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Capítulo 57
La embrollada historia del periodo más confuso de la vida de México.
Apenas transcurrida una semana del arribo del Presidente, General Eulalio Gutiérrez, a la capital de la República, la situación era de tal manera difícil que nadie podía entenderla. Ni el mismo Eulalio, a pesar de su innata perspicacia, sabía qué hacer ni hacia dónde orientar sus pasos. Todo era paradójico en aquellos momentos críticos. Una situación verdaderamente inesperada para él y para todos lo había arrojado en brazos de los villistas y de los zapatistas. Casi todos los carrancistas que lo habían encumbrado lo abandonaban y las deserciones se sucedían unas a otras. Muchos pretendían que nulificara a Villa y a Zapata. Le decían que Obregón se pondría a sus órdenes con todas las tropas que mandaba si él desconocía a Villa y a Zapata.
Una embrollada historia.
El General Gutiérrez, que vivía en el Hotel Palacio, se cambió a una suntuosa residencia en el primer tramo del Paseo de la Reforma, en la casa de uno de los Braniff, que a la llegada de don Venustiano había sido ocupada por el General Rafael Buelna. Hice una visita al Presidente, quien caminaba con extremada precaución sobre los pisos de parquet recién encerados y sobre los tapetes orientales de los lujosos salones cuyos muros estaban cubiertos de pinturas. A Eulalio no le gustaba aquel lujo costoso y chillón. Al saludarlo me dijo:
¡Cuídate! No te vayas a resbalar en estos tales por cuales pisos. Yo tengo que andar como si anduviera caminando sobre huevos. Quiero hablar contigo.
Yo también -le contesté.
Es que yo no entiendo estos enredos jijos de tal por cual ...
Así ha sido siempre la historia de México y no puede ser de otra manera. Si la vida del país ha sido siempre un embrollo a nadie debe sorprender que su historia sea un enredo.
Pero yo ya estoy cansado y quiero tirar esta tiznada arpa. Primero mataron a García Aragón. Acaban de matar, según me informaste, a David G. Berlanga, y ahora quieren matar a mi canciller, al licenciado Vasconcelos ...
El proditorio asesinato de David G. Berlanga.
Efectivamente, en la madrugada del día 8 de diciembre fue asesinado por Rodolfo Fierro, en el cementerio de Dolores, el profesor David G. Berlanga, maestro pundonoroso, honorable y competente. Acababa de ser nombrado Secretario de la Comisión Permanente de la Convención. Su hermana, también profesora, Ana María Berlanga, ocurrió a mis oficinas para hacerme saber que su hermano había desaparecido. Destaqué agentes. Acompañé a la profesora Berlanga a la Delegación de Tacubaya, en donde habían recogido un cadáver abandonado en la calzada que conduce a San Pedro de los Pinos. No era el del profesor desaparecido en forma misteriosa. Muy pronto se averiguó la verdad.
Berlanga, que cenaba en el restaurante Sylvain, pudo darse cuenta de que un grupo de oficiales villistas que habían bebido mucho, al retirarse pagaron con un vale el importe de la cena y de las bebidas. Berlanga los increpó vigorosamente por su conducta, recogió el vale y pagó la cuenta. Poco después volvió Rodolfo Fierro con una escolta y condujo a Berlanga al Cuartel de San Cosrne y de ahí fue llevado al cementerio de Dolores, en donde fue asesinado.
El desaliento de Eulalio.
El General Gutiérrez estaba furioso por el asesinato de Berlanga, verdaderamente sensible por su gran valía y por la forma en que fue perpetrado. Pero a Eulalio lo impresionaba más el peligro que corría su Ministro de Instrucción Pública, el licenciado José Vasconcelos.
Aquí nadie tiene seguridad con estos bandidos. Ya me informaste que mi canciller anda cuidado por cinco policías que le mandaste. Pero lo que no sabes es que el mismo Villa lo ha amenazado exigiéndole que salga inmediatamente de México, porque si no lo hace, lo quiebra Juan Banderas, el Agachado. ¡Ni mis Ministros están seguros! ¡Ni nadie, con estos bandidos! Estoy arreglado con el General Obregón, que me ha ofrecido ponerse a mis órdenes con todas sus tropas, desconocer a Villa y a Zapata y acabar con la Convención. ¿Qué te parece?
No creas una sola palabra de lo que te ofrezca Obregón. Además, todas las tropas que Carranza ha puesto a sus órdenes ninguna le es personalmente adicta. Es peligroso lo que intentas. Tu título de Presidente emana de la Convención. ¿Vas a repetir el caso de Comonfort? Vamos atravesando un río anchuroso, ¿y a la mitad pretendes cambiar de caballo?
Pero es que Villa es un tigre ...
Pero en estos momentos está montado sobre él, y si te bajas corres el riesgo de que te devore.
Entonces, ¿qué opinas que haga?
Llamar a Villa y a Zapata. Reclamarles los asesinatos que se han cometido, exigirles el castigo de los culpables y manifestarles que en caso de repetirse, inmediatamente mandarás tu renuncia a la Comisión Permanente de la Convención, expresando los motivos. O si no quieres llamarlos, manda tu renuncia desde luego.
Eulalio decidió en aquellos momentos llamar a su presencia a Villa y a Zapata. Pero hizo todo lo contrario, como veremos después.
El robo de la bandera de la Convención.
Ni llamó a Villa ni llamó a Zapata. Eulalio estaba sometido a la presión de muchos complejos; las recriminaciones de su hermano mayor, el General Luis Gutiérrez, y de muchos de sus subalternos, entre ellos el General Herminio Alvarez, a quien el mismo Eulalio había dejado como gobernador de San Luis Potosí, y los ofrecimientos de los Generales Obregón y Antonio I. Villarreal, quienes desde Orizaba y Monterrey, respectivamente, le ofrecían con insistencia el ponerse a sus órdenes en el caso de que desconociera a Villa y a Zapata. A lo anterior se agregó otra presión fortísima: el justificado temor de Vasconcelos ante las amenazas reiteradas de el Agachado, que había jurado quebrarlo ...
Y decidió cambiar de caballo y bajarse del tigre ... Quizá en un ingenuo intento de disgregar la Comisión Permanente de la Convención llamó al Presidente de la misma, General Martín Espinosa, a los Prosecretarios Miguel A. Peralta y Saúl V. Gallegos y a los delegados Agustín García Balderrama, Felipe Gutiérrez de Lara, José Inocente Lugo, Enrique W. Paniagua y Daniel Ríos Zertuche, ninguno de los cuales había prestado sus servicios en la División del Norte. No se sabe la forma en que los abordó. El hecho fue que unos días después todos los mencionados dejaron de concurrir a las sesiones de la Permanente y se supo que el Presidente de ella, el General Espinosa, había exigido a los empleados de la Secretaría la entrega de la bandera de la Convención en la que estaban estampadas las firmas de todos los delegados.
Y se averiguó con posterioridad que casi todos ellos salieron de la capital en un coche especial destinado a llevar a San Luis Potosí al General Herminio Alvarez, gobernador de dicho Estado e íntimo amigo de Eulalio, y que algunos fueron a Monterrey a entrevistar al General Antonio I. Villarreal, entregándole la bandera de la Convención. Estos, de Monterrey se dirigieron a los Estados Unidos y todos se incorporaron a las filas carrancistas. El General Gutiérrez, por idiosincrasia, siempre prefería los caminos torcidos a la línea recta.
La bandera de la Convención, todavía en 1930, estaba en poder del General Villarreal. El mismo me la mostró diciendo que se la había mandado el General Gutiérrez.
Balacera en las calles capitalinas.
Cuando mucha gente circulaba por la avenida de San Juan de Letrán a las 12 del día se registró una formidable balacera frente al Hotel Cosmos, el 9 de diciembre, con saldo de muertos y heridos. Una fuerza a las órdenes del General Rafael Garay penetró al vestíbulo y desde éste disparó sobre el General Juan Banderas, el Agachado, que bajaba la escalera acompañado por un Capitán y un asistente. Estos repelieron la agresión. El primero resultó herido con dos balazos en un brazo, el Capitán quedó muerto y el asistente gravemente herido, Garay quedó muerto por los disparos que le hizo Banderas.
Una fuerza zapatista integrada por soldados del General Genovevo de la O, que se encontraba en el Hotel Jardín, inmediatamente se trasladó frente al Hotel Cosmos y trabó combate con los soldados que había llevado el General Garay. El que esto escribe se presentó al lugar de los acontecimientos acompañado por el Comisario de la octava demarcación y varios ayudantes, y a duras penas hicimos que cesara aquella balacera que causó la muerte de algunos pacíficos transeúntes.
Fueron detenidos varios oficiales de las dos fuerzas. Interrogué a Banderas, que se encontraba herido en su cuarto y a quien un médico hacía una curación. Me informó que a las 11 de la mañana encontró casualmente al General Buelna en la puerta del Hotel San Carlos, con quien había tenido grandes altercados desde la campaña maderista en Sinaloa y atribuía a éste la orden de aprehensión dictada por el Presidente Madero cuando ascendió al poder. Agregó que lo había insultado sin que Buelna contestara. Que se dirigió al Hotel Cosmos y después de permanecer en su cuarto por algunos momentos, cuando bajaba por la escalera fue agredido por el General Garay y algunos soldados. Culpaba al General Buelna de haber enviado a su segundo, el General Garay, a que lo matara. Le manifesté que mientras se efectuaban las averiguaciones correspondientes quedaba detenido bajo la vigilancia de mi ayudante, el Teniente Coronel Rafael Castro, y tres dorados. Hubo protestas por parte de algunos oficiales que se encontraban presentes, pero Banderas los calló expresando que yo cumplía con mi deber.
Un consejo de Ministros.
En la noche se reunieron en el alojamiento del General Gutiérrez todos sus Ministros, entre ellos el licenciado José Vasconcelos, alarmadísimo por las amenazas de Banderas. Yo había informado al Presidente sobre los acontecimientos del día. Le pareció extraño que Banderas estuviera detenido, diciendo:
Van a matar a los pobres gendarmes que dejaste. Yo no sé cómo tú pudiste escapar de la muerte.
El General Banderas mismo consideró justificada su detención y vigilancia. Dejé a Rafael Castro, que sabrá cumplir con su deber en el caso de agresión.
Supe que Eulalio se quejó de los desmanes de las fuerzas revolucionarias, exponiendo ante sus Ministros las circunstancias en que habían sido asesinados García Aragón y Berlanga. Al día siguiente se me presentaron los cinco agentes policiacos que había destinado a la custodia de Vasconcelos. Me informaron que éste se había marchado a Pachuca con el General Cerecedo Estrada, temeroso de cualquier agresión de el agachado.
Un cambio desdichado en el plan de las operaciones militares.
El que esto escribe ya había saludado varias veces al General Felipe Angeles, pero quise hacerle una visita en su campamento de los Morales. Al efecto me trasladé a esa hacienda a las 3 de la tarde del 10 de diciembre. Llegué cuando estaba tomando el café. Me dijo que deseaba dar un paseo por los alrededores de la capital. Cuando ya nos disponíamos a partir se presentó un ayudante del General Villa diciéndole que lo esperaba en su alojamiento de la calle de Liverpool número 76. Acompañé al General Angeles a esta casa, que era la de don Angel de Caso, y me despedía en la puerta, pero el General Angeles me dijo:
Entre conmigo. Ha de ser una cosa breve. Después haremos el paseo.
Por casualidad me tocó estar presente en una entrevista que tuvo gran importancia en los destinos de México y que cambió la secuela de las operaciones militares pactada entre Villa y Zapata.
Villa mostró unos telegramas del General Emilio Madero procedentes de Torreón, en que le hacía saber que algunas fuerzas carrancistas a las órdenes del General Ildefonso Vázquez habían llegado hasta las cercanías de San Pedro de las Colonias y de Viesca, Coahuila, manifestando que en Torreón disponía de pocas fuerzas para defender esta plaza. Y agregó, dirigiéndose a Angeles:
Mande usted embarcar inmediatamente todas sus fuerzas y le voy a dar dos brIgadas más para que marche inmediatamente a Torreón, que es mi base de operaciones y de aprovisionamientos, a batir esas fuerzas carrancistas, y si es posible para que me tome Saltillo y Monterrey.
Angeles, visiblemente contrariado, aunque con toda mesura, objetó aquella orden con las palabras siguientes:
Mi General, nuestra base es ahora la capital y no Torreón. Con las fuerzas que tiene Emilio Madero basta y sobra para defenderlo. Lo importante para nosotros es atacar a Carranza, que es la cabeza. Siempre hay que pegar a la cabeza.
Villa insistió tercamente en el cumplimiento de su orden. Angeles replicó. El primero dijo que Angeles podía destruir el fuerte núcleo de Pablo González y Antonio I. Villarreal en el Norte y que Zapata daría cuenta con Obregón, Alvarado y Coss en Puebla.
Acabando con la cabeza -replicó Angeles- se acaba todo. Si usted ve un clavijero que tiene colgados varios sombreros y quiere tirarlos todos, no hay que ocuparse de arrojar al suelo uno por uno. Es preferible, más fácil, más rápido, arrancar el clavijero para que vengan al suelo todos los sombreros. Carranza, no hay que olvidarlo, es en este caso el clavijero. Las fuerzas del Sur no tienen la organización ni el armamento necesarios para acabar con la resistencia de Carranza, cuyas fuerzas no podrán resistir el empuje de los elementos de la División del Norte combinados con los del Ejército Libertador del Sur.
Villa insistió en el cumplimiento de su orden, y Angeles se despidió diciendo que sería inmediatamente acatada. Al efecto nos trasladamos de nuevo a los Morales, donde ordenó que desde luego se embarcara la artillería, los caballos y las acémilas, y luego hicimos un recorrido por las calzadas de San Angel y Tlalpan. Al dejarlo en su alojamiento me despedí del digno y honorable jefe. No volvería a verlo.
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