AUTOBIOGRAFÍA DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA
Emilio Portes Gil
CAPÍTULO OCTAVO
PORTES GIL, PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA. SU DOCTRINA Y SU OBRA
ASILO QUE EL GOBIERNO DE MÉXICO CONCEDIÓ AL PATRIOTA NICARAGÜENSE AUGUSTO CÉSAR SANDINO
Entrevista con el Embajador Morrow. gestiones del gobierno de Nicaragua para que los Estados Unidos retiraran al ejército invasor en Nicaragua. Negativa del presidente Moncada. Actitud del señor Morrow en relación con las reclamaciones agrarias.
Las circunstancias que prevalecían en la República centroamericana de Nicaragua a fines del año de 1928, en que me hice cargo del Poder Ejecutivo de mi país, eran por demás aflictivas. El doctor don Pedro José Zepeda, que hizo sus estudios universitarios en México, distinguiéndose en todos los cursos de nuestra Facultad de Medicina, venía actuando desde hacía algún tiempo como representante del general Augusto César Sandino, quien -desde el año de 1926- se hallaba levantado en armas combatiendo a las fuerzas norteamericanas que invadieron, con autorización del gobierno a aquel país hermano. La situación la resumía el doctor Zepeda, en carta que me dirigió, en los siguientes términos:
El año de 1925, siendo presidente de la República el señor don Carlos Solórzano y vicepresidente el doctor Juan Bautista Sacasa, dieron un grupo de militares encabezados por el general Emiliano Chamorro un cuartelazo y obligaron al presidente Solórzano a renunciar ante el Congreso, al mismo tiempo que fuerzas militares perseguían encarnizadamente al doctor Sacasa, quien se vio obligado a salir del país, dirigiéndose a Washington con el propósito de gestionar ante el Gobierno americano que hiciese respetar los pactos centroamericanos, en los cuales se establece que ninguno de los Gobiernos signatarios de ese convenio pueda reconocer a Gobierno alguno surgido de cuartelazos y cuyo convenio, tanto el Gobierno estadounidense, como el de México, habían firmado también como garantes. Ante esta situación, México rompió sus relaciones diplomáticas con el Gobierno que se había establecido en Managua, correspondiendo al licenciado Antonio Mediz Bolio, cumplir con este encargo por encontrarse como jefe de la Misión Diplomática mexicana.
El doctor Sacasa hizo un viaje a México y, después de varias conversaciones en las que se puso de manifiesto el profundo desinterés y altruismo de México, que nada pidió, ni siquiera promesas de orientación política en el nuevo orden de cosas que fuese a establecerse en Nicaragua, salió Sacasa para Guatemala con el propósito de ir a encabezar el movimiento que ya se había iniciado en Nicaragua.
Aquí principió a destacarse la figura del general Sandino. Cuando él supo que se habia iniciado un movimiento revolucionario en contra del grupo que en gran parte era responsable de la intervención extranjera en nuestro país, salió de Cerro Azul, donde trabajaba, se dirigió a Tampico, se embarcó en el vapor México que lo llevó a Veracruz, y allí, en ferrocarril, cruzó Guatemala y El Salvador, desembarcando finalmente en el puerto de Tampisque en Nicaragua, para darse cuenta de las condiciones sociales y políticas de Nicaragua. Sandino se puso a trabajar en las minas de San Albino, en donde pudo apreciar las condiciones lamentables del trabajador nicaragÜense, el que todavía en estos momentos está sujeto a trabajar de 10 a 12 horas diarias y a recibir, en pago de sus jornales, cupones que sólo son canjeados en las tiendas de raya de las mismas empresas. En esos minerales de San Albino conquistó Sandino a sus primeros compañeros de lucha, seguido de los cuales cruzó las montañas casi inaccesibles hasta llegar a la costa oriental de Nicaragua, en donde se habia establecido el Gobierno del doctor Sacasa. El mismo dia de la llegada del general Sandino a Puerto Cabezas (24 de diciembre de 1926) presenció la intimación que los capitanes de los barcos de guerra americanos anclados en la bahía le hacían al presidente Sacasa, tratando de obligarlo por la fuerza a evacuar el puerto, el cual habian declarado zona neutral; es decir, trataban de desembarcar fuerzas armadas tomando posesión de toda la región de 100 millas a la redonda de la capital provisional del Gobierno de Sacasa.
Ante aquel atentado, sin precedente en los anales de la historia continental, el general Sandino, ayudado por un grupo de mujeres del pueblo, sacó unos cuantos rifles de la llamada zona neutral, regresó sobre sus mismos pasos hacia el interior de la República, y, con un puñado de hombres pobremente pertrechados inició su campaña en contra de don Adolfo Diaz, ya en esa época descaradamente impuesto por el Gobierno de los Estados Unidos.
El doctor Sacasa habia cometido el error, entre otros muchos, de designar como ministro de la Guerra al general José Maria Moncada, que, desde el principio de la revolución, se hizo sospechoso de estar en inteligencia con las fuerzas de ocupación de Nicaragua, pues con frecuencia celebraba conferencias misteriosas con el contralmirante Latimer, jefe del escuadrón naval en aguas del Atlántico.
Un día de tantos recibí un cable cifrado del general Luis Beltrán Sandoval, general en jefe de nuestro ejército, quien me hacía saber las actividades antipatrióticas del general Moncada, al mismo tiempo que me pedía instrucciones para capturarlo, someterlo a un consejo de guerra y hacerlo fusilar en vista de que teníamos pruebas concluyentes de que se estaba tramando alguna traición contra nuestras fuerzas. Yo no quise proceder con festinación y, después de hondas reflexiones sobre las instrucciones que se me pedían, contesté al general Beltrán Sandoval que se subordinase al general Moncada y procediese con la mayor cordura, a fin de evitar una división en nuestros elementos, que sería grandemente perjudicial para nuestra causa por la libertad, ya de suyo seriamente comprometida.
En el mes de abril de 1929, el señor Dwight W. Morrow, Embajador de los Estados Unidos de Norteamérica, solicitó una entrevista con el que esto escribe, y, en mi presencia, con la finura y exquisito trato que acostumbraba siempre, se expresó así:
Señor Presidente:
He venido con el objeto de saludar a usted y, a la vez, a tratarle un asunto un poco espinoso que me ha encomendado mi Gobierno. Es el del reconocimiento, por parte de México, del Gobierno de Nicaragua que preside el general Moncada. Todos los Gobiernos europeos y americanos, han reconocido el orden de cosas existente en aquella República y todos ellos tienen instaladas sus Legaciones y Consulados. Mi Gobierno desea conocer el sentir de México a este respecto y, de no haber inconveniente grave, se permitiría invitar al Gobierno que usted preside para que otorgue ese reconocimiento.
Mi respuesta al señor Morrow fue la siguiente:
Señor Embajador: Agradezco a usted mucho la invitación que se sirve hacerme, por instrucciones de su gobierno para que México entable relaciones amistosas con el gobierno de Nicaragua que preside el general Moncada. A este respecto siento manifestar a Ud. la imposibilidad en que se halla mi gobierno para reanudar tales relaciones en virtud de que ha sido norma invariable de nuestra cancilleria, a través de muchos años no reconocer a ninguna administración espúrea en aquellos países en que exista un orden de cosas contrarío a la organización política de los mismos y mientras, violando su soberanía, se encuentren en su territorio fuerzas armadas de otro país.
Es ésta, señor embajador, la causa por la que México no reconocerá al gobierno del señor Moncada, mientras subsistan tales circunstancias; pues no quiero ser yo el primer Presidente que rompa con esa norma, que me parece patriótica y digna por todos conceptos.
Como el señor Morrow insistiera, siempre en tono afectuoso y cortés, en aquella petición, me vi precisado a fundar aún más mi negativa. Y le dije:
Quiero suponer por un momento que los papeles fuesen otros y que, en lugar de Nicaragua, el país invadido fueran los Estados Unidos. ¿Qué sentiría usted, señor Morrow? Seguramente estará usted en el fondo, conmigo, en mi modo de pensar. Y tengo la seguridad de ello porque usted no es persona que trata de defender a todo trance, lo mismo la justicia, que la injusticia. Usted es un hombre de corazón y siente en el fondo de su alma esta situación, que está costando a los Estados Unidos tanta sangre, tanto dinero y lo que es más sensible, tanto prestigio continental.
Como había logrado interesar positivamente al señor Morrow en aquella plática -que él había iniciado- deseoso yo de prestar un servicio a la Nicaragua mártir de aquellos días, me aventuré a hacerle la sugestión que resumiré en seguida. Al efecto, le manifesté:
Usted, señor Embajador, puede hacer un gran servicio a su Patria si acepta el proyecto que acabo de concebir en estos momentos. Pienso dirigirme en forma confidencial y amisosa al presidente de Nicaragua, general Moncada, haciéndole la sugestión de que pida al Gobierno americano el retiro de los marinos que se encuentran en su territorio, a condición de que yo me comprometo a que el general Augusto César Sandino, depondrá inmediatamente las armas y se pondrá a sus órdenes. A la vez, usted, si está de acuerdo conmigo, se dirigirá a su Gobierno pidiendo que la solicitud del presidente Moncada sea atendida. Si usted me secunda en este plan y logramos consumarlo, cesarán los sacrificios de vidas y de dinero que seguramente estará su país gastando en tan grande escala; desaparecerá el recelo que el poderío norteamericano ha suscitado en todos los pueblos latinoamericanos y habrá un mejor entendimiento entre ustedes y nosotros.
La seguridad que di al Embajador Morrow de que el general Sandino se sometería al Gobierno de Nicaragua y le prestaría todo su apoyo tan pronto como saliesen del territorio invadido los marinos americanos, fue después de una entrevista que -en presencia del Subsecretario de Relaciones Exteriores, señor Genaro Estrada- celebré con el doctor Zepeda, representante del General Sandino, quien de antemano había sido autorizado por éste para hacerme presente tal determinación. Es más, el doctor Zepeda, que en toda su actuación como representante del general Sandino obró con la lealtad, abnegación y patriotismo más encomiables, me expresó que a fin de evitar malas interpretaciones, quedaba yo desde luego autorizado para hacer saber al Gobierno de Washington, que los patriotas nicaragüenses depondrían las armas con sólo recibir la promesa formal del Departamento de Estado en el sentido de que las fuerzas de ocupación serían retiradas posteriormente.
Lo dicho por mí logró impresionar al señor Morrow. Acordamos, desde luego, que él se dirigiría a su Gobierno en el sentido expuesto y yo daría instrucciones al ministro de México en Costa Rica, Lic. Mediz Bolio, a fin de que, con carácter particular y en calidad de turista (ya que no teníamos relaciones con el gobierno de Nicaragua), comisionara a uno de los secretarios de la Legación para que se transladara a Managua y procurara apersonarse con el presidente Moncada, o con el secretario de Relaciones Exteriores y les hiciera conocer el plan de acción propuesto al señor Morrow, seguros de que tendríamos de parte de éste todo su apoyo ante el Gobierno americano.
El licenciado Mediz Bolio comisionó al secretario Francisco Navarro para que fuera a Managua a entrevistar al presidente Moncada; y, en informe confidencial que rindió, hizo saber al Gobierno de México que el de Nicaragua no podía aceptar dirigirse al de los Estados Unidos pidiendo el retiro de los marinos americanos, porque aquello equivaldría a la caída de su administración, pues no tenía confianza en el general Sandino.
Como no me fue posible recabar en la Secretaría de Relaciones el original del informe que rindió el entonces Secretario de nuestra Legación en Costa Rica, me vi precisado a rogar al señor Navarro me enviara una relación del mismo. Dicha relación, fechada en la ciudad de Oslo, Noruega, dice así:
Informe de la misión confidencial desempeñada por el suscrito ante el Gobierno del presidente Moncada, de Nicaragua, en 1929.
Aproximadamente en el mes de abril del año 1929, y siendo el suscrito secretario de la Legación de México en Costa Rica, a las órdenes del ministro licenciado Antonio Mediz Bolio, se recibió en la Legación un telegrama cifrado enviado por la Secretaría de Relaciones Exteriores, en el que se me ordenaba transladarme a Managua, Nicaragua, país con el que no teníamos relaciones diplomáticas, a causa del Gobierno que le habían ímpuesto los Estados Unidos y tratara de hablar con el presidente Moncada, o bien con su ministro de Relaciones Exteriores, para manifestarle que, si ese gobierno pedía a Washington el retiro de las tropas norteamericanas, el Gobierno del licenciado Emilio Portes Gil estaba dispuesto a reconocerlo.
En aquella época, el guerrillero Augusto César Sandino, seguido por tres o cuatro mil hombres, hostilizaba valientemente tanto a las fuerzas norteamericanas de ocupación, como al ejército del presidente Moncada, habiendo logrado disciplinar, armar y encuadrar tan perfectamente a sus hombres, que llegó a presentar batalla a las fuerzas del Gobierno que, dirigidas por oficialidad norteamericana y apoyadas por la aviación de los Estados Unidos, lo perseguían constantemente. Después de dos o tres acciones de esta naturaleza, Sandino se refugió en la región de Las Segovias y ahí prosiguió su campaña.
Las costas nicaragüenses estaban bien resguardadas por destroyers norteamericanos, que tenían la misión de no dejar pasar armamento y municiones para las fuerzas de Sandino.
El licenciado Antonio Mediz Bolio era ministro de México en Costa Rica y Nicaragua cuando desconocióse al gobierno del presidente Moncada y, en octubre de 1928, se transladó a Managua, para comunicar al Gobierno las razones que tenía México para suspender sus relaciones diplomáticas con su Gobierno.
Yo desembarqué en Corinto en los últimos días de abril de 1929 y tomé el ferrocarril para la capital. Toda esa vía de comunicación estaba vigilada por marinos norteamericanos. En la capital se veía también un buen número de marinos que, por su actitud altiva y despótica hacia la población, provocó un buen número de accidentes que ponían en una situación cada vez más difícil al presidente Moncada.
Para el pueblo nicaragüense, el héroe, el sostenedor de la independencia y del honor nacional, era Sandino, y Moncada solamente era el traidor impuesto por los invasores para hacer del país una colonia norteamericana.
Cuando llegué a la capital, pedí una audiencia al ministro de Relaciones Exteriores y le manifesté que llevaba instrucciones de, si era posible, hablar personalmente con el presidente Moncada. El ministro de Relaciones me ofreció solicitar la entrevista y, dos días más tarde, fui recibido por el Presidente en la Casa Presidencial.
Moncada me recibió con gran cortesía y sencillez y me escuchó atentamente cuando le manifesté yo el objeto de mi viaje. Después de guardar silencio por unos instantes, como pensando bien la respuesta, me dijo:
Por más que yo quisiera acceder a los deseos del Gobierno de México, no puedo hacerlo. Las tropas norteamericanas son necesarias aquí para mantener el orden. En cuanto saliera el último marino yanqui, mi Gobierno no tendría posibilidades de sostenerse, de manera que le ruego decir al Gobierno de México que es por una simple cuestión de orden interior, de paz y de seguridad, por lo que no pido yo el retiro de las fuerzas norteamericanas al Gobierno de Washington.
Al día siguiente emprendí el viaje de regreso a San José, Costa Rica, desde donde el ministro, licenciado Mediz Bolio, envió un radio grama cifrado, informando a la Secretaría de Relaciones del resultado de mi misión.
Las relaciones diplomáticas de México con Nicaragua siguieron suspendidas hasta que subió a la Presidencia de este último país el doctor Juan Bautista Sacasa, que había sido ministro de Nicaragua en Washington y que, en el momento de su elección, se encontraba en Guatemala, como refugiado político por haber sido uno de los jefes de la oposición al Gobierno de Moncada.
A causa del tiempo transcurrido y de no conservar yo ningún documento sobre esa misión confidencial que desempeñé en Nicaragua, se me escapan algunos detalles y fechas, pero el fondo del asunto lo recuerdo perfectamente.
Oslo, 31 de octubre de 1939.
Francisco Navarro.
En el informe que reproduzco, el secretario Navarro no expresa que las instrucciones que se le dieron, fueron en el sentido de decir al presidente Moncada, que el plan que se sometía a su consideración, había sido propuesto por mí al Embajador Morrow, y que Sandino se pondría a sus órdenes si Moncada pedía al gobierno la salida de los marinos de ese país.
Cuando transcurridos algunos días, supliqué al Embajador Morrow pasara a las oficinas de la Presidencia para hacerle conocer el sentir del Gobierno de Nicaragua, se limitó a encogerse de hombros, lamentando aquella actitud del presidente Moncada que echaba por tierra nuestros planes y diciéndome que él ya llevaba muy adelantados sus trabajos ante el Departamento de Estado en Washington.
En varias de las entrevistas que relato actuaron como intérpretes el señor Lane, secretario de la Embajada Americana, así como el señor Dawson, tercer secretario, quien tenía un dominio completo del idioma español. Además, el señor licenciado Antonio Mediz Bolio y el señor Francisco Navarro, fueron actores también.
Por otra parte, el doctor Pedro José Zepeda, que vivió en México, donde falleció en el año de 1947, conoció en detalle todos estos puntos.
En el mes de marzo de 1929, sin recordar con precisión el día, el doctor Zepeda solicitó del que escribe una entrevista que inmediatamente le concedí. En ella me manifestó que acababa de llegar de Nicaragua un capitán del Estado Mayor del general Sandino, de nombre José de Paredes, mexicano por nacimiento, que traía una misión confidencial, por lo que me suplicaba recibirlo; pues se encontraba en esos momentos en la antesala presidencial.
Hice pasar al capitán Paredes, quien me entregó una mascada que contenía un recado escrito de puño y letra del patricio nicaragüense, dirigido a mí y que textualmente dice:
El Chipotón, Nicaragua, C.A., 6 de enero de 1929.
Señor Licenciado Emilio Portes Gil, Presidente Provisional de los Estados Unidos Mexicanos.
México, D.F.
Muy señor mío:
En la confianza de que es usted representante del heroico y viril pueblo mexicano, no vacilo en solicitar de su Gobierno la protección necesaria para lograr y tener el alto honor de ser aceptado con mi Estado Mayor en el seno de su ejemplar pueblo.
No es posible manifestar por escrito los trascendentales proyectos que en mi imaginación llevo para garantizar el futuro de nuestra América Latina.
El capitán José de Paredes, portador de la presente, expondrá verbalmente, en parte, a usted, la actual situación política de Nicaragua y nuestros cálculos.
El mismo joven capitán sabrá explicar a usted en qué forma deseamos el apoyo de su Gobierno.
En la esperanza de saludarJo personalmente mediante su valiosa cooperación y anticipándole mi gratitud, tengo el honor de suscribirme de usted atento y seguro servidor.
Patria y Libertad.
A. C. Sandino.
Verbalmente, el mencionado capitán Paredes me expresó estar ampliamente autorizado por su Jefe para exponerme la situación en que se encontraba, que era bien difícil, tanto por la persecución de que venían haciéndolo objeto los invasores norteamericanos, que habían realizado gran concentración de tropas y de aviones, cuanto porque los elementos de guerra se le estaban casi agotando y, sobre todo, porque el propio general Sandino se hallaba seriamente enfermo de un fuerte paludismo que padecía de tiempo atrás. Añadió que, por todas estas razones, su jefe solicitaba la protección del Gobierno de México; que se le acogiera en el territorio nacional en calidad de asilado y que, de ser posible, se le proporcionaran los elementos de guerra necesarios para continuar la lucha en contra de los soldados yanquis.
En debida respuesta, manifesté al enviado del general Sandino, que desde luego -y con todo gusto- el Gobierno de México lo acogería y le brindaría el asilo a que tenía pleno derecho, considerándolo como huésped de honor tan pronto como quedara bajo la protección de la bandera mexicana. Que, en cuanto a los elementos solicitados para continuar la lucha en contra de los americanos, no obstante que el Gobierno y el pueblo de México simpatizaban sinceramente con su gallarda actitud, no podía yo proporcionárselos en atención a que, desde hacía dos años, México mantenía las más cordiales relaciones con los Estados Unidos y no podía ni debía ejecutar ningún acto que significara falta de lealtad hacia aquella cordialidad.
Como el capitán Paredes me preguntara qué condiciones se le ponían a Sandino para acogerlo en el territorio nacional, le contesté que ninguna; que podía residir en México todo el tiempo necesario, en la inteligencia de que el Gobierno costearía sus gastos y que, cuando él deseara salir del país, podría hacerlo con entera libertad.
Diga usted -indiqué al capitán Paredes- al general Sandino que, al salir de Nicaragua, tenga mucho cuidado para evitar una sorpresa. No vaya a ser víctima de un atentado y esté seguro de que, al quedar bajo el amparo de nuestra bandera, disfrutará de libertad y de amplias garantías.
Inmediatamente después llamé al subsecretario de Relaciones, señor Genaro Estrada, y le ordené que se comunicara con nuestro ministro en Costa Rica, licenciado Antonio Mediz Bolio, para que, a su vez, se dirigiera a nuestro representante en Honduras, señor Crisóforo Canseco, a efecto de que, tan pronto como el general Sandino lograra salir del territorio nicaragüense y entrara en Honduras, lo tomara bajo su protección, manifestándolo así al Gobierno de aquel país hermano.
El general Sandino cruzó la frontera de México el día 25 de junio de 1929 y, tanto en Honduras como en El Salvador y en Guatemala, se hicieron en su honor estruendosas manifestaciones populares, alojándose en los edificios de nuestras representaciones diplomáticas; las cuales fueron también objeto de grandes muestras de simpatía.
Como nuestra Embajada en la República de Guatemala pidiera instrucciones respecto de lo que debería hacer ante los deseos del Gobierno Guatemalteco -que pretendía poner una fuerte escolta de policía para resguardar al general Sandino- la Secretaría de Relaciones Exteriores, por instrucciones mías, le indicó que expresara al Gobierno de Guatemala nuestra pena por no aceptar sus buenos oficios, en virtud de que consideraba que el pueblo mismo de aquel país sería el primero en resguardar al patriota nicaragüense.
En esa época se encontraban al frente de las Jefaturas de Operaciones en los Estados de Chiapas, Veracruz y Yucatán, respectivamente, los señores generales José J. Méndez, Miguel M. Acosta y Lucas González, a quienes se dieron instrucciones por la Secretaría de Guerra y Marina, para que se hicieran a Sandino honores de general de división y se le proporcionaran toda clase de elementos para continuar el viaje hasta la ciudad de México.
Es de gran interés una entrevista que, en el mes de junio, celebró conmigo en Palacio el Embajador de los Estados Unidos, señor Morrow, y que tuvo lugar precisamente en los días en que se concedió asilo al general Sandino. En esa entrevista, el señor Morrow se expresó más o menos en los siguientes términos:
Señor presidente, me he tomado la libertad de venir a verlo con objeto de hacerle una pregunta que, quizá, no esté dentro del protocolo diplomático; pero que interesa vivamente a mi Gobierno y para lo cual he recibido las consiguientes instrucciones. Digo que, quizá, lo que me voy a permitir preguntar a usted no esté dentro del protocolo diplomático y por eso pido a usted mis más cumplidas excusas -en la inteligencia de que, si usted estima que no debe contestar a la pregunta referida, no por eso me consideraré lastimado en lo más mínimo.
Como el preámbulo se iba alargando, indiqué al señor Morrow en forma amistosa que podía hacerme cuantas preguntas gustara en el concepto de que yo las contestaría con todo gusto.
Entonces el embajador me dijo:
El departamento de Estado de Washington ha tenido noticias vagas de que el gobierno de México ha acordado conceder a Sandino refugio en este país. ¿Podria usted, señor presidente decirme algo sobre el particular?
Con mucho gusto -contesté-.
En efecto, Sandino ha solicitado del gobierno que presido el derecho de asilo y se lo he concedido. Nuestras legaciones en Costa Rica y Honduras y nuestra embajada en Guatemala tienen instrucciones de protegerlo y de faciliar su viaje a territorio nacional.
Está bien, señor Presidente -respondió Morrow-, le agradezco a usted su amabilidad.
Como yo abrigaba justos temores de que podía cometerse con el general Sandino algún atentado, indiqué al señor Embajador que, a mi vez, le iba a hablar fuera del terreno diplomático.
Desearía -expresé al Embajador- que usted se dirigiera a su Gobierno y le suplicara de mi parte que se instruya debidamente a los jefes de las fuerzas norteamericanas que se encuentran en Nicaragua, y a la policía de su país existente en Costa Rica y Guatemala, acerca de la protección que el Gobierno de México acaba de otorgar al general Sandino, a fin de evitar algún atentado en contra de su persona que, de llegar a consumarse, constituiría un verdadero crimen de que nos harían responsables a usted y a mí.
El señor Morrow me manifestó que desde luego, por teléfono, sugeriría aquella indicación al Departamento de Estado, seguro de que la atendería. En efecto, al día siguiente se presentó en mi oficina uno de los Secretarios de la Embajada Americana para informarme que estaba cumplida la petición que había hecho al Embajador, en favor del general Sandino.
Durante todo el tiempo que permaneció el general Sandino en el territorio nacional, el Gobierno le proporcionó ayuda económica de acuerdo con nuestras posibilidades, la cual servía para atender decorosamente a su sostenimiento y al de su Estado Mayor.
El doctor Pedro José Zepeda, estuvo comunicándose directamente conmigo y, en todas las ocasiones en que pude obsequiar las peticiones -siempre comedidas y prudentes- del general Sandino, las satisfice con agrado.
Yo sentí siempre por el general Sandino una admiración sincera. Desde el año de 1927, en que se hallaba levantado en armas, desempeñando yo el cargo de Gobernador de mi Estado natal, di su nombre a la Biblioteca Pública de Ciudad Victoria, recuerdo que, en cierta ocasión, estuvo en la capital del Estado el Coronel MacNab, agregado militar a la Embajada Americana en México. Al pasar conmigo frente al Teatro Juárez -lugar en que se encontraba la citada biblioteca- se fijó en el nombre; pero sin hacer comentario alguno.
En otra ocasión siendo ya presidente provisional, vino una excursión de distinguidos intelectuales de los Estados Unidos. Entre ellos, Waldo Frank y algunos universitarios de la ciudad de Nueva York. Recibí a los miembros de aquella excursión en el Salón de Embajadores del Palacio Nacional en dondé, como es costumbre entre los americanos, me estuvieron haciendo una serie de preguntas acerca de la situación política, económica y social de México.
Por venir al caso, quiero ocuparme de dos. La primera hecha por un excursionista, cuyo nombre no recuerdo, fue:
- Señor Presidente, ¿qué nos dice usted acerca de la conveniencia de la amistad de Estados Unidos para México?
La amistad de los Estados Unidos -repuse- es sin duda lo que más anhela nuestro pueblo, siempre que esta amistad esté basada en el más estricto respeto a nuestra soberanía. Nosotros, como pueblo débil, hacemos radicar nuestra fuerza en el deber que tenemos de obrar siempre de acuerdo con los principios de rectitud y de moralidad que norman el Derecho Internacional, sin pretender nunca salirnos de esos cánones, precisamente, para tener siempre de nuestra parte la fuerza moral que, como pueblo débil, necesitamos para pedir que se nos respete.
La otra pregunta -hecha por el escritor Waldo Frank, con la salvedad de que, si yo no deseaba contestarla, él no insistiría en la respuesta- fue:
- ¿Qué opina usted de Sandino?
- Que es un patriota, le respondí.
- ¿Puedo publicar esa contestación?
- Queda usted autorizado para hacerlo, repuse.
Ante aquella contestación el grupo norteamericano aplaudió calurosamente.
En efecto, la contestación apareció en gran número de periódicos de la Unión Americana, en los que escribía el señor Frank.
En aquella fecha, Sandino se encontraba en su patria y ni siquiera había hecho gestión alguna para venir a México.
El señor Morrow era un hombre de corazón, todo fineza, muy distinto de como lo pintan sus detractores mexicanos, enemigos del general Calles y del que escribe. Era un diplomático humano, que estudiaba nuestro medio, nuestras necesidades y procuraba ejercer su ministerio respetando los dictados de la moral internacional. Como era hombre que se había cuajado en el ambiente de negocios y de las finanzas de su país -y disfrutaba en él de una situación privilegiada, que le proporcionaba todas las satisfacciones de la vida- su deseo era servir a su pueblo sin provocar odios para el poderío norteamericano. Se empeñaba siempre en demostrar que los Estados Unidos querían la amistad de México, sin presión de ninguna especie, y se esmeraba en probar con su trato el mayor respeto para los funcionarios del Gobierno.
Tal actitud le suscitó grandes dificultades con los latifundistas y petroleros norteamericanos, que hicieron llegar sus quejas al Departamento de Estado. La prensa de los Estados Unidos lo atacó violentamente en ocasiones, haciéndole el cargo de que se había vendido al Gobierno de México. Pueden consultarse los diarios americanos de aquella época y se verá que estoy diciendo la verdad.
Al defender al señor Morrow en la forma que lo hago cumplo con un deber de mexicano y de amigo de él y no vacilo en declarar que hasta aquella época fue el embajador quien mejor entendió su misión, sin dejar de cumplir con sus deberes para con su Patria.
Es mentira -como lo han afirmado algunos de sus detractores- que el señor Morrow se dedicara a hacer negocios en México; ni menos, que adquiriese grandes propiedades rústicas en el Estado de Morelos, en donde sólo poseía una modesta casa solariega, a donde iba a pasar los fines de semana.
El Embajador Morrow acostumbraba siempre estudiar con detenimiento las reclamaciones de súbditos norteamericanos que le encomendaba su Gobierno. En muchas ocasiones, desistía de sus pretensiones cuando se convencía de que estaban fuera de lo debido; y, cuando tenía la razón, procuraba facilitar la discusión hasta obtener una solución satisfactoria y posible dentro de lo que el Gobierno mexicano se hallaba en el deber de hacer.
Entre otros de los muchos casos de que me tocó conocer, recuerdo el de una afectación que hice, en el año de 1927, siendo Gobernador de Tamaulipas, a una hacienda propiedad de un ciudadano norteamericano, señor Reeder. La gresca que se armó por aquella afectación, fue de las más escandalosas. El Gobierno Federal, ante la reclamación que hizo la Embajada americana, comisionó a los señores ingeniero Rubén F. Morales y Mario de Hoyos, de la Nacional Agraria, para que fueran a investigar si aquella resolución del Gobierno de Tamaulipas se había ajustado a los términos de ley y a los tratados respectivos. El propietario elevó protestas injuriosas, que publicó en la prensa, en contra del -según él- arbitrario procedimiento del Ejecutivo local, alegando que se habían dado tierras de sobra, pues el censo era muy inferior al número de los jefes de familia que se decía existían, y manifestando, además, que las tierras estaban abandonadas.
Con los comisionados de la Secretaría de Agricultura fue el señor coronel MacNab. Agregado Militar a la Embajada americana. Las autoridades agrarias de Tamaulipas demostraron que la resolución de dotación provisional se había apegado estrictamente a las leyes de la materia y que era inexacto que se hubiesen dado tierras de sobra, pues se runió a los 117 jefes de familia, y se comprobó que sus parcelas estaban cultivadas.
El coronel MacNab, lo mismo que los ingenieros Morales y De Hoyos, se convencieron de la justificación con que obré al resolver el caso de que me ocupo. En una de las pláticas que tuvo conmigo el primero en Ciudad Victoria, le manifesté que, en mi concepto, la reclamación era injustificada en la forma como trataba de exigirse la indemnización, ya que se habían llenado todos los requisitos legales, por parte de las autoridades agrarias, para llevar a cabo la dotación; pero que, dada la confianza que me inspiraba, le iba a platicar también algo que, desde el punto de vista moral, serviría para que la Embajada normara su proceder.
- El caso del reclamante es curioso -le dije-. Era mayordomo de una de las haciendas de la señora Sara Milmo, hija de don Patricio Milmo, rico hacendado americano oriundo de Nuevo León. Esta dama fue esposa de un señor de apellido Kelly, de quien -después de algunos años de matrimonio- se divorció. Casó más tarde con el reclamante, quedando éste dueño de los grandes intereses de los Milmo de Tamaulipas, valuados en más de dos millones de pesos. Al morir la señora Milmo, Reeder quedó dueño de las propiedades de su esposa, casándose después con una enfermera norteamericana que lo había atendido en Rochester cuando estuvo asilado en ese sanatorio. Al morir el señor Reeder, esta norteamericana quedó dueña de las propiedades y fue quien en forma nada comedida venía haciendo la reclamación al Gobierno de México. En tal virtud, dichas propiedades son de origen netamente mexicano y no creo moral que su reclamación la haga la Embajada en términos tan exigentes, ni, menos, que le dé tanto apoyo como parece brindarle.
Cuando me hice cargo de la Presidencia Provisional, en una de las pláticas que tuvo conmigo el señor Morrow, me trató el caso que comento y me dijo que el coronel MacNab le había hecho conocer la conversación a que acabo de referirme; pero que, para mayores detalles, me agradaría se la reprodujese.
Mi relato no dejó de impresionarJo y, acto continuo, me ofreció transmitir al Departamento de Estado aquellos antecedentes. No conocí el efecto que aquella relación sobre el caso causó en el ánimo de los funcionarios americanos; pero lo cierto es que, desde aquel día, cobró el asunto menos interés y la Embajada no siguió tramitando dicha reclamación en la forma tan activa en que lo había hecho anteriormente.
Es incuestionable que la actuación del Embajador Morrow influyó grandemente para fomentar las relaciones amistosas con los Estados Unidos de Norteamérica. México, como vecino de ese gran país, no puede ni debe adoptar nunca actitudes inconsecuentes de hostilidad hacia el pueblo norteamericano. La política que nuestros gobiernos deben seguir es la de una digna amistad con el Gobierno de Washington, salvando, naturalmente, el decoro que como país soberano nos corresponde; pero tratando todos los asuntos que conciernen a ambas naciones con la rectitud y sinceridad necesarias para hacer que se nos respete.
Afortunadamente, la actuación iniciada por el Embajador Morrow tuvo un continuador entusiasta en el Embajador, señor Josephus Daniels, quien -percatado de la necesidad de una verdadera colaboración entre nuestro Gobierno y el de su país- supo ejercer sus funciones con un alto sentido de responsabilidad como representante del pueblo más poderoso de la tierra.
En el mes de enero de 1930, el general Sandino me comunicó, por conducto del doctor Zepeda, sus deseos de venir a la capital. Esto sucedió poco antes de entregar el Poder al señor ingeniero Ortiz Rubio.
En la entrevista que celebró conmigo el general Sandino me expresó no tener confianza alguna en la nueva administración y me comunicó sus propósitos de salir de México a la mayor brevedad posible.
Procuré calmarlo, haciéndole ver que no tenía motivos de desconfianza para el presidente Ortiz Rubio; pero, como precisamente dos o tres días después de la toma de posesión, fue aprehendido por la policía un hermano suyo, lo cual lo indignó mucho, ocurrió a verme a la Sría. de Gobernación, para reiterarme sus deseos de salir cuanto antes del territorio nacional. Poco después se internó nuevamente en Nicaragua.
Así terminó el asilo que el Gobierno de 1929 brindó al abnegado nicaragüense Augusto César Sandino, quien algunos años después pagó con su vida su heroica actitud.
Personalmente, Sandino era un hombre todo energía; todo valor, todo desinterés. Pequeño y raquítico de cuerpo, pero grande de espíritu; sus sueños eran amplios como los de todo visionario hispanoamericano. Quería redimir a su patria y pensaba en unir a todas las Repúblicas del Centro y del Sur del continente, en un fuerte bloque que sirviera de valladar a la amenaza de una absorción extranjera.
¡Sueño grande, sin duda, pero difícil de realizar! Sin embargo, Sandino demostró, con el sacrificio de cinco años de lucha cruenta, que su ideal era sincero, noble, generoso, en grado sumo. Cuando cayó, acribillado por las balas, quedó definitivamente consagrado por la historia, como un patriota sin tacha, que ofrendó su vida en aras de un pueblo que, para su desventura, no supo comprenderlo.