roberto.
Se encontraron en El Paso con el comisionado de Carranza, que como ya se ha dicho resultó ser Alfredo Breceda quien saludó al señor De la Huerta efusivamente, recordándole y agradeciéndole el servicio que en otra ocasión había recibido de él.
- Yo quisiera dar una vuelta por Sonora -dijo Breceda y comenzó a platicar buscando un pretexto plausible para acompañarle a su Estado.
- No andemos con rodeos -repuso De la Huerta-, usted está aquí, según el telegrama del señor Carranza, para entrevistarse conmigo y estoy seguro que ese viaje a Sonora que usted quiere hacer, tiene por objeto verificar si realmente tengo las representaciones que telegráficamente he comunicado al señor Carranza.
- No es precisamente desconfianza -repuso Breceda un tanto apenado.
- No; si eso no me molesta, por el contrario; su cautela me hace formarme una opinión favorable del gobernador de Coahuila, pues veo que es hombre cuidadoso. Así es que vamos.
Hicieron el viaje hasta Sonora. Breceda fue presentado por De la Huerta con los jefes militares y asistió a una sesión del congreso local en la que se confirmó la representación respectiva.
La cautela de Carranza, por lo demás, estaba justificada, pues no era lo normal que un solo individuo representara a todos los poderes de un Estado, ya que en semejantes ocasiones generalmente se nombraban comisiones.
Verificadas por Breceda las múltiples representaciones otorgadas al señor De la Huerta, ambos, después de recoger a Roberto Pesqueira que se había quedado en El Paso, se dirigieron a Monclova, donde llegaron el día 14 de abril de 1913.
En la estación, a recibirlos, estuvo don Venustiano Carranza.
Juntamente con los dos representantes de Sonora, llegaron los de Durango y Chihuahua, que eran el doctor Samuel Navarro y el profesor García a quien apodaban El Cócono y algunas otras personas más.
Acompañaban a Carranza algunos otros delegados que habían llegado procedentes de Nuevo León, don Pablo González que acababa de llegar de Chihuahua incorporándose a las fuerzas de Coahuila con 480 carabineros. Esa fue la primera ocasión en que don Pablo y don Adolfo de la Huerta se encontraron; las presentaciones las hizo don Venustiano.
El arribo había sido ya caída la tarde; por la noche el señor Carranza les invitó a cenar en una casa particular cercana al hotel, donde tenía el cuartel general, un edificio que estaba en la estación Monclova, a unos dos o tres kilómetros del pueblo.
Platicaban todos menos Carranza, que se limitaba a escuchar. Pero al ponerse de pie algunos de los presentes que deseaban conocer la población. De la Huerta se le acercó diciéndole:
- Señor Carranza: yo traigo una representación que me da una grave responsabilidad, tanto así, que usted mismo no quería convencerse de ella y por eso, haciendo perfectamente, mandó usted un agente de su servicio secreto para que lo confirmara. Yo querría, pues, saber a quién escogemos como jefe. Tengo profundas simpatías por usted, pero le conozco nada más por algunas referencias que me han llegado y por lo poco que hablamos telegráficamente en pasada ocasión. Eso pesa en mi ánimo y me inclina en su favor, pero no conozco aún su manera de pensar. Nada habló usted durante la cena y yo quisiera conocer sus puntos de vista sobre el movimiento revolucionario, su modo de conducirlo, sus apreciaciones sobre la cuestión social, etc., etc.
- Muy bien -replicó Carranza-, vamos allá, al hotel; allí platicaremos.
Y efectivamente allí estuvieron hablando hasta las dos de la mañana. En aquella plática Carranza expuso sus puntos de vista; hizo hincapié en la libertad municipal; en el nuevo catastro; consultó con De la Huerta cómo sería recibida la Ley del Divorcio en Sonora, del cual se mostró muy partidario. De la Huerta estuvo conforme en todos sus puntos de vista y, de paso, hay que hacer notar que posteriormente se dijo que Palavicini había sido el iniciador de la Ley de Relaciones Familiares, porque fue el primero en acogerse a ella, pero no fue así; la iniciativa fue de Carranza desde entonces. De la Huerta le planteó algunas cuestiones obreras y Carranza se manifestó partidario de ellas pero no muy entusiasta en cuanto a la formación de sindicatos y uniones que les fortalecieran en su lucha contra el capitalismo. Habló también Carranza de la nacionalización del subsuelo; mencionó igualmente la conveniencia de ser enérgicos con el enemigo y llevar el movimiento a todos los confines de la República sin aceptar ninguna oportunidad de acortar la lucha. Quería que se extendiera por todas partes y durara el mayor tiempo posible, para desescombrar completamente, según su propia expresión. Habló de la Ley de Juárez del 62 estableciendo la pena de muerte para todos los enemigos. Ahí De la Huerta le hizo notar los inconvenientes de tan drástica resolución, pues daba oportunidad a jefes militares, fuera de control de la primera jefatura, para ejercer venganzas de carácter personal que desprestigiarían el movimiento; pero Carranza se mantuvo firme y enérgico, haciendo notar que era necesario aplicar la pena de muerte a los que habían servido a Victoriano Huerta y los que con las armas en la mano, directa o indirectamente combatieran al constitucionalismo. La discusión sobre ese punto duró más de una horal, pero Carranza no cedió un instante. Cuando más tarde la Ley fue proclamada y puesta en vigor, los temores de De la Huerta quedaron justificados, pues fueron numerosas las víctimas y grande el descrédito del movimiento reivindicador.
En aquella convención, lo fundamental era escoger jefe del movimiento, y por unanimidad casi absoluta salió electo el señor Carranza al que desde entonces comenzaron a llamar primer jefe del Ejército Constitucionalista. Eso fue el 18 de abril de 1913.
Se ve pues, que la fecha que debía conmemorarse no es la del 26 de marzo, sino la del 18 de abril, como aniversario del Plan de Guadalupe, ya que fue entonces cuando tomó forma y se consideró seriamente el proyecto que habían suscrito algunos ayudantes o amigos del señor Carranza.
La verdad de las cosas es que aquel papel que hicieron circular y que se decía firmado por ellos en Guadalupe, nadie puede asegurar que fuera realmente así. Después han aparecido muchos reclamando el mérito de haber estado allí, pero no ha habido comprobación ni aclaración satisfactoria. Casi todos decían: Yo no fui, pero si supe que fueron algunos ... Lo más probable es que todos, o. casi todos, hayan firmado en Saltillo o en Monclova.
Después de la Convención y ya elegido Carranza como primer jefe del Ejército Constitucionalista y aprobado por todos el proyecto del Plan de Guadalupe, dijo Carranza:
- Muy bien; ahora nos queda a todos los aquí presentes colaborar con todo entusiasmo para el derrumbamiento de este régimen usurpador. Como acabamos de conocernos prácticamente en estos dos o tres días que hemos estado juntos, no tengo una idea exacta de la forma en que ustedes pueden colaborar mejor dentro del movimiento conmigo y ustedes me pueden hacer sugestiones para las diversas comisiones que pudieran desempeñar.
El primero en contestar a aquella indicación fue Roberto Pesqueira:
- Tengo -dijo- muy buenas conexiones en Washington y Nueva York; puedo ser útil en aquella región como representante del movimiento constitucionalista.
Fue aprobado por todos y se incluyó el nombramiento de Roberto Pesqueira dentro de los acuerdos de la convención.
El profesor Andrés García pidió la representación en El Paso como cónsul. El Lic. Juan Neftalí Amador la de encargado de asuntos internacionales como consejero. El doctor Samuel Navarro, por conocer personalmente y ser amigo de Francisco Villa, pidió llevarle su nombramiento de general aceptando desde luego el de jefe de su Estado Mayor para él mismo. De la Huerta guardaba silencio.
- ¿Y usted, señor De la Huerta? interrogó Carranza.
- Yo no quiero comisión alguna; sólo quiero disfrutar de algún privilegio del que ya le hablaré a usted después.
Carranza asintió y cuando hubieron retirádose los demás, interrogó:
- Bueno, ¿cuál es ese privilegio que usted solicita?
- La autorización para hablarle a usted siempre con la verdad, sin eufemismo, con mi franqueza costeña y fronteriza, sin que nunca tome usted a falta de respeto mi rudeza ni la expresión clara y terminante de lo que es o sea el sentir de nuestro pueblo según mi apreciación y también mis opiniones recogiendo esos sentires y esas apreciaciones del pueblo mexicano.
- Muy bien -replicó Carranza- tendrá usted ese privilegio -y le estrechó la mano cordialmente; sin embargo, De la Huerta insistió:
- Pero que no se le olvide nunca; que siempre encuentre yo buena disposición de usted para llevarle mis informes.
La noche del último día sostuvieron aún una conversación interesante:
- Quiero hacer referencia -dijo Carranza- a acontecimientos pasados para tomar ciertas providencias. Cuando Pancho Madero nombró su gabinete en Ciudad Juárez y a mí me tocó ser ministro de la Guerra, mi nombramiento causó disgusto entre algunos jefes, particularmente Pascual Orozco y Villa, y pretextando algún otro asunto, se presentaron ante el señor Madero.
El señor De la Huerta tenía ya algunas noticias de aquellos hechos.
- Es necesario -continuó Carranza- que conozca usted este episodio para que sepa qué es lo que debemos esperar en el desarrollo del movimiento. Estuvieron insolentes Orozco y Villa, pero a pesar de que el primero de ellos era el que llevaba la voz cantante, el que formulaba la protesta, la mirada de Villa se me grabó, porque traía intenciones de ir todavía más lejos de lo que pretendía Pascual Orozco. -Y al pronunciar aquellas palabras. Carranza parecía estar nuevamente bajo la mirada amenazadora de Villa-. Nos salvamos gracias a la entereza y valor de Pancho Madero, y quedaron las cosas como quien dice prendidas con alfileres, tanto así que cuando terminó el incidente y salimos con bien, le dije a Pancho: yo, que he sido contrario a esos arreglos con los delegados que vinieron de México, al ver esto, me inclinó a que firmemos cuanto antes esos convenios con los delegados del gobierno, pues si hoy nos ladran, mañana nos muerden. Y de allí vinieron los cambios de impresionés y cambios de orientación de don Pancho Madero. Recordando esto he creído conveniente tomar nuestras providencias. Villa es un gran guerrero, es un gran organizador y un gran general; estoy seguro de que muy pronto lo vamos a ver al frente de corporaciones numerosas y digo esto porque me di cuenta de su actuación atacando por el flanco las columnas orozquistas cuando el avance de Victoriano Huerta y todos los informes que tengo son en el sentido de que este es un hombre tremendo, terrible, pero como es hombre sin freno, casi un inconsciente, es sumamente peligroso y debemos estar prevenidos.
Esas eran las palabras de Carranza, pero el señor De la Huerta sentía que más que todo estaba un poco adolorido por algo que le había llegado muy hondo en el asunto aquel de la protesta de Orozco y Villa en Ciudad Juárez con motivo de su nombramiento como ministro de la Guerra.
- Por eso creo conveniente -continuaba Carranza- que tomemos nuestras medidas para preservamos de la amenaza de Villa. Esas fuerzas que voy a mandar rumbo a Tamaulipas, es con el objeto de formar una división. El coronel que le presenté esta mañana, Pablo González, es un jefe aguerrido, muy leal a mí y con mucha experiencia. Ha hecho una campaña muy brillante con los carabineros de Coahuila combatiendo al orozquismo. Ese irá a Nuevo León para organizar otra división. Aquí, en Coahuila, dejaré a Pancho Coss y a mi hermano Jesús.
Después preguntó cuáles eran las providencias que en el concepto de De la Huerta había que tomar en Sonora.
- Yo traigo -replicó De la Huerta- la representación de todos y todos son mis amigos y no puedo opinar en favor de Juan, Pedro o Francisco, pero se los voy a describir con toda imparcialidad y usted escogerá.
De la Huerta hablaba así porque entendía que lo que Carranza buscaba era escoger un buen gallo que, llegado el momento, pudiera enfrentarse con Pancho Villa.
Comenzó por hablarle de Juan Cabral haciendo notar su honorabilidad su revolucionarismo; elemento de 1910, de los primeros que se lanzaron a la lucha en Sonora; hijo de portugués y de mexicana, nacido en La Colorada, criado en Cananea; hombre muy querido, muy sensato! sin vicios y revolucionario sincero, luchando en favor de las clases populares. Incidentalmente hizo notar que hablaba muy bien inglés.
Habló enseguida del entonces coronel Benjamín G. Hill describiéndole como un hombre que también había sido partidario del movimiento maderista desde antes de la revolución; que había sido encarcelado, por cuya razón tuvo pocas acciones militares en 1910. Valiente, como lo había demostrado en dos o tres combates que había tenido ya en las postrimerías del movimiento; culto, habiéndo sido educado en Europa, en Italia, popular, fogoso y de gran magnetismo personal.
Describió después a Salvador Alvarado como hombre muy inteligente que juntamente con él se había iniciado en el estudio de los aspectos sociales de nuestra política y nuestros anhelos. Identificado con el señor De la Huerta para buscar el mejoramiento del proletariado mexicano, explicó después que había pasado a Guaymas. Se habían conocido en Potam cuando Alvarado era segundo de su padre, Timoteo Alvarado, y desde el principio de su amistad le había manifestado a De la Huerta deseos de buscar ambiente distinto al que ahí tenía. Su amigo le consiguió empleo en Guaymas y allí, frecuentemente juntos, estudiaban los diferentes'aspectos del mundo social. Alvarado era de tendencia socialista muy marcada y pronto se encariñó con la idea de ir a la lucha. Probablemente con ese propósito fue al mineral de Cananea. La influencia de su amigo De la Huerta se dejó sentir desde que éste le facilitó alguna obra sobre cuestiones sociales y le desvió su afición por la química. Alvarado tenía una obrita de Langlebert y quería encarrilar sus estudios por ese lado.
No -le dijo De la Huerta -, yo estudié a Istrati en Mexico, una obra mucho más extensa, un mejor texto y no me atrajo la química. Es mejor que nos dediquemos a estudios sociales.
Alvarado, como ya lo había explicado el señor De la Huerta, se trasladó a Cananea estableciendo allí algún negocio y allí lo alcanzó la persecución del gobierno. Cuando se sintió acosado fue a esconderse en su propia casa diciendo a su esposa que no abriera a nadie y él se fue al patio. La señora le obedecía ciegamente y cuando llegaron a llamar a la puerta los primeros esbirros en busca de Alvarado, ella no abrió, pero entonces comenzaron a gritarle: señora, somos amigos de su esposo; somos amigos de Salvador y venimos a salvarlo, y engañada por aquellas palabras y no obteniendo respuesta de su marido cuando le consultaba de lejos, abrió la puerta. Cayeron sobre ella y la sujetaron mientras buscaban a Alvarado. La impresion que recibió la señora fue tal, que perdió la razón y posteriormente fue internada en un sanatorio para dementes.
Mientras tanto Alvarado saltó la tapia y escapó por la parte trasera de la casa. Favorecido por la obscuridad emprendió el viaje rumbo a la frontera, logró cruzarla y allí se encontró con Juan Cabral, Rafael Romero y Pedro Bracamontes y los cuatro se establecieron en un pueblecito de Arizona llamado El Rey, esperando la iniciación del movimiento armado. Cuando la fecha llegó, fueron a presentarse a la Junta Revolucionaria de Nogales, de la que el señor De la Huerta formaba parte.
Todos esos antecedentes y detallados informes dio a don Venustiano el señor De la Huerta, agregando que Alvarado era revolucionario sincero, hombre muy inteligente que pese a su rudimentaria instrucción se había ido puliendo por su propio esfuerzo y sus anhelos de saber. Valeroso en la acción, como lo demostró, entre otras, en la batalla de Ojitos y otras que juntamente con Obregón sostuvieron en la columna del general Sanginés.
- Por último -continuó informando De la Huerta-, tiene usted al coronel Obregón; hombre de poca cultura que, sin embargo, suple sobradamente con una muy brillante inteligencia. Muy insinuante, locuaz, jovial y además se ha distinguido ya en las pocas acciones de guerra que ha tenido, como militar de gran porvenir. De él me dijo Sanginés: Si este muchacho se dedica a soldado, va a ser un buen militar, pero debo aclarar que no fue de 1910; él más bien fue porfirista o reyista. Lo acusan de lo uno y de lo otro, pero es un hombre que vale.
Carranza escoge a Obregón
- Pues ese que sea el jefe -repuso Carranza-. De una manera discreta y sin lastimar a los demás, procure usted decirle al gobernador Pesqueira que sea él a quien señalemos.
La actitud de Carranza mostraba claramente desde entonces, que no se inclinaba mucho por los maderistas como lo eran Cabral, Benjamin Hill y Alvarado, sino más bien por el que no lo había sido. Y eso coincide con el cargo que posteriormente y desde aquella época se le hizo de no sentir simpatía por los elementos maderistas. De la Huerta, usando de la franqueza que siempre tuvo con Carranza y que fue lo que de él solicitó, alguna vez le dijo:
- Señor Carranza, se le acusa a usted de tener pocas simpatías por los maderistas.
- Pues están equivocados ¿no lo tengo a usted aquí?
- Pero una golondrina no hace verano.
- Lo que sucede es que no quiero a aquellos que fueron la causa de la ruina de Pancho Madero -y se refirió después a algunas personas que habían sido desairadas al presentarse en Piedras Negras ante la primera jefatura.
Así fue como Obregón obtuvo esa hegemonía a la que al principio no tenía derecho, pues en el terreno militar era tan sólo una promesa y aunque como promesa era brillante, no podía comparársele con los otros posibles candidatos. Acaso Carranza, con aquella idea fija de defenderse de Villa tarde o temprano, escogió a quien intuitivamente le pareció el mejor paladín sin tomar en consideración méritos revolucionarios ni tendencias sociales.
El Decreto de Carranza de 10 de Mayo de 1913
Después de la batalla de Santa Rosa, encontrándose el señor De la Huerta en el campamento del general Alvarado, recibió la correspondencia que de Hermosillo le enviaban y, entre ella, una comunicación de la primera jefatura en la que se comprendía el decreto de 10 de mayo de 1913 relativo a la creación y establecimiento de Comisiones Mixtas de Reclamaciones.
Leído con toda atención, el señor De la Huerta encontró improcedente aquel acuerdo de la primera jefatura, se lo mostró a Alvarado exponiéndole su opinión y Alvarado estuvo de acuerdo con ella, diciendo que, en efecto, encontraba en ello una amenaza para nuestra soberanía si dos comisionados americanos vinieran a intervenir en nuestros asuntos internos para determinar los daños causados por la revolución y que le parecía conveniente que le llamara la atención al señor Carranza sobre el particular. Ese mismo era el propósito de don Adolfo que sólo esperaba tener elementos para transladarse a Coahuila, a Piedras Negras, que era donde se encontraba el señor Carranza. Alvarado le completó los dineros necesarios con doscientos cincuenta o trescientos pesos y ya con eso y sus propios fondos, emprendió el viaje primeramente a Nogales y de allí a Piedras Negras.
Al llegar a su destino, y usando de la autorización que tenía para hablar siempre con toda claridad, hizo ver a Carranza el error que en su concepto se cometía con la formación de comisiones mixtas. Y al hacerle tal apreciación, explicó que era la manera de pensar de todos los elementos sonorenses, es decir, del Estado donde Carranza pensaba llegar al salir de Coahuila acosado por las fuerzas federales.
- Tiene usted razón -replicó Carranza-. Efectivamente, es un error establecer esas comisiones, y en primera oportunidad trataremos de derogar ese decreto. Al fin y al cabo, como no hemos tenido periódico oficial, no ha sido publicado aquí. No lo he entregado a El Demócrata y se ha quedado únicamente en mi secretaría y como usted tampoco lo publicó en Sonora, en ninguno otro lugar se ha dado a la luz pública.
Y después, charlando en forma amistosa y confidencial le dijo:
- Pues le sacaremos todo el provecho que sea posible mientras llega el momento de derogarlo.
Había hecho gestiones ante Carranza el doctor Tooper, presidente del Bureau Pro Paz de Washington, un organismo semioficial con aspecto de junta independiente que existía en la capital de los Estados Unidos operando bajo esa denominación. Refiriéndose a él, Carranza dijo:
- Vino aquí y se me presentó haciéndome ver el buen deseo del Presidente Wilson para nosotros, toda vez que su antagonismo con Victoriano Huerta lo alejaba de aquel usurpador y tenía que coincidir con nosotros en nuestra protesta por los atentados contra el presidente y el vicepresidente.
También dijo que constantemente los representantes de los intereses extranjeros en México trataban de presionar su ánimo para que se inclinara en favor de Huerta y descalificara el movimiento revolucionario pues se esperaba de este formas sociales inconvenientes para las inversiones de capital y que él quería ayudar a la revolución en forma indirecta, toda vez que no procedía inmiscuirse en nuestros asuntos internos ni nosotros los habríamos aceptado y que le debíamos ayudar en esa forma, estableciendo esas comisiones mixtas para que ellos tuvieran la esperanza de que al triunfo de la revolución pudieran recuperar lo perdido a causa del movimiento armado a que teníamos que recurrir para derrocar al usurpador.
Después Carranza dijo a De la Huerta que necesitaba que se quedara algunos días cerca de él. Al día siguiente, procedente de San Antonio, llegó el doctor Tooper acompañado de una bellísima joven y fue presentado al señor De la Huerta. La dama era hija de Tooper y, para De la Huerta, era además la explicación de la inclinación de Carranza a complacer los deseos del padre.
El señor Carranza era admirador de todas las mujeres bellas e incapaz de decir no a solicitud formulada por labios tan encantadores. Además, en el caso, ella fungía como intérprete, pues hablaba unas cuantas palabras de español y aquello la hacía doblemente atractiva. Pero aun sin sus conocimientos lingüísticos, era de una belleza muy llamativa y tenía todos los encantos de una muchacha de buena sociedad.
Posteriormente contrajo matrimonio con el general Marshall, el autor del Plan Marshall en Europa. Volvió a visitar México pocos años ha en compañia de su esposo y estuvieron en Cuernavaca hospedados en la casa de Palmira. Mucho se rumoró entonces que había venido el general a tratar algunos asuntos de cooperación en la guerra o cosas por el estilo. Aun después de los años transcurridos, la hoy señora de Marshall lucía una belleza extraordinaria y una extraordinaria distinción.
Volviendo al decreto, éste, como Carranza había dicho a De la Huerta, quedó en su secretaría y nunca estuvo en vigor porque posteriormente fue derogado pero solamente para aquellos para los cuales pudo haber estado en vigor.
Sin embargo, cuando años después (1917 ó 1918) el general Cándido Aguilar formó aquel cuaderno o libro con todos los decretos y resoluciones del señor Carranza en asuntos internacionales, ignorando estos antecedentes, lo incluyó entre los decretos dados por la primera jefatura y así puede verse en esa obra que lleva por título La Gestión Internacional del señor Carranza o algo por el estilo. También Juan Barragán hace alusión a ese mismo decreto como si hubiera estado vigente, en su libro El Ejército Constitucionalista; pero es evidente su no-vigencia, pues al triunfo del señor Carranza subsistió la Comisión Nacional de Reclamaciones establecida en la época del señor Madero y no se formaron nunca las Comisiones Mixtas de Reclamaciones. Sin embargo Pani se valió de tal decreto para convencer a Obregón de que él (Pani) tenía razón y De la Huerta estaba equivocado al oponerse a la formación de tal clase de comisiones mixtas.
- Si el señor Carranza, que era tan escrupuloso en el campo internacional -argumentaba Pani- aceptó esta forma ¿por qué nosotros no la vamos a aceptar ahora que la necesitamos para el reconocimiento?
Y Obregón, ignorando lo que se ha referido, aceptó el argumento.
Y aquí citamos nuevamente en forma textual las palabras de don Adolfo de la Huerta:
Y no habiéndome comunicado esa razón que tenía para inclinarse a la opinión de Pani, cayó en el error de seguir sus sugestiones. Pani, de hecho estaba actuando como agente de los Estados Unidos para bienquistarse con ese país. Los documentos relativos han sido publicados por la revista Impacto. Algunos boletines se tomaron de las publicaciones del Departamento de Estado americano y al principio se creyó que tales documentos procedían de mis archivos, pero posteriormente, cuando a mi también me atacaron feroz y calumniosamente, ya separaron mi nombre de esas acusaciones a Obregón y Pani.
Tan le preocupaba al señor Carranza el error cometido, que cuando se transladó desde Coahuila, en aquella penosa peregrinación que hizo hasta Sinaloa, pasando por Chihuahua y en ei camino asistiendo al ataque de Torreón, en donde fueron derrotados los Arrieta con él a la cabeza, llegó a El Fuerte; allí esperaban don Adolfo de la Huerta, Alvaro Obregón y Alfredo Breceda y al ver al primero de ellos, le dijo abrazándole: Ahora que lleguemos a su tierra derogamos el decreto aquél. Efectivamente, cuando llegaron a Hermosillo le dijo:
- Volviendo al asunto de las comisiones mixtas, creo que, como el decreto no se publicó, pues no procede levantar polvareda haciendo rectificaciones; no es conveniente. Como esto fue únicamente para los Estados Unidos, si nosotros lo nulificamos ante ellos es suficiente. ¿No le parece?.
- Me parece muy bien -repuso De la Huerta.
- Aquí ustedes han tomado a Mr. Weeks (el corresponsal de la prensa americana que siempre andaba cerca de la primera jefatura) como agente del Departamento de Estado que, con el carácter de periodista, viene a inquirir lo que pasa entre nosotros. Pues con decírselo a él, él lo transmitirá a la Casa Blanca y allá tomarán nota.
Y así se hizo. Mr. Weeks recibió la información directa del señor Carranza en el sentido de que fue derogado el decreto aquel y la transmitió a Washington. Inmediatamente Washington se alarmó y nombró un delegado, el Dr. Willlam Bayard Hale, que se presentó pidiéndo una audiencia con el señor Carranza en Nogales, y allí, en la aduana, se verificaron las pláticas. Carranza quiso que el señor De la Huerta estuviera presente. Ignacio Bonillas (posteriormente candidato a la presidencia) fungió como intérprete. También pidió Carranza la presencia del Lic. Francisco Escudero, encargado, entonces, de la Secretaría de Relaciones y Hacienda.
El delegado americano trató de mil asuntos sin mayor importancia pero a la postre quiso llevar la discusión a la cuestión de las comisiones mixtas y al decreto derogado. Carranza no le permitió hablar mucho sobre el tema. En forma bastante severa le marcó el alto y puso fin a aquella conferencia. Así terminaron las cosas, quedándose en cartera, en los archivos de la Secretaría General de dQn Venustiano la copia que, como ya se ha dicho, sirvió para que equivocadamente, los que vinieron después, la incluyeran para señalar la política internacional del señor Carranza, cuando, de hecho, subsistió la Comisión Nacional de Reclamaciones y nunca Comisiones Mixtas.
Don Adolfo de la Huerta y la tribu Yaqui
Como se ha referido en capítulos anteriores, el señor De la Huerta tuvo siempre buenas relaciones con los indios yaquis, pues heredó el afecto que éstos tuvieron por su padre y por su abuelo y además, él, personalmente, siempre los defendió y ayudó en lo que pudo.
Cuando ocupó provisionalmente la gubernatura del Estado de Sonora, en mayo de 1916, encontró oportunidad de pacificar nuevamente a los yaquis.
Vivía entonces el gobernador De la Huerta en una casa de dos pisos frente a la cervecería de Sonora. Su recámara quedaba en el piso alto. Una mañana llamaron a la puerta; la sirvienta bajó a ver de quién se trataba y subió toda azorada diciendo que un indio alzado estaba allí.
Para los sonorenses del sur eran muy conocidos los alzados en armas: pelo largo, sus tres cananas siempre repletas de parque; sus huaraches y su tipo recio y fuerte; cara de hombre de acero. Aquellas eran sus características.
Don Adolfo ordenó que le dejaran pasar.
- Pero si es alzado, señor -protestó la sirvienta.
- Mejor; pásalo a mi despacho.
Se levantó, se puso una bata y dijo a su visitante que tan pronto como se diera un baño, volvería a atenderlo. El indio pidió un vaso de agua que le fue servido. El gobernador tomó su baño y volvió.
Venía como emisario de la tribu, dijo el indio; se llamaba José Crispín, y continuó:
- No encontré ningún rondín por las calles; estás mal cuidado aquí. Y luego, no tienes escolta.
- No; ¿para qué escolta?
- Pues qué, ¿no eres el gobernador?
- Si, si lo soy; pero no le hago mal a nadie.
- Pero también a los que no hacen les hacen. Eramos tres los que veníamos: uno de parte del Matus, otro de parte del Mori y otro de Luis Espinosa, pero nos dijo un carrero que Calles estaba matando a los indios y los otros dijeron: No; pues entonces nos devolvemos, Yo les dije que debíamos de verte a tí, pero ellos dijeron que Calles es el que tiene las fuerzas y tuvieron temor. Yo le dije: no; yo voy a ver a Adolfo de cualquier manera. Bueno, pues si tú vas, dijeron, entregas el arma, porque ya que te vas a perder tu, que no se pierda el arma; y me costó trabajo que no me quitaran ni el arma ni el cuchillo.
- ¡Qué bien hiciste en venir! ¿Y cómo supieron que había yo llegado?
- Lo leímos en La Gaceta. De vez en cuando cae algún número del periódico y entonces lo leemos; y el que recogimos allí en las Guásimas a unos que caminaban en guayín, traía la noticia de tu llegada. ¿Te acuerdas de mi?
Don Adolfo no le recordaba, pero por cortesía le dijo que sí.
- ¿Te acuerdas cuando el ataque de Ortiz y después cuando bajamos a recibir a los señores que vinieron de México? Pues aquí me tienes para hacer la paz contigo; pero que no vaya a creer el gobierno que nos rendimos; nosotros no nos rendimos nunca, siempre estamos listos para pelear y no nos vamos a acabar, porque al venado lo persigue el yaqui,lo persigue el yori, lo persigue el gringo y no se acaba ... y no tiene armas. Y a nosotros no nos persigue más que el yori; porque el gringo no nos persigue; allá tenemos nuestros parientes, del otro lado, y no nos hacen nada. Así es que no nos acabamos. Vamos a hacer la santa paz porque te tenemos confianza y queremos que sea el gobierno eso. (Hacía una distinción muy clara entre Adolfo de la Huerta y el gobierno).
- No tengas cuidado; está bien; nadie va a creer que por miedo; todos reconocen la hombría de ustedes, su decisión para la lucha, una lucha justa.
- ¿No me das un vestido como ese que te acabas de poner? preguntó el indio al ver vestirse a don Adolfo. Este ordenó que le trajeran otro de su guardarropa y siendo más o menos de su cuerpo,le quedó justo.
- Pero antes -dijo don Adolfo- te me bañas. Mira, te vas allí al baño, como yo me bañé tú te vas a bañar y luego vas a que te corten el pelo. El indio, entró al agua provisto de su jabón y salió muy contento del baño.
- Aquí tienes estas oficinas que son mías y son tuyas -dijo el gobernador.
El indio se sentó a un escritorio, pidió lápiz y escribió muchas cartas. Sabía escribir, por eso era el secretario del Matus. Mandó sus cartas. Más tarde se recibió aviso de los indios que bajarían hasta determinado lugar y que querían ver allá a su amigo De la Huerta.
Don Adolfo aceptó la invitación y a su paso por Guaymas, cuando llegó a saludar a sus familiares, tanto ellos como todos los amigos trataron de disuadirlo, pues sabían que iba sin escolta a encontrarse con los yaquis alzados. Todos opinaban que era una locura, pero él les aseguró que no corría ningún peligro pues tenía entera confianza en la buena fe y amistad de los yaquis. Hasta los miembros de la Cámara de Comercio fueron a la estación a tratar de disuadirlo, pero por supuesto no lo consiguieron. Hizo el viaje, se encontró con ellos, estuvo toda la tarde y toda la noche, el siguiente día también estuvo con ellos y ya tarde regresó a Guaymas para probar a sus amigos que él tenía razón y que ellos habían desconfiado sin motivo de la buena fe de los yaquis.
Don Adolfo se fue a Hermosillo y allá fueron los indios a pagarle la visita con gran desazón de todos los guaymenses cuando los indios pasaron por Guaymas y de los hermosillenses cuando vieron que llegaban a ocupar los cuarteles que habían sido de los federales y un salón del Ayuntamiento, donde fueron alojados quedando muy bien instalados.
En esos días el gobernador tuvo que hacer una visita a Ures y llevó consigo a los tres jefes: Matus, Mari y Espinosa. Volvieron después a Hermosillo y estuvieron en completa paz.
El señor De la Huerta comunicó a don Venustiano las bases sobre las cuales había hecho la paz con los yaquis y fueron totalmente aprobadas por el jefe, con lo cual los indios siguieron en completa paz.
Por lo que hace a la restitución de tierras, de las que eran legítimos propietarios los indios, se prometió a los que aparecían como tales se les pagaría el valor de los terrenos una vez que se hiciera el peritaje y avalúo para determinar el valor real de las propiedades. Los aparentes propietarios no recurrieron en aquella época ante el gobernador, porque, siendo éste interino o provisional, consideraron que era mejor esperar el nombramiento de uno constitucional que quizá fuera de tendencia diversa. Tres años después, el señor De la Huerta volvió a ocupar la gubernatura del Estado, esta vez por elección popular e hizo la segunda pacificación, que no fue sino continuación de la primera y fue la que verdaderamente cimentó los lazos de amistad entre la tribu y don Adolfo y les hizo tener más confianza en él puesto que le trataron más que antes.
Debe hacerse notar que antes de que don Adolfo ocupara la gubernatura interina de Sonora, él era el único que se inclinaba a hacer arreglos para pacificar a la tribu yaqui, pues tanto Obregón como Calles, Dieguez y la casi totalidad de los elementos militares, eran partidarios de que siguiera la campaña hasta el total exterminio de la raza yaqui.
Las aspiraciones presidenciales de Obregón
Siendo don Adolfo de la Huerta gobernador provisional del Estado de Sonora, y Gilberto Valenzuela su secretario de gobierno, el señor Carranza le mandó llamar a Querétaro, en diciembre de 1916 para hacerle un encargo de gran trascendencia que formuló más o menos en los siguientes términos:
- He tenido que apechugar con la responsabilidad de los desmanes y tropelías cometidos por los jefes revolucionarios fuera de mi control. Tengo una gran responsabilidad ante la historia a consecuencia de ello; y puesto que he estado a las duras creo que tengo derecho a estar a las maduras. Terminado el congreso constituyente se organizará un gobierno de observancia legal y considero que yo debo figurar a la cabeza del mismo para demostrar al mundo que soy hombre de orden y de gobierno y no la figura que han pintado mis enemigos, que sólo me juzgan a través de los errores de algunos de mis jefes militares.
Aquella exposición del señor Carranza obedecía al hecho de que tanto el general Obregón como Pablo González habían iniciado sus trabajos preparatorios para lanzar sus r9spectivas candidaturas a la presidencia de la República. Y aunque el primero contaba con una más brillante ejecutoria militar, el segundo también tenía prestigio por ser un buen organizador. En resumen, los dos tenían posibilidades de lograr un triunfo en los comicios ya que el prestigio del señor Carranza, como él mismo lo reconocía, había sufrido perjuicio por su falta de control sobre ciertos jefes militares.
Don Adolfo convino en que las aspiraciones del señor Carranza eran muy justificadas y éste, entonces, le suplicó que convenciera primero al Gral. Obregón para que renunciara a sus aspiraciones presidenciales, haciéndole ver que aún era joven, que tenía mucho tiempo por delante para adquirir una preparación que no fuera exclusivamente en el campo militar y finalmente que el período presidencial de que se trataba, era incompleto.
Obregón y De la Huerta platicaron por espacio de cuatro horas en la alameda de Querétaro y el segundo de ellos logró, no sin grandes esfuerzos, convencer al primero de que renunciara temporalmente a sus aspiraciones a la presidencia de la República. Logrado aquello, acudió a comunicar al señor Carranza el resultado de su gestión. Le encontró visiblemente inquieto por la larga espera y cuando conoció el resultado de la entrevista, sin enterarse de la resistencia que Obregón había opuesto, pues el señor De la Huerta no juzgó necesario hablar de ella, don Venustiano se mostró muy complacido.
Al día siguiente, acudiendo al llamado del señor Carranza, Don Adolfo le encontró charlando amigablemente con el general Obregón. El señor Carranza le informó, entonces, que el general Obregón había resuelto retirarse a la vida privada en Sonora y dedicarse a la reorganización de sus negocios. Pero para su completa tranquilidad, el general deseaba que la persona que sucediera al señor De la Huerta en el gobierno de Sonora, fuera de su absoluta confianza.
Dos eran los candidatos y la lucha era enconada: el general Plutarco Elías Calles y el general José J. Obregón, hermano de Alvaro.
- Los dos son personas de absoluta confianza para el general Obregón -dijo el señor De la Huerta.
- Calles no es amigo del General Obregón -replicó Carranza; y como don Adolfo insistiera en que sí lo era, don Venustiano dijo:
- No debe usted olvidar lo de Naco.
El señor De la Huerta protestó asegurando que el general Calles no había tenido conexión alguna con aquel incidente, pero el primer jefe replicó:
- Sí estuvo involucrado en la conjura -y miró al general Obregón que, sin contestar palabra, hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza.
La insistencia de De la Huerta en defensa de Calles no tuvo éxito alguno.
Aquella transparente insinuación en el sentido de que determinada persona ocupara la gubernatura del Estado de Sonora, aunque hecha en forma discreta e indirecta, no encontró eco en el señor De la Huerta cuya firmeza de convicciones respecto a la verdadera democracia nunca flaqueó.
Por lo demás, el asunto aparecía bien claro. Obregón acababa de renunciar a sus aspiraciones presidenciales atendiendo una solicitud del primer jefe y éste, naturalmente, se sentía obligado a pagarle el favor. Por lo tanto, con una indicación al gobernador provisional, para que favoreciera al hermano del general Obregón, el asunto quedaría listo. Así pensaba, sin duda, don Venustiano, pero se olvidaba de que don Adolfo De la Huerta sostuvo siempre la efectividad del sufragio popular, no como un recurso político para lograr tal o cual finalidad, sino como un credo firme y perdurable en lo más íntimo de su convicción democrática. Su respuesta, más o menos fue esta:
- De cualquier manera, el pueblo decidirá en las elecciones que yo presido, quién debe ocupar la gubernatura.
Y tanto Carranza como Obregón deben haber creído que se trataba de una frase sin importancia, dicha sólo para guardar las apariencias y que, llegado el momento, De la Huerta favorecería al candidato que se le había sugerido. No fue así, por supuesto.
Obregón renunció a la Secretaría de Guerra el 1° de mayo de 1917 y volvió a Sonora al acercarse la fecha en que el congreso local debía hacer la declaratoria, esperando que ésta fuera favorable a su hermano.
En camino a Sonora y desde Culiacán, telegrafió al gobernador provisional encargándole que le consiguiera alojamiento. El señor De la Huerta, buscó y obtuvo la casa que le pareció más apropiada dadas las condiciones de la ciudad, la época de calores y la cercanía al Palacio de Gobierno.
Don Adolfo y el pueblo, invitados por los amigos de Obregón fueron a recibirlo a la estación, pidiéndole que hiciera el recorrido de la misma a su domicilio a pie. Obregón, que ya estaba enterado de la declaratoria del congreso en favor del general Calles, desahogó su mal humor criticando la casa elegida por el señor De la Huerta, burlándose de los muebles que le parecieron viejos y feos y finalmente diciendo a Ramón Ross que le acompañaba: ¡Vámonos al hotel!
Después de aquel injustificado desaire al gObernador y tras de pasar unos días en el hotel, se fue a vivir a la casa de su suegra y allí se dedicó a dictar los originales de su libro Ocho mil kilómetros en campaña con la ayuda de su secretario Manuel Vargas.
Es de notarse que en dicha obra, lejos de reconocer la influencia decisiva que en su vida política tuvo la amistad del señor De la Huerta, casi no lo menciona.
Índice de Memorias de Don Adolfo de la Huerta de Roberto Guzmán Esparza | Segunda parte del CAPÏTULO PRIMERO | Segunda parte del CAPÍTULO SEGUNDO | Biblioteca Virtual Antorcha |
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