Índice de Memorias de Don Adolfo de la Huerta de Roberto Guzmán Esparza | Segunda parte del CAPÏTULO SEGUNDO | Primera parte del CAPÍTULO TERCERO | Biblioteca Virtual Antorcha |
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MEMORIAS DE ADOLFO DE LA HUERTA
CAPÍTULO SEGUNDO
(Tercera parte)
SUMARIO
- El Kibbi Cochi y sus intentos de venganza.
- El primer intento.
- Nueva intentona de asesinato.
- La lámpara salvadora.
- Tomasito Espinoza, un tipo singular.
- El general Miguel Samaniego.
- El hombre del alfanje y su trágico fin.
- La actitud de Carranza hacia De la Huerta.
El Kibby Cochi y sus intentos de venganza.
Estan aquí -me decía Corella-, los deudos de los muertos que hizo durante el gobierno porfirista un americano que se apellida Kibby. Creo que le llaman el Kibby Cochi. Rico americano que llegó pobre a Sonora y se levantó en contubernio con el gobierno de Díaz y de los Estados y había sido señalado como directamente responsable en la muerte de varias personas. Los deudos de las víctimas, aun después del triunfo de la revolución, habían buscado en vano quien les hiciera justicia, quien les oyera, quien diera entrada a sus acusaciones y reclamaciones.
Todo eso me platicó Corella y yo había oído ya algo sobre el particular, pero no conocía detalles.
Muy bien -le dije-, pues diles a esos señores que ahora sí tendrán garantías; que yo no le tengo miedo a ese bicho.
Decían que era implacable; que así había matado a tantos y que con el dinero que ahora tenía, era aún más temible. Era el dueño de la Alamo Cattle Company.
Vista mi resolución, Corella me trajo a cinco individuos que se identificaron como descendientes de aquellos muertos por el Kibby porque habían sido desafectos al gobierno. El matarife norteamericano era el instrumento de que se valían las autoridadds porfiristas en Sonora, para quitar de en medio a los inquietos y enemigos del régimen.
El juez, que si mal no recuerdo, se apellidaba Toledo, recibió las declaraciones de aquellas personas y valientemente les dio entrada. Ya se había corrido la voz por todo Nogales de que yo había prometido que durante mi administración habría toda clase de garantías para que se hiciera justicia.
Llegué a Hermosillo y al segundo día se me presenta Mr. Kibby. Era de buena presencia; no denunciaba su aspecto los bajos sentimientos que albergaba, lo criminal que había sido. Estaba casado con una hija del coronel Mix que, más tarde, se divorció de él porque, siendo una dama honorable por todos conceptos, descubrió todos los crímenes de que su esposo era responsable.
Pidió audiencia Mr. Kibby y yo se la concedí. Lo traté con toda corrección, él también muy circunspecto y cortés.
- Señor gobernador -dijo -, vengo a presentar a usted una queja (en muy claro español). Me han informado que el juez de Nogales ha dado entrada con autorización de usted a algunas acusaciones que mis enemigos me lanzan a través de escritos dizque de petición de justicia.
- Sí; ya tenía noticias y ese es mi criterio. Por eso no debe usted protestar, al contrario. Usted sabe que públicamente se le atribuyen grandes responsabilidades en la muerte y la desaparición de varias personas en los distritos de Altar y Magdalena.
- Pero eso no es cierto.
- Pues precisamente, ahora podrá usted probar su inocencia y ya no estará en entredicho ante los habitantes de Sonora y aun muchos de Arizona que lo ven con cierta desconfianza porque hasta la fecha no se ha aclarado nada. Esta es una magnífica oportunidad para usted.
- No; es que por sobre esa consideración está la otra: que mis negocios van a sufrir grandemente. Mi crédito se afecta y naturalmente esas acusaciones van a significar pérdidas muy grandes para mi negocio; y yo estoy dispuesto a perder cien mil dólares antes de que sean mayores las pérdidas. (No recuerdo bien si la oferta fue en pesos o en dólares).
- ¿Qué quiere usted decir con eso?
- Bueno ... que ... yo se los puedo entregar a usted para las obras de beneficencia que usted quiera; eso lo resolverá usted, pero yo los pongo en sus manos.
- Ya con esa proposición de usted -exclamé airado-, sé la clase de pícaro y de bandido que es. Ya me doy cuenta que con ese dinero quiere usted cubrir sus crímenes y el esclarecimiento de ellos, al que teme. ¡Largo de aquí inmediatamente!
Lo hice salir, y ya en la puerta me dijo:
- Ya veremos de cuál cuero salen más correas.
Y se largó.
Era muy aficionado a los dichos mexicanos, haciendo siempre alarde de que dominaba nuestro idioma.
El Primer intento
Algún tiempo después, ya en pleno desarrollo de mis labores como gobernador provisional, llegó la candidata a vicegobernadora de California, Helen Williams, acompañada de seis periodistas. El día anterior había llegado el mundialmente famoso Upton Sinclair y todos ellos venían a darse cuenta de la labor social que estaba yo desarrollando en Sonora.
Diariamente iba yo al hospital a inspeccionar los trabajos que estaba llevando a cabo el administrador, que era un antiguo soldado de Angel Flores: Alfredo I. Campos y a quien, por recomendación de aquel jefe, tenía yo a mi lado. Diariamente me esperaba él trabajando allí en el hospital y era frecuente que le encontrara limpiando los cristales con algún saco de empaque.
En aquella ocasión no llegué a la hora acostumbrada por estar atendiendo a Helen Williams y a los periodistas norteamericanos. Llamaron mucho la atención mis decretos laboristas de aquella época; la fundación de la Cámara Obrera, los Reglamentos del Trabajo y otras de la misma tendencia.
Mientras yo llegaba, Alfredo I. Campos, que me tenía grande afecto, vio un individuo sospechoso. El siempre me recomendaba que no caminara enteramente solo por las calles ni anduviera dando vueltas en la plaza por las noches. Todavía quedan muchos residuos de grupos antagónicos - me decía- y cualquier día le dan a usted un golpe. Yo le agradecía su interés, pero no hacía caso de la advertencia.
Aquella ocasión, como dije, noté la presencia de un tipo sospechoso estacionado en el jardín de enfrente. Se hallaba recargado sobre un árbol y volvía continuamente la cabeza en la dirección en que debería yo llegar. Campos se le acercó y le interpeló:
- ¿Qué hace usted aquí?
- No le importa.
- Pues si no tiene asunto aquí, hágame el favor de marcharse.
El desconocido no hizo caso, Campos insistió, tuvieron un altercado y Campos quiso cogerlo del brazo, pero el otro sacó un cuchillo y se le echó encima. Con el saco de empaque que había utilizado para limpiar los cristales, Campos se defendió arrojándolo a la cara de su agresor y huyó hacia la entrada del hospital, que estaba guardada por dos chamacos.
En los cuerpos de la Revolución, los batallones, siempre había algunos chiquillos de catorce o quince años y esos los dedicaban a cuidar hospitales y la Cruz Roja. Varios de esos chiquillos estaban encargados de la vigilancia del hospital; dos de ellos como centinelas a la entrada.
Campos, que había tenido el grado de teniente coronel, les ordenó irse sobre aquel individuo que se alejaba caminando rumbo a la esquina opuesta. Entonces los juveniles guardias comenzaron a gritarle que se detuviera, pero aquél, al llegar a la esquina sacó un revólver e hizo fuego contra ellos. No hizo blanco. En cambio, cuando asomó la cabeza por segunda vez, uno de los muchachos le tendió el rifle y le puso una bala en medio de la frente, matándole instantáneamente. Lo registraron y encontraron en su bolsillo un papel que decía: Al cumplir su compromiso se le darán los tres mil dólares restantes. Firmaba un tal Lion, pero después se averiguó que era el mismo Kibby quien lo había mandado. Había conseguido que se lo entregaran de la cárcel de Phoenix y lo había armado y aleccionado. Y más aclarado quedó el asunto porque al caer muerto aquel individuo vino una mujer a inclinarse llorando sobre el cadáver. La detuvieron los policías que habían acudido y ésta confesó que le habían pagado al individuo aquel unas personas cuyos nombres no conocía, pero las señas que daba coincidían con las del Kibby.
Naturalmente, yo supliqué a todas las autoridades que conocieron del asunto que guardaran el secreto, pues siempre hay cierto demérito de popularidad en la personalidad del funcionario que es objeto de un atentado. Se cree que ello responde a un estado de oposición que viene a cristalizar en un individuo. Aquello, por supuesto, era cosa distinta; era del otro lado, pero era difícil de comprobar y se le echó tierra al asunto.
Nueva intentona de asesinato
No cejó en su propósito el Kibby por aquel fracaso. Tenía fama de ser hombre que no perdonaba y al parecer estaba dispuesto a demostrármelo.
Su segundo intento fue así: Ramón P. de Negri, que en aquellos días era cónsul de México en San Francisco, Cal., me puso un telegrama diciéndome que, llamado por el señor Carranza, iba a México y que si algo se me ofrecía me llegara yo hasta Nogales para encontrarlo a su paso y hacerle los encárgos que necesitara. Le contesté de acuerdo; él me dio la fecha y se corrió la voz de que iba yo a trasladarme a la frontera. Yo nunca hacía viajes secretos; todo el mundo sabía adonde iba y en qué fecha. Me embarqué pues, el día convenido para ir a encontrar a mi viejo y estimado amigo, pues tenía algunos encargos que hacerle; alguna documentación que enviar al señor Carranza; entre otras cosas, unos informes minuciosos y realmente curiosos de un inglés referente a Huépac. Eran estudios que bien podían aprovecharse.
Pero al llegar cerca de la estación Pesqueira, donde había un puente enhuacalado, nos encontramos que tal puente había sido arrastrado por las aguas. Sin embargo, no había llovido, de manera que aquello resultaba casi inexplicable y así se lo pareció al conductor y ferrocarrileros en particular.
Pregunté cuánto tiempo tardarían en reparar aquello y me dijeron que de catorce a quince horas; pensé que era mucho tiempo para perderlo allí y pedí que me regresaran a Hermosillo, lo que se hizo con la máquina y el cabús. Ya en Hermosillo telegrafié a De Negri instruyéndole que se llegara hasta allá en vista de que yo no había podido llegar al lugar de la cita. Aquel puente, mrsteriosamente caído, fue mi salvación.
Cuando la amenaza de ruptura con los Estados Unidos con motivo de la Punitiva, la situación tomó en Sonora aspectos muy serios y muchos se dieron de alta considerando la guerra inminente; de ellos buen número era del distrito de Altar y del de Magdalena. Estos quedaron incorporados a los cuerpos militares que había, aportando sus propias cabalgaduras, monturas y armas, la mayor parte de ellas 30 30.
Aquellos voluntarios, pasado el momento de peligro de guerra, tenían ya tiempo de estar gestionando su baja, pero de México no se las concedían y, desesperados, dieciséis de ellos, del distrito de Altar, resolvieron desertarse y emprenderla para su tierra sin avisar. Así lo hicieron y salieron rumbo a Santa Ana y al pasar por las cercanías se encontraron con ocho individuos que estaban apostados, esperando el paso del tren que debió conducirme. Yo viajaba siempre sin escolta, sin guardias; cuando mucho algún amigo a quien invitaba. Y esos ocho individuos (contratados por el mismo Kibby, como se comprobó más tarde por uno de ellos que quedó herido), estaban esperándome.
Habían colocado una bomba en uno de los rieles, que después se quitó cuando uno de los heridos confesó su existencia y señaló su posición. Pero aquellos ocho, que se encontraban ahí agazapados, al ver a los dieciséis que montados y armados se acercaban, creyeron que habían sido descubiertos y que esa partida venía en su contra y abrieron fuego. Naturalmente los otros contestaron y se trabó un tiroteo en el que resultaron muertos tres de los ocho y quedó uno herido, que fue por el que supieron de la bomba y su colocación. Los otros huyeron, pasando al otro lado de la frontera.
Ese fue el segundo intento del Kibby.
Todo esto ocurrió en el período preconstitucional, durante mi interinato, pero cuando emprendí la gira como candidato constitucional, me ocurrieron cosas más extraordinarias aún.
La lámpara salvadora
Aproximadamente en febrero o marzo de 1919 me transladé a Nacozari, donde los obreros ya me habían advertido que debería considerarme en territorio enemigo, pues como los capitalistas de Cananea no querían que yo llegara al gobierno en vista de las leyes progresistas que había dictado durante mi interinato, estaban dispuestos a estorbarme todo lo que pudieran.
Las empresas mineras veían pues con malos ojos mi candidatura y la de Cananea cerró la negociación, probablemente para cegar aquella fuente de propaganda que había en mi favor entre todos los trabajadores. Quizá pensaron que si contaban con elementos económicos podían servirme y que quitándoles el trabajo suprimirían su apoyo en mi favor. Resultó todo lo contrario, porque ya sin trabajo en Cananea, los obreros se desparramaron por todo el Estado y en todas partes me encontraba yo partidarios de aquel mineral que andaban en gira de propaganda en carretas y carretones por todos los caminos; y en todas partes los recibían bien y les proporcionaban alimentos. Eran por centenares los propagandistas trabajadores de Cananea; seis u ocho mil que quedaron libres para llevar a cabo aquella propaganda cuando la compañía cerró sus puertas y los dejó sin trabajo. De manera que la maniobra les resultó contraproducente.
Nacozari no cerró, pero sí públicamente decía la empresa a sus amigos que no debían votar por mí porque probablemente ellos cerrarían la negociación y ya no tendrían trabajo.
Hablé en Nacozari primeramente. Tomaron notas los taquígrafos de las compañías y, naturalmente, al leer mis discursos a los empresarios y directores, deben haber manifestado su reprobación.
Hay que hacer constar este dato curioso: fui a pedir un cuarto de hotel que era propiedad de la compañía minera y me lo negaron; pero una señorita profesora americana que estaba allí, me dijo: señor De la Huerta, acabo de oir lo incorrecto que son con usted los de la negociación. Tiene usted mi cuarto a sus órdenes; yo me voy con una amiga. Le di las gracias y por darle en la cabeza a la compañía lo utilicé sólo para asearme y darme un baño. Bajé luego a desayunar; me sirvieron de mal modo y allí encontré en copas, después de una parranda de toda la noche, a Rafael Gavilondo; millonario del norte; buen amigo en lo personal, quien me dijo:
- No, hombre, si aquí no te queremos. Tus teorías no van de acuerdo con el progreso del Estado, son disolventes. Y realmente lo sentimos por tratarse de ti que vienes tomando esas tendencias. Toda la gente bien de Sonora está en contra de esas ideas.
- Sí -le respondí-, es natural. Los hombres de dinero, los hombres que han estado gozando de privilegios, tienen que ver como una amenaza la política que yo inicié en mi pasada actuación y que temen que hoy vuelva a continuar, como efectivamente lo haré.
- Si; ya leí tu programa de gobierno que es tremendo. Parece que vienes todavía más afilado.
Todo aquello dicho en medio del atarantamiento de la cruda.
Bueno, ... hasta eso -continuó- que todos reconocemos que eres hombre honrado, que eres hombre sincero, que eres un hombre de bien y por eso te queremos personalmente y te tememos como autoridad. Y mira: dentro de ese cariño que como amigo te tengo, va este regalo.
Y me ofreció una lámpara eléctrica de mano, de esas niqueladas y largas como de un pie con tres elementos y tres bulbos.
Te la doy -me dijo- para que te salve la vida.
- ¿Y por qué se te ocurre eso? -pregunté.
- Ya verás ... -Y no dijo más pues ya las copas que se había tomado para curarse la cruda le hacían efecto.
Yo no hice caso de aquella vaga predicción; consideré que eran puntadas de borracho, pero de todos modos agradecí el obsequio y encargué a alguno de mis acompañantes que me lo guardara.
La emprendimos para Pilares de Nacozari, que está cercano. Para ir de Pilares a Nacozari puede usarse una carretilla de cable, una especie de funicular primitivo en el cual una ruptura sería sin duda mortal.
Cuando yo me dirigía a aquella carretilla, me dijeron mis acompañantes que era mucho arriesgar pues creían que alguna maniobra se había llevado a cabo en los cables, algo se había visto o sabido y no debíamos utilizar tal medio de transporte. Me sugerían que diéramos un largo rodeo. Yo pregunté si no había otro camino más corto y se me informó que solamente el del túnel. Se trataba de un túnel horadado especialmente para dar paso a las vagonetas que, cargadas de mineral, eran remolcadas por una pequeña locomotora. Pero el túnel es tan estrecho que apenas libran los bordes de las vagonetas y cuando éstas van cargadas de metal, el espacio libre es aún menor. No dejan sitio para que una persona pueda escapar de ser aplastada. Se decía que alguna vez un hombre se libró de ser muerto arrojándose al suelo y casi sumergiéndose en un charco de agua, en cuya posición apenas pudo conseguir que el convoy pasara rozándole. Y el túnel tenía aproximadamente unos cuatro kilómetros de extensión. Escogí aquel camino; íbamos Mario Hernández, Luis Montes de Oca, Pedro Rodríguez Sotomayor, Alfonso Leyva, Benito Peraza y un obrero de Cananea de apellido García.
Había terminado de pronunciar mi discurso que fue tomado por los taquígrafos. Dos había pronunciado: uno en el Centro Obrero y el otro en la plaza para el público en general. Habían sido bravos, atrevidos y los habían estado transmitiendo por teléfono a la compañia.
Cuando después de terminado el mitin resolví utilizar el camino del túnel, dije a Pedro Rodríguez Sotomayor, que era profesor:
- Oiga, Pedrito: hágame favor de ir allá, donde están despachando los trenes, para decirles que no vayan a mandar ninguno porque vamos a pasar caminando por el túnel.
Fue, regresó y me dijo que había cumplido con el encargo. Y así ya nos fuimos tranquilamente por el túnel.
Pero cuando íbamos como a las dos terceras partes, vimos que la boca hacia donde nos dirigíamos, ¡se tapaba!
Era un tren cargado de metal que nos habían echado y, para colmo de desgracia, no venía con la máquina a la cabeza del convoy, sino que las vagonetas cargadas de mineral venían por delante.
Tratamos de advertir al personal del tren por medio de gritos, pero parecía que la voz no corría y comprendíamos que era casi imposible que el maquinista allá al final, pudiera oir nuestros gritos distantes por sobre el ruido del convoy.
En la obscuridad sentíamos que el tren se nos acercaba cada vez más y que nos aplastaría antes de que nadie se diera cuenta de ello. Entonces, providencialmente, me acordé de la lámpara eléctrica que me había regalado Gavilondo, que traía aquel obrero García. Le grité:
- ¡García! ¡García! ¡La lámpara! ¡Encienda la lámpara!
García encendió la lámpara y a poco sentimos que el tren disminuía su marcha. Un garrotero que venía en la vagoneta del frente y se comunicaba mediante tirones a una cuerda que llegaba hasta la máquina, había visto la luz e indicado al maquinista que había que detener el convoy.
Después y, en la imposibilidad de explicar al maquinista la situación, nos prendimos como pudimos de las vagonetas cargadas de metal, con riesgo de caer y ser aplastados y en esa forma fuimos devueltos a la entrada del túnel, pues el maquinista siguió su recorrido normal.
Cuando salimos a la luz del día y aquel maquinista se dio cuenta de la gravedad de lo sucedido, casi quería pegarme de indignación. Resultó ser uno de mis entusiastas partidarios y la idea de que estuvo a punto de causar nuestra muerte le trastornaba.
El mismo atribulado maquinista nos arregló ya un pequeño convoy y en él cruzamos de regreso llegando a Nacozari donde Morales, que era el nombre de aquel maquinista, se despidió de nosotros todavía mascullando protestas por nuestra imprudencia.
Tomasito Espinosa, un tipo singular
En Nacozari los obreros me hablaron de una conspiración en mi contra en Agua Prieta y me aconsejaron que suspendiera mi viaje, diciendo que al fin y al cabo, se trataba de un pequeño puebla integrado casi en su totalidad por contrabandistas y ladrones de ganado y no tenía mayor importancia. Les agradecí la información y fui a una barbería a cortarme el pelo. El barbero, que también era partidario mio, me confirmó las noticias de los trabajadores y me aconsejó también que no tocara Agua Prieta, pues una señora le había informado que un tal Valtierra era el comisionado por uno de los grupos para provocar una balacera en la que se proponían liquidarme. Agradecí el aviso y en parte lo atendí. Digo en parte, porque sí fui a Agua Prieta, pero como los obreros me habían explicado que la tremolina se había preparado en el mitin que se iba a celebrar en la plaza, en lugarde presentarme allí, me fui a un hotelucho que había en las cercanías de la plaza. Ya al pardear la tarde, salí a platicar con mis amigos a la puerta del hotel aquel.
Los pesqueiristas venían ya de vuelta de la reunión que habían tenido, así como los samanieguistas y en la que habían estado esperando mi presencia, pero como no llegué, algunos pesqueiristas subieron a las tribunas a hablar para sostener el entusiasmo del pueblo reunido y que siguiera esperando a ver si llegaba el enemigo. Pero como algunos de ellos ya estaban afinados (según la expresión de los obreros) para realizar la hazaña, comenzaron los balazos al aire y el escandalito.
Yo veía el desfile de los que regresaban y entre ellos, al pasar, cuando yo me hallaba sentado en una mecedora de espaldas a la calle, oí una voz que reconocí como la de un amigo mío: Tomasito Espinosa, que fue diputado suplente en 1913; viejo miembro del Partido Liberal de San Luis Potosí, que actuó al lado de Camilo Arriaga; fue muy perseguido y logró escapar al extranjero donde tuvo que trabajar como peón, pizcando y otros menesteres por el estilo. Por fin, regresó a Sonora. Era muy aficionado a los aguardientes y por ello sufrió mil penalidades, era un tipo muy interesante Tomasito.
Como decía, reconocí su voz y sin voltearme, le grité:
- Adiós, Tomasito.
- ¿Quién me habla?
- De la Huerta.
Me reconoció y abrazándome por la espalda me dijo:
- ¿No sabes que estuve en tu contra ahora en el mitin que se organizó y que te estuvieron esperando y no sé por qué no fuiste allá?
- Pues venía bastante cansado -repliqué- y tenía descartada a Agua Prieta en el itinerario de mi propaganda.
- Pues hablé en tu contra y dije que como yo estaba manchado estaba con los míos,los partidarios de Pesqueira, que constituimos la mayoría porque siempre los malos estamos en mayor número; que como tu representabas a la gente honrada, la gente de bien, pues que ibas a estar en minoría y nosotros íbamos a ganar. Que por eso yo me había afiliado al pesqueirismo, pues yo tenía el antecedente de haber salido desfalcado.
Y según me informaron, asimismo lo dijo en su discurso. En realidad yo creo que él hablaba así porque sabía que todos sus amigos conocían la verdad de su aparente desfalco, pues ello había sido un robo que sufrió.
Sucedió que, siendo Tomasito encargado de la oficina de correos en calidad de administrador, puesto que había sido gestionado por mí en 1916 ó 1917, trabajó los primeros días con todo acierto, morigerando sus costumbres y absteniéndose un poco de ingerir alcohol. En alguna ocasión llegó allí una compañia teatral, entre cuyos elementos figuraba Elena de la Llata y platicando con Tomasito sobre amigos y otros tiempos, comenzaron a tomar tequilas. Se entusiasmaron y pasaron luego a la oficina de correos para continuar sus libaciones. A eso de las tres de la mañana se fueron a tomar menudo, dejando abierta la oficina. Naturalmente no faltó algún vivo que se metiera y allí encontrando el arca abierta, pues pecó llevándose estampillas y algo más. Tomasito denunció el hecho, pero no pudo probar que había sido robado y se rumoró que había sido un autorrobo. Yo me encontraba en Sonora al llegar el inspector que levantó el acta correspondiente señalando un faltante de ochocientos pesos. Yo mismo proporcioné esa cantidad a Tomasito, pero a pesar de que también me dirigí telegráficamente a México, no quisieron hacerme caso porque además del efectivo habían desaparecido dos máquinas de escribir. Por tanto, Tomasito fue cesado y cesado quedó. Entonces hizo imprimir y repartió entre sus amistades esquelas participando su propia defunción y se remontó a la sierra donde vivió cortando leña por algún tiempo.
Por todo aquello Tomasito se consideraba manchado, y cuando vino mi candidatura se expresó en la forma que antes he dicho y en aquel mitin en el que proyectaban liquidarme.
A poco llegó el general Samaniego. Algo que le dijo a un teniente coronel que le acompañaba, llegó a mis oídos y a mi vez hice algún comentario irónico. Entonces Samaniego me siguió a mi cuarto y allí tuvimos un altercado bastante fuerte que por fortuna terminó sin mayores consecuencias.
El General Miguel Samaniego
De Agua Prieta salimos para Cananea. Mis partidarios prepararon una gran recepción con un gran mitin frente al hotel Plaza, en la esquina del Sanco de Cananea, que era donde se acostumbraba levantar la tribuna para los oradores y candidatos.
Al mismo hotel Plaza, donde me hallaba yo hospedado, llegó el general Samaniego el día que se preparaba el mitin. Nos saludamos y me dijo que ese mismo día iba él a hacer su mitin; le aconsejé que lo pospusiera ya que no le convenía hablar ni presentarse ante mis partidarios que habían sido convocados por los representantes de mi partido, pues no encontraría atmósfera propicia; que era preferible que sus partidarios convocaran al siguiente día a los suyos para que resultara lucida la manifestación aquella. No quiso oirme y dijo que él hablaría después del mitin y si era posible en medío del mitin delahuertista.
- Muy bien; usted apreciará las consecuencias.
- Yo soy hombre para afrontar cualquier consecuencia.
- Perfectamente -repliqué- y es más: yo le voy a pagar la música. Voy a decir a mis partidarios que avisen a la orquesta que continúe para que cuando hable usted tenga también acompañamiento.
Eso, naturalmente, lo decía en forma irónica, pero así fue.
Durante el mitin y después que alguno de mis partidarios habló, yo hice uso de la palabra sin hacer referencia, naturalmente, a las otras candidaturas, sino presentando mi ideología y los proyectos que tenía para organizar el gobierno del Estado. Terminó el mitin mío; la emprendí para el hotel y uno de los ayudantes de Samaniego anunció que se presentaría el general Samaniego. Efectivamente, subió a la tribuna y se dirigió al pueblo, pero como todos eran partidarios míos, particularmente en aquel lugar, que era un verdadero baluarte, pues la casi totalidad de los obreros eran mis amigos o formaban parte del Partido Revolucionario Sonorense: o del Partido Obrero de Cananea, pues inmediatamente comenzaron los siseos y la rechifla, interrumpiendo la perorata de Samaniego que desde el principio aludió a mí en forma agresiva. No atacó a los otros candidatos que eran Nacho Pesqueira y Conrado Gaxiola; únicamente a mí. Terminó en medio de una rechifla general y una gritería hostil. Algún sargento que había militado a sus órdenes le lanzó el cargo de que debido a sus borracheras había sido sorprendido y le habían causado muy numerosas bajas y que él mismo había resultado herido en tal acción. Total, que Samaniego salió como rata por tirante.
Acompañado de sus partidarios, que habían venido de las serranías. se dirigió al hotel. Le habían dado la habitación grande del fondo, que era la más amplia de todas. Al pasar frente a mi habitación, uno de sus ayudantes me indicó que el general deseaba verme.
Luis León y cinco o seis obreros que me acompañaban, me aconsejaron que no fuera.
- Que venga él aquí, candidato -me decían.
-No -dije-, yo voy a ir para allá.
Pero como seguían platicándome y se había presentado una nueva comisión llamándome a un punto cercano de Cananea denominado Puertecito, pues me entretuve y entonces el propio Samaniego vino a decirme:
- ¿Qué le pasa a usted? ¿Qué, no recibió mi recado?
- Si, general, recibí su recado.
- ¿Y por qué no ha venido?
- Porque estaba aquí, ocupado con unos compañeros.
- ¿O es que tiene miedo ... ?
- ¿Miedo a qué? Allá voy.
Cuañdo me preguntó si tenía yo miedo, había dado la media vuelta. Yo le seguíy fui a sentarme en medio de su grupo y en contra de la opinión de todos mis amigos. Felizmente, como los que le acompañaban ocupaban la mayor parte del espacio de la habitación, sentados en las pocas sillas con que contaba y en los catres de campaña, me tocó a mí sentarme cerca de la puerta.
Con toda tranquilidad les pregunté qué se les ofrecía, usando aún el tono amistoso; pero inmediatamente brincó uno diciendo que no porque una porra organizada por mí allá en Cananea me recibía con entusiasmo, fuera a creerme que todo el Estado estaba a mi favor; que al contrario, que todos estaban convencidos que yo era nada más que un tenor que podía cantar la Caballería Rusticana o La Traviata, pero que no estaba capacitado para gobernar el Estado.
- Bueno -le contesté-, no es usted quien tiene el sentir de los habitantes de Sonora para escoger mandatario.
- Pero entonces intervino Samaniego personalmente:
- Esa gritería con la que me recibieron allí fue preparada por usted.
- No, general, está usted equivocado. Yo mismo le hice esta mañana la aclaración de que debía usted presentarse en otra ocasión; que era un error hacerlo en mi mitin.
Pero él parecía dispuesto a armar camorra conmigo y continuó:
- No; si usted siempre ha sido enemigo mío y un traidor para mí, porque usted, cuando era oficial mayor de Guerra, cuando el general Calles me iba a ascender o había propuesto mi ascenso a general de brigada, usted se opuso.
- Está usted equivocado, general; yo nunca fui oficial mayor de Guerra; yo fui oficial mayor de Gobernación.
- No; usted fue oficial mayor de Guerra -insistió, y yo contradiciéndole, pero al fin prorrumpió:
- No se raje. Usted fue el que se opuso a mi ascenso.
- ¡Falta usted a la verdad!
Por supuesto que no fueron exactamente esas mis palabras, sino que agregué dos o tres frases de las más duras, pues ya me había colmado la paciencia la terquedad del borracho aquel.
Inmediatamente uno de sus partidarios sacó la pistola y me hizo un disparo a la vez que lanzaba un insulto. Uno de sus propios compañeros, que se hallaba a su lado y que era un villista, mejor dicho un ex-villista de apellido Salazar, le dio un oportuno golpe en la mano desviando el arma de modo que el proyectil fue a incrustarse en el techo. La intervención de aquel amigo en mi favor se explica por las simpatías que todos los villistas sentían por mí dada la buena amistad que me unía con su jefe. Simultáneamente con aquel disparo, mis amigos que habían venido acompañándome, irrumpieron en la habitación y uno de ellos me sacó violentamente en tanto que los demás, encabezados por Luis León, todos pistola en mano pues-, todos iban armados, se pararon en la puerta con las armas amartilladas. Naturalmente, como habían sentido ya la fuerza del partido que yo tenía en Cananea, los samanieguistas no sabían cuántos eran los que había detrás de los que cerraban la salida. Ocho o diez estaban a la vista, pero en el corredor podía haber muchos más y en vista de aquello optaron por no intentar salir en mi persecución.
Los dos o tres que me habían sacado de allí, casi en peso, me hicieron bajar los escalones: Me sacaron de Cananea y me llevaron a un pueblecito de nombre Buena Vista, pues el presidente municipal de Cananea era samanieguista y según parece estaban decididos a que yo no saliera con vida de allí.
Así escapé y la emprendimos a Santa Cruz, lugar intermedio entre Nogales y Cananea. Mis partidarios tenían ya organizado allí un mitin. Yo hablé en la tarde; a las seis, que era la hora de salida de los trabajadores, me hallaba en la casa donde me hospedé cuando se me acercó una señora a decirme: Señor De la Huerta, no vaya usted a fiarse en el camino, no vaya muy confiado, porque del otro lado mi marido y yo nos encontramos al venir, un guayín de los EEUU., del lado americano. Nos dimos cuenta de que allí estaban parapetados unos quince hombres bien armados, con sus caballos, con buenas monturas y estuvimos platicando y parece que estaban pendientes de la pasada de usted de Santa Cruz a Nogales. Ya saben, porque así se lo dijeron a mi marido, que es muy amigo de uno de ellos, que en la madrugada de mañana va usted a pasar. Di las gracias a la señora y esta continuó: no viene mi esposo personalmente a decírselo porque tiene temores de las represalias y las venganzas y yo le ruego que no diga usted nada de esto a nadie. Así lo hice; sin embargo, el mismo que estaba de guarnición allí con los fiscales recibió aviso de algún vigía que tenía por allí, en el sentido de que se había visto gente armada del lado americano, coincidiendo con la información que la señora me había dado. Se trataba de un capitán de apellido Islas, era el jefe de la guarnición y no muy valeroso como se verá adelante.
Con aquellos datos, avisé a mis compañeros (Benito Peraza y Juan Córdoba) que no pasaríamos la noche allí, sino que íbamos a partir en seguida. Así lo hicimos. El camino es escabroso y hay un cañón que parece ex profeso para una emboscada. Uno de mis compañeros interpeló a Islas:
- Oiga, Islas, usted que es tan partidario aquí del candidato, a ver si nos da una escoltadita.
- Si, hombre, ¡cómo no! ¡con mucho gusto! -y subió a su automóvil con sus cuatro fiscales y se vino detrás del Ford que nosotros ocupábamos. Pero cuando en medio de la noche nos acercábamos al cañón, se oyeron algunos silbidos (probablemente de aves nocturnas) y entonces él recordó que tenía deberes que cumplir en aquella región y que no podía alejarse mucho de su puesto en Santa Cruz. Por fin exclamó:
- No; pues yo tengo que estar en mi puesto y me regreso. -y se regresó, no entrando al cañón donde se habían escuchado los silbidos aquellos.
Nosotros cruzamos sin novedad aquel lugar; es decir, sin más novedad que habernos extraviado, por lo cual llegamos a nuestro destino a las cuatro de la mañana.
A esas horas estaba tendido un individuo que llevaba el mote de El Pollo quien estaba a sueldo del Kibby, habiendo recibido de él mil dólares a cuenta del trabajo que iba a desempeñar. Y resultó que aquel hombre, al encontrarse en posesión de los dineros, se fue al lado americano, a Nogales, Arizona, a ponerse una borrachera y a disfrutar en grande de los fondos recibidos. Había en aquellos tiempos un restaurante llamado Lully muy conocido y elegante. Se cobraba caro y se servía bien; y allí fue aquel individuo a emborracharse, pero el exceso de bebida y comida le originaron una congestión que le costó la vida. Y así, en vez de que fuera yo el muerto, fue él, el comisionado para liquidarme, quien se hallaba tendido a mi llegada a Nogales, que fue donde me dieron todos esos informes. Se había corrido la voz, pues aquel, borracho ya, había dicho que el candidato De la Huerta se lo iba a llevar la tal, porque él se iba a encargar de liquidarlo y se dieron cuenta asimismo de la procedencia del dinero que había recibido. Así fue como, en vez de realizarse ese tercer intento del Kibby, el pobre verdugo aquel pagó con su vida la mala acción de prestarse a actuar como matarife del criminal americano.
Continuó la gira y hubo otros incidentes de los que salií con bien pero que no vale la pena relatar; solamente haré mención de los más curiosos.
El hombre de alfanje y su trágico fin
Al llegar a Huatabampo, vino todo el pueblo a recibirme a La Brecha. Yo marchaba, naturalmente, a la cabeza de la manifestación que el pueblo organizó. En eso, un individuo, jinete en caballo de poca alzada, se acercó casi al galope. Era un tipo indígena, mal encarado, armado de un alfanje (así puede llamarse al tipo de machete que usan en Navojoa) y que sin el menor género de duda, trataba de llegar a mí para machetearme. Felizmente, a mi lado marchaba un hombre muy corpulento (casi de dos metros de estatura) de apellido Ruiz y muy conocido en Huatabampo. Y cuando éste se dio cuenta de las intenciones del jinete, le saltó al brazo que ya levantaba el atacante blandiendo el machete, lo sujetó con puño de hierro y lo desarmó. Naturalmente, todos mis partidarios que se percataron de aquello quisieron linchar al atacante; pero yo, que comprendí que aquel no obraba por cuenta propia, sino que era comisionado por alguien, lo evité y ordené que le dejaran marchar con todo y caballo. Solamente el machete no se le devolvió.
Cuando llegamos a la plaza la encontramos ya tomada por los pesqueiristas que eran el partido formado por los grandes terratenientes, poco numerosos, pero abundantes en recursos. Desde la noche anterior se habían posesionado del quiosco y estaban con lo que llamaban la perrada que era una banda de tambores y pitos muy desafinada. Todos mis partidarios entonces se dirigieron a la esquina de la plaza, donde estaba un aguafresquero cuya mesa tomaron en alquiler para usarla, a manera de tribuna. A ella me subieron para dirigirme al pueblo.
Durante mi discurso O conferencia, que escuchaban con mucho interés mis oyentes, fue abriéndose paso poco a poco el mismo jinete que había intentado darme de machetazos a la entrada del pueblo. Entre mis partidarios y oyentes había algunos jinetes. El enemigo aquel, armado de un nuevo machete, se acercaba sin que mis amigos se dieran cuenta, pues venía por su espalda, pero uno de nuestros jinetes lo reconoció cuando aquél se acercaba a la mesa en que yo me encontraba. Inmediatamente le echó el caballo encima y comenzaron a forcejear. Mi partidario trataba de quitarle el arma, pero en la lucha, el contrario cayó, probablemente porque estaba bajo el influjo del alcohol o de la marihuana, y al caer, ¡su propio caballo le puso un casco sobre el cráneo y se lo despedazó!
Aquella noche estaba tendido en su casa aquel otro que había ido con el propósito de liquidarme.
Y al terminar aquel relato, el señor De la Huerta, como casi siempre lo hacía, me dijo que podía confirmar su veracidad tratando de localizar al oficial que en aquella ocasión se hallaba a su lado, que a la sazón era teniente, de nombre Teodoro Orante, y que según creía hoy era general y estaba encargado del estudio de las hojas de servicio. Agregó que creía que estaba aún en la Secretaría de la Defensa y que él mismo le había dado detalles del incidente que acababa de relatarme.
Como de costumbre, también, el que esto escribe se abstuvo de buscar comprobación a lo referido por el señor De la Huerta, pues para el comentarista, como para todo el que haya conocido siquiera superficialmente a don Adolfo, su veracidad no se pone en duda, y en cuanto a la exactitud de su memoria, todos sabemos que fue verdaderamente excepcional.
La actitud de Carranza para De la Huerta
Ya hemos visto, por lo anteriormente relatado, que el señor Carranza, después que De la Huerta regresó de los EE,UU. habiendo desempeñado satisfactoriamente la misión que le confió, no quería que éste fuera a su Estado a correr como candidato a la gubernatura. Para impedirlo estuvo reteniéndole con pretextos y proposiciones ventajosas, pero el señor De la Huerta, sintiendo la responsabilidad de su compromiso con sus comitentes y paisanos, acabó por salir casi de escapada y fue a dar la corta pero decisiva batalla en la que derrotó totalmente a los candidatos que aparecían respaldados por Carranza, Obregón y Calles.
¿Por qué Carranza tenía tanto empeño en que De la Huerta no saliera electo gobernador de Sonora?
Es indudable que don Venustiano había podido apreciar plenamente las cualidades de honorabilidad, rectitud y civismo que campeaban en todos los actos de su leal colaborador. Es indudable, también, que la forma en la que De la Huerta hizo recapacitar a Carranza de errores cometidos o por cometer, dieron a éste una idea clara de la valía del señor De la Huerta, de su sinceridad, de su verdadero revolucionarismo, en fin, de sus grandes posibilidades como guía de los destinos de la nación.
Y es muy probable, por lo tanto, que Carranza haya pensado en De la Huerta como su sucesor para la presidencia de la República.
Los hechos que a continuación se relatan parecen confirmar tal idea.
Lo que Carranza no esperaba, pues no conocía bien a De la Huerta, era que éste se negara a ser candidato oficial, es decir, cómplice en una pastorela electoral como las que acostumbraba el general Díaz y contra las cuales precisamente se había levantado el pueblo todo de México.
Si Carranza hubiera esperado que el clamor popular llevara a De la Huerta a figurar como candidato presidencial, otra habría sido la actitud del ilustre sonorense; pero creer que aceptaría figurar como candidato oficial y hacerse cómplice de la imposición y la burla al voto popular, era no conocer al hombre.
Veamos cómo se desarrollaron los acontecimientos y cómo en ellos la actitud de Carranza, insinuante primero, abierta después y por fin antagónica, preludió los sucesos que tan grandes y graves sacudidas iban a traer al país.
Después de su arrollador triunfo electoral en Sonora, donde obtuvo tantos votos como la totalidad de los otros tres candidatos, don Adolfo que tenía el doble carácter de senador (en uso de licencia) por Sonora y gobernador del mismo Estado, vino a la capital y fue invitado por el señor Carranza para comer en su casa.
Como único otro invitado, el señor De la Huerta, encontró a don Manuel Amaya, hombre de todas las confianzas de Carranza.
Ya sentados a la mesa, preguntó éste:
- ¿Qué dice su Estado, De la Huerta?
- Nada de particular, señor; solamente que le pegué a su gallo.
- ¿A mi gallo?
- Sí, señor; a Ignacio Pesqueira.
- ¿Y por qué cree usted que él era mi gallo?
Don Adolfo echó mano al bolsillo y presentó al señor Carranza copia de dos telegramas en los que Juanito Barragán había remitido a Ignacio Pesqueira, por conducto de la Western Union y del National Bank de Nogales, dos partidas importantes en dólares. Tales copias le habían sido proporcionadas por uno de los muchos amigos que tenía entre el personal de telegrafistas.
- Esos fondos -dijo Carranza- fueron enviados por Juanito Barragán.
- Si, señor; pero no es de creerse que haya sido sin instrucciones ni autorización de usted. Ni menos con fondos propios.
- ¿Y por qué no cree usted que puede haber reunido ese dinero entre los amigos de Pesqueira?
- Porque Pesqueira -rió don Adolfo-, no tiene partidarios ni aquí ni allá.
Don Adolfo hablaba al señor Carranza con la misma franqueza y libertad con que lo había hecho siempre a pesar de la presencia de Amaya, pues sabía que éste g0zaba de toda la confianza de Carranza. Sin embargo, es posible que su presencia haya hecho sentirse más incómodo a Carranza; el caso fue que levantándose sin decir palabra, abandonó la mesa, salió de la habitación y no regresó. Don Manuel pretendió reconvenir a De la Huerta pero éste le respondió con energía y a su vez abandonó la casa para ir a comer a un restaurante.
La incómoda situación en la que el señor De la Huerta puso a don Venustiano debe haber sido absolutamente molesta para éste, puesto que al evidenciar su conocimiento respecto a las maniobras hechas por el presidente Carranza para impedir primero que fuera a Sonora, y apoyar y proteger después a un candidato rival, quedaba descubierta del todo su actitud antidemocrática.
Y nos preguntamos; ¿No sería todo aquello contrariedad porque De la Huerta se empeñaba en complacer a sus paisanos los sonorenses, desoyendo los cantos de sirena que ya sonaban? ... Veamos.
Era en esos mismos días, fines de mayo de 1919, cuando De la Huerta se acercó al Senado, del cual como se ha dicho era miembro, para encontrarse con otros tres senadores: José J. Reynoso, el coronel Martín Vicario y el Lic. Alfonso Cravioto.
A la llegada del señor De la Huerta, aquellos sus tres compañeros de Cámara le invitaron a tener una conferencia en la biblioteca del Senado. Entonces uno de ellos manifestó que habían pensado lanzar su candidatura para la presidencia. El señor De la Huerta, creyendo que se trataba de la presidencia del Senado, les manifestó que se los agradecía pero que no era él el indicado, ya que solamente estaría en la Cámara breve tiempo. Los senadores entonces le hicieron la aclaración de que no se trataba de la presidencia del Senado sino de la presidencia de la República.
- ¿Están ustedes locos? -protestó don Adolfo.
Pero no era un caso de locura, no; Reynoso era el portavoz de la presidencia y quizá por ello insistió en tal forma que el señor De la Huerta acabó por molestarse y abandonar la biblioteca. Se dirigió entonces a la presidencia de la República y cuál no seda su sorpresa cuando al encontrarse con el general Marciano González primero, y Alberto Salinas Carranza después, ambos le felicitaron "porque ya andaba de boca en boca su nombre como candidato a la presidencia de la República. El propio Juan Barragán le hizo demostración por el estilo.
El señor De la Huerta, haciendo uso del derecho de picaporte que el presidente Carranza le había concedido, pasó a su despacho para entrevistarlo. En aquella entrevista le manifestó su desagrado porque elementos allegados a la presidencia hubieran adoptado la actitud que mostraron; pero Carranza replicó:
- No sólo entre todos sus amigos ha tomado cuerpo esa idea. La República entera estuvo muy pendiente de las elecciones en el Estado de Sonora y por la forma en que se verificó la lucha, la personalidad de usted ha tomado altos relieves. Por eso es que sus amigos han pensado en usted.
- No son amigos míos los que adopten esa actitud, pues quienes lo hagan no pueden ser sinceros conmigo.
- ¿Por qué no? Hace usted mal en pensar así de ellos. Usted puede ser un elemento muy viable y que satisfaga a la República que ansía del civilismo.
- ¿Usted también? Deseche usted esa idea o amenguaría el gran cariño y respeto que por usted tengo. Por ningún motivo me prestaría para una pantomima de esa naturaleza.
Y cortando la conversación con cierta brusquedad, el señor De la Huerta abandonó el salón de Palacio.
Sin embargo, Carranza no quiso aceptar como definitiva tal actitud, y cuando posteriormente hubo junta de gobernadores en la que se supo que se iba a tratar la cuestión electoral y que había el propósito de presionarle, fue el único de los gobernadores que no asistió a ella.
Ya Carranza, con anterioridad, había querido sondear la actitud de De la Huerta ofreciéndole la cartera de Gobernación, pero éste se negó a aceptarla aduciendo que tras de haber sido electo gobernador de su Estado, su aceptación significaría una burla al mandato del pueblo.
Hubo una junta secreta en Cuatro Ciénegas con asistencia del señor Carranza y a la que asistió igualmente el ingeniero Bonillas. A tal junta fue invitado el señor De la Huerta por Roberto Pesquiera a quien el presidente Carranza comisionó para que, a más de hacer la invitación con carácter urgente, ocupara provisionalmente el puesto de gobernador de Sonora. De la Huerta se negó a asistir a tal cita y no es improbable que en ella se haya incubado la candidatura del ingeniero Bonillas.
Calles, por su parte, no veía con buenos ojos la candidatura de Obregón y deseaba que don Adolfo aceptara la suya y lo derrotara.
La personalidad del señor De la Huerta había tomado gran fuerza porque en su puesto de gObernador de su Estado, tanto en la época preconstitucional, como interino, como en la segunda época cuando llegó al puesto por elección popular, fue un verdadero servidor del pueblo y un revolucionario sincero que trató, ante todo, de lograr el bienestar de las clases oprimidas y la protección de los trabajadores dictando, como se ha visto, leyes y decretos verdaderamente precursores de la legislación obrera.
Por otra parte, Carranza no quería a Obregón. Probablemente esa animadversión se originaba en celos que sentía por sus éxitos militares y Obregón, durante la campaña activa militar, nunca reconoció la dirección de la misma a Carranza; éste, que se sentía dotado de grandes facultades estratégicas (razón por la cual solicitó y obtuvo de Madero el nombramiento de ministro de la Guerra) resintió siempre aquello.
Se trataba simplemente de un error de apreciación de sí mismo por parte de don Venustiano Carranza quien, fuera de estos aspectos, fue una figura respetable y un gran patriota.
Pero aquella rivalidad entre Carranza y Obregón ya se había puesto de manifiesto con anterioridad.
Cuando Calles gobernaba Sonora, el señor Carranza le ofreció que a la terminación de su período le daría una cartera y posteriormente cumplió esa promesa dándole la de Industria y Comerio; pero Calles, ya en México, se dio cuenta de que su paso porel gobierno era muy poco perdurable y que se trataba de una maniobra del señor Carranza para que no le antagonizara a Ignacio Pesqueira en su campaña por la gubernatura de Sonora. Calles entonces, para no afiliarse a la candidatura de De la Huerta, infló al general Miguel Samaniego, quien, como ha quedado referido, fue otro de los candidatos. Y no es por demás hacer notar que los intentos de asesinato que sufrió el señor De la Huerta durante su campaña, y de los que hemos hecho relación en capítulos anteriores, fueron atribuídos por algunos al general Calles, pero tal versión es inaceptable dadas las buenas relaciones que existían entre los dos y más bien debe considerarse que fueron consecuencias del apasionamiento de los partidarios del general Samaniego y de los del propio general como puede concluirse de las anteriores relaciones.
Índice de Memorias de Don Adolfo de la Huerta de Roberto Guzmán Esparza | Segunda parte del CAPÏTULO SEGUNDO | Primera parte del CAPÍTULO TERCERO | Biblioteca Virtual Antorcha |
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