AUTOBIOGRAFÍA DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA
Emilio Portes Gil
CAPÍTULO OCTAVO
PORTES GIL, PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA. SU DOCTRINA Y SU OBRA
PORTES GIL, PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA
Mi protesta como presidente provisional. Mensaje que dirigí a la Nación. Solemne acto.
El día 30 de noviembre de 1928, a las 12 horas del día, otorgué ante las Cámaras Federales la protesta de ley, en el Estadio Nacional, en presencia de más de sesenta mil ciudadanos. El acto insólito de que, en momentos aciagos para la República, en momentos en que el horizonte nacional se veía ensombrecido por la tragedia, llegara al poder un civil, sin arreos militares y sin las características de caudillo a que ya la Nación se había acostumbrado, despertó en todos los sectores sociales un hondo sentido de optimismo y de fe, que traspasó las fronteras de la República. En el extranjero, principalmente en los Estados Unidos de Norteamérica, la prensa de todos los matices, aun la que desde hacía tiempo se venía distinguiendo por su agresividad en contra del Gobierno, llenó sus columnas con editoriales en los que se comentaba elogiosamente la exaltación de la nueva administración.
Tras de otorgar la protesta ante el Congreso de la Unión, di lectura al siguiente mensaje en que bosquejé la política que seguiría como Jefe del Poder Ejecutivo de la Nación. Era la primera vez que un presidente exponía, antes de hacerse cargo del poder, el programa a que sujetaría su actuación. Dicho mensaje dice así:
Las condiciones en que fui designado para ocupar la presidencia de la República, y muy principalmente las condiciones en que habrá de desarrollarse el interinato, me obligan a meditar sobre la grave responsabilidad que pesa sobre el gobierno, que me tocará presidir, y me sugieren la conveniencia de aprovechar esta ocasión, cuya solemnidad a nadie puede escapársele, para extemar conceptos que precisen mi más íntimo sentir, en lo que respecta a la obra que me propongo desarrollar en la primera Magistratura de la Nación.
Pero antes quiero consignar que, si rompo con la tradición del ceremonial establecido para la protesta, no es por vanidoso y mezquino afán de singularizarme, sino porque pienso y creo, de la manera más absoluta, que el interinato que a mí me toca desempeñar se aparta diametralmente de todos los anteriores y amerita que se le analice, ante la nación entera, para que todos y cada uno de los ciudadanos puedan formarse jucio exacto de una situación, cuyo conocimiento no puede ser privilegio del reducido grupo de personas que deban colaborar en mi administración.
En efecto, mi gestión de catorce meses, no puede tener las características de las que cupo en suerte desempeñar a José María Bocanegra, o a Melchor Múzquiz, simples encomenderos de un poder tambaleante, que ya quemaba las manos de quienes lo entregaban.
Tampoco puede parecerse a la de Manuel Gómez Pedraza, o a la de Pedro Lascuráin, que apenas si pueden catalogarse como mascaradas trágicas de las que son figuras centrales, por su perfidia y por su maldad, Antonio López de Santa Anna y Victoriano Huerta.
Y menos aún puede identificarse con la de Francisco León de la Barra o con la de Adolfo de la Huerta, puentes obligados entre un Gobierno derribado por la Nación y una nueva administración, esperada ya con anhelo, y cuya fuerza resultaba bastante para moderar impaciencias y para dejar correr tranquilo un interinato que, en uno como en otro caso, no hizo sino presidir, con lealtad o sin ella, un acto electoral.
Y, a este respecto, quiero hacer mi primera declaración terminante; para el Gobierno provisional que presidiré, el problema más importante no será el de la próxima elección, y no porque piense revestirme con el manto de una serenidad superior, ni porque aspire a desdoblar mi personalidad, poniendo por un lado al hombre que a través de quince años de lucha activa, ha tenido que crear compromisos y amistades, y por el otro, al estadista que obre con rigidez automática; sino porque confío en que el establecimiento de partidos políticos sólidamente enraizados, dueños de un programa y de un sector fijo de opinión, servirá para desvincular la política de la administración, y para impedir, ojalá que de hoy para siempre, que el Estado se convierta en elector.
La moderación de los grupos políticos que luchen en la próxima contienda electoral, servirá para simplificar mi tarea, y ahorrará también sacrificios a la Nación. Yo quiero, por lo mismo, anticipándome a la pugna democrática que antes de mucho empezará, formular invitación formal para que los distintos candidatos adopten y recomienden una línea de conducta ponderada, que servirá, en lo posible, para no encender nuevos rencores. Ojalá que los candidatos conscientes de que es el voto popular lo que deben conquistar, se esfuercen por realizar esa conquista, en una lucha de ideas y de principios, que marque nuevos derroteros en nuestras prácticas electorales.
Tampoco puede decirse que durante mi encargo habrá de fijarse la ideología de la Revolución Mexicana. Aunque lenta y trabajosamente, tal ideología, a la fecha, está definida. La definen, no con declaraciones oratorias, sino con su formidable actuación en el seno del pueblo, de 1921 a 1924 Alvaro Obregón, y de 1925 a 1928, Plutarco Elías Calles.
Y ahora ya sabemos que los esfuerzos realizados en beneficio de los obreros, no sólo no perjudican al industrial progresista y bien intencionado, sino que mejoran las condiciones generales de la producción y aseguran el desarrollo industrial del país, y el progreso intelectual y económico de los laborantes y de los gremios obreros.
Y sabemos también que es un imperativo inaplazable mantener a los campesinos en la posesión de sus tierras y continuar el programa agrario de acuerdo con la ley, para poder crear una clase rural, libre y próspera, que sirva inclusive de acicate a la retardataria técnica del latifundista, quien al no disponer de asalariados paupérrimos, tendrá que hacer evolucionar sus métodos de cultivo, con ventajas indudables para el mismo propietario y para la economía general del país.
Pero pecaría de audacia quien creyera fácil mi gestión por el hecho de que no tenga que hacer una elección ni marcar un derrotero. En materia electoral, usar del poder para dar iguales garantías a todos los contendientes, puede ofrecer mayores dificultades que la lucha franca al lado de un partido.
A este respecto, quiero simplemente decir que todos mis antecedentes son de hombre definido, que nunca vacila para tomar su campo ni para ser de los primeros en tomarlo; todos reconocerán, por tanto, que si hoy no me declaro partidarista, es porque mi deber así me lo impone. Para vulnerar mis propósitos no habrá presión extraña bastante, y no me cuidaré tampoco del tono en que se me adule o se me increpe. Tengo la firme resolución de no usar del poder para constreñir la libertad de expresión, y considero como parte de mis deberes, resistir las críticas, aún las más acerbas.
Para defender mi prestigio y la misma respetabilidad de mi administración, sólo confío en que el buen juicio de la masa consciente del país sabrá imponerse como moderador, refrenando lo que con mi autoridad no deseo reprimir.
Quiero aclarar que, cuando dije que mi Gobierno no fijaría ideología, no quise dar a entender, de ninguna manera, que carecería de ideología. He tenido a gran honor figurar entre los grupos radicales del país, y pertenezco a un partido que sustenta postulados avanzados. Pero, en cambio, no creo que las circunstancias en que habrá de desarrollarse mi administración, sean las más adecuadas para llegar hasta el fin en el camino que nos hemos trazado. Por eso es que aspiro simplemente a consolidar -y avanzar todo lo posible-- las conquistas de que podemos ufanarnos. Si al terminar mi Gobierno, el país conviene en que no dejé perder ninguna de las ventajas logradas por las administraciones de Obregón y Calles, y si conviene también en que, sin salirme de la Constitución que nos rige, no hubo un solo día en que no pugnara por cumplir con lo que disponen los artículos 27 y 123 de nuestra Carta Magna, bastará con sólo eso para que considere saldada mi responsabilidad.
Una novedad sí quiero que caracterice mi administración. El proceso de organización por el que forzosamente ha tenido que pasar la Revolución, para convertirse en gobierno, ha debido atar lazos de afecto, que sólo defecciones o claudicaciones visibles han podido aflojar. Si la autocrítica es signo de fortaleza, y si nuestra revolución es ya fuerte, como yo no lo dudo, no hay inconveniente para que proclamemos el error en que hemos incurrido, obligados en parte por las circunstancias, al integrar, en parte también, gobiernos de amigos. Para obrar así se han relegado a segundo término razones de capacidad y en ocasiones -¿por qué no decirlo? - razones de probidad.
La terrible angustia de luchar en condiciones de las más adversas, impidió que las administraciones anteriores pudieran afrontar este problema que hoy expongo. El general Obregón tuvo bastante con sujetar las ambiciones de quienes creyeron que la Revolución se hizo para cambiar de amos, y admira cómo pudo todavía fincar tan honda e indestructiblemente las bases sobre las cuales están consumándose las conquistas reivindicadoras anheladas por el pueblo mexicano. El general Calles hizo bastante con marcar el sendero de la depuración administrativa al introducir su severo plan de economías, que le permitió cristalizar constructivamente el programa de la Revolución, con obras económicas tan perdurables como el Banco de México y con obras materiales de un sentido humano tan alto, como las de caminos, escuelas e irrigación. Pero quienes vengamos detrás de ellos y en épocas menos angustiosas, faltaríamos a nuestros deberes más elementales si no utilizamos la situación favorable que se nos herede para luchar por nuevas formas de perfeccionamiento, que beneficien al país. En nuestra vida complicada e índustrial, al pueblo sólo se le puede servir con hombres preparados. Yo quiero, por lo mismo, que mi Gobierno esté integrado por las gentes mejor capacitadas.
Los hombres que saben ser leales a los hombres deben ser reemplazados por los hombres que saben ser leales a las instituciones, y como el país quiere el triunfo de la Revolución, y como ningún lazo de afecto personal puede hacer olvidar las convicciones arraigadas a través de toda una vida, creyendo como creo que la existencia, dentro del poder, de elementos cuya ideología sea retardataria, perjudica la unidad y dificulta la marcha de la administración, procuraré -y ésta es otra de mis declaraciones terminantes- que sólo figuren a mi lado personas identificadas con la Revotución.
Que conste al mismo tiempo que, cuando me refiero a identificación, quiero dar a entender adhesión al programa, no a los hombres, y que, cuando aludo a probidad, no quiero sólo criticar minúsculas sustracciones de numerario. Me refiero a la identificación y a la probidad que se desprenden de servir a una causa sin reservas y sin vacilaciones, y entiendo por falta de identificación y por falta de probidad adoptar una actitud hostil respecto de cualquiera de los puntos del programa revolucionario que sustentamos, o llevar una vida privada licenciosa y opulenta que contraste con la vida modesta y sencilla de nuestro pueblo, con quien pregonamos nuestra identificación con sus necesidades y aspiraciones.
Juzgaré también condición indispensable la de que mis colaboradores se dediquen única y exclusivamente al servicio del país. Tal vez muchos de ellos están capacitados para derivar, de negocios particulares, ingresos muy superiores a las modestas retribuciones que la Nación pueda sufragar, pero no por ello dejará de ser una exigencia que los asuntos oficiales, a ellos encomendados, deberán reclamar toda su atención. En este sentido, servir al país deberá conceptuarse una de las formas a que nos llama el patriotismo. Así se conseguirá cortar las justas críticas, para aquellos que usan de los puestos públicos y de la influencia que su desempeño confiere como un mero instrumento de medro personal.
Sumándose al respeto que de esta forma merezcan los funcionarios de la Federación, el Gobierno, como entidad, fincará su respetabilidad en una prudente administración de los recursos del país. La nivelación de los presupuestos, que para 1929 está ya lograda como resultado de los desvelos y la energía del presidente Calles, será norma inmutable que rija la política hacendaria de la administración, y que asegure, sin angustia, el desarrollo del programa de gobierno, y el cumplimiento de sus compromisos interiores y exteriores. Mi administración reconocerá, como una de las bases fundamentales de su programa, continuar y desenvolver la educación de las masas del pueblo.
En nuestras relaciones exteriores hay poco nuevo que agregar. A través de más de cien años de vida independiente, México se ha caracterizado por su respeto absoluto a los pueblos y a los gobiernos de los demás países. Este respeto no se ha concretado a reprimir orgullos de superioridad o a moderar afanes imperialistas, sino que se extiende generosamente hasta permitir que lleguen a nosotros, para compartir las ventajas de nuestro territorio, aportaciones del exterior, ya sean éstas en brazos que suplan nuestra escasa población o en capitales que muevan las fuentes de producción de nuestro suelo virgen. Ciframos parte de nuestro orgullo en ser hospitalarios y generosos, y esta línea de conducta no podrá ser desvirtuada cuando México se prepara para dar un paso definitivo en su evolución.
En nuestra política exterior, por razones de vecindad, y por las numerosas relaciones económicas que nos unen, ameritan especial mención los Estados Unidos de Norteamérica. Afortunadamente la cordura y el patriotismo con los que el presidente Calles y el embajador Morrow han servido a sus respectivos países, han logrado barrer insensiblemente las suspicacias y han conseguido llevar a los dos pueblos vecinos hasta el buen entendimiento que a la fecha existe, y que de todo corazón deseo que perdure. De subsistir en el gobierno americano igual deseo y dentro del respeto de nuestra soberanía -que es algo en lo que México no puede retroceder ni transigir, cualquiera que fuera la magnitud de los sacrificios que se hicieran necesarios-, el pueblo americano no podrá encontrar más que motivos de cooperación y de la más amplia buena voluntad de su vecino del sur. Mi Gobierno se propondrá combatir la guerra y aún la misma mentalidad guerrera, haciendo que la historia se dicte en las cátedras con criterio pacifista, y provocando la fraternidad de las clases proletarias del mundo.
Respetar a los demás países con los que cultivamos relaciones, cumplir con nuestros compromisos en el interior y en el exterior, mejorar la situación de nuestras clases laborantes, vivir dentro de la ley y afianzar las conquistas ideológicas y económicas de la revolución, constituyen problemas de tal manera arduos y desproporcionados para mis fuerzas, que no me atrevería a pensar siquiera en acometerlos, si no abrigara la esperanza de que, para realizarlos, contaré con el aliento y con el auxilio de la Nación.
Los auspicios que nos rodean no pueden ser mejores. Este acto de transmisión pacífica del poder, por sí solo, constituye un glorioso ejemplo de patriotismo del presidente Calles; nuestro ejército ha mantenido la más leal y noble actitud, que lo aleja de toda tradición mercenaria para elevarse a su alta misión de defensor del honor y las instituciones de la República. Por mi parte, protesto poner toda mi voluntad y mi inteligencia al servicio de mi país, confiando en que las causas del pueblo son invencibles.
Véase cómo comentó la prensa de México, la de los Estados Unidos de Norteamérica y el Comité Vasconcelista, el discurso que pronuncié el día de la protesta como presidente de la República.
El Universal del día 1° de diciembre de 1928, dice lo siguiente:
Hoy asumió el poder, como presidente provisional de la República, el señor licenciado don Emilio Portes Gil.
Tiene por delante el nuevo mandatario la tarea de gobernar a Méxíco por más de un año, en circunstancias que hacen por extremo delicado aquel cargo, debido a los importantísimos problemas de índole política, económica y social, que tendrá que afrontar y resolver de acuerdo con los altos intereses de la patria.
No es ni ha sido nunca la Presidencia de la República un lecho de rosas. Pero mucho menos resulta serlo ahora en que, por su brevedad misma, la gestión tendrá que ser de mayor intensidad. El puesto, de suyo, encierra enormes responsabilidades, impone graves deberes, exige el desarrollo de una tarea, cuyo cumplimiento implica fortaleza y abnegación a toda prueba.
Al aceptar, pues, su designación para la presidencia provisional, consciente de la trascendencia que el cargo entraña, y francamente dispuesto a consagrarse por entero en él al servicio de la nación, el señor licenciado Portes Gil inspírase, sin duda, en acendrado patriotismo, y por ello se hace acreedor a la estimación y al respeto de todos los mexicanos.
Entre los problemas a que antes aludimos, el primero que se plantea al nuevo gobierno, es el de las elecciones para presidente constitucional que tendrán que hacerse en el curso del año entrante. Precisamente la misión del gobierno provisional es coordinar y vigilar el desarrollo de dichas elecciones, cuidar de su legitimidad y pureza, resguardar, en suma, el derecho del pueblo a designar sus propios mandatarios. Ahora bien, ¿quién no comprende la suma considerable de cualidades que dicha esencial misión en el nuevo mandatario implica?
Una campaña electoral larga, con la que se vinculan, como es natural y humano que así suceda, ambiciones e intereses, siembra de no pocos obstáculos el camino; engendra suspicacias, origina despechos, enciende pasiones. Parécese a todo, menos a la mar tranquila.
La principal habilidad del gobernante que a partir de hoy rige los destinos de la República, consistirá, pues, en salir avante de esa prueba, llegado al término de su gestión en forma de trasmitir al sucesor legítimamente electo, la dirección de los negocios públicos sin quebranto de éstos, y sin que en un ápice se haya alterado el proceso de desarrollo constructivo del país.
Estamos lejos de abrigar ningún pesimismo por lo que toca a la cuestión política electoral. Creemos firmemente que, a ese respecto, los destinos de México se encaminan por nuevos y más amplios y generosos derroteros. Consideramos que ahora, como nunca, el supremo anhelo nacional se cifra en hacer posible el afianzamiento de regímenes institucionales. Más precisamente porque al respecto, nos hallamos todavía en un período de ensayo y de tanteo, en pos de perfectibilidad que irá acentuándose a medida que ganemos en cultura cívica, es evidente que se requieren, en las altas esferas del poder, condiciones ejemplares. A la administración del presidente Portes Gil, corresponderá, ni más ni menos, realizar mediante la coordinación de los elementos que se pongan en juego en la campaña electoral, el primer grande ensayo democrático en la nueva era política que se ha abierto para la República.
Mas no es esto todo, ni es sólo esto. Otro problema que se presenta a la administración apenas inaugurada; problema que afecta de manera profunda a la economía nacional y con el cual íntimamente se liga el desarrollo constructivo del país. Nos referimos a la crisis industrial porque atravesamos.
Es necesario crear a la industria nacional un ambiente propicio a su normal desenvolvimiento; y conjurar, asimismo, desde luego, la crisis en que se halla; crisis que, por lo mismo que por igual afecta a trabajadores y empresas, se refleja, como no podría menos de ocurrir, en trastornos y quebranto económico para la colectividad. A este propósito, el actual presidente ha mostrado tener visión certera de estadista cuando su acto preliminar de gobierno ha sido reunirse personalmente con obreros e industriales para discutir la nueva Ley del Trabajo.
Con todo, y a pesar de la importancia que en sí entrañan los dos problemas que someramente hemos apuntado, el político electoral y el de la crisis industrial, otro aún de mayor enjundia, ya que es de carácter hondamente social, encuentra ante sí el supremo mandatario que inicia sus tareas. Nos referimos a la honda división que todavía reina en la familia mexicana.
Si cooperación y armonía crean fortaleza; escisión, distanciamiento y pugna engendran desconcierto y debilidad. Y debilidad y desconcierto existen y existirán mientras entre todos los mexicanos no se reafirmen los lazos de un sentimiento fraternal alto y noble; mientras no desaparezcan los valladares del antagonismo insensato; mientras todos, en suma, no presentemos, material y moralmente, hablando, un solo frente, un frente único y fuerte en la obra del engrandecimiento nacional.
Ante estas cuestiones vitales, y otras de menor cuantía que en aquéllas se como prenden, ¿cuál será el papel que habrá de desempeñar el nuevo presidente?
Indudablemente -y por ello hacemos los más sinceros votos, a la par que abrigamos las más firmes esperanzas-, desarrollar en el curso de su gestión una política sabia, ponderada a la par que enérgica, sin claudicaciones, imparcial y serena. Por medio de la aplicación eficaz de la ley llegaremos a seguro puerto al través de la campaña electoral. Con leyes adecuadas, la crisis industrial podrá resolverse. Y será, en suma, obra también de sabiduría política y de ley, en cuanto ambas tienen de más significativamente justiciero y humano, como el nuevo gobierno alcanzará el supremo desiderátum de hacer surgir brotes de concordia y armonía definitivas en la familia mexicana.
Si tal lograse, si tal logra, en vida tan breve como fecunda, el iniciado interinato constitucional, el presidente Portes Gil merecerá bien de la patria.
Nosotros confiamos en que así sucederá.
El Comité Vasconcelista declaró lo siguiente:
El mensaje programa del ciudadano presídente provisíonal, licencíado don Emílio Portes Gil -nueva manifestación de la última actitud de la Revolución Mexicana hecha gobierno y dueña de sí, que inaugura el general Calles en su memorable mensaje del primero de septiembre-, viene a reconfortar saludablemente ese temblor de esperanza por venturosos días, que se ha hecho sentir en toda la República, en los últimos tres meses.
Hemos escuchado con atención el mensaje, y lo aplaudimos entusiastamente y sin reservas mentales. Aun lo hacemos nuestro en cuanto viene a ser parte integrante de una doctrina trascendental para el país, que enriquece y afirma la ideología revolucionaria. Lo hacemos nuestro, significando de esta manera nuestra adhesión al Gobierno provisional para la ideología que sustenta, merecedora por mil conceptos de que sea la doctrina de todos los mexicanos, hermanados en sana voluntad y persistente deseo de encauzar al país por promisores derroteros, y para responder a la invitación que el mensaje contiene, por nuestra parte decimos:
El licenciado don José Vasconcelos llegó al país aconsejando a sus simpatizadores y amigos una actitud de amor y de concordia que está dentro de los propósitos del mensaje: expresa y públicamente ha quedado así consignado.
El Comité Orientador Pro- Vasconcelos, por cuanto a él toca, austeramente manifiesta tener plena conciencia del momento histórico que vivimos los mexicanos y siente la grande responsabilidad de su actuación político-electoral; y, por ello, quiere encauzar al vasconcelismo por una actitud de ponderación inspirada dentro de las siguíentes ideas:
Seremos actores en el más serio ensayo democrático que hasta nuestros días se haya regístrado en la historia de México. Estamos interesados en ello con toda entereza, con todo entusiasmo y con todo amor, pero también con toda serenidad; la serenídad que engendra una convicción en cuya gestación no ha participado el odio.
Para que la experiencia fuese pura y pudiese rendir su máximo beneficio, sería preciso que el Gobierno de la República no tomara el partido de ninguno de los candidatos contendientes. Es decir, sería preciso que el Gobierno no obligara a que la simpatía por un candidato, tomase los caracteres de oposición.
El mensaje-programa del licenciado Portes Gil nos asegura la posibilidad de una excelente experiencia democrática; pero aún en el caso de que los elementos del Gobierno -como tales-, tomen el partido de cualquier candidato, la experiencia, aunque menos perfecta, puede y debe realizarse. La creación de un México nuevo reclama esfuerzo, lucha y dolor. En tal caso, bastará con sólo rectificar actitudes y pensamientos hasta hoy caros a nuestra costumbre.
Los gobernantes no deben perder en ninguna ocasión el sentido ponderado de la serenidad; para ser enérgicos no es necesario que la pasión nos exalte. Los gobernantes deben fijar las lindes entre la oposición racional y ajustada a la ley, y la rebelión; deben pensar que oposición reclama convivencia y no exclusión. Los gobernados, por su parte, deben tener presente que oposicionista y enemigo no son justamente sinónimos, y que toda oposición es un derecho y que no es un crimen tener ideas diversas a las de ellos.
En una palabra, creemos que gobernantes y gobernados, están obligados de hoy más, a hacer el más sincero y serio esfuerzo en el sentido de encontrar, dentro de sus respectivas actitudes, la fórmula que haya de lograr definitivamente en nuestro suelo la conciliación entre la libertad y el orden.
Para tal evento, el vasconcelismo --que es, antes que todo, civilismo y actitud cívica por excelencia-, nace con el sentimiento de que todas las autoridades tienen en su favor la presunción de que son respetables y que, en esa virtud, deben ser respetadas, y nace con la voluntad de practicar este sentimiento.
A las autoridades toca mantenerse, durante la lucha, en esa situación de respetabilidad.
El New York Times del 3 de diciembre de 1928 expresó lo siguiente:
El discurso que pronunció en el Estadio Nacional el licenciado Emilio Portes Gil, después de otorgar la protesta del cargo, es por demás interesante: habló con un lenguaje caluroso y enfático sobre su deseo de promover más cordialidad en las relaciones con los Estados Unidos.
Y si Portes Gil puede hacer prevalecer sus ideas, agrega Times, en México serán bien recibidos los capitales y las empresas norteamericanas. Empero, añadió Portes Gil, el Gobierno sostendrá siempre celosamente la conservación de su soberanía, y no tolerará nada que la ataque, pues la defenderá a cualquier costo, hasta llegar al sacrificio.
Al pronunciar Portes Gil estas palabras, expresó también intenso orgullo nacional, común en todas las Repúblicas hispanoamericanas. Para nosotros los norteños, semejante sensibilidad no siempre nos parece razonable, pero siendo un hecho esencial, permanente, deberemos tenerlo en cuenta personal y oficialmente en nuestros tratos con la América Latina.
Hoover no lo ha comprendido antes y se compenetrará de ello durante sus visitas a las capitales sudamericanas. Detrás de cada saludo cordial que reciba, se encerrará una advertencia cortés, tácita y expresa de que los Estados Unidos deberán respetar las nacionalidades sudamericanas y tenerles buena voluntad.
México, por muchos aspectos, merece ser felicitado por la exaltación de Emilio Portes Gil a la Presidencia de la República. El despliegue militar y la marcha de las tropas no obscurecen las palabras del presidente Calles en el sentido de que México ha pasado definitivamente de la histórica condición del gobierno de un solo hombre, a la de un gobierno de instituciones y leyes.
El nuevo presidente no es un dictador. Su carrera se ha desarrollado en el campo de las actividades civiles. Tiene sólo 37 años de edad y esta circunstancia, probablemente, lo inclinará más hacia el lado de las nuevas condiciones.
Portes Gil ha prometido continuar la política de Calles, y Calles ha compartido con él los honores del día de la inauguración del nuevo gobierno. México no debe olvidar el famoso mensaje de Calles al Congreso de su país, en el cual dijo: Las nuevas ideas son compartidas hoy por la gran mayoría del pueblo mexicano, y los intereses creados por la Revolución en todas partes, son mucho más grandes que los de cualquier grupo reaccionario.
La nueva administración se inaugura bajo muy buenos auspicios. Dentro de poco se abatirá el rencor partidarista. El arreglo del problema de la deuda mexicana parece cercano. Las relaciones entre los Estados Unidos y México, debido a la excelente labor del embajador Morrow y a la cooperación de las autoridades mexicanas, son hoy más amistosas de lo que lo habían sido en el pasado, y Portes Gil puede contar con los buenos deseos de los Estados Unidos de que salga airoso de las dificultades que puedan presentarse a su gobierno.
DESIGNACIÓN DEL GABINETE
Uno de los actos que dan más vigor y hacen más característica la personalidad del Jefe del Ejecutivo en México, es sin duda, la designación del Gabinete con que va a gobernar. En el mensaje que dirigí a la Nación el 30 de noviembre de 1928, con motivo de la toma de posesión, expresé que, durante el interinato de 14 meses que me tocaba desempeñar no tenía el propósito de introducir modificaciones en la política gubernamental que se había venido desarrollando de 1921 a 1928, años en que los presidentes Obregón y Calles habían determinado, con mano segura y con indiscutible patriotismo, los derroteros seguidos por la Revolución Mexicana para la implantación de las reformas sociales, políticas y económicas en bien de la República y en beneficio, particularmente, de las clases trabajadoras.
Consecuente con las ideas expresadas en dicho mensaje, consideré que sería un grave error, capaz de romper la unidad revolucionaria ya amenazada en aquellos días, hacer un cambio total de los colaboradores inmediatos que integraran el Gabinete, y ello con tanta mayor razón, cuanto que tal cambio despertaría nuevamente ambiciones peligrosas en una época en que la Nación estaba viviendo días de incertidumbre y de tragedia.
Por otra parte, no desconocía yo los movimientos francamente subversivos que algunos jefes militares y elementos políticos de importancia venían desarrollando para provocar una revolución, la que al fin estalló el día 3 de marzo del siguiente año.
Todo ello me hizo pensar con seriedad sobre lo que debería de hacer para conjurar el peligro que se cernía sobre la administración que iba a presidir. Mas esta reflexión no fue de unas cuantas horas, ni siquiera de días; ocupó mi atención desde el momento en que fui designado por el Congreso de la Unión (25 de septiembre de 1928) para desempeñar la primera magistratura del país.
De tal manera había meditado sobre la integración de mi Gabinete que me decidí al fin a no hacer sino los cambios que más interesaban a mi ideología personal, para implantar en las secretarías y departamentos respectivos las reformas que yo consideraba indispensables para fortalecer al Gobierno. Aun para mis amigos más íntimos fue una verdadera sorpresa la lista de colaboradores que se dio a la prensa el día de la protesta. No obstante, consideré de todo punto indispensable asegurar dentro del Gabinete un grupo compacto de colaboradores de mi absoluta confianza, para tener en todo momento la responsabilidad plena de la acción que pensaba desarrollar.
El Gabinete quedó integrado en la siguiente forma:
Subsecretario de Gobernación, encargado del Despacho, Lic. Felipe Canales.
Subsecretario de Relaciones, encargado del Despacho, Lic. Genaro Estrada.
Secretario de Guerra y Marina, Gral. Joaquín Amaro.
Secretario de Agricultura y Fomento, Ing. Marte R. Gómez.
Secretario de Educación Pública, Lic. Ezequiel Padilla.
Secretario de Industria, Comercio y Trabajo, don Ramón P. Denegri.
Secretario de Hacienda y Crédito Público, don Luis Montes de Oca.
Secretario de Comunicaciones y Obras Públicas, Ing. Javier Sánchez Mejorada.
Jefe del Departamento de Salubridad Pública, Dr. Aquilino Villanueva.
Jefe del Departamento del Distrito Federal. Dr. José M. Puig Casauranc.
Contralor General de la Nación, don Julio Freyssinier Morín.
Procurador General de la República, Lic. Enrique Medina.
Procurador de Justicia del Distrito Federal, Lic. José Aguilar y Maya.
Del gabinete que había colaborado con el señor general Calles continuaron en las mismas Secretarías de Estado los señores general Joaquín Amaro, Lic. Genaro Estrada y don Luis Montes de Oca; en la Contraloría General de la Nación el señor Freyssinier Morín y el doctor Puig Casauranc pasó de la Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo, a la Jefatura del Departamento del Distrito.
Al señor Genaro Estrada creí conveniente conservarlo en la Secretaría de Relaciones Exteriores porque su actuación en ella venía siendo brillante y patriótica. El señor general Joaquín Amaro continuó en Guerra, porque, cualesquiera que fuesen los defectos que en aquella época le achacaban sus enemigos, nadie le podría quitar los méritos de haber sido el mejor intérprete que tuvieron los generales Obregón y Calles, para llevar a cabo la reorganización del ejército nacional, debiéndose a su iniciativa personal muchos de los adelantos que nuestro instituto armado ha logrado. Al señor Luis Montes de Oca creí conveniente conservarlo en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público porque su labor en ella había sido benéfica para el país y enérgica para evitar los despilfarros a que tan afectos son en México los funcionarios públicos ya que además, yo no podía, de ninguna manera, en 14 meses, cambiar el programa financiero, sin duda defectuoso que se venía desarrollando desde hacía cuatro años.
El señor Freyssinier Morín continuó al frente de la Contraloría de la Nación, porque su labor la consideré enérgica en beneficio de las economías que la Secretaría de Hacienda venía realizando para hacer frente a la situación financiera del gobierno. Finalmente, al doctor Puig Casauranc lo hice jefe del Departamento del Distrito Federal, porque en ello se interesó vivamente el señor general Calles que le profesó siempre un cariño paternal.
El ingeniero Marte R. Gómez fue designado secretario de Agricultura y Fomento, porque siempre creí que es en México la persona mejor preparada, técnicamente, para dirigir la política agrícola y agraria del país. Sus conocimientos, su inteligencia lúcida y cultivada, su ideología radical, pero no dislocada, fueron los méritos que tomé en consideración para hacer tal designación. De ella siempre he estado satisfecho, pues su labor al frente de dicha dependencia fue patriótica y bien orientada en favor de las clases campesinas.
El nombramiento del señor licenciado Ezequiel Padilla como secretario de Educación Pública se debió al conocimiento personal que de él tenía, desde la Escuela Libre de Derecho, que lo revelaba como un profesionista de sólida y vasta cultura. Su actuación revolucionaria en las Cámaras de la Unión y en los puestos públicos que había desempeñado anteriormente me convenció de que él, mejor que ninguna otra persona, sería el indicado para estudiar el problema educacional y para darle mayor impulso en beneficio de las muchedumbres ignaras. No me equivoqué; su labor fue intensísima, generosa y atinada, habiendo introducido reformas de importancia en ese ramo. Creo de justicia reconocer la importante colaboración que también prestaron al gobierno provisional, en el ramo de educación, los señores profesores Moisés Sáenz y Alfredo E. Uruchurtu, como subsecretario y oficial mayor, respectivamente.
A don Ramón P. Denegri lo designé secretario de Industria, Comercio y Trabajo, porque su ejecutoria de revolucionario y hombre honesto eran una garantía para todos y su experiencia administrativa, adquirida durante años anteriores en los distintos cargos que había desempeñado, hacía esperar de él eficiencia en el puesto que se le confiaba.
El licenciado Felipe Canales era un hombre de talento y variada cultura. Su actuación en la Secretaría de Gobernación fue atinada y su lealtad a la Revolución, indiscutible.
Estimé conveniente la designación del doctor Aquilino Villanueva como jefe del Departamento de Salubridad Pública porque su prestigio en México ya en aquellos años era incuestionable. Su dedicación al estudio lo había significado como una autoridad en su carrera, y como uno de los especialistas mejor preparados en su ramo. Su labor al frente del Departamento fue intensa; el programa que desarroHó fue de lo más importante. Introdujo innovaciones como los Servicios Coordinados, las campañas antialcohólica y antituberculosa; la campaña contra el paludismo, el mal del pinto y la lepra; los dispensarios médicos, la protección a la infancia y muchas otras que no se habían planeado anteriormente.
La designación del señor ingeniero Javier Sánchez Mejorada como Secretario de Comunicaciones y Obras Públicas, la hice sólo por que lo consideré un elemento técnico, alejado en lo absoluto de la política y cuya labor al frente de la Comisión Nacional de Irrigación había sido eficiente y progresista. Con él no tenía en esa época ningún lazo de amistad.
Los abogados Enrique Medina y José Aguilar y Maya fueron designados para desempeñar la Procuraduría General de la República y la del Distrito y Territorios Federales, respectivamente, porque pensé que su labor, dada su preparación y antecedentes, tenía que ser, como en efecto fue, benéfica para la administración de justicia.