Índice de Autobiografía de la Revolución Mexicana de Emilio Portes GilCAPÍTULO X - Periodo presidencial del General Abelardo L. Rodríguez - Periodo presidencial del General Abelardo L. RodríguezCAPÍTULO XI - Periodo presidencial del General Lázaro Cárdenas - Periodo presidencial del General Lázaro CárdenasBiblioteca Virtual Antorcha

AUTOBIOGRAFÍA DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA

Emilio Portes Gil

CAPÍTULO DÉCIMO

PERIODO PRESIDENCIAL DEL GENERAL ABELARDO L. RODRÍGUEZ

MI COLABORACIÓN CON EL PRESIDENTE RODRÍGUEZ
Mi nombramiento como Procurador General de la República. Nuevo conflicto con el clero. Polémica con don Luis Cabrera.


Desde el mes de abril de 1932 -en que, por la voluntad del general Calles, se designó candidato al gobierno de Tamaulipas al doctor Rafael Villarreal creí conveniente poner un paréntesis a mis actividades políticas y así lo dije en las declaraciones que publiqué en aquel entonces y que aparecen en otro capítulo de este libro.

Mi determinación se calificó en aquellos días de muy distinta manera; pues inclusive amigos personales, muy cercanos a mí, me aconsejaban que debería adoptar una actitud violenta y de franco ataque al presidente de la República y al general Calles, principales autores de aquella imposición.

Yo no opiné así y adopté la conducta que menciono en el primer párrafo. Las razones que me movieron a ello fueron las siguientes:

I. Como miembro fundador del Partido Nacional Revolucionario, tenía el deber de someterme a su disciplina, a pesar de que sabía que se cometía conmigo una grave injusticia.

II. Naturalmente, para quedar en un plano decoroso tenía que hacer una protesta por los procedimientos que se habían seguido para eliminarme de la contienda política. Tal protesta la hice y la publiqué.

III. Cumplí con el deber de someter a mis partidarios la decisión que iba a tomar, y todos los organismos que me postularon aprobaron mi decisión y convinieron en seguir reconociéndome como jefe y director.

IV. Adopté las determinaciones contenidas en los puntos anteriores, porque sabía de antemano que aquel orden de cosas no podía subsistir por mucho tiempo. La eliminación del presidente Ortiz Rubio se presentía ya en todas partes y nadie creía que terminaría su período.

V. Finalmente, con mi retiro del gobierno del presidente Ortiz Rubio, no incurrí en el error en que incurren muchos de nuestros políticos que, cuando les pegan, se agazapan y se arrodillan aceptando un nuevo acomodo.

A esto he llamado yo la política del agachismo, que ha formado en México tantos adeptos y que ha corrompido a tantos valores políticos. Defino el agachismo como el arte de aceptar, cual si fuera un honor, la humillación que el superior impone, cuando el inferior se ha salido del carril que aquél le fijó, de acuerdo con sus intereses personales, o su capricho. El agachismo -que no es palabra castiza, pero que en nuestro medio significa el sistema o la costumbre de agacharse cuando viene el golpe- ha fomentado tal hábito entre nuestros políticos que muchos de ellos, con la mayor frescura, aceptan bien un puesto, bien una canonjía, y a veces hasta un regaño cariñoso, cuando ven que el jefe se ha sentido lastimado con alguna actitud digna de su parte.

El agachismo está íntimamente ligado con la mala costumbre que -según los agachistas- siguen algunos funcionarios en México, de no renunciar a los puestos públicos que les confieren.

En nuestro país pocos son los que renuncian a un puesto, a pesar de que el superior les cause humillaciones. Generalmente esperan hasta que se les despida ignominiosamente como a cualquier barrendero.

Si examinamos las estadísticas que, respecto a renuncias, se llevan en las Secretarías de Estado, encontramos que -a partir de 1930- sólo existen las que yo presenté, sin esperar a que se me eliminara, precisamente en ese año, como presidente del Partido Nacional Revolucionario; en 1932, como ministro de México en Francia para venir a ponerme al frente de mis partidarios en Tamaulipas, en una lucha emprendida contra la en aquella época omnipotente voluntad del general Calles; y en 1935, durante el gobierno del presidente Cárdenas como presidente del Partido Nacional Revolucionario; la que, también en 1930 presentó mi querido amigo el señor ingeniero Luis L. León, como secretario de Industria, Comercio y Trabajo; las que, como ministro de la H. Suprema Corte de Justicia de la Nación presentara en el año de 1931 el señor licenciado don Alberto Vázquez del Mercado, como protesta por la deportación que en aquel entonces sufriera mi viejo amigo el señor licenciado don Luis Cabrera; la que en el año de 1936 presentara el señor licenciado José Angel Ceniceros como director del periódico El Nacional; las que como ministro de México en Francia y secretario de Agricultura y Fomento presentaron, respectivamente, en los años de 1936 y 1938, los señores ingeniero Marte R. Gómez y general Saturnino Cedillo; y las que para aceptar su postulación a la presidencia de la República, hicieron en el año de 1939, los señores generales Manuel Avila Camacho y Rafael Sánchez Tapia. Estos datos sólo comprenden hasta el año de 1939.

Es posible que escape a mi memoria alguna otra renuncia de esta naturaleza, pero conste que si no la menciono es por un olvido involuntario.

Yo me retiré y al retirarme declaré: Suspendo temporalmente mis actividades políticas. Y me fui a vivir de mi profesión tranquilamente esperando el desarrollo de los acontecimientos. Para esto seguí la sabia máxima oriental: Siéntate a la puerta de tu casa, que por ahí verás pasar el cadáver de tu enemigo.

En septiembre -es decir, cinco meses después de mi alejamiento de la política- el gobierno del presidente Ortiz Rubio se derrumbó estrepitosamente en medio del júbilo de toda la nación, que ansiaba un cambio de régimen; pues se veía que el presidente rodaba de fracaso en fracaso y era víctima de la estulticia más censurable que jamás había presenciado el pueblo mexicano.

La desaparición de aquel gobierno tuvo tintes sombríos que algún día la historia se encargará de dilucidar.

Como consecuencia de la espectacular caída del señor ingeniero Ortiz Rubio, se hizo cargo del Poder Ejecutivo el señor general don Abelardo L. Rodríguez, quien desde el primer día de su administración reveló el carácter, la capacidad revolucionaria y la entereza con que había de gobernar a la nación. El mismo día de la protesta, entre las 8 y las 9 de la noche, me hizo el honor dé" pasar a mi domicilio y, no habiéndome encontrado, porque había ido al teatro con mi familia, me dejó un recado para que esperara a las diez de la noche al señor licenciado Francisco Javier Gaxiola, distinguido abogado, a quien había nombrado su secretario particular.

A las diez en punto, llegó el señor licenciado Gaxiola, quien me indicó que el señor presidente Rodríguez me suplicaba estar al día siguiente a las 8 de la mañana en Palacio.

Ya en plática con el presidente Rodríguez, me manifestó que deseaba que aceptara el puesto de Procurador General de la República, a cuya invitación accedí, agregando que, como él estaba enterado de mi relación con las organizaciones políticas y sociales de Tamaulipas, a las que no podía abandonar ni dejar de hacer recomendaciones, ya que me consideraban como su jefe y director, creía un deber de mi parte hacer de su conocimiento que tal situación venía disgustando al señor general Calles. Añadí que, de haber algún inconveniente para que yo siguiera cumpliendo con mis deberes de tamaulipeco, al aceptar el puesto que tan bondadosamente me ofrecía, yo desde luego declinaba su aceptación.

Se entiende -agregué- que, por ningún motivo. usaré de la influencia que me dé la Procuraduría General para cumplir con mis deberes de ciudadano, ni mucho menos está en mi ánimo abusar de la confianza que el presidente de la República haya de depositar en mí.

El general Rodríguez me contestó:

De sobra conozco su situación en el caso de Tamaulipas y, en más de una ocasión, la he justificado. Yo habría hecho lo mismo que usted. En consecuencia, no pretendo coartarle la libertad que usted tiene para seguir ocupándose de esos asuntos y defender a sus paisanos.

En tales condiciones, acepté con el mayor placer colaborar con el presidente Rodríguez. De ello me sentiré orgulloso toda mi vida; pues debo aclarar, para honra de aquel gobierno, que nunca recibí la menor indicación para obrar en tal o cual sentido en el desempeño de mis funciones. Inclusive en los asuntos de mayor trascendencia y cuantía que me tocó tramitar, el general Rodríguez me dejó siempre la más absoluta libertad.

Tan pronto como me hice cargo de la Procuraduría General de la República, giré a todos los agentes una circular, en la cual les precisé, con toda claridad, cuál es, en mi concepto, la verdadera misión que el Ministerio Público tiene encomendada como representante de la sociedad y como consejero jurídico del gobierno. Sin temor a equivocarme, puedo decir que era la primera vez, en la historia de la Procuraduría General de la República, que se hacía la declaración de que el Ministerio Público no debe ser un defensor incondicional del gobierno; sino que, cuando los intereses de éste estén en contraposición con la colectividad, y ésta se sienta injustificadamente, lesionada por los procedimientos arbitrarios de aquél. el procurador general de la República debe, como consultor jurídico del presidente, constituirse en defensor de la persona agraviada y hacer que se respeten las garantías que nuestra Constitución otorga y que violen, o pretendan violar, funcionarios poco escrupulosos en el desempeño de sus funciones, cualquiera que sea su categoría. Como consecuencia de tales instrucciones. se dio el caso -repetido en multitud de ocasiones- de que el Ministerio Público hiciera pedimento ante la Suprema Corte de Justicia y ante los jueces de Distrito y Tribunales de Circuito, contrario a las pretensiones de los secretarios de Estado, cuando éstos trataban de ejecutar, o habían ejecutado, actos violatorios del derecho de los particulares; y esto aun en asuntos graves que interesaban al gobierno. Frecuentemente algunos secretarios de Estado acudían al presidente de la República para quejarse de la conducta de la Procuraduría en tales casos; pero invariablemente el presidente Rodríguez me dio su más decidido apoyo en el ejercicio de mis funciones, para lo cual y en pro de mi tesis, le exponía yo que el Ministerio Público no debe ser un instrumento que tenga por función justificar los actos arbitrarios de los colaboradores del jefe del Ejecutivo, sino que, como representante y consultor jurídico de éste, debe vigilar porque se respeten las garantías que nuestra Constitución otorga, constituyéndose en defensor de los particulares cuando tales garantías se vean amenazadas.

La tesis expuesta en los párrafos anteriores dio origen a que mi dilecto amigo, el señor licenciado don Luis Cabrera, aprovechando la celebración del Congreso Jurídico Nacional, que se reunió en el anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria, diera lectura a un sesudo estudio que intituló: La misión constitucional del Procurador General de la República, que motivó una réplica del que esto escribe, la cual se leyó, también, en una de las sesiones del citado Congreso.

He aquí los comentarios del licenciado Cabrera:

Casi, casi me alegro de que el señor procurador general de la República, licenciado Emilio Portes Gil, no se halle presente. Mi palabra está más acostumbrada a subir que a bajar, y me sentiría yo cohibido si hubiera tenido que hacer, frente al señor Portes Gil, un elogio de sus conceptos.

En lo personal me siento halagado y satisfecho de que mi estudio haya merecido la atención seria y meditada de uno de los más altos funcionarios de la Federación. Hace un año mis palabras habrían producido otro efecto muy distinto en el régimen de anteayer. Nadie me habría oído ni leído; pero sí se habrían apresurado a rectificarme. En la actualidad nada más plausible que consignar que las palabras, cuando traducen una intención sana de buscar la verdad, encuentran acogida en un funcionario que como tal demuestra el más alto valor civil al darse por enterado de una opinión que no es la suya.

Más importante aún es la actitud del señor licenciado Portes Gil respecto a este Congreso, porque con su democrática actitud y con la contribución que su trabajo ha aportado al Congreso Jurídico, aquilata la verdadera importancia de esta Asamblea, la que si no hubiera tenido más virtud que la de hacer hablar al procurador general, con ello bastaría para demostrar el rotundo éxito que ha alcanzado.

El señor licenciado Portes Gil declara, y con razón, que su estudio no tiene carácter de polémica, y en verdad no se presta a polémica ni a refutaciones; la serenidad de espíritu, la sinceridad en la expresión, la verdad con que acomete el problema en el terreno práctico en que se coloca, todo hace de este estudio una contribución digna de respeto.

Voy solamente a referirme a dos puntos que merecen especial mención.

El señor licenciado Portes Gil dice que con la independencia del Ministerio Público no se logra la independencia de la administración de justicia. Esto es cierto; no es bastante independer el ministerio público para lograr la independencia de la administración de justicia, pues esto no se logra solamente con las leyes o con formas constitucionales, sino que deberá ser un resultado de todas las medidas que se tomen para lograrlo. Pero ya es un paso muy importante el que se daria si se lograra emancipar al Ministerio Público de la dependencia en que se encuentra con respecto al Poder Ejecutivo.

El señor licenciado Portes Gil dice además que la base de la independencia del ministerio público consiste en hacer efectivas las responsabilidades de los funcionarios; pero yo le preguntaría -si estuviera presente- ¿y cuál es la forma práctica de exigir responsabilidades a un funcionario? Haciendo efectivas las sanciones que dicta la ley para el caso de que falte a sus deberes, es decir, ejercitando la acción penal contra el funcionario responsable. Pero es el caso que según la organización actual del Ministerio Público es precisamente el Ministerio Público mismo el que tendría que ejercer la acción penal para que se castigara a los agentes del Ministerio Público. La clave para exigir responsabilidades al Ministerio Público estaría, por consiguiente, en manos del Ministerio Público. Se necesitaría que éste diera un altísimo e insólito caso de civismo: el de acusarse a sí mismo ante los tribunales.

La importancia del trabajo que ha presentado el señor licenciado Portes Gil no reside, sin embargo, en la solución concreta propuesta por él, ni significa que la solución propuesta por mí sea mala. Su importancia reside en la divergencia de opiniones y en el respeto que muestra a una opinión contraria a la suya.

No será aquí donde se resuelva si la solución consiste en exigir responsabilidades o en separar las funciones. Como antes dije, yo he puesto la semilla, el señor Portes Gil la ha regado; ya germinará, ya se desarrollará, y ya arraigará en la conciencia nacional y producirá sus frutos oportunamente. No tengamos prisa.

Entre tanto hemos logrado algo mucho más importante: hemos conseguido que el representante de la sociedad, el consejero jurídico del Gobierno, el más alto funcionario de la administración de justicia venga personalmente ante este Congreso Jurídico, y reconociendo la elevación de los propósitos que nos animan, ratifique las importantes declaraciones que en forma de circular había hecho en días pasados.

Las palabras del señor procurador de justicia no solamente merecen subrayarse, sino repetirse, propalarse, poniéndolas en marco de oro para que sean tenidas en cuenta en lo futuro, y para que sirvan de base a la actuación del Ministerio Público.

Es satisfactorio saber que el procurador general de la República piensa que el ejercicio de la acción penal no debe entenderse arbitraria e ilimitada, sino que ha de ser racional y justa.

Que el Ministerio Público debe estar integrado con personas que tengan arraigada la convicción de que son servidores no de determinados individuos que integran transitoriamente el Gobierno, sino de la colectividad, ante la que tienen que responder moral y legalmente de su actuación.

Bien está -dice el señor licenciado Portes Gil- que se salvaguarde el fisco; pero sería grave error que el Ministerio Público se solidarizara por sistema con los intereses de las autoridades defendiendo a todo trance al fisco, aun en los casos en que su actitud fuera voraz, pues no hay que olvidar que es preferible, para un gobierno, ganar en justicia ante la opinión pública, aunque se pierda en dinero al no ingresar determinadas sumas al tesoro nacional, a que se gane en dinero con mengua del sentido de la justicia ante la colectividad, cuyos intereses hay que proteger.

Y cuando dice: El procurador general de la República, como consejero legal del Gobierno, tiene una función propia, definida, autónoma, en la marcha de la administración pública, y que esa misión, en manera alguna opuesta a la de los secretarios de Estado, o absorbente de las atribuciones de ellos, constituye un elemento de coordinación, de ponderación, de justicia, que ha de significar un elemento de valer incalculable para realizar en México un verdadero estado de derecho.

Cuando esta coordinación se logre, el procurador de la República afirmará su carácter de consultor jurídico, y podrán prevenirse controversias entre los particulares y las autoridades por la intervención previa que el consejero jurídico tenga en la elaboración de las leyes para poder ser, además, un defensor más decidido de las leyes.

Estas palabras, que en boca del señor procurador de la República, y en circular dirigida a sus agentes, tienen trascendental importancia como norma futura de conducta, aumentan de peso y crecen en su trascendencia cuando han sido repetidas solemnemente ante este congreso.

Pero se me dirá: ¿Qué garantías tenemos de que se cumplan? Para mí, tras de esas palabras existe una garantía efectiva: la que proporcíona la conducta de un hombre que sabe lo que es la responsabilidad de un funcionario no por haberlo leído en los libros sino por haberla llevado sobre sus hombros.

El señor licencíado Portes Gil -me alegro de decirlo en su ausencia-, como el autor del Eclesiastés, ha pasado ya por la experiencia que proporciona el summum del poder, y está en situación de poder decir con aquél: vanidad de vanidades, toda vanidad.

Por ello podemos concluir diciendo que la mejor garantía que puede proporcionamos el señor licenciado Portes Gil, de que como procurador general de la República procure efectivamente la justicia nacional, es la que nos suministra en el pasado con sus hechos; porque cuando el licenciado Portes Gil fue presidente de la República, fue el presidente de la República.

El asunto más interesante y movido que me tocó conocer, como Procurador General de la República, fue el de la consignación que se hizo de los prelados católicos señores Leopoldo Ruiz y Flores y Jesús Manrique y Z., delegado apostólico el primero y obispo de Huejutla, el segundo.

Tal consignación fue motivada por la conducta de dichos representantes del clero. Debido a la tolerancia que, desde el año de 1930, en que se hizo cargo del Poder Ejecutivo el señor ingeniero Ortiz Rubio, se venía observando por parte del gobierno (tolerancia que permitió a dichos representantes, a partir del año de 1940, recuperar rápidamente -y a veces con insolencia- todos los privilegios de que legalmente se había desposeído a la Iglesia Católica) y adoptar un espíritu combativo, insolente y soberbio. Con motivo de las reformas al artículo 3° de la Constitución General de la República, que aprobó el Congreso de la Unión a iniciativa del Partido Nacional Revolucionario, tal actitud llegó a externarse en actos de franca desobediencia a la ley, y de verdadera sedición en contra del gobierno. Los altos dignatarios de la Iglesia, obrando con la torpeza y con la perfidia que siempre ha caracterizado a sus directores a través de todas las épocas de nuestra historia, hicieron declaraciones imprudentes y públicas con el objeto de provocar levantamientos de fanáticos, como ya lo habían realizado en 1926. Uno de esos mensajes a los católicos de México, dirigido por el delegado Ruiz y Flores, dice así:

Habia venido callando ante todos los atentados que las autoridades mexicanas vienen cometiendo contra la Iglesia Católica. Mi esperanza ha sido vana, puesto que nada parece ser capaz de contener el desbordamiento de su pasión antirreligiosa y no puedo callar más, porque faltaría a mis deberes de representante del Sumo Pontífice, de obispo y de mexicano. Tal es la razón de hacer pública mi protesta por esos actos y mi exhortación a todos vosotros para que os unáis a la defensa de los derechos de vuestra Iglesia, que son los propios vuestros.

La Revolución, apoyada en la fuerza, ha convertido en provecho de su política antirreligiosa todo problema; y, para adueñarse de las conciencias, intenta acabar con toda religión y hasta borrar el nombre de Dios, declarándose maestra infalible de dogma y de moral, todo con un lujo de tiranía y despotismo insoportables.

Pisoteando su misma Constitución de 1917, cuyo artículo 24 reconoce que todo hombre tiene libertad para profesar y practicar la religión que le agrade, las leyes federales de 1926 y las que han venido en seguida, han imposibilitado al pueblo católico el uso de esa libertad, despojándolo de sus templos y limitando irrisoriamente el número de sacerdotes, fijándose en varios Estados un solo sacerdote para cada cien mil habitantes, desparramados éstos en centenares de kilómetros cuadrados.

Pero a nadie llamará la atención todo esto, cuando ha escuchado de labios del señor general Lázaro Cárdenas, en su discurso de propaganda, que al pueblo mexicano ya no le sugestionan las frases huecas de libertad, de libertad de enseñanza y de libertad económica, porque sabe que la primera representa la dictadura clerical; la segunda, la dictadura de la reacción que trata de oponerse al régimen revolucionario en favor de la cultura del pueblo; y, la tercera, la dictadura capitalista, que sigue oponiéndose al aumento de salario y a que el Estado intervenga en la distribución de la riqueza pública en beneficio de los principales productores, que son los trabajadores mismos.

... Por desgracia, la experiencia de cinco años ha venido a demostrar la falta de sinceridad por parte del Gobierno en sus compromisos con la Iglesia; pues, sin cumplirse con todo lo ofrecido, se inicia una serie de nuevas leyes en el Estado de Veracruz, imitándolas muchos otros Estados, a instancias públicas del Congreso Federal, el cual, a su vez, dio la ley anticonstitucional reduciendo el número de sacerdotes y fijando el número de templos en el Distrito Federal y Territorios.

Si a esto se añade el proyecto de implantar en las escuelas la llamada educación sexual, que debería llamarse mejor corrupción de la niñez, se verá patente la conculcación de los derechos más sagrados. ¿A qué tiranía no conducirá el repudio de la libertad de enseñanza, proclamado por el señor general Cárdenas, pretendiendo que habla en nombre del pueblo mexicano, cuando éste, en forma bien patente, ha venido demostrando una opinión diametralmente opuesta?

Ante semejante tiranía, indigna de todo hombre libre, que tenga en algo los derechos de su Dios, de Jesucristo, de la Iglesia, de la conciencia, de la familia, vengo en mi calidad de Delegado Apostólico, a protestar, haciendo constar que quedan, como han quedado siempre en vigor, las anteriores protestas del Sumo Pontífice y del Episcopado Mexicano y que obispos, sacerdotes y fieles, nos reservamos nuestros derechos para hacerlos valer cuando haya autoridades respetuosas de la Constitución que rige hoy al país. La intolerable situación actual tiene que abrir los ojos a cuantos se interesan por el verdadero bien de la patria para que conozcan los errores de donde nacen estos males y, después de pedir a Dios el remedio, no descansen en trabajar por todos los medios lícitos para recobrar la libertad.

A pesar de que la Revolución Mexicana debe su triunfo a la franca y decidida protección del présidente norteamericano Woodrow Wilson y su sostenimiento a la protección del Gobierno de los Estados Unidos, de cualquier manera que esto haya sido, es indispensable recordar que hay derechos anteriores y superiores a toda Constitución, los cuales ésta debe respetar y defender. Tales son los derechos religiosos, los de la educación y de los hijos, los de la vida, de la propiedad privada y todos los demás derechos naturales. Cualquiera ley que menoscabe esos derechos es injusta y de ningún valor. Ningún católico puede ser socialista sin faltar gravemente a sus deberes, como tampoco puede pertenecer al PNR, desde el momento en que éste se ha declarado abiertamente socialista y, lo que es peor, ateo. Y como el PNR, con una tirania inaudita, obliga a los maestros y empleados a adherirse a sus teorias y a aprobar su política, a ningún católico puede ser permitido el suscribir tales declaraciones, que equivalen a renegar de su religión.

Es un deber grave de conciencia y apremiante en las presentes circunstancias; el de todos los católicos, de darse cuenta de sus derechos, unirse con toda claridad y organizarse con la mayor disciplina para hacerlos valer. Tal organización tiene que ser obra de los ciudadanos sin que aguarden órdenes de sus superiores eclesiásticos. Conviértase cada católico en un verdadero apóstol, que después de encenderse en el amor de Dios, procure comunicarlo a cuantos trate, amigos o enemigos, y veremos que la persecución se convertirá en bendiciones del cielo.

Los miembros del episcopado mexicano no permanecían tampoco inactivos y el obispo de Huejutla hizo público el Tercer Mensaje al Mundo Civilizado que, entre otras expresiones, contiene las siguientes:

El señor Calles excita a todos los gobiernos de los Estados de la República, a todas las autoridades y a todos los elementos revolucionarios, a que vayan al terreno que sea necesario ir, porque la niñez y la juventud deben pertenecer a: la Revolución. Con estas palabras lanza el señor Calles el guante a todo el pueblo mexicano. Nosotros recogemos el guante del señor Calles, y a nuestra vez, exhortamos con toda la vehemencia de nuestra alma a todos los católicos de la República, a todos los hombres honrados, a todos los hombres en quienes no se haya extinguido aún el sentido de la dignidad humana, a que lo recojan también y se opongan con todas sus fuerzas a la realización del plan judaico-masónico de que el señor Calles es digno portador.

¿Permitiréis, oh padres de familia, que vuestros hijos sean al fin presa de la Revolución? ¿Permitiréis que los pedazos de vuestras entrañas sean devorados por la jauria infernal que ha clavado sus garras en el seno de la patria? ¿Toleraréis siquiera que el monstruo bolchevique penetre al santuario de las conciencias de vuestros vástagos para destrozar la religión de vuestros padres y plantar en él la bandera del demonio? ¿No os erguiréis altivos y llenos de santa cólera contra los corruptores de vuestros hijos y profanadores de su inocencia virginal? ¿Seréis tan egoístas y cobardes que, por no exponer vuestras vidas e intereses terrenos, dejéis perecer a esos inocentes en las garras de hombres tan perversos y degenerados? ¿Y vamos nosotros, los verdaderos mexicanos, los mancebos de la Iglesia Católica, los vencedores de tantos y de tan gloriosos combates, los mimados hijos de Cristo Rey y de Santa María de Guadalupe, vamos, digo, a rendirnos a discreción a nuestros eternos enemigos, los corruptores de la niñez y enemigos jurados de la religión y la patria?

No me preguntéis cómo hayáis de combatir con estos infames. Ellos os lo dicen en su insolente reto: vamos al terreno que sea necesario ir. El ataque enemigo debe repelerse en el mismo campo en que se produce.

Si la revolución bolchevique nos ataca en el terreno de las letras, levantemos periódicos frente a periódicos; cátedra frente a cátedra; escuela frente a escuela. Si en el de la violencia, ahí también debemos defendernos y defender a nuestros hijos, a pesar de nuestros exiguos elementos de fuerza.

Los padres de familia conviértanse en leones y los hogares en fortines, y cada pecho mexicano sea un baluarte de nuestra dignidad e independencia.

En esta tremenda lucha deben tomar parte no sólo los hombres católicos, sino también los medianamente honrados y todos aquellos en quienes no se haya extinguido el sentimiento del honor.

Nadie puede eximirse del combate, ni permanecer indiferente, sin traicionar a la Patria; porque se trata de defender el porvenir de nuestra nacionalidad que descansa sobre la pureza de nuestros niños, la moralidad de nuestros jóvenes y la conciencia, en una palabra, de las nacientes generaciones.

Hemos llegado a tal extremo a la condescendencia con nuestros enemigos, que un paso que diéramos adelante sería apostatar de nuestras creencias y contribuir nosotros mismos positivamente a la degeneración de los niños y los jóvenes mexicanos. Y vosotros, oh pueblos civilizados del orbe, ¿permaneceréis otra vez impasibles ante la apocalíptíca lucha que va a iniciarse entre la verdad y el error, entre la civilización y la barbarie, entre la justicia inerme y el crimen armado, entre el verdadero pueblo mexicano y sus sanguinarios opresores? ¿No tendréis en esta ocasión un gesto gallardo digno de la hidalguía de vuestros antepasados y que os rehabilite ante los hombres honrados de todos los países?

Sobre todo, ¿seguiréis tendiendo una mano amiga a los conculcadores de todo derecho y enemigos jurados de todo progreso y de toda civilización?

Naturalmente, el general Calles, cuya decadencia senil para esos días había llegado a un extremo lamentable, no desaprovechó la oportunidad para hacerse sentir como el hombre fuerte de México. A fin de ostentar ante la Nación su tutoría, cada vez que se sentía desfallecer recurría al procedimiento de incitar a sus incondicionales para que éstos se pusieran a gritar las consabidas frases de las instituciones están en peligro; las conquistas revolucionarias se van al abismo, con lo que pretendía lograr que la ya desmembrada familia revolucionaria se apretara en torno de él, y lo considerara el único hombre capaz de batir a la reacción.

Por aquellos días no se conoció con detalles la comisión que el general Calles dio al general Lázaro Cárdenas, presidente electo, y a Carlos Riva Palacio, para que se acercaran al presidente, general Rodríguez, a pedirle en su nombre (yo diría exigirle) que ordenara la inmediata expulsión del arzobispo de México don Pascual Díaz y del delegado apostólico Ruiz y Flores.

El señor licenciado don Francisco Javier Gaxiola nos relata en su documentado libro El presidente Rodríguez este grave incidente. Por eso no creo cometer una indiscreación al referir la entrevista que celebré con el jefe del Ejecutivo en su casa de la Reforma, cuando me dio instrucciones para que procediera a avocarme el conocimiento de tal asunto. En efecto, el día primero de octubre de 1934 fui llamado telefónicamente por el presidente. Ya en su presencia me manifestó lo siguiente:

Ayer estuvieron a visitarme de parte del general Calles, el general Cárdenas y Carlos Riva Palacio, con el objeto de hacerme ver la conveniencia de que ordenara la inmediata expulsión del país, de los señores Arzobispo Pascual Díaz y del Delegado Apostólico Ruiz y Flores. Después de escucharlos les expresé, para que lo hicieran del conocimiento del general Calles, que yo no podía dictar una orden como aquella por considerar que no estaba dentro de mis facultades cometer un acto arbitrario y tan fuera de la ley. Añadí que consignaría el caso a usted, en su carácter de procurador general de la República, para que -previo el estudio correspondiente- usted propusiera lo que el Ejecutivo debería hacer. Y terminé recomendándoles que dijeran también al general Calles, que usted nos merecía a todos la más completa confianza y que, en tal virtud, de antemano aceptaba yo cualquier consejo que usted me diera en este incidente.

Contesté al señor presidente que, desde luego, me pondría a hacer un estudio del caso. Al día siguiente le entregué esta tesis:

... Resumiendo, se ha comprobado la existencia de hechos previstos como delitos y sancionados con pena corporal. Existen datos que hacen presumir la responsabilidad del señor Leopoldo Ruiz y Flores, Delegado Apostólico en México y Arzobispo de Morelia, en la comisión de dichos hechos. Estando reunidos los requisitos del artículo 16 constitucional debe hacerse consignación a los Tribunales, ejercitando acción penal y solicitando la orden de aprehensión correspondiente en contra del mencionado señor Leopoldo Ruiz y Flores, de conformidad con los artículos 134 y 195 del Código Federal de Procedimientos Penales. Con motivo de esta consignación, la Procuraduría General de la República manifiesta expresamente que estos procedimientos judiciales obedecen al deber de prevenir, de acuerdo con las leyes, cualquier acto contrario al orden público y a la integridad de las instituciones sociales y politicas del país, pero no a persecuciones o represalias en contra de las creencias o de los sentimientos religiosos, que constituyen problemas de índole social y educativa, que el Gobierno está resolviendo por caminos diversos, limitándose la acción judicial y el uso de la fuerza pública a los casos en que las leyes que garantizan el orden, la tranquilidad y la respetabilidad de las instituciones, sean amenazadas o violadas.

Por todo lo expuesto, procede dictar el siguiente acuerdo: Visto el expediente instruido con motivo de la consignación hecha por el señor presidente de la República, en oficio 19707, de fecha 30 de octubre del año actual, y apareciendo de los documentos remitidos que están reunidos los requisitos del artículo 16 constitucional para solicitar orden de aprehensión en contra de los señores José de Jesús Manrique y Zárate, obispo de Huejutla, y Leopoldo Ruiz y Flores, delegado apostólico en México, por los delitos previstos y penados en los artículos 135 fracción I del Código Penal y 8° y 10 de la Ley de 21 de junio de 1926, que reformó el Código Penal para el Distrito y Territorios Federales, sobre delitos del Fuero Común y delitos contra la Federación en materia de culto religioso y disciplina externa, con fundamento en los artículos 134 y 195 del Código Federal de Procedimientos Penales, consígnense los hechos al Juzgado de Distrito en turno del Ramo Penal en esta capital, ejercitando acción penal y solicitando desde luego se libre orden de aprehensión en contra de José de Jesús Manrique y Zárate y Leopoldo Ruiz y Flores.

Gírense instrucciones al agente del Ministerio Público adscrito al Juzgado de Distrito en turno, para que tome en este asunto la intervención que legalmente le corresponde, en la inteligencia de que la investigación queda abierta en contra de todos los que resulten responsables.

Como los señores Ruiz y Flores y Manrique y Zárate están actualmente en el extranjero, gírense instrucciones a los delegados de Migración en la República, por conducto de la Secretaría de Gobernación, para que en caso de que los susodichos señores pretendan entrar al territorio nacional procedan a aprehenderlos y ponerlos a disposición de la autoridad que conozca del procedimiento.

Reitero a usted mi atenta y distinguida consideración.

Sufragio Efectivo. No Reelección.
México, a 7 de noviembre de 1934.
El Procurador General de la República, E. Portes Gil.

Como el presidente tenía que salir días después para la Baja California, me pidió que le llevara el estudio que iba a hacer, expresando a la vez que el general Calles estaba molesto por aquella decisión que había tomado; pero eso lo tenía a él sin cuidado, sintiendo sobremanera que ya en los últimos días de su gobierno se fuera a provocar una ruptura. Yo manifesté al general Rodríguez que me permitiera platicar sobre aquel asunto con el general Calles y me autorizara también para hacer del conocimiento de dicho general el estudio que iba a hacer, pues me consideraba en el deber de prevenir un rompimiento entre ellos. El presidente me dio su autorización para obrar en la forma indicada.

El estudio quedó terminado pocos días después y la noche del 5 de noviembre me trasladé a la casa del general Calles en Cuernavaca, a donde llegué a las 9 p.m. Tan pronto como iniciamos la conversación, le informé de las conclusiones a que había llegado en el asunto que iba a tratarle, con autorización del presidente. El general Calles me interrumpió, diciéndome:

No creo que esté bien eso. El Gobierno debe obrar con toda energía, expulsando a los obispos, como lo hice yo, en el año de 26, cuando el gobierno cerró las iglesias.

A eso repuse:

- General, yo le suplico escucharme por algunos minutos. En primer lugar, no es exacto que usted haya expulsado a ningún obispo ni que haya mandado cerrar las iglesias en el año de 26. Ellos se fueron porque quisieron, pues precisamente usted manifestó en aquella época que los curas habían declarado una huelga cerrando las iglesias; pero que el Gobierno las ponía en posesión de juntas vecinales para que permanecieran abiertas al culto.

Esto calmó al general Calles y yo empecé a dar lectura al estudio que había hecho, habiendo concluido a las 3 de la mañana. A medida que avanzaba en mi tarea, noté que el documento le interesaba. Cuando terminé, me dijo:

- Esta muy bien todo lo que usted ha hecho. Ese estudio debe traducirse a varios idiomas y repartirse en todo el mundo para que se conozca la verdadera actuación del Gobierno ante el clero. Es la primera vez que se hace esto a toda conciencia y ya se hacía indispensable.

Cerca de las 4 de la mañana me despedí del general Calles, saliendo al día siguiente en avión para Mexicali, para someter al general Rodríguez la parte resolutiva de mi estudio. El presidente escuchó con toda atención, durante cerca de 4 horas, la lectura del documento. Al terminarlo, se mostró satisfecho de mi actuación y me autorizó para hacer la consignación de los prelados a los tribunales competentes.

Colaboraron conmigo, en la elaboración del estudio que se tituló La lucha entre el Poder Civil y el Clero, los abogados Andrés Serra Rojas y José Angel Ceniceros, habiéndose hecho una impresión de 600,000 ejemplares que se redactaron en español, en inglés y en francés, y que circularon profusamente por todas las naciones.

Con la consignación que hizo la Procuraduría General de la República, de los señores Ruiz y Flores y Manrique y Zárate, se calmó la agitación que ya se iniciaba y el general Cárdenas pudo recibir el gobierno, el día 1° de diciembre, con la República totalmente pacificada y sin ningún problema que amenazara la tranquilidad pública.

Es indudable que el general Calles, al querer forzar al general Rodríguez -precisamente por conducto del general Cárdenas- a que procediera a expulsar al arzobispo Ruiz y Flores y al obispo Pascual Díaz así como a algunos otros prelados, lo que deseaba era provocar una nueva revuelta para aparecer él como el único salvador del régimen que iba a iniciarse el día primero de diciembre de 1934. Pero el general Rodríguez, obrando con indiscutible patriotismo y con suma prudencia, pudo evitar al país ese nuevo desastre que planeaba el general Calles, azuzado, seguramente, por los amigos que lo habían inducido a recorrer el camino de la claudicación.

Acontecimiento importante ocurrido durante el gobierno provisional del general Rodríguez, fue la consignación que, de acuerdo con el artículo 73 de la Constitución General de la República, hizo la Procuraduría a mi cargo a la Comisión Permanente del Congreso de la Unión, a fin de que fueran destituidos dos jueces de lo civil, dos menores de la ciudad de México, el juez de Distrito de Zacatecas y el magistrado de Circuito de Aguascalientes, por actos inmorales que habían cometido.

La destitución fue inmediata, y con ese ejemplo tan severo que dio el gobierno del general Rodríguez, los demás jueces, magistrados, entre quienes posiblemente había algunos inmorales, siguieron observando una conducta intachable.

Índice de Autobiografía de la Revolución Mexicana de Emilio Portes GilCAPÍTULO X - Periodo presidencial del General Abelardo L. Rodríguez - Periodo presidencial del General Abelardo L. RodríguezCAPÍTULO XI - Periodo presidencial del General Lázaro Cárdenas - Periodo presidencial del General Lázaro CárdenasBiblioteca Virtual Antorcha