Indice de La asonada militar de 1913 del General Juan Manuel Torrea Capítulo Vigésimo séptimo. La artillería en la Decena Trágica Capítulo Vigésimo nono. El Comandante militar de la plaza. 1913Biblioteca Virtual Antorcha

LA ASONADA MILITAR DE 1913
Apuntes para la historia del Ejército Mexicano

General Juan Manuel Torrea

CAPÍTULO VIGÉSIMO OCTAVO
EL ALTO MANDO


Designado Secretario de Guerra y Marina un General desconocido entre la generalidad de los elementos del ejército, excepto entre los del Estado Mayor, y sin méritos de guerra ni aptitudes para el mando, no es discutible que fue un desacierto tal elección y que fue uno de los tantos no indicados para figurar airosamente en la situación difícil y eminente en que se encontraba el Gobierno después de las rebeliones que habían tenido lugar en un lapso cortísimo. El General Subsecretario cuando se daba cuenta de algunas torpezas y debilidades del mando, en forma punzante pero atinada pronunció aquella frase célebre en las mismas antesalas de la Presidencia: El tercer hachazo; si no se cambia de sistema no lo resistirá el Gobierno. Dominada la rebelión de las tropas revolucionarias del General Pascual Orozco y la del General con licencia absoluta Félix Díaz, se notaba aún más la falta al frente del Ejército, de un General García Conde, de un Ignacio Mejia o de un Sóstenes Rocha.

El General García Peña era un militar correctísimo; había terminado la carrera científica de Estado Mayor con aprovechamiento, pero sólo conoció el manejo de la tropa por breve temporada en Sonora con el mando del 11° Batallón. En una de las expediciones, por su valor, se le había conferido una cruz del mérito militar y al salir a campaña el pundonoroso General González Salas, fue uno de los que lo recomendaron para que ocupara la cartera que dejaba.

Alumno del Colegio Militar en 1872, como el General Huerta, era el General García Peña un hombre carente de toda milicia y tan confiado, que este defecto, a mi juicio, fue el que lo condujo al más sonado de los fracasos en su gestión de mando dentro del orden militar. El General García Peña y el General Plata iniciaron e insistieron en que el General Huerta fuera relevado del mando de la División del Norte, por noticias alarmantes de sublevación que propalaban en la misma Secretaría de Guerra enemigos gratuitos o admiradores parciales del Divisionario que toleró, si es que él mismo no lo sugirió, que se le designara Jefe de la Guarnición en una situación inminente de vida o de muerte para el Gobierno.

El General Huerta: como se despreñde de las diversas actuaciones de su carrera militar, superaba a todos los alumnos, ya en 1913 generales, de su misma antigüedad en el Colegio Militar y el General Secretario estaba colocado en ese plano de inferioridad.

A poco de mandar el General Huerta la División del Norte, claramente los directivos de ia Secretaría de Guerra se dieron cuenta de que asumía una actitud de independencia indebida tratando gran parte de los asuntos oficiales directamente con la Presidencia de la República. Se llegó al caso, por cierto anti~militar y de represión inmediata que no se llevó a cabo, de que la Secretaría ya no recibiera los partes de novedades, hasta sufrir el grave desaire de que se ascendiera al Coronel Villa a Brigadier y que se hicieran otras promociones directamente con el Primer Magistrado, usando de la correspondencia epistolar.

Por lo que supe entonces y ratifiqué posteriormente, me he podido dar cuenta de que la actuación del Jefe de una División y la tplerancia de la Secretaría de Guerra, ocasionaron aclaraciones y trámites invertidos que lesionaban la disciplina entre dos mandos y la Secretaría de Guerra hacía en muchos casos un papel desairado ante las figuras salientes de un núcleo que se manejaba sin tener en cuenta para nada a su inmediata autoridad.

No se puede explicar ni aceptarse como militar y dentro de la debida disciplina que debe ser igual y de ejemplaridad constante, que la Secretaría de Guerra siempre fuera durísima con los oficiales y clases que salvaban los conductos, que se castigara a los oficiales y clases que solicitaban algo que les correspondía en derecho y en cambio, en casos gravísimos como el que se señala y que tanto se me relató, la primera autoridad militar, el Secretario de Guerra, se hacía el desentendido cuando el General Huerta lo hacía a un lado para dirigirse al Presidente. No presentó su renuncia del cargo con carácter de irrevocable tal como cornspondía para que el mando cambiara de sistema, sino que se concretaba a vegetar dentro de la vida oficial equivocada, dentro de la inercia precursora de todos los fracasos.

La Secretaría de Guerra ante la División del Norte, que era la unidad más importante del Ejército, no ejercitaba su augusto derecho de autoridad sino que por el contrario, pasaba por todos los desaires, por todas las irrespeíuosidades que entrañaba la contestación de oficios y mensajes, tolerando la usurpación de su autoridad al permitir al inferior que confiriera o pretendiera conferir empleos sin la previa autorización. Debemos tomar en cuenta, para pensar dentro de la rigidez militar, que se trataba de tropas organizadas, de tropas de línea con oficiales de carrera y que se faltaba a lo más elemental de la cortesía entre dos Generales que habían pertenecido al Cuerpo del Estado Mayor ...

Todos estos antecedentes motivaban que se hubíera tomado pronto una resolución. Siguiendo el único sistema que da resultados efectivos en este país, al ser dominada la rebelión del General Orozco, la Presidencia de la República debía de haber reemplazado al General Huerta, alejarlo del país, dándole una comisión en el extranjero y haber substituído también al Secretario de Guerra por un elemento de mayor actividad y de significado prestigio en el Ejército.

¿No habría habido entre todos los Generales uno que, al presentarse el momento de crisis, se revelara a la altura de aquel modesto pero enérgico General Don Nacho Mejía, todo un carácter, todo una decisión, que en el mismo momento en que se apuntaba una rebelión quitó al General en Jefe del frente de las tropas y en su propio coche, tirado por dos modestas mulas, lo condujo personalmente para internarlo en la prisión Militar de Santiago?

No es mucho exigir la responsabilidad histórica al Ministro de Guerra del Presidente Madero, ya que sin esfuerzo los hechos lo presentan como un militar de pocos alcances para ese momento y de un prestigio que nadie tomó en cuenta. No es discutible que desde el Norte y en su caso en México, al iniciarse la rebelión de Febrero, debió haber impuesto su autoridad sobre aquel General que ya traía el antecedente de que cuando quería o le convenía, no tomaba en cuenta para nada al superior jerárquico.

Al iniciarse la rebelión, el Secretario de Guerra se anotaba la primera equivocación, pues exponiendo inútilmente su autoridad se presentaba solo en un sitio en que las tropas ya se habían rebelado y las guardias no habrían ya de obedecer a aquel General que unos poco y otros nada lo conocían. El General Brigadier Manuel P. Villarreal, que dormía en Palacio, no olvidó la prudencia y cuando se dió cuenta del medio rebelde en que se encontraba, salió por la puerta del Correo, buscó tropas leales que pudieran servirle para operar, se presentó al Mayor Torrea en el Cuartel de Zapadores y se puso en comunicación desde luego con el General comandante Militar. La poca atinada actitud del Ministro, trajo como consecuencia que los rebeldes adquirieran un trofeo desde los primeros momentos, que determinaran encerrarlo en la Mayoria de la Plaza, que fuera ligeramente lesionado en una mejilla por un disparo que hicieron sobre un vidrio y que quedara prisionero con Don Gustavo Madero hasta que el General Villar recuperó las guardias y ordenó la inmediata libertad de ambos.

Fue en busca del Presidente de la República sin llevar escolta alguna como era necesario y sin arbitrarse elementos para combatir la rebelión y al presentársele, si no nombró, toleró que se nombrara Comandante de las tropas del Gobierno al General que se consideraba siempre superior a él, al que permitió que se le atacara por la Prensa y no se le defendió por el Gobierno, al que a su iniciativa perseverante y atinada se le había quitado el mando de la División del Norte con cualquier otro pretexto del real, pero que llevaba un fondo de desconfianza por noticias alarmantes que aseguraban que el General Huerta con el más importante núcleo del Ejército desconocería pronto el Gobierno Constitucional.

Sucedería lo que lógicamente estaba indicado: el General Huerta con el mando de las tropas de la Capital, él de absoluto, vería, como vió, con marcada indiferencia al alto mando, a aquella autoridad que había desaparecido de hecho por perjuiciosa benevolencia de aceptar como Director de las Operaciones Militares a un General que se reputaba como de mayor acometividad y con antecedentes de irrespetuoso para el General García Peña, desde cuando se emprendió la campaña de Chihuahua.

De voz de uno de los directivos de la Secretaria de Guerra, del probo General Plata, obtuve una respuesta cuando por mi afición a la Historia le preguntaba sobre el origen del nombramiento del General Huerta, al referirse a su presentación en el Palacio y cuando le noticiaban de la herida del General Villar. El alto militar me dijo que el Señor Presidente se dirigió a los allí reunidos y les dió la noticia de que ya había nombrado Comandante Militar al General Huerta, agregando que sin saber si fue con acuerdo o a iniciativa del Ministro; que entonces el General García Peña dirigiéndose al General Plata, le dijo: dé usted las órdenes correspondientes.

Pero con su acuerdo o por nombramiento directo, pesa sobre el Ministro la responsabilidad histórica porque tenía expedito el camino para haber reclamado el mando, en caso de negativa haber presentado la renuncia con carácter de irrevocable del cargo de Secretario de Guerra ... y al no hacerlo, como no lo hizo, con el carácter de irrevocable, si pasado el tiempo indispensable para comenzar las horadaciones que urgían para conseguir la absoluta incomunicación por un cerco efectivo e iniciar el bombardeo, haber pedido el acuerdo para el cambio del Comandante de las Columnas de ataque, asumir el mando que le correspondía, si a su juicio no había otro capacitado, o renunciar irrevocablemente en el caso de que no se le oyera.

Su equivocación o lenidad no es excusable, ya que tanto se había empleado la Ciudadela para rebelarse contra el Gobierno o para organizar columnas para salvado. Nuestra historia enseñaba al mando supremo y superior lo que debió haber intentado antes de que los sublevados se hubieran apooerado de la misérrima fortaleza. Los hechos históricos de 1840, 1845 y 1871 le aconsejaban lo que de parecido podía y debió de haberse ejecutado: pensar en el General Rocha. inspirarse por un momento en su decisión inquebrantable, cómo efectuó su acercamiento, cómo inició el inmediato trabajo de las horadaciones y cómo lanzó sus valerosas columnas de ataque ... aunque entre el General Rocha y el General García Peña mediaba un abismo.

El alto mando no tomaba nota alguna, no hacía investigaciones con discreción y no se informaba con persona alguna de lo acontecido, como no fuera directa y exclusivamente con el General Comandante Militar. Era, pues, tan sólo un espectador ... oficial.

¡Cómo recordaba aquellos tiempos en que siendo Oficial subalterno, pude darme cuenta de todo lo investigador con oportunismo y dentro de una conversación adecuada, como lo sabían hacer aquellos viejos soldados: el General Felipe B. Berriozábal, Ministro de la Guerra, y el General Francisco A. Vélez, Comandante Militar de la Plaza, cuando diariamente y siempre con discreción, se presentaba el Jefe de día acompañado de los Capitanes de vigilancia para recibir órdenes. Los invitaban a tomar asiento y les hacían múltiples preguntas con un fin premeditado: cómo se vigilaba el servicio, cómo estaba establecido, qué lugares reclamaban mayor atención, qué contingente tenían las guardias, a qué Cuerpos pertenecían, quiénes los mandaban, sus graduaciones, etc.. etc.

En 1913, por los informes que adquirí, pude darme cuenta que el Alto Mando no estaba habituado a mandar soldados y que confundía la presentación de oficiales de servicio con una entrevista cualquiera y sin importancia alguna. Al darse cuenta de los relevos de que ya había dado el parte a la Comandancia Militar y como final la frase de cajón: No tiene usted qué ordenar, mi General? ... Nada como respuesta simple y final.

Qué distinto cuando se efectuaba la entrevista con el General Subsecretario. El General Plata nos hacía tomar asiento, nos detenía buen rato y con habilidad nos hacía recordar y hacerle la reseña de lo que principalmente habíamos visto o practicado durante las veinticuatro horas anteriores; para presentarse a él, como en lejanos tiempos al General Vélez, había que precaverse haciendo un esfuerzo de memoria para no verse en el penoso caso de que quien informaba de las novedades, recibiera el informe de su superior, como tantas veces les aconteció a algunos de los Jefes que no dedicaban toda su atención al servicio.

El Secretario de Guerra jamás usó el uniforme en aquella situación de carácter eminentemente militar; a mi juicio, ni un solo momento debió haber vestido de civil. El no mandaba un solo soldado; se seguía ocupando de los trámites de la Oficina como si fuera un extraño, como si no hubiera estado el Gobierno en todo momento en los linderos de una catástrofe que ni supo prever, ni evitar.

No sólo carecía de Jefe de Estado Mayor y de Ayudantes en número necesario, sino que olvidó hasta la precaución de tener alguna escolta a sus órdenes directas. Bastó una Sección del 29° al mando de un obscuro oficial subalterno, para evitar que tomara una determinación airosa y debida, de acuerdo con su alto cargo, y el oficial trasmisor del llamado del General Huerta, como lo había recibido lo trasmitió; llamada que entrañaba una gran reclutada y una falta flagrante de disciplina y hasta extrema carencia de consideración personal de parte del General Comandante Militar.

Ordena el General Huerta que se le presente usted ... El Ministro se alteró, dió muestras de alta nerviosidad y hasta profirió palabras duras ... pero fue a presentarse a su inferior acatando aquel penosísimo llamado.

Estaban con el Ministro algunos Generales que con su orden hubieran hecho algo; faltó que él supiera darse a respetar, como lo supo hacer el General José Joaquín Herrera mostrando la faja de General; el General García Peña no usaba insignia alguna y le faltó también estar a la altura del General García Conde. Ministro en 1845. Debió haber empleado cualquier medio para salir y ponerse al frente de las tropas leales, o perecer en un arresto varonil que hubiera hecho honor al cargo que supo mejor intentar el Presidente, un civil, que el General de División a quien indebidamente se concedió el honor de estar al frente de la institución armada.

Todos estos descuidos de la Secretaría de Guerra, eran latigazos que el propio mando militar inflingía a la disciplina, y el error de no haber concedido la condecoración del mérito militar al General Villar. (¡Oh. ironía!) fue rectificado por el Gobierno Interino que sucedió por punible debilidad reglamentaria al Constitucional del Presidente Madero, y el premio a la actitud militar recta e indiscutible, a la lealtad y al cumplimiento del deber del bizarro militar tamaulipeco, fue la más alta recompensa del mérito militar otorgada por la Secretaría de Guerra, cuyo documento lleva fecha 18 de febrero de 1914, la del primer aniversario de la prisión del Presidente de la República, cuando el Ministerio de la Guerra tenía a su frente a quien pensó y obró en contrario de la perseverante actitud de lealtad indiscutible de aquel soldado de cuerpo entero y de talla de bronce.

El Alto Mando entre los errores y desaciertos que cometió, comentados muy desfavorablemente en esos mismos días por propios y extraños, fue la actitud de indiferencia para con los militares que supieron significarse en momentos de prueba.

La Secretaría de Guerra debió haber propuesto, y la aceptación hubiera sido concedida por el Jefe del Estado, que allí mismo en la sala presidencial, solemnemente y antes de que se hubiera retirado al Hospital Militar, se hubiera impuesto al General Villar la condecoración del mérito militar.

Se olvidó lo que esto significa, lo que impresiona y lo que influye en el ánimo de los Subalternos; el General Bonaparte quitándose la Cruz de la Legión de Honor, para colocarla en el pecho de un soldado francés que había muerto atravesado por la bayoneta de un adversario, cuando se levantaba el campo de batalla, y el Ministro de la Guerra del agonizante gobiérno del Licenciado Lerdo de Tejada, ordenando que al excelso cadáver del prototipo del sacrificado en el cumplimiento del deber, el Teniente Coronel Letechipia, se le rindiera el último tributo de honor en la Rotonda de los Hombres Ilustres, son resoluciones oportunas de quien sabe ser soldado y que, conmoviendo la fibra de la virtud del Oficial y del soldado, influyen poderosamente en su ánimo y en su moral.

Nada extraordinario acordó el Secretario de la Guerra, ni los adláteres del Presidente supieron sugerirle algo de militar; ni una mención por la orden citando el nombre del Comandante, ni el de los Jefes y Oficiales que habían cumplido con su deber y antes al contrario, la oposición de los Departamentos de la Secretaría de Guerra para ascender a quienes lo merecieron, se manifestó ruda y terminante y unos se retardaron poco como los de Artillería, porque era más consciente y más influyente el Jefe del Departamento, y otros más como los de Caballería porque el Director del Arma de nada se ocupó, poco sabía de soldado y sus simpatías estaban del lado de los sublevados, resultando que para la Secretaría de Guerra la actitud militar no tuvo importancia alguna; lo mismo se guardaron en silencio los nombres de los Jefes y Oficiales leales al Gobierno, como los de los sublevados, sin atreverse a acordar la baja de los que ostensiblemente se encerraron en la Ciudadela, ni los de los Generales, que fueron algunos, que faltaron a lo preceptuado por el artículo 1224 de la Ordenanza General del Ejército, con disimulo de la Comandancia Militar y de la Secretaría de Guerra.

No deben tomarse como despectivas las frases en que aprecio la labor del Secretario de Guerra, del funcionario del Gabinete Presidencial, ni como vulgar personalismo, ni como ataque a la persona; la culpa no fue dél General García Peña que, muy apto para otros cargos, no lo fue indiscutiblemente para el de Secretario de Guerra en aquellas circunstancias. No todos los militares sirven para todos los puestos ni para desempeñar todas las comisiones. El error, con saldo bien trágico, fue del Presidente de la República que no supo escoger al colaborador de tanta trascendencia para el Gobierno y la insistencia de sostenerlo en el puesto. No fue culpa del General García Peña, como tampoco de los Oficiales de Estado Mayor, en cuyo Cuerpo hizo su carrera, que no supieran de la cooperación armónica de las armas, de las virtudes o defectos del personal, ni de las aptitudes de oficialidad y tropa, porque esencialmente desde su salida del Colegio se les destinó a trabajos de ingenieria, de gabinete o de oficina y por lo tanto desconocían el servicio de las filas, el manejo de las tropas y el funcionamiento de las armas.

El General García Peña era un perfecto caballero: por su competencia científica lo habría hecho bien como Secretario de Fomento o en Comunicaciones, o en la Comisión Geográfica Exploradora y se anotó posteriormente la acción meritoria de haber solicitado su reingreso al Ejército al desembarcar los norteamericanos en Veracruz en 1914, no obstante los hondos resentimientos que tenía del General Huerta desde aquellos momentos penosos en que fue aprehendido el representante de la Autoridad Suprema de la República.

Es indiscutible que el mando carecía de firmeza; no se hallaba a la altura de la situación dificilísima en que estuvo el Gobierno; la dirección vacilante había aumentado los síntomas de rebelión y el peligro inmediato y mayor se podría haber evitado si hubiera habido algo de talento guerrero o de genio militar.

Se ha escrito, no rectificado y así lo había creído, que la anti-militar orden de atacar la Ciudadela con Caballería Montada, había partido del Comandante Militar como resultado de un elogio que el Presidente hizo de algunos Cuerpos de Rurales, capacitados a su juicio, para tomar la Ciudadela. En una entrevista que tuve con el señor don Alfredo Alvarez, Diputado en 1913 y amigo personal del Presidente Madero, pude rectificar ese concepto en el sentido de que la orden brutal fue dada por el propio Secretario de Guerra, quien no midió las consecuencias de responsabilidad militar, ni las funestas que podría haber originado en la moral de las tropas atacantes, por el desorden previsto con que los dragones habrían de retirarse forzosamente.

La marcha de los Rurales presenta dos aspectos para su estudio: la orden recibida por el Comandante señaló ¿que marchara a atacar la Ciudadela precisamente con el personal montado? o ¿no se indicaron los medios para ejecutarla?

En el primer caso la responsabilidad histórico-militar es de absoluta responsabilidad del Secretario de Guerra y los preceptos de todos los textos de táctica y de los Regimientos militares al tratarse del manejo de la Caballería, lo presentan como un gran ignorante en esa arma; pero si el Comandante de la tropa montada sólo recibió orden de atacar la Ciudadela, cuando no sabía si iba a lanzarse tras un bien preparado duelo de Artillería, debió haber marchado por calles alejadas y acercarse montado a las que estaban a cubierto de los fuegos de los rebeldes. Después organizar su tropa pie a tierra, buscar el lugar en que se hubiera abierto la brecha, o al menos el punto propicio. Y lanzar su columna al ataque a pie en conveniente disposición para buscar cubrir a sus tiradores o marchando en hilera india, si no había otra posibilidad, para esperar el rechazamiento que habría necesariamente de verificarse, como resultado de lo ilógico, perverso y punible de la orden.

La presunción, el amor propio o la terquedad en conservar mandos desleales y en dictar o tolerar disposiciones adversas a la táctica, a los reglamentos y al sentido común. preparaban momento a momento la caída del Gobierno, del Gobierno aquel que con inexplicablc buena fé creyó encontrar facultades de soldado en un mando militar impreparado.

La Secretaría de Guerra habría readquirido su prestigio si se hubiera colocado a su frente a cualquiera de aquellos dos Generales de leyenda, de bizarría y de valor heroico, que conocimos con los nombres de Emiliano Lojero y Pedro Troncoso, -mejor éste- los dos mílites pundonorosos que se presentaron al Gobierno desde el instante en que se inició la rebelión.

Las apreciaciones de carácter estrictamente militar antes anotadas, marcan que sólo deben aplicarse al funcionario militar de altura, y cuando reflexionaba sobre la dureza de algunos de mis párrafos, he encontrado que son exactos al tener en mi mano el certificado cuya parte que corresponde en seguida transcribo.

El General García Peña, al referirse al General Huerta, se expresó en los siguientes términos, tomados de un certificado expedido al General Beltrán:

... Usted que fue mi émulo en el Colegio Militar y conjuntamente mi compañero y amigo con Huerta, sabe bien que nunca tuve ocasión de envidiar a éste, pues siempre disfruté de comisiones y empleos que él no pudo alcanzar; de modo que jamás cupo en mi espíritu la idea de envidiarle y menos en el puesto que alcanzó mediante el más espantoso crimen político que nuestra historia registra.

Con verdadera solemnidad tratamos Huerta y yo sobre mi ingreso a la Secretaría de Guerra. La víspera de que yo protestara, estuvimos discutiendo amigablemente la inconveniencia de que yo ocupara aquel puesto, siendo mi punto de vista el mejor servicio de la patria y penetrado de mi decisión a negarme a aceptar aquella cartera, exclamó en un arranque propio de su carácter:

- Bueno, pues si tú no entras a la Secretaría de Guerra, yo nunca seré General de División; eso de que Don Porfirio hiciera Generales de División a Vega y a Villar antes que a mí, no se lo perdonaré nunca.

Por esta exclamación enteramente espontánea, pude juzgar claramente que su empeño era el de encontrar en mí un resorte favorable para escalar el más alto puesto en el Ejército, y así fue que yo le reclamara todo el tiempo perdido en discusiones, puesto que no le guiaba otro sentimiento que el de que yo le sirviera de escalón, produciéndome en los siguientes términos:

- Bien, Victoriano; yo voy a hacerte General de División, pero ten siempre presente que si faltas al cumplimiento de tus deberes, te fusilo.

Noche esa para mí memorable, porque había cerrado un pacto con un hombre que sabía yo, había de aprovechar el primer resorte que se le presentara para asaltar el puesto con que de jóven había soñado y que nosotros, a título de chanzas de colegiales, le fomentábamos sin creerlo capaz de llegar allá por meros merecimientos personales, dado que en todos sus actos era un constante desequilibrado; si bien su falta de sentido moral le hizo aprovechar condiciones favorables para lograr, al final, satisfacer sus ambiciones que jamás juzgamos sus compañeros que alcanzaran el límite de perversidad que vimos desarrollar durante su inicua administración.

Hube de quitarle el mando de la División del Norte, porque su constante embriaguez todo lo trastornaba y cometió la ligereza de decir en el Paso del Norte que si quisiera, se pondría de acuerdo con Pascual Orozco y con veintisiete mil hombres vendrían a México y quitarían de la Presidencia al Señor Madero y se pondría él, Huerta, en ese puesto.

Como al llegar a México después de haber entregado el mando de la División al General Téllez, inaugurase la prensa una serie de ataques a la Secretaría de Guerra, lo comisioné para que escribiera la historia de su campaña. Comprendió que iba a quedar maltrecha su reputación de conductor de tropas y de general en campaña, pues sus operaciones de guerra no habian sido sino una serie de marchas sin atacar al enemigo. Acaso era su designio el llegar a ponerse de acuerdo con Orozco, manteniendo intactos sus elementos propios sin destruir los del enemigo, que calculaba podrían llegar a ser suyos más tarde ...

Dice el General García Peña en el certificado que leí, expedido al General Joaquín Beltrán:

... que así como fue de mi personal y exclusiva elección el nombramiento de Jefe de las Operaciones contra el sublevado Félix Díaz en favor de usted, fue por el contrario materia de mi personal protesta y aún de mi renuncia (que no fue aceptada por el Señor Presidente en vista de las circunstancias), el nombramiento del General Huerta como Comandante Militar de la Plaza de México, al resultar herido el General Villar, como lo fuí yo mismo, el día de la sublevación de la Ciudadela. Tal nombramiento fue el resultado de la voluntad del Señor Presidente y de sus familiares.

Estas líneas las signó el General García Peña, con fecha 3 de noviembre de 1917.

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