AUTOBIOGRAFÍA DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA
Emilio Portes Gil
CAPÍTULO SÉPTIMO
PERIODO PRESIDENCIAL DEL GENERAL PLUTARCO ELÍAS CALLES
CÓMO SURGIÓ LA POSTULACIÓN DEL AUTOR A LA PRESIDENCIA DE LA REPÚBLICA EN LA CÁMARA DE DIPUTADOS
Gravedad de la crisis provocada por el asesinato del presidente electo. Conversación con Manrique. Declaraciones del Centro Obregonista. Proposición de Calles para que figurara en el presupuesto una partida de diez millones de pesos para pagar las afectaciones agrarias. Montes de Oca y Calles hablan de desbarajuste agrario.
En las circunstancias descritas en el capítulo anterior, surgió mi candidatura para la presidencia provisional de la República. Fueron los iniciadores de tales trabajos los señores diputados potosinos Aurelio Manrique y licenciado Antonio Díaz Soto y Gama, jefes del Partido Nacional Agrarista, quienes se habían significado entre los más adictos partidarios del general Obregón y quienes -en los días que siguieron a su muerte- tanto en el recinto del Congreso como en tumultuosas manifestaciones políticas, habían hecho la más enérgica oposición al gobierno y lanzando en contra del presidente Calles y de los líderes laboristas las más tremendas acusaciones como autores o cómplices del asesinato.
He afirmado, anteriormente, que mi candidatura para la presidencia provisional no fue auspiciada por el señor general Calles, porque en aquellos momentos el presidente no tenía ningún control sobre el Congreso. No niego que haya sido vista con simpatía por el presidente y que hasta haya hecho lo posible porque la postulación que había partido de sus más connotados enemigos, llegara a la postre a realizarse; pero sí es un hecho indiscutible que mi candidatura surgió de los oposicionistas al presidente y fue aceptada con todo agrado por los directores del obregonismo, porque consideraban ellos que yo significaba, en aquellos tiempos, la garantía mayor para su grupo.
Los trabajos en pro de mi postulación, los iniciaron los diputados Manrique y Soto y Gama, el día en que fue asesinado el general Obregón.
La forma como el caudillo de Celaya los distinguió con su amistad y la manera valiente y desinteresada con que colaboraron con él en la propaganda a través del territorio nacional, les dio tal autoridad moral dentro del conglomerado obregonista, que no vacilo en reconocer que fueron los líderes de mayor prestigio con que contó el ilustre desaparecido. Naturalmente, al morir el general Obregón, Soto y Gama y Manrique -sobre todo este último- se consideraban algo así como albaceas de la intestamentaría política del caudillo desaparecido. Lo que ellos decían -según ellos mismos- era la verdad absoluta. Lo que ellos pregonaban era el Evangelio, que debería ser secundado sin discusión alguna por la grey. Quienquiera que no comulgara con sus ideas era juzgado por ellos, en esos trágicos días, como un enemigo a quien se creían con derecho a atacar sin consideración y en forma por demás violenta.
Yo me sentía ligado a ambos por viejos lazos de amistad. Con Manrique había tenido algunos altercados en la Cámara de Diputados; pero nuestra amistad, según él mismo lo dijo muchas veces en sus discursos, era entrañable. De ahí que, apenas ocurrido el asesinato del general Obregón, tanto Soto y Gama como Manrique se dieron a la tarea de predicar mis modestos merecimientos, pregonando por todas partes que yo era la persona más indicada para ocupar la presidencia provisional.
La noche misma en que se velaba en el Palacio Nacional el cadáver del general Obregón, platicando con Manrique en uno de los balcones que da al Zócalo, me decía mi amigo de entonces:
Emilio, nosotros (se refería a él, a Soto y Gama y a sus compañeros del Partido Nacional Agrarista) creemos que la muerte del general Obregón fue fraguada por elementos adictos al general Calles y es por esto por lo que no podemos tener la menor confianza en él.
De los elementos que figuran en el Comité Directivo de la campaña obregonista a ninguno le tuvimos fe, porque carecen de personalidad y de las energías indispensables para sortear la grave crisis que se ha presentado, sobre todo por la amistad que a la mayor parte de ellos liga con Calles. Nosotros tenemos plena confianza en ti, porque siempre has dado pruebas de tu carácter independiente y sabemos que en un momento dado sabrás colocarte a la altura de las circunstancias. En esa virtud, tengo autorización para decirte que serás nuestro candidato para ocupar la presidencia provisional de la República.
Yo contesté a Manrique más o menos en los siguientes términos:
No estimo que sea todavía conveniente hablar de estas cosas, porque las pasiones están cegando de tal manera a los hombres que ninguno de nosotros tiene la serenidad necesaria para juzgar con calma los acontecimientos. Yo no creo que el general Calles sea responsable de este crimen; pero si de las averiguaciones que hagan las autoridades respectivas le resulta alguna culpabilidad, puedes tener la seguridad absoluta de que yo seré el primero en decírselo, sin que me importe la vida misma; pues tú sabes el cariño tan grande y la gratitud tan profunda que profesé al general Obregón. Es necesario ver las cosas con calma; el momento es muy grave y una intemperancia de nuestra parte puede provocar una nueva tragedia nacional. La averiguación que practica la Inspección General de Policía está ya en poder de gentes de confianza del obregonismo, y el general Calles ha dejado en la más completa libertad a los funcionarios de policía para que investiguen y descubran a los autores del asesinato. En tal virtud, me parece que la mejor manera de prestigiar al grupo al que pertenecemos es proceder con toda la ecuanimidad que reclama los intereses nacionales, a fin de evitar trastornos más graves al país.
Manrique insistió con la elocuencia que lo caracterizaba en aquella época, tratando de convencerme de que yo no debía vacilar en creer que el general Calles era el principal responsable de la tragedia. Después de algunas horas de plática logré calmar un tanto la vehemencia de mi amigo y, para que él y su grupo se consideraran satisfechos, convenimos en que esa misma noche sugeriríamos al señor licenciado Aarón Sáenz, jefe de la campaña obregonista, que hiciera a la prensa nacional y extranjera unas declaraciones en la siguiente fqrma:
El centro director obregonista, profundamente consternado por el proditorio asesinato de que ha sido víctima el señor general Alvaro Obregón, presidente electo de la República, y justamente indignado por este hecho repugnante, hace a la nación y a las agrupaciones que aportaron su contingente en la lucha electoral pasada las siguientes declaraciones:
PRIMERO. En nombre de todas las agrupaciones obregonistas del país, elevamos la más enérgica protesta por este asqueroso asesinato político que acabó para siempre con la vida del caudillo más avanzado de la Revolución Social Mexicana.
SEGUNDO. Conociendo, como conocemos, la integridad y pureza de principios del C. general Plutarco Elías Calles, presidente de la República, esperamos de él que sabrá exigir de las autoridades encargadas de esclarecer este hecho incalificable el mayor empeño y escrupulosidad para descubrir los autores intelectuales e instigadores de esta tragedia, cuyas consecuencias para la nación nadie alcanza a comprender.
TERCERO. Denunciamos ante la conciencia pública a los que, cegados por pasiones malsanas, prepararon el ambiente de la tragedia que hoy consterna a México, haciendo, mediante los elementos de publicidad, una labor de perfidia que al fin dio los frutos esperados.
CUARTO. A la vez, excitamos a todos nuestros correligionarios a que observen, en estos difíciles y trascendentales momentos para el país, la mayor cordura y serenidad, seguros de que sabremos afrontar cualquier situación a que nos llama el cumplimiento del deber y con la fe plena de que el señor presidente de la República, sabrá hacer caer el peso de la justicia sobre los responsables de este inicuo asesinato.
Primer secretario.
Aarón Sáenz.
Rúbrica.
México, D. F., a 18 de julio de 1928.
Al día siguiente, en la estación, en los momentos en que partía para Sonora el tren presidencial que conducía los restos del invicto caudillo, pronunció Manrique, en presencia del presidente, de altos funcionarios civiles y militares y de la muchedumbre que se encontraba reunida, un fogosísimo discurso en el que francamente hacía la inculpación de que los responsables del asesinato eran distinguidos elementos, a quienes el gobierno trataba de encubrir.
En Sonora, según informes que se recibieron en la ciudad de México, en los momentos mismos en que bajaba a la tumba el cadáver, pronunciaron los señores Manrique, Topete y otros, apasionadas arengas en que hicieron la misma inculpación al general Calles, a Morones y a altos funcionarios. En ellas se revelaba un principio de franca rebelión en contra del gobierno constituido. Los días que siguieron no fueron menos turbulentos. Las manifestaciones de protesta en contra del presidente y de los directores del Partido Laborista, que se hallaban todavía al frente de algunas Secretarías de Estado y algunos departamentos, se sucedían diariamente y en ellas se destacaban como oradores los mismos diputados Soto y Gama y Manrique. Sobre todo este último, en forma violenta, acusaba al presidente de la República de estar solapando a los autores intelectuales del homicidio.
Manrique, seguía, sin embargo, buscándome en todas partes y en no menos de cinco o seis ocasiones celebramos largas conferencias. Como yo me alojaba en la casa del señor ingeniero Marte R. Gómez, allí recibía con frecuencia al señor Manrique. En el restaurant Chapultepec tuvimos una amplia plática. En ella, lo mismo que en alguna otra, estuvo presente el mencionado señor ingeniero Gómez. En todas estas reuniones insistía Manrique sobre el mismo tema de nuestra primera conversación, tenida en el Palacio Nacional. El creía sinceramente que el responsable de la tragedia era el general Calles.
Le hacía yo ver que no podíamos achacar una responsabilidad tan grande como aquella sobre un hombre sin tener las pruebas del caso; lo llamaba a la reflexión y siempre lograba calmarlo, despidiéndonos con la mayor cordialidad. El insistía en que yo era el candidato de su grupo para ocupar la presidencia provisional; pero que, ante todo, debería desligarme de la perniciosa influencia del presidente. Le indicaba yo, entonces, que mi amistad con el general Calles tenía hondas raíces y que nunca había sido ni sería jamás un incondicional suyo; que siempre había acostumbrado hablarle con entereza y, a veces, hasta duramente para convencerlo de algún error. Le recordaba hechos a este respecto. Entre otros, le citaba un carta que él conoció y que escribí al presidente en el año de 1926, cuando había llegado él a adquirir una enorme suma de poder y un prestigio internacional que lo habían convertido en un dictador sin límites; carta en la cual le hice ver la necesidad de que derogara la famosa Ley Agraria de que era autor el licenciado Bassols y que estaba sembrando un gran desconcierto entre los campesinos, por sus tendencias francamente opuestas a los principios avanzados de la Revolución. Tal carta motivó, pocos meses después la derogación de dicha ley y la expedición de otra, de que fuimos autores el señor ingeniero Marte R. Gómez y yo, y cuyo proyecto, por indicación del jefe del Ejecutivo, lo llevé personalmente al entonces subsecretario de Agricultura y Fomento, doctor José G. Parrés. Aludía yo también, en mis pláticas con Manrique, a mis últimas entrevistas con el señor general Calles, en las cuales le había hablado con toda franqueza sobre los errores que en mi opinión era indispensable remediar para evitar que se fuese a creer que el gobierno tuviera alguna culpabilidad en el crimen de San Angel; entrevistas que dieron por resultado el cambio inmediato del Inspector de Policía general Roberto Cruz, y la aceptación de las renuncias del secretario de Industria, Comercio y Trabajo, Luis N. Morones y del grupo laborista que estaba ocasionando graves perjuicios al gobierno. Le recordaba, igualmente, mi intervención amistosa con el presidente Calles en favor suyo cuando fue desaforado por la Legislatura de San Luis Potosí, haciéndole ver que fui de los pocos gobernadores que intervinieron en su favor para que se evitase el desafuero.
Todo eso, le decía, creo que me acredita como un hombre que no se prestará jamás a ser instrumento de nadie; pero también juzgo que romper mi amistad con el general Calles por imputaciones que se le están haciendo, la mayor parte de ellas sin fundamento, es algo que no está en mi contextura moral. Para mí -le indicaba después- la amistad es una virtud de las más sagradas y romperla sin motivo es algo que rebaja a cualquier hombre. Creo que debemos tener paciencia. Y agregaba: La situación del país es muy grave; pero no hay que empeorarla fomentando pasiones por el solo deseo de halagar a determinadas gentes, que a toda costa desean que se encienda una nueva revuelta.
Era inútil. Manrique había tomado ya su posición en el grupo de los descontentos y todo hacía creer que pronto irían todos ellos a un movimiento de rebeldía en contra del gobierno.
Haciendo un relato de cómo se gestó en las Cámaras de la Unión mi designación como presidente provisional, el periodista don Froylán C. Manjarrez, en su obra La jornada Institucional, dice lo siguiente:
Desde que se planteó el problema de la sucesión presidencial la opinión dominante en el país, así por lo que hace a los elementos oficiales, como por lo que ve a los particulares, fue la de que un civil fuera investido con la más alta magistratura nacional, opinión que se robusteció considerablemente después de la lectura del mensaje político del presidente Calles.
Igualmente en todos los sectores revolucionarios se señalaba la personalidad del licenciado Emilio Portes Gil como el hombre llamado a substituir al presidente Calles el primero de diciembre. No fue, naturalmente, el nombre del señor Portes Gil el único que se mencionara, pero sí es significativo subrayar que en todos los cenáculos políticos, al estudiarse a las personalidades que se suponían capacitadas para asumir la responsabilidad del poder el primero de diciembre, se hablaba invariablemente del señor licenciado Portes Gil. Esto, sin género de duda, por la recia personalidad del gobernador de Tamaulipas y secretario de Gobernación, que se había destacado poderosamente como. líder en las luchas políticas y como hombre de gobierno en su gestión administrativa, revolucionaria y creadora en su Estado natal.
Fueron las organizaciones obreras del país las que en primer término y con mayor empeño proclamaron la candidatura del licenciado Emilio Portes Gil para que ocupara la presidencia provisional de la República, considerando que, dada la actuación fecunda de dicho ciudadano al frente del gobierno de Tamaulipas y dados sus antecedentes -reveladores de una honda convicción favorable a la emancipación de las clases trabajadoras- era el llamado a continuar la obra social de los presidentes Obregón y Calles, llevándola a la culminación.
Así, en las Cámaras Nacionales se recibían diariamente numerosos mensajes provenientes de los centros obreros de toda la República, apoyando francamente la designación del licenciado Portes Gil para presidente provisional, lo cual representaba un gran movimiento de opinión que arrancaba de uno de los sectores más caracterizadamente revolucionarios.
A seguida, los partidos que habían apoyado la candidatura del ingeniero Adalherto Tejeda para gobernador de Veracruz, hicieron suya, ante las Cámaras, la sugestión de que fuera designado presidente provisional el licenciado Portes Gil; y a esta iniciativa se unieron espontánea y decididamente innumerables agrupaciones políticas de otras entidades.
El día 19 por la mañana un grupo caracterizado de diputados y de senadores tuvo una amplia conferencia con el presidente Calles, quien hizo presente a sus visitantes que no tenía él personalmente candidato alguno que recomendarles. Luego, en vista de los votos que se venían formulando de todas partes del país en favor de la persona del licenciado Portes Gil, se llegó a la conclusión de unificar el criterio de las Cámaras con la citada designación, lo que fue realizado con extrema facilidad, pues los jefes de las distintas diputaciones de los Estados recibían mensajes de sus partidos en que se les instruía para que apoyaran. la designación del licenciado Portes Gil.
Por su parte, los jefes de Operaciones Militares ratificaron una vez más su propósito de mantenerse al margen del movimiento político nacional y de apoyar al ciudadano que fuera designado por el Congreso para regir los destinos del país.
En esa virtud, la elección de presidente provisional se podía verificar con correc:ción irreprochable, dentro de un ambiente de serenidad, manteniendo inalterabie la cohesión revolucionaria y estrictamente dentro de los mandamientos y el espíritu democrático de la Constitución.
El día 22 se reunieron los miembros de la Gran Comisión de la Cámara de Diputados, la que, habiendo encontrado legales las elecciones para presidente Constitucional de la República en favor del C. general Alvaro Obregón y como había dejado de existir dicho estadista, se citaba al Congreso de la Unión para el día veinticinco del mismo septiembre, con el fin de proceder a la elección de presidente provisional.
Y el 25, reunido el Congreso Federal, por unanimidad de 277 votos fue designado el C. licenciado Emilio Portes Gil, presidente provisional de los Estados Unidos Mexicanos, quien tomaría posesión de su alto encargo el 1° de diciembre.
Había constituido, incuestionablemente, la designación de presidente provisional, un positivo y grande acierto del Congreso de la República, pues la figura atrayente y noble del licenciado Portes Gil, hacían concebir grandes esperanzas en todos los sectores del cuerpo social de la Nación, para el encauzamiento del país hacia el orden institucional anhelado por todos y para la solución de otros muchos, graves y complejos problemas políticos y sociales a los que debería hacerse frente en el futuro interinato.
Pero no era esto todo; el nombramiento del licenciado Portes Gil como presidente provisional daba ocasión para que se revelara el sentido de responsabilidad que incumbe a aquellos ciudadanos que, siendo señalados por una corriente de opinión para ocupar un alto cargo público, al no realizarse ese objeto deben conformarse de grado con la designación que se hubiera hecho en favor de otra persona, disponiéndose a laborar ponderada y lealmente dentro del orden legítimo que se establezca. Este es el caso del señor general Manuel Pérez Treviño, cuya personalidad de suyo relevante, se ennoblece y se realza por el hecho de que, habiendo sido, fuera del licenciado Portes Gil, el personaje que mayores probabilidades tuvo de ocupar la presidencia provisional, fue el primero en que en forma efusiva envió sus parabienes al licenciado Portes Gil, cuando este funcionario fue electo por el Congreso de la Unión presidente provisional de la República ofreciendo el ilustre gobernador de Coahuila al nuevo mandatario su más franco apoyo y leal colaboración.
El señor Portes Gil, estimando el alto valor de esta gratitud patriótica la hizo patente ante la Comisión Congresional que fue a participarle su designación para la presidencia, dando cuenta ante el Congreso el presidente de la citada Comisión, diputado Marte R. Gómez de hecho tan significativo que señala un avance en nuestras prácticas democráticas.
El mismo día de mi elección hice a la prensa las siguientes declaraciones:
La designación que ha recaído en mi modesta personalidad para asumir en estos momentos el más alto cargo de mi país, me llena del más profundo sentimiento de responsabilidad.
Mi actuación estará inspirada en los más altos principios de equidad y de justicia sociales. Mi labor se concretará a continuar la política desarrollada en todos los órdenes de la administración pública por el señor presidente Calles y a procurar el cumplimiento del programa social delineado por el extinto presidente electo, señor general Alvaro Obregón.
Considero que el gobierno provisional que habré de recibir el día primero de diciembre, tiene una altisima misión histórica, y es la de procurar que la función electoral que habrá de desarrollarse durante ese tiempo, se lleve a cabo con el más estricto apego a las normas democráticas. A tal efecto, me esforzaré por conseguir que todos los elementos que actúan dentro del organismo oficial se abstengan en lo absoluto de tomar la más mínima participación en esa lucha, para que el resultado de la función electoral, sea el verdadero exponente de la libertad.
Tengo gran fe en las virtudes del pueblo mexicano y estoy plenamente convencido de que, después de las rudas pruebas porque ha atravesado, llegará en definitiva, a la conquista de sus más altos destinos.
Creo de mi deber expresar, que yo no hice gestión alguna, ni siquiera con mis amigos más íntimos, para obtener tal nombramiento. A los más allegados, porque habían sido colaboradores míos en los últimos años, les supliqué se abstuvieran de opinar acerca de tal designación. Tengo la satisfacción de decir que todos ellos cumplieron estrictamente las recomendaciones que yo les había hecho.
Refiriéndose a mi modesta personalidad, el erudito historiador don Jesús Romero Flores, en su bien documentado libro La Constitución de 1917 y los primeros gobiernos revolucionarios, se expresa así:
¿Quién era el hombre en el que sus conciudadanos se fijaban en aquellos difíciles momentos, para ocupar el lugar que la mano de un asesino había impedido hacerlo al general Obregón?
Si en cualquier momento y en cualquiera circunstancia el puesto de presidente de la República sólo debe confiarse a hombres de acrisolada honradez, de inmejorable preparación, de perfecta identificación con el pueblo y de antecedentes insospechables, en aquellos días de angustiosa inquietud ocupara la dirección del porvenir de México tenían que ser mayores; habría que buscar a un estadista y no a un caudillo; a un funcionario con la serenidad y ecuanimidad y no a un turbulento jefe de partido; a un hombre con el arraigo necesario dentro de la Revolución, y, sin embargo, capaz de comprender a quienes no pertenecieran a ella; a un hombre, en fin comprensivo de la ley y amante de la justicia.
Después de que han pasado diez años de aquella elección y de aquel interinato, puede decirse que aquélla fue acertada; porque el período supletorio del licenciado Portes Gil se caracterizó por el cumplimiento de su deber en todos los órdenes.
Tenía el licenciado Portes Gil 37 años al asumir la Primera Magistratura de la Nación; había nacido en Ciudad Victoria de Tamaulipas, el 3 de octubre de 1891. Huérfano desde muy temprana edad, él mismo se formó en las severas disciplinas del trabajo y del estudio. A los dieciocho años era ya maestro de escuela, continuando a la vez sus estudios hasta recibirse de abogado, venciendo toda suerte de privaciones y dificultades.
A los 24 años era subjefe del Departamento de Justicía Militar en la Secretaría de Guerra y Marína (año de 1915), pasando en esa misma época a la ciudad de Hermosillo, Sonora, en donde desempeñó puestos en el ramo judicial; Juez de Primera Instancia, Magistrado del Tribunal Superior de Justicia y revisor de las Leyes Civiles y Penales de aquella misma entidad.
De regreso a la ciudad de México, fue abogado consultor de la Secretaría de Guerra, cuando el general Obregón ocupó dicha Secretaría en 1917. Pasando luego a ocupar una curul en la Cámara de Diputados, en las 27, 29, 30 y 31 Legislaturas, con la representación de su Estado natal.
Con la magnífica preparación que el licenciado Portes Gil llevaba en la Cámara, su seriedad, su dinamismo y su constante estudio de los problemas políticos y sociales, fácil es suponer que su éxito tendría que ser completo, como en efecto así lo fue. A Portes Gil se debió la derrota parlamentaria del Cooperatista en 1923 y el triunfo completo de la Revolución, abanderada en aquellos días por los generales Obregón y Calles. Portes Gil pudo ser, después de sus triunfos en el Parlamento, gobernador de Tamaulipas (período de 1925 a 1928) y ministro de Gobernación en el último gabinete del general Calles. De ahí a la presidencia no dio más que un paso.
Sobre lo que dice Romero Flores, quiero agregar:
En el año de 1909 se organizó en Ciudad Victoria el Club Anti-Reeleccionista que propugnó por las candidaturas de don Francisco I. Madero y del Dr. Francisco Vázquez Gómez a la presidencia y vicepresidencia de la República. Presidía este club el ameritado poeta victorense don Juan N. Cuevas, y formaban parte de él muy escasos miembros, entre otros Casimiro Lavín, Manuel M. Arriaga, los profesores Fidencio Trejo Flores, Félix Acuña, Guadalupe Jaramillo, Gonzalo Lara Guerrero y don Manuel Vázquez, este último era el corresponsal del periódico Regeneración. Hombre de 75 años, jamás claudicó en sus ideas. A principios del año de 1910 fue aprehendido y embarcado en el tren de Tampico, para ser internado en la prisión de San Juan de Ulúa.
Recuerdo cómo don Manuel Vázquez, de rigurosa levita y bombín, esperó tranquilamente entre dos centinelas de vista, el tren que habría de conducirlo. Intervinieron algunos amigos del general Díaz en favor de don Manuel Vázquez, habiendo sido puesto en libertad en Tampico, regresando a Ciudad Victoria para continuar la lucha.
Muchos estudiantes y pueblo estuvimos en la estación para despedir a aquel viejo revolucionario.
José Domingo Lavín, Eliseo L. Céspedes, Maximiliano Hernández Garza, Candelario Garza, Candelario Reyes y el autor, asistíamos también a las sesiones del club Antirreeleccionista.
En Tampico presidía el Club Antirreeleccionista otro viejo luchador e íntegro idealista: don Manuel de León, formando parte de él, también, los abogados Luis Ramírez de Alba, Alberto Aragón, el Lic. López y Parra, José P. Nicolo, el profesor Barberena Flores y otros muchos.
Además, debo decir que siendo estudiante de la Escuela Normal de Ciudad Victoria, en unión de Eliseo L. Céspedes, José Domingo Lavín, José Villanueva Garza, después general de división, Candelario Garza, Candelario Reyes, Francisco T. Villarreal y Maximiliano Hernández Garza, organizamos la Sociedad Democrática Estudiantil que propugnó por la realización de los principios revolucionarios que iniciara don Francisco I. Madero.
En 1914, siendo estudiante de Leyes, en el mes de diciembre, me trasladé a Veracruz, para ponerme a las órdenes del primer Jefe del Ejército Constitucionalista, habiendo desempeñado los puestos de escribiente de asesor, de oficial de jefe de sección en el Departamento de Justicia Militar, con los grados respectivos, y al presentar mi examen profesional, fui designado por don Venustiano Carranza, subjefe del Departamento de Justicia Militar con el grado de general brigadier asimilado.
Pocos días después de haber sido designado por el Congreso General para ocupar la presidencia provisional, en una de las pláticas tenidas con el presidente Calles en su residencia de Anzures, me manifestó que el secretario de Hacienda, señor Luis Montes de Oca, le había sugerido la conveniencia de que se incluyera en el presupuesto de 1929 una cantidad equivalente a $10.000,000.00 que se destinaría a pagar las indemnizaciones que, por concepto de expropiación de tierras para dotación y restitución de ejidos, se hicieran durante dicho ejercicio fiscal. Manifesté al general Calles, que, en mi concepto, aquello era por todos motivos inconveniente: que ni la Constitución General de la República ni la Ley de 6 de enero, ni el Reglamento Agrario, contenían disposición alguna que obligara al gobierno a indemnizar al contado tales expropiaciones. Le expuse, además, que los diez millones de pesos a que hacía referencia no bastarían para cubrir las indemnizaciones por las tierras que se expropiarían durante mi gestión; pues consideraba sumamente limitada tal cantidad y no quería iniciar mi administración con un acto que me hiciera aparecer como un claudicante ante la opinión de los revolucionarios, especialmente de los campesinos.
Estoy en el deber -agregué- de dar a la resolución del problema agrario una mayor, o por lo menos igual intensidad que la que le dieron el general Obregón y usted, y pienso que los diez millones de pesos se acabarán en el primer mes de mi gobierno. En efecto, según cálculos hechos por la Secretaría de Agricultura y Fomento, entonces a cargo del señor ingeniero Marte R. Gómez, la expropiación de tierras que se hizo durante el año de 1929, ascendió a 80 millones de pesos.
El general Calles, visiblemente contrariado, me manifestó que era necesario poner un hasta aquí al desbarajuste que se venía notando en lo que a repartición de tierras se refería y que, en su opinión, la medida propuesta por el señor Montes de Oca era aceptable. A esto repuse:
- General, yo voy a asumir la Presidencia en momentos verdaderamente aciagos para mi país; sin el prestigio que el general Obregón y usted tenían cuando llegaron a ese puesto. Seguramente que en tres o cuatro meses más se viene algún levantamiento armado; pues ya se nota entre muchos elementos militares cierto descontento. Creo de mi deber prevenirlo y estar preparado para cualquier alteración del orden público, que seguramente vendrá por parte de jefes descontentos del ejército, y la única garantía que tendrá el Gobierno en este caso será el apoyo de los campesinos, a quienes por ningún motivo debemos negar las tierras que solicitan.
Como insistiera el general Calles en sus argumentaciones para convencerme de la medida propuesta por el secretario de Hacienda y como tampoco lograra yo convencerle de las razones que tenía para no aprobar tal medida, le indiqué que en esas condiciones no podría aceptar la presidencia provisional, que todavía era tiempo de que se designase nuevo candidato, ya que podía muy bien renunciar a tal cargo; pues no quería en ningún sentido significarme como un elemento de división. Entonces el general Calles me indicó que eso no debía ser por ningún motivo y que él estaba de acuerdo en lo que le había expresado con toda franqueza.
Los acontecimientos posteriores, ocurridos en el mes de marzo del año siguiente, en que más de 30 mil hombres del ejército, encabezados por los generales Aguirre, Escobar, Manzo, Topete y otros, se levantaron en armas, me dieron la oportunidad de justificar tal acto.
Ya para cuando el Congreso de la Unión me designó presidente provisional, Manrique y Soto y Gama -que, con el licenciado Rodrigo Gómez y el general Reynoso Díaz, habían sido los iniciadores de mi candidatura- se habían convertido en mis más apasionados opositores, sólo porque me negué terminantemente a romper con el general Calles. Sus votos fueron los únicos que se anotaron como no emitidos, pues a la hora de votar, se salieron del salón. El resultado de la votación fue de 277 votos. Es decir, la totalidad de ambas Cámaras, con las excepciones anotadas, votó a mi favor.