Indice de La asonada militar de 1913 del General Juan Manuel Torrea | Capítulo Trigésimo séptimo. Espectación militar | Capítulo trigésimo nono. La terminación | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
LA ASONADA MILITAR DE 1913 General Juan Manuel Torrea CAPÍTULO TRIGÉSIMO OCTAVO La imprevisión del mando era notoria. El Ministro se había olvidado de nombrar su Jefe de Estado Mayor; contaba con sólo dos ayudantes que para nada útil sirvieron, porque no se supo aprovecharlos y ni esos dos Oficiales fueron dados a reconocer a íos Comandantes de las columnas y principales jefes para que hubieran podido comunicar órdenes en algún caso de emergencia que hubiera reclamado una resolución inmediata. Sólo por notoria credulidad o incompetencia puede explicarse el grandísimo descuido de nuestras autoridades militares y policías en aquellos días de intensa alarma y en los momentos precursores, que bien lo supieron como ya hemos visto, de una rebelión armada, de la que no trataban de suprimir a algunos elementos, para que se hubieran excluído otros, si a tiempo sienten la llamada del deber, con la presencia de un mando previsor y oportuno. El Ministro de la Guerra cuando supo que las tropas se rebelaban, no contaba con un solo ayudante, ni había tampoco ayudante de guardia en la Secretaría de Guerra; el Comandante Militar no tenía de quien echar mano y el Mayor de Plaza se presentaba solo en Zapadores y solo marchaba a la Ciudadela. El Capitán 2° Pablo Zayas Jarero, Ayudante del Secretario de Guerra, si estuvo a mi lado en el formidable tiroteo de la Plaza de la Constitución, se debió a su espontánea voluntad, cuando se dirigía para presentarse a su servicio de acuerdo con las disposiciones ordinarias; no fue avisado por nadie, ni llamado por teléfono por el Ministro y fue con éste y con el Capitán Rubio Navarrete con quien pudo contar el Secretario de Guerra en aquella mañana de duras pero concluyentes pruebas. Con el descuido de éstos y otros muchos detalles, sólo la casualidad o las circunstancias, como tantas veces ha acontecido a los que se sorprenden de su mando, podían haber ofrecido una resolución favorable a la estabilidad de aquel Gobierno que fría, displicentemente y con absoluta pasividad e infantilismo, entregaba sus destinos a quien, en lo íntimo, los principales directivos del Gobierno habían dudado de su actitud de lealtad y de un sincero manejo al frente de las tropas. ¿Por qué olvidó el Comandante Militar General Villar aquella previsión acertadísima que tanto le criticaron los inconscientes y que le fue aplaudida aun por el mismo Jefe de la Revolución, allá en Chihuahua en 1911? ¿Cómo se creían aquel viejo lobo de guerra y aquel cumplido a carta cabal General Mayor de Ordenes de la Plaza de aquellos partes sin novedad, de aquellos informes telefónicos que les rendían los Capitanes de Cuartel de los mismos Cuerpos cuya sublevación tenían anunciada y por qué se tomaban en cuenta, sin comprobarlos, aquellos datos incompletos de la propia Inspección de Policía? En esos casos no se necesitaba ser un gran previsor: se buscan varios, y por distintos caminos, recursos para la cabal comprobación, se mandan espías hábiles, oficiales vestidos de civiles, etc., etc., y se practican reconocimientos por alguno de los medios tan conocidos de que se hartan los oficiales cuando estudian los libros que mejoran el estudio de los reglamentos de los servicios en campaña; medios todos que se descuidaron para tener un perfecto conocimiento de la verdad oportunamente, y previsiones que tal vez hubieran dado por resultado atajar a la rebelión con prontitud, como la de haberse anticipado a ocupar la Prisión Militar y el Cuartel anexo, en donde seguramente hubieran recibido no grata sorpresa los excursionistas de los cuarteles de Tacubaya. Nada de esto se hizo; las autoridades militares se fiaban de los informes de una Inspección de Policía en que nadie tenía fe, acogían como buenos los partes de oficiales y gendarmes, de uno de los lugares en que ya había rebeldes y no tomaban para nada en cuenta la alarma y las informaciones continuadas de la autoridad política que noticiaba a las altas autoridades de México, la vida que se estaba llevando en Tacubaya en esa noche de situación extrema. Fue falta de previsión y fue erróneo, lo que robustece nuestras apreciaciones, carecer de ayudantes aptos, de conducta correcta y de educación militar comprobada. Ya hemos dicho que el Secretario de Guerra carecía de Jefe de Estado Mayor, que el Comandante Militar no tenía ayudantes a su lado y que el Mayor de Ordenes de la Plaza no pudo disponer de uno solo. Desde que México atravesaba por una situación difícil, que supongo no la ignoraban las autoridades militares, según las precauciones que tomaban, cuando se contaba con escasa guarnición y se presagiaba una latente rebeldía por sordos rumores de la voz de la calle, deberían haberse seleccionado y aumentado los Estados Mayores para que en las noches de inquietud, de zozobra y de acuartelamiento, los Jefes y Oficiales que los integraran hubieran estado listos, cerca de sus Generales y desempeñando servicios de sobrevigilancia secretamente alrededor de los lugares donde vivía la desconfianza del Comandante Militar. Sin selección, sin servicio constante y sin estar listos cerca de sus Generales para cualquier evento, eran inútiles unos y perjudiciales fueron otros, como lo patentizaron los realizados acontecimientos del 9 de febrero. El Ministro no tenía Jefe de Estado Mayor; el Comandante Militar tampoco y aunque hubiera estado presente, pues se encontraba reumático descansando en su casa, para nada le habría servido en aquellos momentos que reclamaban, desde a la media noche, una aptitud grande, una pericia excepcional y una actividad oportuna. Con premisas bien desarrolladas, ante la lenidad de la rebeldía por iniciarse, seguramente hubieran hecho cambiar aquel proceso permitido por la tolerancia, por la falta de previsión del mando militar y, en su caso, por la negligencia de la Inspección de Policía. La ninguna actividad desplegada en momentos graves no puede atenuarse en un estudio histórico. El Inspector de Policía en una comida que se daba la noche del 8 al Ing. José J. Reynoso, y a la que asistían entre otras personas, el Diputado D. Carlos B. Zetina, el Lic. Macías y otras personalidades, tuvo conocimiento de que se observaban movimientos sospechosos por Tlalpan y por Tacubaya; insistentemente seguía comunicando noticias de alarma el Prefecto de esa segunda población y el propio Vice-Presidente de la República hacía traslación de un comunicado sobre el mismo tema, que alguna persona llegó a decirle ahí cuando estaban a media comida. El Inspector de Policía dijo algo a aquel informante y manifestó su creencia de que sólo se trataba del noticierismo alarmista a que ya estaban acostumbrados los directivos del Gobierno y siguió en la convivialidad sin dar la menor importancia al movimiento, a aquel movimiento que sólo las autoridades militares y policíacas consideraban poco grave y, lo que es indiscutiblemente más censurable, que no se cercioraron con gente de absoluta confianza, o personalmente, sobre la véracidad de tanto anuncio de insurrección, para en su caso haberlo podido reprimir. OTRO ERROR DEL MINISTRO Después que se retiraron los Jefes que fueron llamados a la Comandancia Militar el 8 al atardecer, el General Villar subió a la Secretaría y pidió permiso para relevar las guardias; la significación que debe concederse a un mando de esa naturaleza, veda que se le pongan cortapisas y se le restrinjan atribuciones. El Secretario de Guerra no concedió la autorización que se le pedía y no fue sino un punto más de enfriamiento que se acentuaba más cada día entre aquellas dos autoridades militares. El General Villar, atacado fuertemente de gota, dió algunas órdenes al Mayor de Plaza para que no se separara de Palacio y poco después se retiró a su alojamiento con permiso del Secretario y llevando en lo hondo una contrariedad más, de las muchas que sufrió por aquel mando equivocado que sabía más obstruccionar y retardar, que desarrollar rápidamente una concepción atinada y un cambio de mandos prudente. De las notas del General Villar tomo lo siguiente: A las tres de la mañana me participó por teléfono el Inspector de Policia, que le daban parte de que en la calle de los cuarteles de Artillería y Caballería de Tacubaya, se veía algún movimíento de automóviles; le contesté que mandara inmediatamente gente activa y de confianza a cerciorarse de la verdad y me lo dijera sin pérdida de tiempo. Este parte lo dí en seguida al General Brigadier Mayor de Plaza Manuel P. Villarreal que dormía por mi orden en su oficina de Palacio, recomendándole se pusiera en seguida al habla con los Capitanes de Cuartel de dichos cuerpos y me diera la respuesta. El General Mayor de Plaza, luego de darle mi orden, me comunicó por teléfono que le decían los Capitanes que no había novedad y que, en efecto, cruzaban por la calle algunos automóviles como a diario lo hacían. Media hora después, volvió a hablarme por teléfono el mismo Inspector, diciendo que la Artillería y Caballería de Tacubaya habían salido de sus cuarteles sin saber el rumbo que habían tomado, contestándole que con fuerzas del Distrito los persiguieran o cuando menos observasen el rumbo que llevaban, y que yo ya salía de Palacio. Al viejo Remington se le fueron los pies en cuanto a previsión, pero no hay que perder de vista que el causante intelectual no era otro que el Secretario de Guerra, quien no había concedido el cambio de guarnición de algunos Cuerpos, el cambio de mandos para algunos de aquellos y la víspera, no autorizando al Comandante Militar para que relevara algunas guardias. Para nada se fijaba la mísma autoridad en el relevo del destacamento del 1° de Caballería que, como se le dijo, era perjudicial para el personal esa estancia separada de la matriz y que estuviera a su frente un Capitán que había sido subalterno y muy amigo de otro, en esos momentos ayudante de la Prisión Militar, que había sido ayudante del General Reyes. La orden dada al Mayor de Plaza para que tomara informaciones, no es la de aquel General previsor allá en 1911 en la Plaza de Chihuahua, y el procedimiento empleado por el Mayor de Plaza tampoco encerraba previsión para asegurarse de una respuesta segura y, por lo que se me dijo, no se contó en la noche con los Capitanes de vigilancia. La orden para que el Inspector persiguiera y batiera a los sublevados, no creo que la haya dado el General Villar con convicción, porque bien se sabía que las tropas de seguridad del Distrito no podían competir con las Federales. Además, conservando en la policía, como torpe y erróneamente conservaron, a elementos importantes que habían servido a las órdenes del General Félix Díaz, no era de suponerse que fueran más adictos al nuevo Inspector que carecía de conocimientos y de práctica adecuada para el puesto, y que tenía poco tiempo de desempeñarlo, para poderse crear afecciones de cierta firmeza. No se sabía hacia dónde marchaban ... Cuál era el lugar que se había vigilado tanto y para el que se destinó un servicio especial primero el 5 de febrero y después la noche del 8 ... La Prisión Militar era el punto que más llamaba la atención, porque aquel viejo caserón guardaba al elemento más importante de los que podían ponerse al frente de las tropas que se rebelaran. No debería haberse dudado sobre el camino que habrían de seguir las tropas de Tacubaya, que harían una hora y media para llegar a Santiago, tiempo suficiente que se ofreció al mando de la Plaza para que, buscando elementos (como los buscó después), marchara a apoderarse de Santiago, en tanto que el Mayor de Plaza, con el mando directo y algún refuerzo, hubiera procurado la defensa del edificio virreinal. No poca sorpresa hubieran recibido los rebelados de Tacubaya, si sigilosamente son batidos cuando se hubieran establecido frente al Cuartel para iniciar la entrada y pedir la rendición de la guardia de la Prisión Militar. A mi pregunta de que por qué no recurrió primero a Zapadores, cuando desde la media noche habíamos estado en comunicación, el General Villar respondió que por mucho rato no se resolvía a hacer nada y que, además, le temía a la fuerza del 1er. Regimiento, cuando tuvo conocimiento de que la del mismo Cuerpo abandonaba en marcha de asonada su Cuartel de Tacubaya. Que después se decidió a ir al Cuartel, cuando el General Mayor de Plaza le dió cuenta de que ese único punto de Palacio continuaba leal al Gobierno. Aún así, aún era tiempo de haber marchado a Santiago si rápidamente se iniciaba el movimiento a la media hora de haber tenido la última noticia del Inspector de Policía. Pero no hay que discutir mucho el error; a mi juicio se debió a la tendencia de los Generales que siguen aferrados al mando hermético de un Batallón y a colocarse valerosamente a la cabeza de una fracción como Jefes de columna, y de ahí que el Comandante Militar pensara en buscar un punto, Palacio, para defenderlo y batir heroicamente a los sublevados. En la Penitenciaría se perdió tiempo por los sublevados, me lo relató al entrevistar al señor Liceaga, pues este cumplido Director se negaba a entregar al General Félix Díaz si no recibía orden del Gobernador del Distrito. Insistentemente se le pidió y no hizo la entrega sino hasta que recibió la orden correspondiente. Según otras versiones, el Director recibió la orden de libertar al General Díaz. Después de haber sido libertado de Santiago el General Reyes, se encaminaron las tropas a la Penitenciaría donde pidieron que saliera el General Díaz. No lo dejaron y cerraron las puertas; pero el General Reyes desmontó y entró a hablar con él. El Director dijo que entraría siempre que pasara sólo; así lo hizo y como tardara en salir, comenzaron a impacientarse los Generales Mondragón y Ruiz. Ei General Mondragón mandó colocar dos Baterías frente a la Penitenciaría y les dijo por una ventanilla de la misma puerta que: si no salia el General Reyes en el término de diez minutos, volaría a cañonazos la prisión y mandó despejar el frente de la puerta para hacer fuego. Antes de los diez minutos salieron los Generales. Reyes y Díaz y fueron muy ovacionados; un Capitán abrazó al General Reyes y un civil le dió su caballo al General Díaz. Así fue como el Director tuvo en sus manos a los dos Generales y les dejó escapar ante la amenaza del General Mondragón. Otro grandísimo error. El Comandante Militar había perdído el contacto con el enemigo, no sabía por donde andaban los rebeldes y sólo vivimos largos momentos de íncertidumbre, como en su lugar de relato lo hago notar. Claro que le faltaban Jefes, Oficiales y personal para buscar ese contacto, pero se debió por una parte a la aversíón de la Secretaría para conceder ayudantes y por otra a la selección equivocada del General Villar y del Mayor de Plaza, de los que tenían a sus órdenes. Para esperar a los rebeldes, es decir para esperar en Palacio, a mí juicio fue un error retirar los tiradores que mi fuerza tenía establecidos en la azotea del cuartel de Zapadores y anexos y que dominaban con su vigilancia las calles de la Corregidora y Correo Mayor; quizás hubiera sido conveniente establecer algunos cuidando la línea de las calles de la Moneda y con dominio otros sobre la Plaza de la Constitución. Las órdenes fueron terminantes de salir con toda la fuerza, salvo un retén que cuidara Zapadores, y cuyo cuartel no debería de perder de vista el que esto escribe. No se tomaron precauciones respecto a la puerta del Correo y Secretaría de Guerra y por aquellos puntos consiguieron salida algunas personas, cuando se inició el tiroteo entre las tropas leales y rebeldes. La falta de tiradores en las azoteas fue favorable al grupo que quedó expectante en la calle de la Moneda; pudo habérsele batido al mismo tiempo que se desarrollaba el tiroteo de la Plaza, pues sin ser atacado, no se atrevió a seguir la suerte del General Reyes y sin que se le combatiera, pudo escapar y dirigirse a la Ciudadela. El Comandante de la Plaza podía haber perdido la superioridad de acción y exponer aún más, si cabe, su mando, si los rebeldes con mayor habilidad (no dieron muestra de alguna) entran a pie, y para amagar el frente de Palacio hubieran establecido sus tiradores entre la copiosa y gruesa arboleda y nos baten a descubierto, en combinación con lo que bien supieron hacerlo desde las torres de la Catedral y azotea del cajón de ropa La Colmena, en lugar de haber entrado con todo aquel inútil elemento montado, que combatió a caballo, hasta el toque de alto el fuego dado por el trompeta de la fuerza del 1er. Regimiento que estaba a mis órdenes y a cuyo lado tuve todo el tiempo a los Capitanes 2°s. Zayas Jarero, ayudante dd Ministro y Morales ya citado, Comandante del Escuadrón a mis órdenes directas. Nunca he sabido tampoco, por qué los rebeldes, una parte de ellos cuando menos, no entraron por las puertas de la Moneda. Esa parte habiendo entrado por ahí, pudiera muy bien haberse apoderado de los patios y haber establecido sus tiradores detrás de los pilares en el piso alto del Palacio y entonces hubiera sufrido el Comandante Militar, por esa maniobra igual a la por él efectuada para quitar las guardias, el volteo de la posición, y al abordar los balcones, hubiéramos sufrido un fuego seguro y por retaguardia, cuando los tiradores del frente hubieran abierto sus fuegos. No se oculta a los que de esto saben, la impresión tremenda que hubiéramos sufrido las tropas leales con el efecto de fuegos por retaguardia, anunciadores de que el Palacio había sido tomado por rebeldes. No es discutible que este descuido pudo originar cambio en la situación del primer momento con resultados gravísimos y en el desarrollo de lo mal preparado por unos y defectuosamente preconcebido por otros. Fue una equivocación del mando lo que asiento respecto a la retirada de los tiradores de las azoteas y balcones, de los ya establecidos del 1er.
Regimiento y el no haber establecido otros en balcones y azoteas; la rectificación fue acertada, ya que después del tiroteo de la Plaza se colocaron tiradores en las azoteas y balcones y todas las puertas del Palacio quedaron cerradas bajo un solo mando. En Zapadores se restituyeron los tiradores a la azotea y el General Sanginés nombrado Jefe del punto aprobó la determinación y aquella de que la puerta del cuartel fuera cerrada, y con vigilancia especial los puntos por donde había acceso a las azoteas, al tratarse de los edificios inmediatos al cuartel. Cuando ya se contó con otros elementos, se ordenó que las tropas deberían de estar precisamente en vivac en las calles, supuesto que de un momento a otro se preveía racionalmente que podrían ser empleadas para el asalto a la Ciudadela. Ha habido apreciaciones diversas sobre el resultado que pudiera haber tenido los acontecimientos si hay mayor acometividad de parte de los Generales con licencia absoluta Félix Oíaz y Manuel Mondragón; que por esa falta de acometividad había fallado el cuartelazo la mañana del 9 de febrero y no por la idoneidad del Gobierno para debelar a los infidentes (Revista Positivista.- Número 177.- Tomo XIV de 10 de septiembre de 1914). La falta de idoneidad del Gobierno no es discutible al tratarse principalmente de los mandos policíacos hasta su más alta ascendencia y militar, hasta llegar al propio Secretario de Guerra; pero la represión de la primera parte de la rebelión se debió a la actitud eminentemente militar y heroica del General Villar y a la actividad que desplegó ya en los momentos de la sublevación de tropas, aunque como ya se ha dicho, le haya faltado a dicho General el desarrollo de una previsión militar adecuada. Si hubiera habido acometividad de parte de los Generales Mondragón y Díaz, la sublevación habría acabado ahí frente al Palacio de los Virreyes ante la enérgica y terminante represión del Comandante Militar y esa falta de acometividad de que se hace mérito, fue la determinante de que se hubieran salvado dos de las cabezas instigadoras de la rebelión contra el Gobierno Constitucional. Sigue diciendo la misma importante Revista (página 437 del mismo número 177). En la noche de ese día (9 de febrero) al saber el expresado militar (General Huerta) que el Presidente había salido de la Capital, dijo al Ministro de Relaciones: ¿Con que ya no tenemos Gobierno? El señor Lascurain contestó enérgicamente: Si lo tenemos. El tono y el gesto de Huerta (si la palabra dice mucho, el gesto y el tono expresan más) indicaron a las claras su regocije y su propósito. Al señor Lascurain le refirieron que el mismo domingo 9, Huerta habló a un conocido General, al Contralmirante Ortiz Monasterio, de sus miras, y que éste le reprochó diciéndole que no pensase en arrojar esa sombra sobre el Ejército. A los antecedentes que he anotado, todos concluyentes como erróneos de aquella decisión de haber conferido un mando único y la no designación de Comandante de las Operaciones, se auna esta declaración del Lic. Lascurain, Jefe del Gabinete Presidencial. Es de suponerse que aquella exclamación tan grave del General en Jefe, de alto significado en un País como éste, y lo que el mismo Secretario de Relaciones adivinó en el tono, debe haberlo hecho llegar a conocimiento del C. Presidente de la República y del Secretario de Guerra y muy principalmente aquella noticia relativa a la conversación que tuvo el mismo General Huerta con un conocido General a quien francamente le hizo exposición de sus propósitos, etc., etc. Sólo dentro del infantilismo de aquel criterio militar del alto mando, puede caber la indiferencia con que presenciaba los bien penosos acontecimientos, vergüenza para el mando militar más mediocre; mando de principiante, que le dejó desarrollar por diez días a aquel, uno de los principales responsables históricamente del derrumbamiento de un Gobierno. El Secretario era poseedor de todos los antecedentes y conocedor de la capacidad del General en Jefe y sin embargo, nunca tomó la determinación única en que debería de haber pensado siempre: en readquirir control de un mando que jamás tuvo en la menor escala, porque se olvidó de la vigilancia y de la previsión para lograrlo en cualquier momento. Tal parecía que los altos componentes de Gobierno ponían todos los medios para lograr aquel derrumbamiento que ha sido tan funesto para la República. La Secretaría de Guerra designó Jefe Militar de Palacio al Jefe del Estado Mayor; equivocación militar imperdonable, ya que ese mando había sido y es conveniente que así sea, de total separación de las otras oficinas de guerra, dependiendo exclusivamente del Presidente de la República, y del Jefe del Estado Mayor en el caso de que fuera de inferior graduación. Las tropas de Palacio deben estar a las órdenes directamente de ese Gobernador o Jefe Militar del edificio. Este error acordado por el Secretario de Guerra, mando en que no debería haber tenido que ver el Comandante Militar, acusa indudablemente la falta de práctica del Secretario de Guerra, la notoria imprevisión de sus disposiciones y la tolerancia de los actos indebidos. El Secretario de Guerra podría haberse documentado con algunos oficiales que sabían más que él; cómo tenían establecido este mando los Gobiernos anteriores y las ventajas que les reportó para casos difíciles o de desorden. Terminados los acontecimientos se remedió el error, (para aquel Gobierno fue una de las omisiones funestas) y se nombró un Jefe Militar de Palacio que no era por cierto el Jefe de Estado Mayor del Comandante Militar. En el caso, el Jefe Militar nombrado no intervino en los acontecimientos, según se me ha dicho, pero no estaba capacitado para llenar funciones que distraían su atención, como debieran distraerla de los asuntos principales de su encargo. Estaba acostumbrado al mando selecto del General don Pedro Troncoso porque fuí oficial de órdenes, y cuando se formaban divisiones o brigadas con cualquier motivo, aunque el mayor de Plaza fuera el Jefe de Estado Mayor de alguna de ellas, la Plaza se concretaba a dar su orden de carácter general y las otras unidades, al pie de aquella, insertaban la suya propia y así sucesivamente cada unidad inferior hasta las Compañías y Escuadrones. Era anti-militar que la Mayoría de Plaza continuara dando órdenes directas a las tropas, cuando debería haber habido una especial diaria para las tropas de ataque y una particular para cada columna, desde que fueron éstas designadas por la superioridad. Todos daban órdenes pero el General Secretario de Guerra y Marina, no sabía impedir a tiempo las irregularidades que él mismo creaba o autorizaba y así, era natural que más tarde por uno u otro camino iría al desastre que habría de desarrollarse ante ineptitudes manifiestas. En una época habían estado en la Capital de la República la Comandancia Militar del Distrito Federal, entonces así se llamaba, y el Cuartel General de la 8a. Zona Militar, con jurisdicción en el Estado de México y otros lugares. La Comandancia nada tenía que ver con la Zona; las órdenes de la Secretaría de Guerra se comunicaban a las dos oficinas separadamente y ellas insertaban, según lo prevenía la Ordenanza General del Ejército, primero las disposiciones de carácter general y después expresando claramente las particulares para las tropas a sus órdenes. En 1871 al sublevarse la Ciudadela, la Comandancia Militar no volvió a tener conocimiento de las operaciones, ni de los detalles de las tropas, sino hasta que concluída la función de armas las tropas fueron retiradas a sus cuarteles y reintegradas al mando de la Comandancia. Durante la función empeñada contra la Cíudadela, las tropas para nada deberían haber dependido ni de la Comandancia Militar ni de la Mayoría de Ordenes, sino precisamente del Comandante de las Operaciones Militares que nunca se nombró y del Jefe del Estado Mayor respectivo. La Mayoría de Plaza además de invadir facultades exclusivas del Jefe del Estado Mayor de las Columnas de ataque, que no hubo porque sólo hubo de la Comandancia Militar, comunicaba órdenes relativas al servicio de campaña, que deberían haberse conservado con el carácter de reservadas y que así con esa irregularidad, eran conocidas por los reporteros (a mí me las enseñaron varias veces) y ¿quién puede dudar que por una indiscreción o fin deliberado podrían haber sido conocidas hasta por los mismos rebeldes? El Jefe del Estado Mayor tomó la precaución de que la seña fuera entregada precisamente a los Comandantes de lás Columnas o por quienes los substituyeran, también precisamente por el Jefe de día y los Capitanes de Vigilancia.
Apuntes para la historia del Ejército Mexicano
CONSIDERACIONES FINALESIndice de La asonada militar de 1913 del General Juan Manuel Torrea
Capítulo Trigésimo séptimo. Espectación militar
Capítulo trigésimo nono. La terminación Biblioteca Virtual Antorcha