Índice de Anales mexicanos de Agustín Rivera | ANALES DEL SEGUNDO IMPERIO - AÑO 1867 - Tercera parte | ANALES DEL SEGUNDO IMPERIO - APÉNDICE - AÑO DE 1867 | Biblioteca Virtual Antorcha |
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ANALES DEL SEGUNDO IMPERIO
1867
CUARTA PARTE
Agustín Rivera
Junio 16, a las doce de la noche.
Salida del barón de Magnus de San Luis Potosí para Querétaro, para servir a Maximiliano en sus negocios de última voluntad.
Junio 17.
Carta de Maximiliano a su madre la archiduquesa Sofía, suplicándole que tomase bajo su protección a doña Concepción Lombardo de Miramón y a sus hijos, procurando la decente educación de éstos (1).
Junio 18.
Carta de Maximiliano al Papa, pidiéndole perdón de las faltas que había tenido como emperador católico.
Junio 18.
Carta de Miramón a Ramírez Arellano, en la que le dijo entre otras cosas:
Querido Manuel:
Aprovecho el tiempo de prórroga para escribirte cuatro letras ... Concha sale para el extranjero: mis hijos creo no volverán; si así fuese y tú ocupares el puesto que por tu talento y servicios estás llamado a ocupar (2), acuérdate que son mis hijos, y si necesitan alguna cosa, procura que les sea satisfecha y procura igualmente que Miguel (su hijo) jamás tome las armas, si no es contra el enemigo extranjero; hombre de honor y con un nombre limpio, aunque a mis enemigos les pese, sería sacrificado como su padre y su tío (3). Adiós, querido amigo (4), que la suerte en esta vida te sea más feliz que a tu apasionado.
Capuchinas de Querétaro, junio de 1867 (5).
Junio 18, en la noche.
Zamacois, en la pág. 1562, hablando de la princesa de Salm Salm, dice:
Temblando y sollozando cayó de rodillas a los pies del Presidente, y con ardientes palabras, dictadas por el sentimiento del corazón, imploró piedad para el sentenciado, con la elocuencia que presta el dolor. Don Benito Juárez hizo esfuerzos para alzarla; pero la afligida princesa abrazó sus rodillas y dijo que no se levantaría hasta que no le concediese la gracia que pedía. El lenguaje de la hermosa dama era tierno, conmovedor. Don Benito Juárez y don José Ma. Iglesias parecían conmovidos.
Señora, le dijo el Presidente en voz baja y triste, me causa verdadero dolor el verla de rodillas; mas aunque todos los reyes y todas las reinas estuviesen en vuestro lugar, no podría perdonarle la vida; no soy yo quien se la quita; son el pueblo y la ley los que piden su muerte; si yo no hiciese la voluntad del pueblo, entonces éste le quitaría la vida a él, y aun pediría la mía también (6).
Junio 18, en la noche.
Los defensores de Maximiliano despidiéndose de Juárez; Zamacois, en la pág. 1568, dice:
Don Benito Juárez les dijo en contestación: Al cumplir ustedes el cargo de defensores, han padecido mucho por la inflexibilidad del gobierno. Hoy no pueden comprender la necesidad de ella, ni la justicia que la apoya. Al tiempo está reservado apreciarla. La ley y la sentencia son en el momento inexorables, porque así lo exige la salud pública. Ella también puede aconsejarnos la economía de sangre, y éste será el mayor placer de mi vida (7).
Junio 19, a las cuatro de la mañana.
Zamacois, en la pág. 1569, dice:
A las cuatro entró a verle (a Maximiliano) el padre Soria, como se lo había encargado y volvió a confesarse con él. Una hora después se celebró el santo sacrificio de la misa en la capilla del convento de Capuchinas, al cual asistieron los tres sentenciados, recibiendo el sagrado viático con ejemplar recogimiento y devoción. Terminado el acto religioso, volvieron a sus respectivos cuartos para esperar el momento en que debían ser conducidos al sitio de la ejecución, que era el Cerro de las Campanas. Cuatro mil hombres a las órdenes del general don Jesús Díaz de León, formaron a las seis de la mañana el cuadro al pie del expresado cerro.
Junio 19, a las seis de la mañana.
Zamacois, dice: Tres coches de alquiler, que eran el número 10, el 13 y el 16, estaban dispuestos fuera para conducir a los sentenciados. El emperador, acompañado del padre Soria, entro al pnmero: el general don Tomas Mejía en union del virtuoso sacerdote Ochoa, entró al segundo, y el general don Miguel Miramón, ocupó el tercero, acompañándole el respetable padre Ladrón de Guevara.
Junio 19, a las siete y cinco minutos de la mañana.
Fusilamiento de Maximiliano, Miramón y Mejía. Zamacois, en las págs. 1573 y siguientes, dice:
Abrazó (Maximiliano) a Miramón y Mejía, diciéndoles: Dentro de breves instantes nos veremos en el cielo (8). En los momentos de colocarse en sus lugares respectivos, de los cuales el del centro pertenecía al emperador, Maximiliano conservando su serenidad y sangre fría hasta el último instante, así como su aprecio hacia Miramón, dijo a éste: General: un valiente debe ser admirado hasta por los monarcas: antes de morir, quiero cederos el lugar de honor, y le hizo que se colocase en el centro. Dirigiéndose luego a don Tomás Mejía, le dijo: General: lo que no se premia en la tierra, lo premia Dios en la gloria. Después, adelantándose algunos pasos, y alzando la voz para ser oído de todos, exclamó con sonoro y firme acento: Voy a morir por una causa justa, la de la Independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México! El general don Miguel Miramón, conservando el valor, la energía y la entereza que siempre le habían distinguido aun en los mayores peligros, dirigió sereno una mirada al cuadro de cuatro mil soldados que estaba formado, así como al pueblo, que detrás de ese cuadro se hallaba triste y afligido, y pronunció con voz clara y firme, las siguientes palabras: Mexicanos: En el Consejo, mis defensores quisieron salvar mi vida. Aquí, pronto a perderla, cuando ya no me pertenece, cuando voy ya a comparecer delante de Dios, protesto contra la nota de traición que se ha querido arrojarme para cubrir mi sacrificio. Muero inocente de ese crimen y perdono a los que me lo imputan, esperando que Dios me perdone, y que mis compatriotas aparten tan fea mancha de mis hijos, haciéndome justicia. ¡Viva México! Después de pronunciadas las anteriores palabras, cada uno de los tres sentenciados ocupó el puesto respectivo, esto es, Miramón en medio ... Maximiliano a su derecha y ... Mejía a su izquierda. Los tres tenían la vista descubierta, sin vendar los ojos. El emperador se quitó el sombrero y se limpió la frente con el pañuelo, dando ambos objetos a su criado Tudos, para que se los llevase a su madre la archiduquesa Sofía; separó su rubia y larga barba con ambas manos, echándola hacia los hombros, y mostrando el pecho a los soldados que debían hacer fuego sobre él, les encargó que no le diesen en la cara. Miramón, señalando con la mano el sitio del corazón, dijo: Aquí, y levantó la cabeza ... Mejía nada dijo: y cuando vio que los soldados encargados de la ejecución iban a hacer fuego, separó de su pecho la mano en que tenía el crucifijo, y esperó sereno la descarga. Los tres iban a recibir a un mismo tiempo la muerte. Los soldados tendieron sus fusiles y apuntaron al pecho de las víctimas ... La multitud sintió correr un frío glacial por sus venas ... El oficial a quien se había encargado la ejecución hizo la señal de ¡fuego! ... Una descarga se oyó en seguida ... y tres cuerpos cayeron en tierra, atravesado el pecho por las balas ... Eran entonces las siete y cinco minutos de la mañana. El emperador cayó del lado derecho, pero no enteramente muerto, pues pronunció tendido estas palabras: ¡hombre! ¡hombre!, moviéndose ligeramente. Entonces el oficial le colocó boca arriba y señalando a uno de los soldados el punto del corazón, recibió el golpe de gracia (9). También sobre el general Mejía fue preciso hacer dos disparos más para que acabase de morir. La muerte del general don Miguel Miramón fue instantánea.
FILOSOFIA DE LA HISTORIA
Cuando el filósofo instruido en la Historia de México, lee la vida militar de Méndez y la vida militar de Mejía, se ve obligado a cerrar el libro para engolfarse en provechosas meditaciones. Mejía y Méndez defendieron una. mala causa. Esto no es parcialidad: es la opinión de la inmensa mayoría de los mexicanos ilustrados, y no solamente de los mexicanos, sino también de todos los hombres civilizados e imparciales franceses e ingleses y de las demás naciones. Y sin embargo, la vida militar del general otomí y la vida militar del general tarasco, despiden ráfagas de luz del siglo XIX. Este siglo, en su marcha majestuosa de progreso de 1821 a 1867, no había avanzado en vano para Mejía y Méndez. Las luces despedidas por la Constitución política de 1824, y por multitud de papeles públicos y propagandas hasta en la raza india, no habían sido inútiles para Mejía y Méndez. Estos no eran unos indios encorvados y embrutecidos como los de la época colonial, como aquella manada de carneros trasquilados y mudos durante tres siglos bajo la dominación española. Mejía y Méndez tenían principios políticos, tenían libertad e independencia para pensarlos y expresarlos y tenían gran valor para sostenerlos; tenían nobleza de sentimientos y conocían el valor de la sonrisa ante la muerte y la gloria del cadalso; y desde que Xicoténcatl había perecido en una horca en Texcoco y Cuauhtemoctzin había terminado sus amargos días colgado de una ceiba en Izancanac, durante más de tres siglos no se habían presentado en el campo de la nación mexicana unos guerreros indios como Mejía y Méndez. Ellos erraron en la aplicación de los principios políticos, y lo que necesitaban era orientación en los principios, educación política. La raza india tiene talento, tiene valor, tiene patriotismo; lo que necesita es educación política.
No omitiré otra circunstancia notable de los últimos momentos de Mejía, máxime cuando es muy conforme a mis modos de pensar y de sentir. Maximiliano, Miramón y Méndez, gritaron: ¡Viva México!, Mejía no dijo nada. Su muerte estuvo revestida de más gravedad y dignidad. Maximiliano tuvo mucho cuidado de su hermoso rostro, encargando que no se le tirara a él, y de su linda barba, echándola hacia los hombros. Todo filósofo verá en estos nimios cuidados del cuerpo una puerilidad. Con pena digo estas cosas, pues quisiera hacer el panegírico de Maximiliano, a lo menos en el cadalso, por compasión a un príncipe infortunado y por respeto a la religión de la muerte; mas la filosofía de la historia es inflexible. ¿Qué ganaba Maximiliano con aquellos cuidados, si aunque las balas no tocaran su semblante y a pesar del embalsamamiento, su semblante quedaría horroroso por haberlo tocado la muerte? Ni en la muerte de Vergniaux, ni en la de María Antonieta, ni en la de Hidalgo, ni en la de Morelos, ni en la de Rafael Riego, ni en la de ningún hombre ni mujer grande se han observado esos excesivos cuidados del miserable cuerpo. Ellos han ido al cadalso despeinados, cubiertos de polvo, con el vestido roto y con el pobre cuerpo maltratado: pero la parte superior del ser racional, el espíritu, ha aparecido radiante de luz y arrastrando en pos de sí el deseo de la imitación de sus virtudes y la admiración de la posteridad. El fondo del carácter de Maximiliano fue la puerilidad: toda su vida fue pueril, y como según es la vida es la muerte, lo fue hasta en el cadalso.
Ruego a mis lectores que tengan la paciencia de leer este trozo de mi Compendio de la Historia Romana. Describiendo la famosa batalla de Farsalía, he dicho: César dijo a sus galos de la legión de Alondra: Herid en la cara. No puedo decir unas palabras que disminuyeran más la fuerza moral de aquellos jóvenes, que lavaban, perfumaban, coloreaban y cuidaban su bello rostro, y temieron, no tanto morir, como recibir en él una fealdad y marca indelebles. Cuando Pompeyo vio que huían con todo su ejército desordenado, se fue a su tienda y se sentó como Un estúpido.
He dicho que Maximiliano murió con valor, porque recibió la muerte con sangre fría, y no tiene duda que Miramón era un valiente; mas en el uno y en el otro fue una debilidad el cuidado y encargo de que se les tirara precisamente al corazón, porque manifestaban no tener fuerzas para sufrir el tormento de la muerte ¡un minuto más! Mejía no encargó que no se le tirara a la cara ni que se le tirara al corazón, y con su elocuente silencio quiso decir a los soldados: Tiren donde quieran. La prolongación del tormento de la muerte un minuto más no le importaba nada. Maximiliano, Miramón, Méndez, Vidaurd y O'Horan, dieron una satisfacción a los republicanos, diciendo que no eran traidores: palabras enteramente inútiles, pues a pesar de aquellas arengas, los republicanos siempre los habían de tener como traidores. Mejía fue tan avaro de sus palabras como el rico de su oro, no quiso proferir ninguna palabra inútil, miró con noble orgullo y desdén a sus enemigos, los juzgó indignos de dirigirles la palabra y no les dio satisfacción alguna, dejando a la posteridad el juicio de sus hechos.
CONFIDENCIAS DEL PADRE SORIA
Todos los historiadores, al narrar los últimos días de Maximiliano, hablan del padre Soria; pero ninguno dice ni su nombre.
Voy, pues, a decir quién era el padre Soria y lo que me refirió. El muy reverendo padre, licenciado don Manuel de Soria y Beña, tenía en 1867 poco más de cincuenta años, pertenecía a la nación otomí, era de baja estatura, moreno, de cuerpo endeble y enfermizo, de genio tímido, de buena capacidad intelectual, humilde y virtuoso, de dulces palabras y modales, abogado recibido por el Tribunal de Querétaro, monje del Oratorio de San Felipe Neri de la misma ciudad, canónigo de la catedral de la misma y vicario capitular, o sea el que gobernaba a toda la diócesis de Querétaro, en la sede vacante por muerte de su primer obispo don Bernardo Gárate. Desde 1853 en que estuve la primera vez en Querétaro y conocí y traté al padre Soria en el oratorio, tuvimos amistad y correspondencia epistolar hasta su muerte.
Así es que, el día 12 de marzo de 1868, en que llegué a Querétaro de paso para Lagos, a mi vuelta de Europa, a poco que me bajé de la diligencia, me fui a visitar al padre Soria, no le hallé, le dejé mi tarjeta, y a las cinco de la tarde fue a la casa de diligencias y tuvo la bondad de hacerme una visita de algunas horas, en las que hablamos principalmente de mi viaje a Europa y de lo que en el mismo tiempo había acaecido en México, y especialmente de lo que había intervenido en los últimos sucesos de Maximiliano, y me refirió lo siguiente:
El día 15 de junio en la tarde fue la primera vez que visité a Maximiliano, porque me llamó para que recibiera su confesión sacramental (que no hizo esa tarde, sino al día siguiente) y lo auxiliara en sus últimos momentos. En los días siguientes lo visité a mañana y tarde. Visité también una que otra vez a Escobedo para arreglar algunas cosas. Cuando yo le hablaba a Maximiliano, lo trataba de su majestad, y cuando lo mentaba delante de Escobedo, le decía el archiduque, porque tenía miedo, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! En la celda donde estaba Maximiliano no había más que un catre, algunas sillas de tule, dos baúles y dos mesas: en una escribía Maximiliano y en otra estaban siempre escribiendo dos personas, y me parecía escribían en alemán. La celda tenía una puerta y una ventana por el claustro, y Maximiliano tenía siempre cubierta la ventana con su capa, porque no tenía vidrios y le molestaba el aire. Lo primero que me dijo Maximiliano el día 15, fue esto:
He recibido la noticia de que la emperatriz ha muerto. Ahora sí ya muero tranquilo. El único tormento que yo llevaba al sepulcro era el de dejar a esa mujer, y más el estado en que estaba, y cuando dijo esto, se le rodaron las lágrimas. Esta fue la única vez que lo vi llorar. Mejía fue el que le dio la noticia de que había muerto Carlota, y era que él y Miramón fraguaron esto para hacerle más soportable la muerte a Maximiliano, porque se afligía acordándose de su esposa.
El día 16 en la mañana, lo confesé y le administré el sagrado viático. El mismo día 16 en la tarde, me dijo Maximiliano: Hágame usted favor de facilitarme un libro valiente. Como no hablaba bien el castellano, me quería decir un libro que le diera fuerzas para morir. Yo le llevé al día siguiente un tomo de los sermones de Massillon (10), y a la otra vez que le visité, dándome un abrazo y refiriéndose al libro, me dijo: ¡Magnífico, magnífico!
El día 17 tratamos de una carta que había de dirigir al Santo Padre, pidiéndole perdón de todas las faltas que había cometido como emperador católico; él se prestó luego a ello de muy buena voluntad, y me dijo: Redacte usted la carta y yo la firmo. Yo le dije que era mejor que la redactara él para que expresara espontáneamente sus sentimientos; mas él insistió en que la redactara, y yo cedí. Al día siguiente, en la mañana, le llevé el borrador de la carta, y al llegar a las palabras su humilde hijo, me dijo: obediente, obediente, escriba usted, y levantándose de su asiento, me dio un abrazo, diciendo: ¡Excelente!, ¡excelente! Solamente agregue usted que le suplico a Su Santidad que se digne decir una misa por mi alma. Escribí la carta con las adiciones hechas por Maximiliano, el cual la firmó y yo me la eché en el bolsillo para remitirla a Roma.
Yo le dije al señor Soria que deseaba tener una copia de dicha carta, y me dijo que me la remitiría por el correo. Me la remitió, en efecto, y es la siguiente:
Prisión en el Monasterio de Capuchinas en Querétaro, a 18 de junio de 1867.
Beatísimo padre.
Al partir para el patíbulo a sufrir una muerte no merecida, conmovido vivamente mi corazón y con todo el afecto de hijo de la Santa Iglesia, me dirijo a V. Santidad, dando la más cabal y cumplida satisfacción, por las faltas que pueda haber tenido para con el Vicario de Jesucristo, y por todo aquello en que haya sido lastimado su paternal corazón; suplicando alcanzar, como lo espero, de tan buen padre, el correspondiente perdón.
También ruego humildemente a V. Santidad, no ser olvidado en sus cristianas y fervorosas oraciones, y si fuere posible, aplicar una misa por mi pobrecita alma.
De V. Santidad, humilde y obediente hijo que pide su bendición apostólica.
Maximiliano.
La carta, pues, no fue escrita en latín, que es el idioma de la corte romana, porque aunque lo conocía el señor Soria, no lo conocía Maximiliano; ni fue escrita en alemán, que era el idioma de Maximiliano, porque éste no lo conocía el señor Soria, sino en idioma español, que era el que conocían los dos.
Todas las historias y muchos periódicos han referido, que Maximiliano en sus últimos días escribió una carta al Papa; pero hasta hoy se publica esta carta al pie de la letra. Luego que Pío IX recibió la carta, hizo una alocución muy sentida a los cardenales sobre los últimos momentos de Maximiliano, y se celebraron solemnes exequias en la Capilla Sixtina, con asistencia del Papa, de los cardenales, del cuerpo diplomático y demás grandes de Roma.
El señor Soria, prosiguiendo en su narración, me dijo:
En la tarde del mismo día 18 fui a visitar a Escobedo para arreglar la hora en que le debía decir la misa a Maximiliano al día siguiente. Le dije: Diré la misa a las siete, y me contestó: No, señor, dígala usted a las cinco. Le fui a comunicar esto a Maximiliano, y me contestó: ¡Ah, ah, quiere decir que la cosa ha de ser temprano! Bien, bien, a las cuatro de la mañana me tiene usted listo. En efecto, fui a las cuatro de la mañana y ya lo encontré con la cara lavada, muy bien peinado y vestido con aseo. Lo volví a confesar, dije la misa, después de ella le volví a administrar el sagrado viático, dimos gracias, se desayunó (11) y platicamos un rato.
A las seis de la mañana comenzaron a sonar los tambores y las cornetas en el patio, y por la escalera subía la tropa que iba a conducir a Maximiliano al suplicio. Este se puso muy pálido y cortó la conversación. Esta fue la única vez que lo vi turbado. Salimos luego de la celda, y cuando íbamos en el corredor ya él iba con su color natural y sus modales fogosos.
Luego que montamos en el coche comencé yo a temblar, porque me dio una especie de convulsión, y Maximiliano sacó luego del bolsillo un pomito con álcali, y aplicándomelo a las narices me decía: ¡Oh, no, no hay que tener miedo, no hay que tener miedo! De manera que, en lugar de auxiliarlo yo, él me iba auxiliando a mí, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!
Maximiliano llevaba en la mano derecha un pañuelo y un crucifijo mediano de bronce, de mi propiedad, que tengo siempre sobre la mesa de mi estudio, y en la izquierda llevaba un rosario que le había regalado su señora madre. Luego que el coche paró al pie del Cerro de las Campanas, Maximiliano se puso el sombrero, el cual era de color morado obscuro, de felpa y de copa baja, y luego se lo quitó y arrojó en el asiento del coche, diciendo: ¡Ah!, esto ya no sirve. Trató de abrir la portañuela, y no habiendo podido hacerIo pronto, se salió del coche sin abrirla, lo que me admiró, porque era muy largo, e iba subiendo tan aprisa por el cerro, que no lo podía alcanzar.
Después de haberme referido el señor Soria el modo con que se colocaron Maximiliano, Miramón y Mejía, y las arengas que dijeron el primero y el segundo, me dijo:
Estando parado Maximiliano en el lugar donde lo iban a fusilar, me entregó el crucifijo, el pañuelo, el pomito con el álcali y el rosario. Antes me había encargado que remitiera el rosario a la archiduquesa Sofía (12). Dio algunos pasos hacia los soldados que lo iban a fusilar, llevando algunas onzas de oro en la mano; el oficial que mandaba la ejecución, le dijo: Atrás; Maximiliano le dijo: ¿No se permite darles esto?; el oficial contestó que sí y Maximiliano se acercó a los soldados y dio a cada uno un maximiliano, que era una onza de oro de a 20 pesos, con el busto de Maximiliano. Luego que fusilaron a los tres, hubo una gritería de: ¡Muera el Imperio! y ¡Viva la República!; sonido de tambores y cornetas y desfile de tropas, y yo me quedé parado y entontecido, hasta que un oficial se acercó a mí, y me dijo: Padre, la misión de usted está concluida, y me parece que no está usted en su lugar. Luego bajé de prisa por el cerro, me metí en el coche, me fui a mi casa y estuve algunos días en cama, enfermo del estómago. Después un alemán me ofrecía 500 pesos por el crucifijo y yo no se lo quise vender, diciéndole que también quería conservarlo como un recuerdo.
Luego que se fue el señor Soria me acosté, porque jamás, ni en mi juventud, he acostumbrado leer ni escribir nada después de las nueve de la noche. Otro día, en Guanajuato, escribí estos apuntes, para conservar en la memoria, al pie de la letra, lo que me había dicho el señor Soria (13).
Junio 19.
Embalsamamiento del cadáver de Maximiliano en el templo de las Capuchinas por el doctor Basch, el doctor Licea, el doctor Rivadeneira, médico del ejército republicano, y un doctor austriaco que estaba en México, a quien llamó el barón de Magnus que llegó a Querétaro el día 18, llevando las substancias necesarias para el embalsamamiento. Después de esto, Escobedo, conforme a la orden de Juárez, recibida el día 18, hizo que se colocara el cadáver en dos cajas muy decentes, una de cinc y otra de madera; que se celebraran exequias en el mismo templo conforme al culto católico, y depositó el cadáver en lugar seguro sin entregarlo a nadie. El cadáver de Miramón y el de Mejía los entregó a las esposas de ellos, también fueron embalsamados, se les hicieron exequias y reposan en el cementerio de San Fernando.
Junio 19.
El doctor Basch y el barón de Magnus pidieron a Juárez el cadáver de Maximiliano para conducirlo a Viena, y se los negó, diciendo: Pídase en forma. Solicitó lo mismo poco después el barón de Lago, y el Presidente contestó lo mismo (14).
Junio, del 1° al 19.
Hambre en México. Documento curioso: Zamacois, en la pág. 1450, dice:
La junta se valió para esto (socorrer a los pobres), de las señoras que componían la junta de caridad de aquellas parroquias; y como ellas habían estudiado la economía para extender más sus beneficios, se pudo ministrar este socorro a trescientas ochenta y cuatro personas, sin más costo que doscientos sesenta y cuatro duros.
¡Santa economía! La riqueza de la clase alta de la capital representa muchísimos millones de pesos, y sin embargo, la junta de señoras no ministró a los hambrientos y desnudos más que 264 pesos.
Junio 19, en la noche.
Se recibió en México la noticia del fusilamiento de Maximiliano, Miramón y Mejía. Al momento Leonardo Márquez entregó el mando al general Tavera y se ocultó. En la misma noche se ocultaron Ramírez Arellano, Vidaurri, O'Horan y José María Lacunza, y de esta manera establecieron la regencia y convocaron el Congreso nacional que Maximiliano había mandado que se estableciese y convocase luego que se supiese su fusilamiento.
Junio 20, Jueves de Corpus.
Capitulación entre Tavera y Porfirio Díaz.
Junio 20.
Carta de Víctor Rugo a Juárez, en que hacía grandes elogios del Presidente de la República Mexicana, y le suplicaba perdonase la vida a Maximiliano.
Junio 21, a las seis de la mañana.
Ocupación de la capital de México por Porfirio Díaz a la cabeza de sus tropas, y fin del Segundo Imperio (15).
NOTAS
(1) Para la educación de los hijos de Miramón podía haber señalado Maximiliano los doscientos mil pesos con que prometía pagar a los coroneles Palacios y Villanueva el favor de facilitarle su evasión de Querétaro; pero parece que estos fondos no existían.
(2) Es muy común leer de prisa, y muchísimos tienen como vanagloria el decir respecto de un libro, lo he devorado, sin reflexionar que el que no mastica no come bien; pero algunos acostumbramos leer despacio y con reflexión, pesando las palabras que merecen pesarse. ¿Miramón tenía esperanzas de que Ramírez Arellano tuviera una buena posición social en un orden constitucional? Es claro que no, porque las opiniones de Ramírez Arellano, como las de Miramón, jamás fueron constitucionalistas. ¿Miramón tenía esperanzas de que Ramírez Arellano tuviera una posición social como hacendado o como banquero? Ramírez Arellano no tenía cara de lo uno ni de lo otro. ¿Miramón tenía esperanzas de que Ramírez Arellano tuviera una buena posición social en un gobierno conservador? Es muy probable.
(3) Joaquín Miramón, fusilado en San Jacinto, según unos, y según otros en el rancho del Tepetate, cerca de San Luis Potosí.
(4) Lo era desde que los jóvenes generales habían sido condiscípulos en el Colegio Militar de Chapultepec.
(5) Filosofía de la Historia. ¿No será lícito mirar en esta carta un arrepentimiento de Miramón de toda su vida militar?
(6) Filosofía de la Historia. Cuando en 1816 Penito Juárez era muchacho de 10 años, de calzón blanco, guaraches y gabardina de chomite color de café, que en la barranca de San Pablo Guelatao cuidaba unas vacas, hablando en su lengua zapoteca y sin saber ni e] idioma castellano, ¿quién había de haber previsto que aquel muchacho indio había de ser Presidente de ]a República Mexicana, que a sus pies se postraría una princesa de Europa, que ante él hablarían en actitud suplicante los gobiernos de Europa, e] gobierno de los Estados Unidos y hombres como Gariba]di y Víctor Hugo, y que condenaría a muerte a un descendiente de María Teresa y de Carlos V? Respecto de Iglesias, El Monitor Republicano, en su número correspondiente al 19 de diciembre del año próximo pasado, dice: El, como Juárez y como Lerdo, opinó por qué debía castigársele (a Maximiliano), sin que fueran parte a quebrantar su virilidad las exigencias embozadas de Mr. Seward, las lágrimas de la princesa de Salm Sa]m, o los vaticinios de guerra europea con que los timoratos pretendían amedrentar a la República.
(7) Son muy celebradas por los políticos esas palabras de Juárez, lo mismo que las razones que expuso Lerdo de Tejada a los defensores de Maximiliano cuando le pidieron el indulto. Las mismas razones había expuesto nuestro célebre conterráneo Ignacio L. Vallarta, en su discurso pronunciado en Guadalajara el día 5 de mayo del mismo año de 1867, que corre impreso, en el que dijo: ¡Ved al perjuro del 2 de diciembre! Y para que nada falte en ese lúgubre cuadro, mirad también a Lamartine, el Presidente de la República en 848, escribiendo en una de las páginas de su Literatura Familiar ¡las glorias de la expedición! ¡Vedlo cómo injuria a México, miradlo cómo blasfema de la justicia de los pueblos! ¡La expedición que un perjuro necesitaba que la cantase un apóstata!
¡El porvenir teme sus reincidencias (de la traición) y pide su castigo ... Es preciso entregarla a la justicia para que nos libre de sus crímenes, para que haga imposible otra invasión extranjera en el país ... Si la generosidad le diere asilo, fuerza será pesuadirse de que sobre México pesa una reprobación eterna!
¿Sabéis por qué? Porque la traición seguirá pidiendo príncipes; porque alentada con la impunidad, se armaría de nuevo para combatir la Reforma: porque la guerra civil se perpetuaría entre nosotros; porque se comprometerían los destinos del porvenir; porque se perdería la diferencia que hay entre el bien y el mal; porque México daría al mundo el espectáculo de un pueblo sin conciencia. ¡El castigo de la traición es necesario e inexcusable! La opinión pública será severa y marcará con indeleble, oprobiosa señal, la que traiga estampado el tacón de una bota francesa. ¿Por qué la ley no había de ser justiciera? ¿Por qué no había de castigar inexorable un crimen que mancha nuestro pasado, que compromete nuestro porvenir?
Juárez, señores, os lo prometo también, no burlará la justicia nacional; no será cruel; no teñirá de sangre nuestro suelo, pero desarmará, castigándola para siempre, a la traición: el celoso guardián de la honra y del porvenir de México no será generoso, será justo.
Vallarta, pues, expuso las mismas razones que Juárez y Lerdo, y las expuso antes que Juárez y Lerdo.
(8) Filosofía de la Historia. Maximiliano, desde su cuna y educación, cortesana y ceremoniosa, hasta el cadalso, fue muy inclinado a expresiones de grandísimo afecto, a abrazos y a otras manifestaciones espléndidas y semi teatrales, a que no era inclinado Mejía. A éste le pedía los brazos y los daba por urbanidad; mas no era inclinado a abrazos. Mejía y Méndez, compañeros en la misma causa y los dos valientes, simpatizaban y se amaban mucho; y, sin embargo, ya se recordará cuán grave y verdaderamente marcial fue la última despedida de los dos caudillos indios: ellos no se abrazaron, sino que se dieron únicamente la mano derecha: despedida que hace recordar la de aquellos guerreros troyanos de que nos habla Virgilio en el libro 1°, versos 614, 615 y 616 de su Eneida:
Sic fatus, amicum
llionea petis dextra, laevaque Serestum:
Post alios, fortemque Gyan, fortemque Cloanthum.
(9) Filosofía de la Historia. La vida de Maximiliano, como emperador de México, fue una serie de desaciertos: su muerte fue la de un valiente. Cuando se vio cercado en Querétaro y reducido a la última extremidad, emprendió diversos caminos de salvación, ora el de la política, ora el de la fuga; mas cuando encontró cerrados todos los caminos y vio la irremediable, se revistió de fortaleza y murió con dignidad.
Cuando Maximiliano vivía al lado de su joven esposa en medio de las delicias de Miramar, leyendo a Goethe y hablando el idioma de Goethe; cuando España, con sus frailes y sus monjas no era el objeto de las simpatías de su corazón; cuando sus ideas eran tan liberales que excitaba el recelo de la Corte liberal de Viena; cuando no sabía el idioma español, y lo menos en que pensaba era el aprender este idioma, el menos hablado y apreciado en Europa; si alguno le hubiera dicho: Un fraile vendrá de España y te enseñará el idioma castellano; e hijos de españoles que habitan en una remota región del Nuevo Mundo, hijos de Hernán Cortés y de Calleja y herederos de sus ideas, vendrán y te sacarán de tu castillo; y te llevarán a través del Adriático, del Mediterráneo y del Atlántico; y vivirás como monje en el convento de la Santa Cruz de Querétaro, en la celda del padre Bringas; y estarás tan sombrío, que después de haber admirado el acueducto de Zempoala, las pirámides de Teotihuacán, la casa de Hidalgo y la estatua de Morelos, en Querétaro, verás con indiferencia su gran acueducto, su fábrica de Hércules y la casa monumental de doña Josefa Ortiz, y no pensarás más que en defender las ideas monárquicas de Calleja y del padre Bringas; y serás preso en un convento de frailes y en dos conventos de monjas; y un fraile te pondrá en la mano su crucifijo y te llevará al patíbulo; y morirás hablando, no tu idioma nativo, sino el idioma castellano, Maximiliano se habría reído, teniendo todas estas cosas como las extravagancias de un sueño.
El señor Melecio Calvillo y Hoyos, nativo de Lagos, que vive hoy en Encarnación Díaz, era en 1867 un joven oficial practicante de medicina que militó en el sitio de Querétaro, y en un periódico que redactaba hace algunos años en la misma ciudad de Encarnación Díaz, dijo que él había sido el oficial que, caído Maximiliano en el Cerro de las Campanas, había señalado el lugar del corazón para que el soldado diera el golpe de gracia.
Hasta católicos muy piadosos aprueban el fusilamiento de Maximiliano. Tal es el señor J. Silverio de Anda, vecino de San Juan de los Lagos, quien en su periódico El Eco Social, número del 12 de septiembre de 1897, ha dicho: Sepan nuestros primos que hace treinta años que en México no hay nacionales ni extranjeros para la responsabilidad penal, sino hombres culpables e inocentes. Aquí el que la hace la paga. Treinta años, cuenta exacta, de 1867 a 1897.
(10) Se me olvidó preguntar al señor Soria si los sermones estaban escritos en francés o en castellano.
(11) De seguro que también al señor Soria se le sirvió desayuno.
(12) Se me olvidó preguntar al padre Soria qué había dispuesto Maximiliano sobre el pañuelo.
(13) El Correo de Jalisco, en su número del 12 de enero de 1897, publicó el artículo siguiente:
UN TESTIGO DE LOS SUCESOS DEL IMPERIO
(Revelaciones del confesor de Maximiliano)
El señor don Teófilo F. Idrac, antes rico, ahora muy pobre, pero siempre hombre de bien, es testigo ocular de muchos sucesos del Imperio y hace tiempo está avecindado en México, donde nació el año de 1838.
Era el encargado de la hacienda de Buenavista, de don Manuel Legorreta, anexa a la de Montenegro, a leguas de Querétaro, en 1867, a la caída del Imperio.
(...)
El mal giro de los negocios hizo ir a Querétaro al señor Idrac el año de 1876. Deseaba comprar la finca de Santa Bárbara, que había sido del finado don Crescencio Mina. Para informes se dirigió al canónigo Soria, que glosaba la testamentaría. Habló largamente con él, y en la plática vino a colación la toma de la plaza.
- ¿Y es cierto, padre -preguntó el señor Idrac al canónigo Soria, que era público y notorio había sido el confesor de Maximiliano- que el coronel Miguel López, por traición, entregó la plaza?
Y el canónigo contestó con naturalidad:
- El coronel Miguel López no hizo más que lo que se le mandó.
El canónigo Soria murió en Querétaro en la calle de San Agustín, frente a la Aduana, de un contagio de viruelas perniciosas.
Afirma el señor Idrac que en el manifiesto del señor general don Mariano Escobedo acerca de la toma de Querétaro, no se lee más que la verdad pura.
(El Universal).
(14) Zamacois, en la página 1577, dice:
Es verdaderamente sensible que el príncipe don Félix de Salm Salm, en sus Memorias sobre Querétaro y Maximiliano, haya asentado que el cuerpo del emperador lo guardó el gobierno republicano para una especulación baja. La verdad histórica exige que se diga que no hubo especulación ninguna en guardar el cadáver del emperador de parte del gobierno de don Benito Juárez, ni de ningún individuo del ejército republicano. El Presidente, lejos de especular con el cadáver, dio orden de que el embalsamamiento se hiciera de cuenta del gobierno, así como las cajas de madera y de cinc y los actos religiosos acostumbrados
El barón de Magnus, el barón de Lago y los demás ministros lo eran ante el Imperio; pero ante la República no eran más que unos particulares extranjeros, y Juárez tenía tanta obligación de entregarles el cadáver, como de entregarlo a cualquiera que fuera pasando por la calle. El Presidente quiso que el cadáver fuese pedido oficialmente, conforme a las reglas del Derecho internacional, para que la República Mexicana fuera respetada ante las naciones extranjeras.
(15) El señor Vigil, en México a través de los Siglos, pág, 861, dice:
Don Basilio Pérez Gallardo publicó con el título de Martirologio de los Defensores de la Independencia de México, una noticia minuciosa de las batallas, acciones y escaramuzas habidas entre el ejército intervencionista y las fuerzas republicanas, desde el mes de abril de 1863 en que fue ocupada de nuevo la capital de la República por el gobierno constitucional. En ella se expresa el número de muertos, heridos y prisioneros republicanos e imperialistas, puramente mexicanos, así como el año, mes, día y lugar en que se verificó cada encuentro. Ahora bien, en el resumen general aparecen las siguientes cifras: 1,020 acciones de guerra; republicanos puestos fuera de combate entre muertos, heridos y prisioneros, 73,037; imperialistas, 12,209. Debemos observar que la desproporción entre ambas cifras procede seguramente de que la mayor parte de los datos están tomados de partes oficiales de origen imperialista, en que, como de costumbre, se procuraría disminuir las pérdidas propias y aumentar las del enemigo. Aunque no se las pueda aceptar, por lo mismo, de una manera absoluta, indican suficientemente, como cálculo aproximado, el número cspantoso de víctimas que costaron a México la intervención y el Imperio.
Cerraremos nuestros Anales como con broche de oro, con una noticia del célebre fray Pablo de la Anunciación, Nuestro literato Carlos Díaz Dufoo, en El Imparcial del 21 de enero de 1897, publicó el artículo siguiente:
Juárez, Maximiliano y don Emilio Castelar,
En una correspondencia de don Emilio Castelar, Profesor de Historia Universal, publicada por un periódico de esta ciudad con fecha 19 del actual, leemos con asombro lo que sigue:
A las barbas de los Estados Unidos un hijo de Luis Felipe bombardeó Veracruz, porque varios muchachos se habían comido, sin pagar, las varias golosinas de un pastelero francés; sin que los Estados Unidos pudieran impedirlo, desembarcó la coalición europea en México, llevando consigo al usurpador Maximiliano, derrotado y despedido con las tropas imperialistas, no por los yankees del Norte, por los españoles de la Nueva España, representados en el inmortal Juárez.
El señor Díaz Dufoo, añade:
En nuestra vida hemos leído mayor número de disparates en menos líneas.
Índice de Anales mexicanos de Agustín Rivera | ANALES DEL SEGUNDO IMPERIO - AÑO 1867 - Tercera parte | ANALES DEL SEGUNDO IMPERIO - APÉNDICE - AÑO DE 1867 | Biblioteca Virtual Antorcha |
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