AUTOBIOGRAFÍA DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA
Emilio Portes Gil
CAPÍTULO QUINTO
LA REVOLUCIÓN CONSTITUCIONALISTA
EL ASESINATO DEL PRESIDENTE CARRANZA
Véase cómo describe el señor general de División don Francisco L. Urquizo, uno de los generales de más autoridad del Ejército Constitucionalista y leal colaborador del presidente Carranza, el crimen de Tlaxcalantongo.
Caminaba yo en mi lugar acostumbrado cuando sentí tras de mí a alguien que galopaba, con intención tal vez de rebasarme; volví la cabeza y ví al propio Rodolfo Herrero, jinete en un caballo tordillo, en camisa y con pistola al cinto; en seguida me conoció y se me acercó a abrazarme. Conversó un rato conmigo, y entre otras cosas me manifestó que debíamos sentirnos satisfechos de haber llegado a su lado, que estaba dispuesto por completo a defendernos y darnos todo el apoyo de que eran capaces sus fuerzas, que allí significaba mucho, pues era aquel el lugar en que siempre había operado y por tal motivo lo conocía a la perfección; que él sentía inmenso gusto en servirnos en aquella ocasión y que así lo haría; que en trance como aquel, difícil para nosotros, era cuando se conocía verdaderamente a las personas, y que esto que me manifestaba a mí deseaba comunicárselo personalmente al señor presidente.
Le contesté que le agradecíamos su adhesión, tanto más cuanto que nos servía muchísimo en aquel momento, que el señor presidente iba a la cabeza de la columna, que se adelantara, que allí iba también el general Mariel, quien le presentaría al señor Carranza, pues yo no lo hacía porque mi caballo estaba cansado y no podría galopar hasta la punta de la columna.
Se despidió de mí y se adelantó para ir con el señor presidente.
Más tarde supe que al alcanzar al general Mariel le abrazó llorando, diciéndole que aquella era la ocasión de demostrarle su gratitud por los favores que le debía, que contara con él siempre y que se sentía feliz compartiendo la desgracia con nosotros. Mariel, creyendo sinceros sin duda los ofrecimientos de Herrero, lo presentó al señor Carranza, haciéndose responsable de él, y también al general Murguía. Herrero ratificó ante ambos el ofrecimiento que había hecho a Mariel y a mí y se incorporó a nuestra comitiva; iba haciéndole compañía al presidente y conversaba con él, informándole de la región que era a su cuidado.
En las revueltas que hacía el camino pude observar que, en aquellos pasos difíciles en que era necesario echar pie a tierra y tirar del caballo, Herrero ayudaba a desmontar al señor Carranza tomándolo del brazo para que no resbalara, pues como se sabe era algo obeso y por consiguiente tardo en sus movimientos; le ayudaba a salvar las grandes piedras o las pequeñas zanjas que encontraban y a montar de nuevo cuando se cansaba o el camino iba mejor, sujetándole la cabalgadura por el ronzal para que el caballo no se moviera.
¿Quién iba a dudar, con tales muestras de afecto, de la lealtad de aquel hombre?, ¿quién iba a pensar, viéndolo tan servicial con el señor presidente y con todos nosotros, que fuese capaz de traicionarnos?
A media tarde llegamos a un pequeño rancho llamado La Unión, en donde se separó de la columna el general Mariel y los que le acompañaban. Su misión consistía en adelantarse a nosotros por una travesía y llegar a Villa Juárez o Xico, lugar guarnecido por tropas que antes estuvieron a sus directas órdenes, a informarse si aún le eran adictos, y en tal caso comunicarlo así al señor presidente para avanzar hasta allí sin temor; en caso contrario para tomar otro rumbo esquivando esos lugares, pues no estábamos en condiciones de entablar un combate ni mucho menos, sino rehuir todo encuentro con el enemigo; tal era nuestra situación material, pues la moral estaba tan decaída que Bulmaro, refiriéndose a nuestro estado de ánimo, hacía bromas sobre nuestra situación.
Al separarse Mariel nuevamente recomendó a Herrero con el presidente como hombre leal, valiente y conocedor perfecto del terreno que recorríamos, diciéndole además que él nos serviría de guía y nos conduciría a pernoctar en un lugar adecuado y estratégico.
Apenas se separaron Mariel y los suyos, la columna, que se había detenido, continuó de nuevo su marcha. Empezaba a lloviznar y la lluvia amenazaba desatarse fuerte; el cielo se obscurecía y relampagueaba; el camino, como es natural, poníase cada vez peor.
Serían las cinco de la tarde cuando llegamos a San Antonio Tlaxcalantongo, pequeña ranchería compuesta de quince o veinte casuchas de paja y ramas secas diseminadas en un plano de ciento cincuenta o doscientos metros. Hacia nuestra derecha e inmediatamente pegado al pueblo continuaba el precipicio, y en el fondo de él corría un torrentoso arroyo; a nuestra izquierda se destacaba la montaña sumamente escarpada. Se conoce que en ese lugar hubo la intención de hacer un pueblo en forma, pues a su entrada unos muros de mampostería indicaban que allí iría a ser la iglesia, y en el centro de una especie de plazoleta unos pilares, también de piedra, señalaban los cimientos de la casa municipal.
A la entrada del pueblo me llamó la atención, en las paredes de adobe de una choza ya derruída y sin techumbre un letrero mal hecho, pintado con carbón, que decia Muera Carranza. Deduje desde luego, que aquel rótulo tal vez lo habían puesto los soldados de Herrero cuando todavía eran rebeldes al gobierno y tenían en esos contornos sus cuarteles y madrigueras.
Llamé a los míos y nos pusimos a buscar alojamiento y el forraje para los animales. Otros más listos que nosotros y que venían más adelante nos ganaron los jacales que estaban en mejores condiciones y ya se habían acomodado en ellos; nosotros, después de buscar bien no encontramos nada mejor que un cobertizo de paja sin paredes, y de seis metros cuadrados a lo sumo. Sin duda allí nos iría a molestar la lluvia, pero era lo único que había.
Desensillamos y colocamos las monturas bajo el centro del techado para resguardarlas del agua; los asistentes se fueron a conseguir granos para las bestias; recorrieron todo el poblado pero fue imposible encontrar nada, ni maíz, ni trigo, ni siquiera tortillas para nosotros. Parecía que la gente había huido de allí, sólo algunas mujeres quedaban y éstas estaban ocultas en el fondo de sus chozas. Dispuse que aunque fuera cortaran zacate y que para cenar nosotros se asara el pedazo de carne que el previsor Luis López había conseguido en Patla. Era la primera vez que no encontrábamos maíz para los caballos, y esto me disgustó grandemente, pues necesitábamos más de los animales que de nuestro propio alimento; las jornadas eran cada día más penosas, y más tarde, al llegar al llano, cuando saliéramos de aquella condenada serranía era seguro que necesitaríamos más aún de los animales, porque seguramente tendríamos que huir rápido de las caballerías que ya habrían mandado en nuestra persecución.
Mientras los muchachos cortaban el zacate y hacían de cenar salí yo a ver al presidente para pedirle órdenes y conversar un poco con él. Le encontré a la puerta de su jacal, distante del mío unos ciento cincuenta metros más o menos; allí le había alojado Herrero diciéndole sonriente:
- Por ahora aquí será su Palacio Nacional, es lo mejor que se encuentra en el pueblo.
Efectivamente era lo mejor del lugar: de unos cinco metros de largo por cuatro de ancho, con paredes de tejamanil, y frente a él un cobertizo semejante al nuestro para los asistentes y los caballos.
Secundino, el asistente del señor Carranza, se ocupaba de desensillar su caballo cuando yo llegué; el presidente observaba el estado de su cabalgadura.
- Creo que aquí no estamos bien, señor le dije.
- ¿Por qué general?
- Porque no hay absolutamente nada de forraje para los caballos; el que no tengamos alimentos nosotros es lo de menos, pero la caballada se encuentra ya cansada y hambrienta.
- Es cierto, estamos mal aquí y bien podríamos caminar unas cuatro o cinco leguas más, todavía es temprano; pero tenemos que esperar noticias de Mariel para saber cómo está el camino para adelante.
El presidente parecía contrariado: se sentó en el marco de la puerta, casi en el suelo, y llamando a Mario Méndez, director general de Telégrafos, le ordenó que buscara por la ranchería alguna casa con piso de madera, pues prefería alguna que lo tuviera.
Fue Mario, y a poco regresó. diciéndole que ninguna de las casas del poblado tenía piso de madera como deseaba; que aquella en que estaba era la mejor. El presidente hizo un signo de disgusto y se resignó a pasar allí la noche.
El licenciado Aguirre Berlanga, secretario de Gobernación, se había acercado y entablaba conversación con el señor Carranza.
- Licenciado, Dios nos libre de estas últimas veinticuatro horas, dijo don Venustiano, recordando las palabras de Miramón a Maximiliano la noche anterior a su fusilamiento, y pensando sin duda en la actitud de las tropas de Mariel y en la misión que éste iba a desempeñar.
Pregunté al señor presidente si tenía algo que ordenarme y me contestó que nada, que me retirara a descansar, que ya Herrero, de acuerdo con el general Murguía, jefe de la columna, había colocado las avanzadas, que en la mañana saldríamos temprano apenas tuviéramos noticias de Mariel.
Me despedí de él y regresé a mi alojamiento, pensando en lo que acababa de oír y en la posibilidad de que si esa noche tuviéramos un asalto no podríamos huir, dada la situación tan peligrosa en que estábamos: a un lado un barranco profundo y al otro una montaña inexpugnable; pensaba asimismo en lo triste de nuestra situación y en lo obscuro que se nos presentaba el porvenir.
Al pasar por les muros de piedra, en los cuales seguramente se proyectaba construir el portal de la casa municipal, conté maquinalmente hasta diez de ellos, y me imaginé que, en un desastre, aquellos muros servirían admirablemente para fusilarnos de diez en diez si caiamos prisioneros del enemigo. Esto se me grabó mucho debido seguro al pésimo estado de ánimo en que me encontraba y a las palabras del presidente, pronunciadas años atrás por el infortunado general Miramón la vispera de morir fusilado en el Cerro de las Campanas, sangriento epílogo del efímero imperio mexicano.
Llegué al cobertizo y ya ardía una buena lumbre en la cual se asaba la carne; un gran jarro de café hervía esparciendo profusamente su incitante aroma.
Los caballos no querían comer zacate y se habían echado sobre el enlodado suelo; podía más en ellos el cansancio que el hambre.
- No quieren comer los caballos, me dijo el asistente.
- Mañana no tendremos en qué caminar; qué le vamos a hacer, -le contesté.
La cena de aquella noche fue frugal: carne asada sin tortillas y café solo bien caliente.
Ya nos disponíamos a acostarnos cuando llegó el teniente coronel Femández, de la comitiva del general Barragán, a conversar. Nos dijo que Herrero se había regresado a Patla porque un hermano de él había recibido un balazo de un soldado, en riña, y que ellos, al saberlo por él mismo, le facilitaron yodo y vendas para que atendiese al herido. Continuó hablando de lo malo de nuestra situación, y a poco se despidió y marchóse.
La noche estaba oscurísima, llovía copiosamente y el relampagueo incesante mezclábase con el estruendo de la tempestad que se cernía sobre nosotros. Amontonados todos en el centro del cobertizo, para no mojarnos, procuramos arreglarnos de la mejor manera para pasarla bien. Formé mi cama con los sudaderos de mi montura, puse ésta de cabecera y me acosté. Estuve tentado a descalzarme, titubee, pero no me resolví a hacerlo a pesar del cansancio que experimentaba; el sueño me dominaba no obstante que aún era temprano. Poco a poco fuéronseme cerrando los ojos y empezó a vencerme el sueño; maquinalmente aflojé el cinturón de la pistola y todavía oí, apenas perceptible, la voz de mi asistente quien decía a sus compañeros que buscaran más leña para que el café estuviera caliente en la madrugada, antes de que partiéramos. A los pocos instantes dormíamos profundamente.
Preocupado como estaba por cuanto nos había pasado y por lo que nos esperaba aún, soñé que nos atacaba el enemigo rudamente en número muy superior al nuestro, que nos sitiaba y que seguramente nos derrotaría. Fijos en mi imaginación estaban los pilares de piedra, donde pensaba que nos fusilarían si caíamos prisioneros. Los disparos de las armas y los gritos de los combatientes los oía perfectamente, el tiroteo era nutridísimo y los nuestros ya cejaban; no podíamos más, moral y físicamente estábamos agotados; íbamos a morir, sin remedio, a manos del enemigo.
En este momento desperté, y cuál no sería mi sorpresa al oír perfectamente fuego de fusilería, silbar de balas, gritos y blasfemias. Creí estar aún soñando, supuse que una terrible pesadilla se había apoderado de mi pobre ser, debilitado por las fatigas y por las vigilias, y que aún despierto tenía la obsesión de que nos perseguían. Una bala silbó siniestramente a dos palmos de mi cara y fue a estrellarse en el jarro del café el que rompió con estrépito apagando, al volcarse el contenido, los carbones encendidos en que reposaba y produciendo una explosión, en mi mente calenturienta, en mi nerviosidad de que era presa, parecióme detonación de explosivo.
Súbitamente desperté del todo y en el acto me incorporé, moví con el pie a mis compañeros, que todavía dormían, y les dije:
- ¡A ensillar ... aprisa ... pronto!
Se levantaron todos prestamente, atontados por aquella brusquedad, sin darse aún cuenta de nada.
Empuñé una de mis pistolas, ya en perfecto dominio de mí, y busqué con la vista los lugares en que se combatía para tomar una resolución.
La casa del presidente estaba cercada completamente y el tiroteo era espantoso; los fogonazos se cruzaban en todas direcciones y los gritos y blasfemias de los asaltantes ensordecían.
Quise desde luego acudir a aquel lugar, dí algunos pasos, titubee; pretendí disparar sobre aquel grupo, pero pensé que podría herir a alguno de los nuestros y me abstuve de hacerlo. En eso tropecé con un caballo de los míos que yacía muerto en medio de un charco de sangre; al volver la cara mi gente ya había desaparecido; estaban tal vez ensillando, o ya habían huido. Confusamente, envuelto en las sombras de la noche, un hombre pasó cerca de mi gritando insultos al presidente. Por hacer algo, por cumplir en algo, por vergüenza de mi cobardía, disparé sobre él, a riesgo de herir a algún compañero, pero no ví el efecto de mi descarga.
Nuevamente pensé en ir al lado del presidente; me encaminé hacia el lugar donde él se encontraba y algunas balas pasaron silbando a mi lado. No se oía un solo grito a nuestro favor, ni un solo ¡Viva Carranza! ¿qué pasaría? ¿Habrían huido los nuestros? ¿Habrían perecido? ¿Se habrían rebelado los mismos acompañantes de don Venustiano? ¿Por qué nadie contestaba aquellos gritos contra el presidente? ¿Eramos yo y las tres personas que me acompañaban, los únicos ignorantes de aquel complot, y todos los demás habían traicionado?
El tiroteo no cesaba, antes bien iba en aumento, y las voces de los atacantes se oían cada vez más cerca.
A tres o cuatro metros de mí alguien hizo fuego sin pronunciar una palabra; al ver el fogonazo tres o cuatro contestaron y lanzaban gritos contra nosotros.
La noche en tinieblas, iluminada tan sólo por las descargas de las armas de fuego y por los relámpagos del cielo, infundía pavor; la lluvia continuaba persistente.
Varios jinetes disparando pasaron velozmente en dirección del jacal en que se alojaba el presidente, lanzando a éste graves insultos.
Me volví hacia los míos, llamándolos en voz baja para que no se nos descubriera.
- ¡Luis! ... ¡Bulmaro! ... ¡Tito! ... ¿Dónde están?
Nadie me contestó. Los busqué en el lugar donde habíamos dormido y no estaban. Un caballo, el mío, había caído herido; otro a medio ensillar permanecía atado a un árbol; los demás, sueltos y espantados, se agrupaban temerosos.
- ¡Luis!, repetía, ¡Bulmaro! ... ¿Dónde están?
- Aquí vamos, me contestó en voz baja Luis López, que se dirigía hacia la barranca.
- Espérenme, ¡cuidado con la barranca!
Me llegué hasta él, creyendo encontrarlo con los demás, y me extrañó verlo solo.
- ¿Y los demás?, pregunté.
- Ya se fueron todos ... ¡vámonos pronto!
Vacilé un momento entre el cumplimiento de mi deber y el pánico que me invadía; aún pensé en el presidente, a aquellas horas tal vez acribillado a balazos, ¿por quién?, ¿por los nuestros?, ¿por los enemigos?, ¿por Mariel y sus gentes?
¿Y si ya todos los de la columna habían defeccionado y era yo el único que lo ignoraba?, ¿me matarían?
Después de que Herrero nos hizo acampar en Tlaxcalantongo pretextó que a su hermano lo habían herido en Patla, y que por tal motivo regresaba a ese lugar. Hasta hubo alguno de los nuestros que le facilitara vendas y medicamentos. Como a las tres de la mañana un indígena llegó al alojamiento del general Murguía portando un pliego de Mariel, destinado al presidente, con encargo de entregarlo en propia mano; en él decía que todo estaba bien, o sea que sus fuerzas seguían de parte del señor Carranza, que se podía continuar la marcha sin temor alguno. El señor presidente no había podido conciliar el sueño en espera de este parte. Así pues, cuando el general Murguía le invitó al propio a su jacal, estaba despierto y con la vela ardiendo sobre una desvencijada mesa. Avidamente leyó el contenido de la comunicación, y ya satisfecho indicó al indígena procurara guarecerse del agua a la vera del jacal o en el cobertizo vecino, en donde estaban sus asistentes; ya con la noticia se acostó tranquilo.
El indio, lejos de quedarse, como se le indicaba, se fue sin duda en busca de Herrero, que seguramente a esaa horas estaría ya a las orillas del poblado. para notificarle quizá el lugar exacto en que se alojaba el señor Carranza; pues probablemente quiso cerciorarse primero del sitio preciso en que dormía el presidente, antes de atacarlo, y así no errar el golpe.
A los pocos minutos era rodeada la choza del señor Carranza y se rompía violentamente el fuego sobre sus endebles paredes de madera. El presidente desde un principio recibió un tiro en una pierna y trató de incorporarse inútilmente para requerir su carabina. Al sentirse herido dijo al licenciado Aguirre Berlanga que estaba a su lado:
- Licenciado, ya me rompieron una pierna. Fueron sus últimas palabras. Otra nueva herida recibió quizá y su respiración se hizo fatigosa, entrando en agonía. Después penetraron al jacal los asaltantes y le remataron a balazos.
Habían muerto, además del señor presidente, uno de sus asistentes, éste a la puerta del jacal, y otro del general Murguía, y habían resultado heridos el teniente coronel Maclovio Mendoza y el de igual categoría Victoriano Farías. Posteriormente, como queda dicho, fueron hechos prisioneros los que no pudieron huir.
Nada más absurdo que la hipótesis del suicidio: el señor Carranza, según certificado médico, presentaba entre sus heridas tres que eran mortales de necesidad.
Consumada la tragedia acordamos entre todos marchar a México con el cadáver del que había sido nuestro jefe y entregarnos a los hombres que dominaban la situación para que dispusieran de nosotros.
Durante la tarde fuimos varias veces a visitar el cadáver. En la noche caímos rendidos de fatiga en las mullidas camas de una hospitalaria familia que nos brindó su hogar.
Al día siguiente, temprano, se hicieron las últimas salvas de artillería y nos dirigimos a Necaxa. A la cabeza de la doliente columna iban veinte o treinta indígenas llevando en hombros el cadáver; a continuación otros tantos con las ofrendas florales que se habían acumulado en la capilla ardiente, quienes al propio tiempo servían para relevar a sus compañeros frecuentemente de la carga del féretro, pues el camino era sumamente malo; los demás, nosotros, los seguíamos, sin formación ninguna, a pie, a caballo o en burro.
A mí me distinguió nuevamente el señor Esquitín prestándome su magnífico caballo y sus arreos de montar: chaparreras, manga de hule y espuelas.
El camino fue largo y triste.
A las dos de la tarde llegamos a Necaxa; un gentío enorme nos esperaba agolpado a la entrada del pueblo. De todas las casas y aun de los árboles pendían tiras de género negro en señal de luto. Una tristeza infinita embargaba a todos.
En la estación dos pequeños trenes de vía angosta nos esperaban para conducirnos a Beristáin.
La noche del 21 se comunica al general Obreg6n el asesinato del señor Carranza en un telegrama concebido en los siguientes términos:
Número 4.
Necaxa, el 21 de mayo de 1920.
General Alvaro Obregón.
Urgente.
Hoy decimos ál general Pablo González lo siguiente: Hoy a la madrugada en el pueblo de Tlaxcalantongo, fue hecho prisionero y asesinado cobardemente, al grito de Viva Obregón, el C. presidente de la República don Venustiano Carranza, por el general Rodolfo Herrero y sus chusmas, violando la hospitalidad que se le había brindado. Los firmantes de este mensaje protestamos con toda energía de nuestra honradez y lealtad ante el mundo entero por esta nueva mancha arrojada sobre la patria.
Cumplida la obligación que nuestra dignidad de soldados y amigos nos impone, nos ponemos a la disposición de usted y sólo pedimos llevar el cadáver de nuestro digno jefe hasta su última morada en esa capital, suplicándole ordenar se nos facilite un tren en Beristáin para tal objeto.
Al mensaje anterior que firmaban entre otros los generales Juan Barragán, Francisco L. Urquizo, Francisco de P. Mariel, Federico Montes y Marciano González, contestó el general Obregón de la siguiente manera:
México, mayo 22 de 1920.
General Juan Barragán y demás signatarios del mensaje de ayer.
Necaxa, Pue.
Enterado del mensaje que dirigen al señor general Pablo González y que se sirvieron transcribirme, y cuyo texto dice:
Número 4, Necaxa, el 21 de mayo de 1920.
Recibido a las 1.50 a.m.
General A. Obregón.
Urgente.
Hoy a la madrugada, en el pueblo de Tlaxcalantongo, fue hecho prisionero y asesinado cobardemente, al grito de ¡Viva Obregón!, el C. presidente de la República, don Venustiano Carranza, por el general Rodolfo Herrero y sus chusmas, violando la hospitalidad que le había brindado. Los firmantes de este mensaje protestamos con toda energía de nuestra honradez y lealtad, ante el mundo entero, por esta nueva mancha arrojada sobre la patria ...
...Cumplida la obligación que nuestra dignidad de soldados y amigos nos impone, nos ponemos a la disposición de usted, y sólo pedimos llevar el cadáver de nuestro digno jefe hasta su última morada en esa capital, suplicándole ordenar se nos facilite un tren en Beristáin, para tal objeto.
Atentamente.
Firmados:
generales: Juan Barragán, Francisco de P. Mariel, Federico Montes, Marciano González, Ignacio Bonillas; coroneles: T. M. Fernández, S. Lima, Arturo Garza, Librado Flores, Eustaquio Durán, Maclovio Mendoza, Victoriano Neira, Benito Echaurrí, Horacio Sierra, Dionisio Mariles, Victoriano Farías; mayor Ignacio Meza; capitanes primero: Pedro Rangel, Ismael García, Raúl Fabela, Juan R. Gallo, Fermín Valenzuela; capitanes segundos: Santiago Helly, M. Velita, Juan Sánchez, Mariano Gómez; tenientes: Pedro Montes, Juan G. Barrón, Manuel Robledo; subtenientes: Pascual Zamarrón, Wenceslao Cázares, Tito Hernández ...
... Es muy extraño que un grupo de militares, que, como ustedes, invocaron la lealtad y el honor, y que acompañaban al ciudadano Venustiano Carranza con la indeclinable obligación de defenderlo, haya permitido que se hubiera dado muerte sin cumplir con el deber que tenían de defenderlo, hasta correr la misma suerte, máxime cuando sabe toda la nación que son ustedes precisamente los más responsables en los desgraciados acontecimientos que han conmovido a la República durante las últimas semanas, y que ayer tuvieron el lamentable desenlace de la muerte del C. presidente Venustiano Carranza; muerte que encontró abandonado de sus amigos y compañeros, quienes no se resolvieron a cumplir con su deber en los momentos de prueba. Repetidas ocasiones se notificó al C. Carranza que se le darían toda clase de garantías a su persona si estaba dispuesto a abandonar la zona de peligro y se negó a aceptar esa prerrogativa, porque creyó, indudablemente, que habría sido un acto indigno de un hombre de honor ponerse a salvo dejando a sus compañeros en peligro. Este acto, que reveló en el señor Carranza un rasgo de dignidad y compañerismo, no fue comprendido por ustedes.
... Solamente los firmantes del mensaje a que me refiero son 32 militares y un civil, número más que suficiente, si hubieran sabido cumplir con su deber, para haber salvado la vida del Sr. Carranza si es como ustedes lo aseguran, que se trata de un asesinato, tengo derecho a suponer que ustedes huyeron sin usar siquiera sus armas, porque ninguno resultó herido. Si ustedes hubieran sabido morir defendiendo la vida de su jefe y amigo, que tuvo para ustedes tantas consideraciones, se habrían conciliado en parte con la opinión pública y con su conciencia, y se habrían ahorrado el bochorno de recoger un baldón, que pesará siempre sobre ustedes.
A. Obregón ...
VERSIONES DEL ASESINATO DE CARRANZA
Multitud de versiones corrieron en México acerca del asesinato del presidente Carranza.
Herrero, ejecutor de ese vil acto, inventó una serie de mentiras para justificar su horrendo crimen. Lo primero que hizo fue comunicar al general Obregón ese hecho, poniéndole un mensaje, el 22 de mayo, procedente de Cerro Azul, que textualmente dice:
Hónrome participar a usted que por falta de noticias y comunicaciones, hasta estos últimos días reconocí Plan Agua Prieta, adhiriéndome con 200 hombres a mis órdenes, dependientes de la división general Manuel Peláez. En tal virtud y con objeto de aprehender señor Carranza y principales acompañantes, a las 3 1/2 de la mañana de ayer ataqué con 80 hombres y tomé el pueblo de Tlaxcalantongo, del Distrito de Huauchinango, donde pretendía establecer su gobierno el citado Carranza y su comitiva, escoltados por fuerzas del general Murguía. Viéndose perdido el señor Carranza y comprendiendo que era inevitable que caería prisionero, suicidóse disparándose un balazo en el pecho con su propia pistola, que conservo, la cual tiene aún sangre en el cañón. Por esta vía espero sus respetables órdenes, pues temo un ataque por fuerzas de Villa Juárez y Huauchinango, que han manifestado disgusto por los sucesos de Tlaxcalantongo, porque suponen que mis fuerzas dieron muerte al señor Carranza.
Este mensaje revela la estulticia y la falta de honor de Rodolfo Herrero, al pretender hacer creer que atacó el pueblo de Tlaxcalantongo, cuando nadie lo defendía y cuando tanto el señor Carranza como sus acompañantes estaban descansando después de las grandes fatigas que tenían; pero lo más ingenuo a la vez que malévolo del mensaje, es la afirmación que hace Herrero de que Carranza, comprendiendo que era inevitable que caería prisionero, suicidóse disparándose un balazo en el pecho con su propia pistola. Naturalmente, el general Obregón, que era un esclavo del honor y de la dignidad, que fue una línea que nunca desvió, dio a Herrero la siguiente contestación:
Mayo 24 de 1920.
Gral. Rodolfo Herrero, Cerro Azul, Pue.
Enterado su mensaje. Como supervivientes de Tlaxcalantongo han dado datos que manifiestan que se trata de una traición y asesinato vulgar, deberá usted trasladarse inmediatamente a esta capital para explicar los hechos, en la inteligencia de que no estoy dispuesto, bajo ningún concepto, a dar mi sanción, ni siquiera a tolerar un acto que pugna con la civilización y con la moral que hemos establecido como base para el desarrollo de este movimiento.
Preocupados hondamente los generales Obregón y González, y deseando poner a salvo cualquier responsabilidad que se les pudiera achacar en ese acto indigno, nombraron una comisión que integraron los íntegros CC. Aquiles Elorduy, Roque Estrada, Fortunato Zuazua y el contralmirante Rodríguez Malpica, a fin de que investigaran ese acto lamentable y se encargaran de definir responsabilidades.
La actitud de Obregón, referida en el mensaje preinserto, y la orden fulminante que dio para que Herrero fuera expulsado del ejército, libran al ilustre vencedor de Celaya de toda responsabilidad en ese crimen, pero, además, Obregón había dado órdenes terminantes para que en caso de que se aprehendiera al señor Carranza, se le respetara la vida y se le guardaran todas las consideraciones no sólo por su alta investidura, sino por la grandeza de aquel gigante que había librado una lucha tan tremenda para derrocar la dictadura de Huerta y para aplastar a la aguerrida División del Norte, de que era jefe el general Francisco Villa.
Mas, desgraciadamente, lo que pasa siempre en estos casos, el pequeño grupo de militares y civiles que acompañaban al señor Carranza, con algunas excepciones, despechados por aquella derrota, hicieron circular la especie de que el general Obregón tenía alguna responsabilidad en ese crimen, lo cual resultaba totalmente contradictorio con la actitud limpia que demostró el general Obregón en aquel acontecimiento.
Ya serenadas las pasiones y por investigaciones que han hecho algunos historiadores, se llega a la conclusión de que aquel crimen fue inspirado y mandado ejecutar por representantes de los grandes intereses imperialistas de las compañías petroleras.
Tal creencia se basa en los siguientes hechos:
PRIMERO. Herrero pertenecía desde hacía tres años a las fuerzas que capitaneaba en la Huasteca veracruzana el general Manuel Peláez, de quien se dijo y se demostró que recibía fuerte ayuda en elementos de boca, armas y parque de las compañías petroleras, elementos que traían los barcos de esas empresas.
SEGUNDO. En el extranjero, principalmente en los Estados Unidos, la repercusión del crimen fue de grandes dimensiones.
TERCERO. La sistemática oposición a la política radical de Carranza, ejecutada por los grandes imperialismos del petróleo, encabezados por Fall, Kellog, Hearst y otros más, no podía consentir en que México saliera avante con las conquistas de la Constitución de 1917 y tratara a toda costa y por todos los medios de destruir el orden constitucional en México, apelando a todos los procedimientos, inclusive a la intervención, como lo hicieron los Estados Unidos en 1914 y en 1916 y lo hubieran hecho seguramente en 1927, si no es que la habilidad, la entereza y el patriotismo de Calles nos salvaron de esa ignominia.
CUARTO. Seguramente que el dato más interesante que existe para creer que el crimen ejecutado por Herrero, fue inspirado por las compañías petroleras, es la declaración que hizo en la tribuna del Senado de los Estados Unidos el senador Ladd, y quien expresó en parte de su discurso lo siguiente:
El disturbio se extendió rápidamente a otros lugares de México, y Carranza se preparó entonces a cambiar los poderes de México a Veracruz. El tren fue interceptado por las tropas revolucionarias, huyendo Carranza con su escolta a los cerros. Allí se encuentra con una fuerza pelaecista al mando del general Rodolfo Herrero, tropas relacionadas con el general Peláez, y fue asesinado.
No existe ninguna disculpa contra este abominable crimen; pero ninguna persona responsable que estuviese familiarizada con las circunstancias, diría que Obregón, De la Huerta o cualquiera de los que lo seguían, tuvieran relación alguna con su muerte. Además, Obregón era un fugitivo político por aquel entonces, puesto que Carranza había ordenado que se le arrestara, motivo por el que había huido de la ciudad de México, disfrazado. No había razón de peso para que éstos desearan su muerte, ya que sabían que ello se usaría como argumento en contra, al sucederlo en la presidencia; y además, existe toda razón para creer que sinceramente lamentaron el suceso.
Por otro lado, hay la evidencia que demuestra que el general Peláez estaba de acuerdo con algunas compañías norteamericanas, que deseaban la intervención, puesto que regularmente le pagaban a Peláez miles de dólares mensuales por su protección, lo que ellos mismos han declarado y con el consentimiento del Departamento de Estado de los Estados Unidos, ciertamente, éstos eran los únicos elementos que se beneficiarían con la muerte de Carranza.
El senador Ladd era un profundo conocedor de las cuestiones de México. Pero hay más, el señor ingeniero don José Domingo Lavín, uno de los medianos escritores de México, técnico de lo más autorizado en cuestiones de petróleo y hombre de gran calidad moral, que luchó siempre contra las compañías petroleras, afirmó en aquel entonces lo siguiente:
En la región petrolera, en los tiempos en que sucedió el asesinato del presidente Carranza, hubo el rumor general popular de que este asesinato había sido dirigido por las compañías petroleras, y especialmente por la Huasteca Petroleum Co., que era la compañía líder en la resistencia contra el articulo 27, y que las compañías no habían hecho más que realizar, en una forma muy hábil, las numerosas amenazas lanzadas por sus propagandistas para destruir al gobierno de Carranza.
Yo estaba en la ciudad de Tampico cuando sucedió el asesinato de Carranza, y recuerdo perfectamente que éste era el tema de la conversación en todos los lugares. Personalmente tuve la oportunidad de observar cómo antes de que llegara la noticia a la prensa y al pueblo, el señor William Green, famoso por sus actividades delictuosas y gerente de La Huasteca, a eso de las diez de la mañana del día siguíente a la noche del asesinato de Carranza, hizo una visita a la Compañía Mexicana de Petróleo El Aguila, S. A. En aquellos años esto era algo inusitado, porque aún existía una grave competencia de intereses entre los americanos y los ingleses. El señor Green, al bajar por la escalera del han de la Compañía Mexicana de Petróleo El Aguila, nos vio a un grupo de personas que esperábamos ser recibidos, y volviéndose en forma extraña, nos dijo:
¡Si yo tuviera una sola gota de sangre mexicana en mis venas, en estos momentos la buscaría para arrojarla al suelo! ¡Cómo es posible que estos mexicanos hayan matado al presidente Carranza! Y sin esperar respuesta, salió violentamente, dejándonos a todos sorprendidos, pues se ignoraban los acontecimientos de Tlaxcalantongo.
Cuando después conocimos los acontecimientos, consideramos que estas exclamaciones del señor Green, tenían por objeto alejar las sospechas que iban a desarrollarse por haber sido el director material del asesinato un general de las fuerzas de Peláez. que siempre luchaban contra el carrancismo y que estuvieron al servicio de las empresas petroleras.