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Capítulo 60
La contrición del Presidente, General Gutiérrez, y la integración de su gabinete.
Afortunadamente, por el momento, el encuentro tormentoso entre los Generales Eulalio Gutiérrez, Presidente de la República, y Francisco Villa, no fue de graves consecuencias, pues apenas trascendió a unos cuantos de los más allegados a los actores y testigos. Todos los periódicos guardaron profundo silencio. Pero el que esto escribe, estimulado por el viejo aprecio que desde la infancia profesaba a Eulalio y por las noticias que me llegaron, por diversos conductos, de que algunos trataban a toda costa de separar al General Gutiérrez del General Villa, preparando fantásticos e ilusos Planes de Guerra para lograr la división entre ambos, decidí hablar con toda franqueza a mi viejo amigo.
Descabelladas ilusiones y turbias maniobras.
A las 4 de la tarde me trasladé al palacio Braniff. Encontré en su alojamiento un gran número de personas que lo adulaban y felicitaban por su energía frente a Villa. Allí estaban el licenciado José Vasconcelos, el abogado Manuel Rivas, secretario particular de Eulalio, y otros muchos que comentaban la entrevista tormentosa efectuada en la mañana del mismo día, que según ellos y gracias a la energía del General Gutiérrez, había terminado con la completa sumisión del caudillo norteño.
Vasconcelos, seguramente resentido con Villa y temoroso de alguna represalia de éste, abogaba por un completo rompimiento con él. Tenía plena seguridad -decía- en el General Cerecedo Estrada, que contaba con mas de un millar de soldados en Pachuca. Creía poder convencer a los Generales José Isabel Robles, Secretario de Guerra, Eugenio Aguirre Benavides, Subsecretario de la misma dependencia, y Mateo Almanza, Comandante Militar de la plaza, que tenían a sus órdenes más de diez mil hombres. Consideraba segura la adhesión del General Lucio Blanco con otros diez mil, y estimaba que sería muy fácil convencer a Maytorena, el Gobernador de Sonora; al General Felipe Angeles, a Emilio y Raúl Madero, y al General Antonio I. Villarreal, Todas las fuerzas de los anteriores -afirmaba-, sumadas a las del General Luis Gutiérrez, que se encontraban en Saltillo, y a las del mismo Eulalio, que guarnecían el Estado de San Luis Potosí, se completarían en un contingente de más de cincuenta mil soldados valerosos que podrían eliminar a Villa y a Zapata.
Obregón -agregaba-, ante este despliegue de fuerza, se presentaría inmediatamente a ponerse a las órdenes de Eulalio, que era el representante de la legalidad y además sería el más fuerte. Muchos de los presentes elogiaban el magnífico plan de guerra de Vasconcelos y mareaban a Eulalio con sus alabanzas y con la seguridad de un inmediato y magnífico triunfo.
Aclaraciones con el Presidente Gutiérrez.
Sin hablar, el autor de estas líneas escuchaba aquella marejada de adulaciones y proyectos quiméricos. El entusiasmo de Vasconcelos era desbordante. El odio, el despecho, la vanidad herida y el intenso pánico son siempre malos consejeros. Era necesario y patriótico impedir el hundimiento de Eulalio. En un momento oportuno, expresé al General Gutiérrez que deseaba hablar a solas con él y para que no se nos interrumpiera, era necesario que nuestra conversación no se efectuase en su alojamiento. Accedió y pocos momentos después, pretextando una ocupación urgente, salió conmigo. Ya en el automóvil, acordamos dirigirnos a mi casa, en donde tomaríamos una copa y una taza de café.
En mi domicilio, en la calle de Durango 107, nos encerramos en la biblioteca. Comenzó nuestra plática. Mis palabras eran escuchadas al principio, con cierto disgusto. Años más tarde, cuando Eulalio y yo representamos juntos a Coahuila en el Senado de la República y después cuando estuvimos en íntimo contacto, el año de 1930, desterrados los dos en Estados Unidos, recordaba aquella conversación, exclamando:
¡Si hubiera seguido tus consejos, hubiéramos ganado los de la Convención y me hubiera evitado muchos desastres y humillaciones!
Comencé mi conversación de esta manera:
Te voy a hablar con toda franqueza. La vieja amistad y el afecto que desde la infancia nos profesamos me obliga a ello. Hoy en la mañana escuché en el salón verde de la Cámara de Diputados, las querellas de Villa. Estuve presente en el encuentro tempestuoso entre tú y Villa, en que te mostraste valeroso y enérgico. Y acabo de oír en tu alojamiento el montón de sandeces que te dirigían muchos. Si sigues tales consejos y adoptas los planes quiméricos que te presentaron, irás al más completo fracaso. Con ellos, lo único que lograrás será el triunfo completo de Carranza. Villa te ofreció hoy completa obediencia. Afiánzala y con ella el triunfo sera tuyo.
Desmenuzamiento de los planes quiméricos.
Eulalio sorbía unos tragos de coñac y me miraba con fijeza y desconfianza. Contestó:
¡Tú me estás resultando más villista que Villa! Y haces mal. Con éste no se puede tratar. Es un bandido. Veo que no escarmienlas con la balaceada que te dieron hace cinco días en la calle de Liverpool cuando pretendías rescatar a los millonarios García de Zacatecas, mandados a secuestrar por Villa para sacarles un rescate de medio millón de pesos.
Es cierto, pero las revoluciones no se hacen con santos. Villa ciertamente, tiene muchos defectos, pero es el único que con sus fuerzas defiende a tu Gobierno. Estamos en alta mar, capeando tempestades. El piloto es Villa y tú quieres arrojarlo al agua ...
Para rodearme de gente decente, interrumpió Eulalio, no de bandidos como Villa y Zapata.
Dejemos a un lado tus apreciaciones. Debes recordar tú los trenes que volaste entre Saltillo y Charcas; que expresaste en la Convención que nadie había mandado matar más periodistas que tú y que hasta ordenaste construir en Concepción del Oro, una guillotina, que afortunadamente nunca llegó a funcionar.
Eulalio sonrió con cierta amargura. Replicó:
Pero entonces estábamos en lucha.
Ahora se va a presentar una pugna más difícil y quizá más larga. Hay que atraer elementos y no sembrar la división entre los nuestros, cosa que sólo favorece a los adversarios. Vamos a analizar los planes de guerra de tu canciller Vasconcelos, que vale mucho como intelectual, pero que nunca ha olido la pólvora. Siempre estuvo lo más lejos posible de donde se luchaba, allá por Canadá. Yo creo difícil que Robles, Aguirre Benavides y Almanza puedan voltearse contra Villa y en caso de que pretendieran hacerlo, sus soldados, que adoran a Villa, no los seguirían. No lucharán contra sus antiguos compañeros de armas.
Con Lucio Blanco -proseguí-, no debes contar. Ya pudiste observar la actitud vacilante que adoptó para adherirse a los ejércitos de la Convención. Estoy plenamente seguro que ni don José María Maytorena, ni los Generales Felipe Angeles, Emilio y Raúl Madero, enderezarán sus armas contra Villa. Villarreal es un despechado porque a última hora la Convención te eligió a ti Presidente de la República, cargo que él anhelaba fervorosamente. Tu hermano Luis fue el primero en desconocerte. Obregón, que fue el que auspició tu elección presidencial, salió, con embustes, de Aguascalientes, para ir a ponerse a las órdenes de don Venustiano. Es peligrosísimo por sus intrigas. Sé que está en correspondencia contigo y que te ha ofrecido ponerse a tus órdenes si tú eliminas a Villa, pero logrado esto no estará contigo. Sólo busca dividirte a ti y a Villa y con esta escisión pondrá los cimientos para su triunfo y para el logro de sus ambiciones.
Además, -terminé- creo injusto e indebido golpear por la espalda a los que están luchando para consolidar tu gobierno. Esta es la opinión de tu viejo amigo que desea que triunfes, evitando grandes peligros que puedan llevarte a la muerte, al destierro o cuando menos, al ridículo. En conclusión, te quedan tres caminos: primero, seguir con Villa y con Zapata, imponiéndoles en forma firme y comedida, ciertas normas de conducta; segundo: renunciar ante la Convención en los primeros días del próximo enero, en que se reunirá ésta; tercero: romper abiertamente con Villa y con Zapata, con todos los riesgos que te he enumerado.
Las objeciones de Eulalio.
Ya habíamos apurado tres copas de coñac y dos tazas de café. El General Gutiérrez estaba indeciso. Había tendido ya muchas redes y se veía envuelto, aprisionado en ellas. Había echado de cabeza ante Villa a su canciller Vasconcelos y éste lo azuzaba en forma apremiante para que lo desconociera. Me miraba con ojos desconfiados. Su mirada estaba llena de recelos. Se pasaba la mano por la frente. Al fin, objetó ¿Puedo confiar en ti? ¿Me prometes no decir una sola palabra de lo que voy a confiarte? ¿Me das tu palabra de honor que seguirás mi suerte?
Tienes mi palabra de honor de que no externaré una sola palabra. Pero en el caso de que desconozcas al General Villa y a Zapata, no puedo seguir tu suerte. Desde luego renunciaré al cargo que me has confiado y seguiré siendo tu amigo.
Bueno. Desde luego ya no existe la Convención.
Eso ya se acabó. La mayoría de los miembros de la Comisión Permanente se fue con la bandera.
No es cierto. La mayoría de la Comisión Permanente se quedó aquí. Eligió Presidente al General Natera. El primero de enero está convocada la Convención a la que concurrirán delegados zapatistas debidamente autorizados. Y la Convención asi integrada tendrá que ratificar o rectificar tu designación de Presidente de la República, acatando el acuerdo tomado en Aguascalientes. A menos -dije- que mandes disolver la asamblea imitando la conducta de Victoriano Huerta.
Eulalio me miraba con ojos azorados. Advertíase que él comprendía que algunos de sus consejeros lo estaban engañando y que mis palabras le llegaban hasta el fondo de su corazón. Alegó aún:
¿Y si yo me salgo de la capital con todos los que me han ofrecido su ayuda y desconozco a Villa, a Zapata y a la Convención?
La Convención el mismo día te destituirá de la Presidencia de la República y nombrará otro Presidente. Y entonces tendrás que luchar contra carrancistas, villistas y zapatistas. Te pasará lo que a Comonfort, que desconoció la Constitución de 1857 y quedó mal con los liberales y con los conservadores. Estoy seguro de que las promesas de Obregón constituyen una trampa y que aunque él quierá cumplirlas, no podrá hacerlo.
Pidió que le sirviera una copa de coñac. Inclinó la cabeza. Al fin, la levantó y haciendo acopio de energía, exclamó:
Tienes razón. Pareces saurino (sic, por zahorí). Estaba haciendo una gran ... tontería: conspirando contra mi propio Gobierno. Mañana tendré una entrevista con Villa y arreglaré todas las dificultades para seguir trabajando con él y con Zapata en la mejor armonía. Dame un abrazo, hermano.
Lo acompañé hasta su casa. Estaba seguro de que había apartado a Eulalio de un gran peligro.
Múltiples actividades.
Terminaba el tormentoso año de 1914 y alboreaba el de 1915. Los sucesos se multiplicaban con gran intensidad. Mientras Villa secuestraba una vieja celestina francesa que pretendía cobrar fuerte cantidad por entregarle una cajera agraciada; el Presidente Gutiérrez, al parecer arrepentido de sus veleidades, íntegraba su gabinete. El 1° de enero, Eulalio tomó la protesta a los nuevos Ministros, que lo fueron el General Lucio Blanco, de Gobernación; el licenciado Rodrigo Gómez, de Justicia; el General Manuel Palafox, de Agricultura y Colonización, y el licenciado José Ortiz Rodríguez, como Subsecretario de Relaciones. Estuvieron presentes en el acto solemne, los Ministros anteriormente designados: General José Isabel Robles, de Guerra; ingeniero Felícitos Villarreal, de Hacienda; ingeniero Valentín Gama, de Fomento, y José Rodríguez Cabo, de Comunicaciones. Se advirtió la ausencia del licenciado José Vasconcelos, Secretario de Educación Pública, quien según observación de Alfonso Taracena, se presentó el día anterior en la Escuela Nacional Preparatoria, con aspecto de atormentado.
El mismo día, reanudó sus sesiones la Convención Revolucionaria en el salón de sesiones de la Cámara de Diputados. Se acordó celebrar varias juntas previas para discutir las credenciales de los nuevos delegados, entre los cuales se encontraban los representantes del Ejército Libertador del Sur. Se acordó también, que no era requisito indispensable el que los delegados fueran militares, pues bastaba que representaran a Generales o gobernadores.
Y como si Eulalio quisiera acreditar su buena conducta, me rogó que aceptara el cargo de Gobernador del Distrito Federal, agregando que podía designar al que yo quisiera como Inspector General de Policía. Contesté que aceptaría si cumplía su promesa de abandonar sus complots contra su propio Gobierno. Al ratificarla, expresé:
Voy a nombrar al Teniente Coronel Elpidio Martínez tu Jefe de Estado Mayor.
No. Me lo tiznan. No sé cómo tales te has escapado tú.
Al final fue designado el Coronel Carlos Domínguez, joven revolucionario probo y enérgico. Todos estos actos anunciaban que íbamos por buen camino.
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