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Capítulo 15
Un incómodo viaje y el gran susto de Peñuelas.
Provisto de una credencial firmada por el General Eduardo Carrera G., que me acreditaba como su representante en la Convención que debería reunirse en la ciudad de Aguascalientes, el 9 de octubre de 1914, llegué a la Estación de Buenavista a las 6:30 de la mañana. El tren debería partir a las 7 en punto.
A pesar de la anticipación de la hora, el convoy ya estaba materialmente repleto de gente, de maletas, de bultos, de canastas. No se podía dar un paso en ninguno de los coches que integraban el tren. Los asientos, los pasillos y las plataformas estaban ocupados por un hacinamiento que parecía de sardinas. Me conformé, resignado, a quedar como si estuviera en una prensa de pie, en la plataforma trasera del último coche.
La inquieta ciudad de México.
Desde mi molesto observatorio, miré desaparecer las últimas casas de la ciudad de México, en donde reinaba la inquietud más grande. La urbe que había aplaudido las entradas teatrales de todos los virreyes y de todos los triunfadores, llenándolos de flores.
México ha sido y es el corazón del país, el centro comercial de la nación, a él afluyen casi en su totalidad, las principales vías de comunicación, es un centro industrial de primer orden y también, el centro intelectual.
Nuestro sistema federativo ha favorecido únicamente a la ciudad de México. Las rentas de los Estados han servido para el engrandecimiento de la capital de la República. Los franceses dicen: Francia es París. Con mayor razón, podríamos proclamar los mexicanos: La República Mexicana es la ciudad de México, y eso ya lo decimos en forma netamente nacional, ufanándonos de que fuera de México todo es Cuautitlán.
Ya se esfumaba la hermosa ciudad que en aquellos momentos estaba ocupada militarmente por las fuerzas adictas a don Venustiano Carranza y era teatro de las mayores tropelías, de las más grandes vejaciones, de mayúsculos atentados ... todo ello en nombre de la libertad.
Periodistas y militares.
Cuando pasamos por el túnel de Barrientos, pude ver cerca de la puerta inmediata a la plataforma en que viajaba, a tres periodistas antiguos conocidos míos: Carlos Quiroz, Rafael E. Machorro y Gilberto Torres. Ocupando el último asiento, iban Arturo Cisneros Peña y el fotógrafo Muñana. Me informaron que marchaban en representación de varios periódicos metropolitanos a presenciar las sesiones de la Convención.
Los primeros se mostraron a varios presuntos delegados que iban en el mismo coche, desde luego el Coronel y licenciado José Inocente Lugo, que había prestado importantes servicios a la Revolución, encontrándose en muchas acciones de armas en los estados de Guerrero, de donde era oriundo; en Michoacán y en Morelos, y había participado en la ocupación de Chilpancingo, cuando fue derrotado el General Antonio Olea. Con anteojos, sin bigote y con voz atiplada, por sus ademanes, parecía uno de los clérigos desterrados de Monterrey por el General Antonio I. Villarreal.
Iba también abrigado por una pelerina color azul acero, el Coronel Enrique W. Paniagua, antiguo maestro de escuela que había militado a las órdenes del General Cándido Aguilar. Me señalaron al General Pedro Carbajal, hombre entrado en años, que al hablar se comía las eses y que había propagado el fuego revolucionario en el Estado de Veracruz. Allí iba el Cororiel Félix Ortega, de una obesidad extraordinaria, que había peleado en la Baja Calfornia. Acompañaban a algunos de los jefes mencionados varios oficiales de sus respectivos estados mayores. En la misma plataforma viajaba un mocetón robusto y decidor, que era Capitán, de apellido Albores y nos dijo era de la lejana y rumorosa Chiapas. Todos iban de uniforme. Yo era el único que vestía traje civil.
El viaje penosísimo.
Cuando atravesamos en la tarde, las ubérrimas tierras del Bajío, el cansancio era enorme. En la plataforma trasera, todos los que íbamos en ella viajaban sentados con las piernas colgadas, unos, y los demás, de pie, completamente prensados unos con otros. No había sitio para sentarse. La aglomeración en el interior de los coches era mucho mayor. Allí no cabía ya un alfiler. Era imposible que alguien se levantara de sus asientos. Algunos precavidos, iban provistos de baldes para efectuar sus necesidades y arrojar las deyecciones por las ventanillas.
En todos los convoyes ferroviarios se repetían iguales aglomeraciones, motivadas por la destrucción del material rodante. Y la penuria se exacerbaba por el inmoderado uso que del poco material restante habían hecho muchos Generales revolucionarios. Algunos de éstos tenían para su uso particular un tren especial compuesto de un carro dormitorio, un coche de pasajeros para los oficiales de su estado mayor, dos o tres furgones para la escolta, una plataforma para automóviles, otro carro para comedor y cocina, una o dos jaulas para caballos y otras más para vacas de ordeña. No era raro ver carros con camas matrimoniales y hasta con pianos.
Era imposible procurarse alimentos en aquella batahola. Además, el cansancio arrecíaba. Ya para las 5 o 6 de la tarde me hormigueaban los muslos. Sufría un molesto plantón ininterrumpido, de más de diez horas, sin tomar alimentos y sufriendo los codazos y empellones que producían los movimientos del pesado convoy ferroviario.
La bondad de los periodistas.
Al obscurecer, los periodistas que viajaban en el convoy, quizá compadecidos de mi triste situación, me ofrecieron uno de Ios asientos que ocupaban, bondad que agradecí con el alma entera. Arturo Cisneros Peña, me cedió el lugar. Una vez ocupado éste, me pareció el más confortable del mundo. Todos los periodistas me brindaron algunas de las vituallas que llevaban a prevención. Pude ver que el asiento frontero era ocupado por el Coronel Paniagua, que no hablaba ni se movía. Dormitaba y podía vérsele un recio mechón de su rebelde cabellera que le cubría los ojos y parte de su nariz. La pelerina azul acero pendía de uno de los ganchos superiores del coche. Vestía flamante uniforme de lienzo amarillo, lleno de galones.
Conversé un buen rato con los periodistas, todos ellos amables y joviales. Machorro, muy circunspecto, Gilberto Torres recordó la época en que fue mi discípulo en el Colegio Militar de Chapultepec. Quiroz lamentó que los revolucionarios hubieran suspendido las corridas de toros, cosa que también -le dije- yo sentía sobremanera. Muñana, alegre como un niño, esperaba hacer en Aguascalientes, una valiosa cosecha de fotografías para formar un álbum con retratos de todos los revolucionarios. Cisneros Peña añoró su tierra, la lejana península yucateca y me pidió datos sobre algunos episodios de la Revolución, haciendo muchos planes sobre sus futuras actividades, que lo habrían de convertir en un as del periodismo, por su talento y su dedicación.
Al fin, el cansancio me rindió por completo. Echado sobre el sucio respaldo del asiento, me dormí profundamente, con un sueño de plomo.
El susto de Peñuelas.
Cuando me encontraba profundamente dormido, me sentí lanzado como un proyectil hacia el asiento delantero con grave riesgo de romperme las narices. Una detención asaz brusca del tren había causado aquel inesperado y molesto desalojamiento, que me dejó aturdido. Fuera se escuchaban nutridas descargas de fusilería, sin verse de dónde partían, pues la obscuridad era completa. Dentro, una gritería desgarradora de mujeres y niños. Cuando me rehíce un poco de la sorpresa y del golpe, experimente el más grande pánico que he sentido en toda mi vida y que se acrecentó con los gritos agudos que repercutían lúgubremente.
Casi todos los pasajeros se habían echado en el piso. Yo intenté hacer lo mismo, pero no encontré sitio vacío. Todos estaban materialmente ocupados por cuerpos yacentes. Vi en frente, al Coronel Paniagua, que cubría su rostro y parte de su busto con la azulada pelerina colgante. La mayoría no sabía dónde nos encontrábamos, ni la causa de aquella brusca parada ni mucho menos el motivo del nutrido tiroteo. ¿Se trataba de un asalto? ¿Cuáles eran los motivos?
Al fin, cesó la balacera. Entraron al coche diez individuos armados con fusiles. Vestían unos trajes de mezclilla. Otros camisas de morena manta. Llevaban todos, sombreros de palma. Su presencia aumentó el pánico, principalmente entre las mujeres.
Uno de ellos gritó:
¿Cuántos militares vienen en este tren?
Nadie respondió. Aquellos individuos armados siguieron adelantando. Levantaron la pelerina que cubría a Paniagua y descubriendo las insignias militares, lo hicieron bajar bruscamente. Repitióse la pregunta. Vieron a Ortega y le preguntaron:
¿Usted es General?
Ortega respondió:
No soy General. Soy Coronel.
Lo hicieron bajar también. Lo mismo hicieron con todos los que iban uniformados. Yo bajé también para ver de qué se trataba. Lo mismo hicieron todos los periodistas.
Los militares uniformados hablaban con un Mayor. Este dijo pertenecer a las fuerzas que estaban a las órdenes del General Pánfilo Natera, que tenían por misión cuidar la observancia de la neutralidad en Aguascalientes, impidiendo que pasaran por allí tropas con destino a dicha ciudad. Informó que estábamos en la Estación de Peñuelas, situada al sur de la mencionada ciudad, y que no habiéndose detenido el tren, ellos habían disparado para pararlo. Preguntó si en los coches iban soldados y cuando se le informó que allí sólo iban algunos jefes con credenciales de delegados a la Convención de Aguascalientes, les permitió que regresaran al coche y dio permiso para que el tren continuara su marcha.
¡Eran los guardianes de la neutralidad! El susto fue mayúsculo. ¡Qué brutos!, comentaba indignado el Capitán Albores. Paniagua se deshIzo en denuestos.
Arribo a la ciudad de Aguascalientes.
Al filo de la medianoche llegamos a la ciudad de Aguascalientes, célebre por sus fuentes termales, por sus talleres mecánicos y por los túneles que recorren el subsuelo de la población en todas direcciones. Estábamos, por fin, en la ciudad que debió su categoría de capital de un flamante Estado, al beso que una bella mujer, en una gran fiesta, estampó el año de 1835, en una de las mejillas del General Antonio López de Santa-Anna. Buscamos, inútilmente, alojamiento en alguna parte. Tarea vana, todos los hoteles y casas de huéspedes estaban repletos.
Nos dirigimos al Palacio de Gobierno. Allí funcionaba una Junta Gubernativa integrada por los Generales Guillermo García Aragón y Fidel Avila, y por el Coronel Alberto Fuentes Dávila. Este último procuró alojamiento para todos. Yo quedé instalado en una amplia y cómoda casona que ocupaba don Félix Chabollo, administrador del Timbre, con sus tres hijas. Un sueño tranquito me hizo recuperarme de las fatigas y del gran susto de la víspera.
Me levanté temprano. Para quitarme el polvo del camino, tomé un baño de agua deliciosamente tibia, sin necesidad de calentadores ni otros artificios. Y salí para conocer Aguascalientes y enterarme del ambiente que allí prevalecía.
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