AUTOBIOGRAFÍA DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA
Emilio Portes Gil
CAPÍTULO NOVENO
EL BREVE PERIODO PRESIDENCIAL DEL SR. INGENIERO PASCUAL ORTÍZ RUBIO
PERIODO PRESIDENCIAL DEL SR. ING. PASCUAL ORTÍZ RUBIO
(PRIMERA PARTE)
Atentado en contra del presidente. Consejo de ministros en que se trató la cuetsión agraria. Acusaciones injustificadas en contra del autor. Continuas crisis ministeriales. Mi nombramiento como presidente del P.N.R. Mi renuncia como presidente del P.N.R. Entrevistas que tuvo conmigo el General Brigadier Benito García Contreras, jefe del Estado Mayor del general Eulogio Ortíz, jefe de las Operaciones militares del Valle de México, ratificada posteriormente por el general Ortíz. Plática con Riva Palacio.
En el Estadio Nacional y ante más de 60,000 personas, el 5 de febrero de 1930 rindió la protesta de ley como presidente de la República, el señor Ing. don Pascual Ortiz Rubio.
La salida de Palacio para el Estadio se efectuó a las once de la mañana. En el automóvil presidencial íbamos, en el asiento posterior, el señor Ing. Ortiz Rubio y el que esto escribe, y, en los asientos delanteros, los diputados Gonzalo N. Santos y Pedro C. Rodríguez. Nada anormal ocurrió en el recorrido de Palacio al Estadio, ni del Estadio a Palacio, a donde volvimos cerca de las trece horas.
En el acto de protesta, el nuevo presidente leyó un discurso con los lineamientos generales del programa que se proponía seguir como jefe del Poder Ejecutivo. Era la segunda vez que un presidente se dirigía a la Nación en los momentos de tomar posesión de su alto cargo.
El gabinete del presidente Ortiz Rubio quedó integrado de la siguiente manera:
Gobernación, licenciado Emilio Portes Gil;
Relaciones, señor licenciado Genaro Estrada;
Hacienda, señor Luis Montes de Oca;
Guerra, Gral. Joaquín Amaro;
Agricultura y Fomento, Gral. Manuel Pérez Treviño;
Comunicaciones, Gral. Juan Andrew Almazán;
Industria y Comercio, Ing. Luis L. León;
Educación Pública, licenciado Aarón Sáenz;
secretario particular, coronel Eduardo Hernández Cházaro;
jefe del Estado Mayor, general Agustín Mora.
Momentos después de la protesta de los nuevos ministros me despedí del señor presidente Ortiz Rubio, dirigiéndome en compañía de mi madre y de mi esposa, al Bosque de Chapultepec con objeto de descansar de las fatigas del día. En los momentos en que nos paseábamos por la gran avenida, vi que el general Juan José Ríos, que venía en automóvil, en sentido contrario al nuestro, me hacía señas para que me detuviera. El general Ríos me informó que el señor presidente Ortiz Rubio había sido víctima de un atentado al salir del Palacio Nacional y que se encontraba en el Hospital de la Cruz Roja, en las calles de San Jerónimo, a cuyo lugar me trasladé inmediatamente.
El mismo día del atentado, dirigí una circular a los gobernadores de los Estados, cuyo texto es el siguiente:
Al hacerme cargo de la Secretaría de Estado y del Despacho de Gobernación, por la honrosa designación que de mi persona hizo el señor presidente de la República, ingeniero don Pascual Ortiz Rubio, creo de mi deber dirigirme a la Nación para darle cuenta del salvaje y bochornoso atentado cometido por un individuo de nombre Daniel Flores, quien en los momentos en que el primer magistrado (13:40 de ayer) en unión de su familia salía del Palacio Nacional para dirigirse a su domicilio, después de la solemne ceremonia de la protesta en el Estadio, hizo seis disparos de revólver, habiendo resultado heridos el jefe del Poder Ejecutivo, su señora esposa doña Josefina Ortiz de Ortiz Rubio, su sobrina, la señorita María Roch y el chofer que manejaba el automóvil.
Por fortuna, las lesiones, que pudieron haber sido gravísimas por las partes delicadas que afectaron, no son de fatales consecuencias y tanto el señor presidente de la República, como su señora esposa y demás personas lesionadas, fueron atendidos con toda eficacia en el hospital de la Cruz Roja, encontrándose fuera de todo peligro.
El criminal fue aprehendido y consignado al procurador general de la República, para las investigaciones conducentes.
Este hecho incalificable revela a las claras que existen elementos morbosos que no omiten medio alguno, por reprobable que sea, para llevar al país al caos y a la ruina. Mientras las autoridades judiciales descubren la trama de este atentado, debo manifestar, que el Gobierno revolucionario, firme en sus propósitos de hacer cumplir los principios del movimiento social mexicano, se enfrentará a cualquier situación que se presente y sabrá castigar con energía todos los intentos criminales de esa naturaleza. Puede, pues la Nación, estar tranquila, teniendo la seguridad de que lo único que han conseguido quienes fraguaron el asesinato, que estuvo a punto de causar la muerte del primer magistrado de la Nación y de sus familiares, es hacer más despreciable su causa ante la opinión pública del país, con lo cual, el Gobierno revolucionario se ha fortalecido ampliamente.
Mi nombramiento como secretario de Gobernación, lo hizo el señor ingeniero' Ortiz Rubio, no obstante mi deseo de no aceptar puesto alguno en su gabinete, pues tenía el propósito de salir por algún tiempo al extranjero, para lo cual le había pedido impartirme alguna ayuda oficial, ya que personalmente no podía costear el viaje. Insistió el ingeniero Ortiz Rubio en que me quedara, y hube de acceder.
Desde antes de la toma de posesión del presidente venía yo siendo víctima de ataques por parte de algunos de sus íntimos.
No obstante esto, seguía asumiendo una actitud serena. El propósito de no convertirme en un factor de discordia y de servir con toda lealtad al gobierno de la República, continuaba siendo la norma de mi conducta. Con hechos evidentes, no con actitudes palaciegas, probé al señor ingeniero Ortiz Rubio, que mi colaboración tenía todos los caracteres de la más absoluta adhesión y estaba inspirada en el más sano patriotismo.
Tal actitud de lealtad la hacía patente en todas las ocasiones; pero, especialmente, en los consejos de ministros en que se discutieron problemas de interés nacional. Sobre todo en los dos primeros, que se celebraron en el Castillo de Chapultepec los días 20 de marzo y 25 de abril de 1930.
Ahora bien, en el primer Consejo se planteó una cuestión por demás inconveniente y que estaba en pugna con el programa de la Revolución. La suspensión de la Reforma Agraria planteada por el general Plutarco Elías Calles, en los siguientes términos: ¿Procede seguir el reparto de tierras en la forma en que se ha venido haciendo desde el año de 1920? ¿Hasta cuándo va a terminar este problema?
El primero en hacer uso de la palabra fue el general Calles. Su intervención, de tono sereno y mesurado, constituyó una tremenda requisitoria contra todo lo que hasta esa fecha se había hecho en favor de los campesinos. La crítica a lo que él llamaba desbarajuste en la cuestión agraria fue severa, habiendo terminado su exposición con la tesis de que era necesario dar fin a la repartición de tierras que tanto mal estaba causando a la economía nacional. La opinión del general Calles me causó una profunda amargura porque -desde aquel momento- consideré que el hombre estaba definitivamente perdido para la Revolución. Al terminar su exposición el ambiente que dominó en el consejo fue de sorpresa, para algunos, y de alegría no ocultada para otros de los ministros.
Tras breves instantes de silencio, solicité la venia del presidente para hacer uso de la palabra y, con el mayor comedimiento, expuse que en mi concepto; no cabía discutir aquella cuestión, toda vez que la Constitución y el programa de la Revolución, imponían al gobierno el deber ineludible de continuar, hasta su terminación, la repartición de tierras a los campesinos. Dirigiéndome al presidente Ortiz Rubio, le manifesté, que dar un paso atrás en aquella cuestión equivaldría a desprestigiar, desde su iniciaCión; a la administración que presidía. En tal virtud, añadí, que él debía seguir resolviendo aquel problema con máyor intensidad aúnque sus antecesores y que, si había algo que censurar pór visibles fracasos, tal censura debería enderezarse en contra de los hombres encargados de ejecutar las resoluciones; pero de ningún modo en contra del problema mismo, que hacía muchos años existía en México.
A la interpretación que me hiciera el secretario de Hacienda, Montes de Oca, para que expusiera mi opinión, acerca del número de pueblos que faltaban por dotar, contesté que según estadísticas formadas hasta esa fecha, faltaban por recibir tierras de 15 a 20 mil pueblos. (La población de la República era entonces de 15.000,000 de habitantes).
Volvió a hacer uso de la palabra el señor general Calles, y en tono un poco violento, manifestó que los argumentos que yo había expuesto eran totalmente improcedentes. Que lo dicho por mí era demagógico y que de seguir como veníamos resolviendo la cuestión agraria, pronto llegaríamos al desastre económico con grave perjuicio para la Nación.
La tesis del señor general Calles fue apoyada por el secretario de Hacienda, Luis Montes de Oca y por el Dr. Puig Casauranc. Los argumentos esgrimidos fueron los de siempre: Es necesario dar garantías al capital. La economía nacional, para consolidarse, necesita orden. Es indispensable poner un hasta aquí a la desconfianza que ya se siente en el país.
El ingeniero Luis L. León, secretario de Industria, Comercio y Trabajo, y el general Manuel Pérez Treviño, secretario de Agricultura, expresaron sólidos argumentos en apoyo de lo que yo había expuesto. El señor presidente Ortiz Rubio se limitó a glosar lo tratado en el consejo y nada se resolvió en definitiva.
En la segunda reunión siguió tratándose el mismo asunto. Pero en realidad; con un criterio que estaba más de acuerdo con lo que yo había manifestado. Al general Calles no dejó de causarle serio disgusto lo dicho por mí, y, en pláticas con sus íntimos, censuraba mi radicalismo, en forma irónica.
Me parece que, al exponer mi verdadero sentir, obré con la lealtad con que debe hacerlo todo colaborador que se precie de tal.
Como mi consejo no fue tomado en consideración por el presidente, quien, desde aquel momento, comenzó a ceder a la influencia de los representantes de los latifundistas, el resultado inmediato fue la desconfianza que los campesinos sintieron hacia el gobierno, el cual, en forma medrosa y vacilante, despachaba sus expedientes agrarios. Fue entonces cuando se inició en la Comisión Nacional Agraria el más escandaloso comercio de tierras, dándose el caso de que el mismo Senado de la República pidiera la destitución del oficial mayor de dicho organismo, ingeniero Elpidio Rodríguez.
Creo sinceramente que, si el ingeniero Ortiz Rubio se hubiese sustraído, desde aquel día, a la influencia perniciosa de algunos de sus ministros, Montes de Oca y Puig Casauranc, otra hubiera sido su suerte como primer magistrado de la Nación y, quienes después lo desplazaron del cargo, no se hubieran atrevido a hacerlo si el gobierno hubiera contado con la franca simpatía y el apoyo de los campesinos de la República.
A este respecto recuerdo una plática tenida con el general Calles, en presencia del señor ingeniero Marte R. Gómez, secretario de Agricultura y del coronel José María Tapia, jefe del Estado Mayor Presidencial, cuando estalló la rebelión escobarista, en una de las veladas a que nos obligó aquella lucha, en el Castillo de Chapultepec. La voltereta de los jefes de operaciones se hacía incontenible, y en un instante de verdadero desaliento, el secretario de Guerra exclamó: ¿Qué haremos si sigue la traición de los generales con mando de fuerzas? A lo que repliqué de inmediato: No creo que todo el ejército nos dé la espalda, pues considero que hay jefes pundonorosos que permanecerán fieles; pero si todos ellos se nos voltean, querrá decir que todo el ejército está corrompido. Sin embargo, aún así, ganaremos la pelea, ya que tengo en mi poder mensajes en que consta que más de 400,000 campesinos están pidiendo armas, para combatir a los rebeldes y se hallan dispuestos a exponer su vida para salvar las instituciones. Ya en Tamaulipas, los agraristas están guarneciendo las poblaciones de Nuevo Laredo, Matamoros, Victoria y otras, por haber salido las fuerzas federales a combatir a los rebeldes. Nos iremos al Estado de Hidalgo, donde el gobernador Matías Rodríguez tiene 10,000 agraristas con armas que yo le mandé; seguiremos a San Luis Potosí, donde se encuentra el general Cedillo con 15,000 campesinos armados; de ahí seguiremos a Tamaulipas, en donde tendremos gente para formar un nuevo ejército que substituya al actual. Aquella contestación reconfortó al general Calles, quien se portó durante toda la campaña, justo es decirlo, como un soldado valiente, leal y patriota.
Como la crisis política se hacía cada vez más intensa, debido a los ataques de que era víctima el presidente Ortiz Rubio, por su indecisión para resolver los problemas sociales, me pidió que me hiciera cargo de la presidencia del Partido Nacional Revolucionario, a fin de orientar, en la mejor forma posible las actividades políticas, sociales y culturales de dicha organización. De la presidencia de dicho partido me hice cargo el día 22 de abril.
Las intrigas de que era yo víctima todos los días por las personas allegadas al presidente, se multiplicaban, y tales personas sugirieron a Morones, líder principal de la C.R.O.M. y del Partido Laborista Mexicano, que inventara una patraña más, y en la sesión que celebró el Partido Laborista Mexicano, el día 9 del mismo mes, me hizo la acusación de que, siendo aún presidente provisional, había mandado empleados de la Secretaría de Gobernación a Los Angeles, con el propósito de atentar contra la vida del señor ingeniero Ortiz Rubio, entonces candidato presidencial.
En esta nueva calumnia se mezclaban a mi nombre los de los señores general Saturnino Cedillo, ingeniero Marte R. Gómez, diputado Gonzalo N. Santos y el cónsul de México en dicha ciudad.
Esta acusación también había sido auspiciada en las esferas oficiales cercanas al presidente Ortiz Rubio, inclusive se llegó a creer en la existencia de un complot; pues, desde hacía varias semanas, había sido comisionado por el gobierno para efectuar una minuciosa investigación en California, el coronel Javier Ordóñez, quien desde hacía tiempo se hallaba en dicha población; el coronel Ordóñez cumplió las instrucciones que había recibido, y, no encontrando nada serio, lo informó así a la presidencia; pero se inventaron diversas patrañas seguramente porque a toda costa era necesario encontrar algún fundamento a fin de justificar a Morones en la inculpación que ya había hecho pública y que, en privado venían propalando los amigos íntimos del presidente, encabezados por el coronel Hernández Cházaro, su secretario particular.
Con motivo de tan peregrina acusación creí conveniente dirigirme al presidente Ortiz Rubio, pidiéndole que ordenara una investigación; pues, siendo su colaborador, no podría yo permitir que se dudase de mi lealtad hacia él.
Tal pedimento lo hice público en la prensa de la capital, el 10 de junio de 1930, en carta que dirigí al señor ingeniero Ortiz Rubio, presidente constitucional, y a los señores Genaro Estrada y Carlos Riva Palacio, y que textualmente dice:
En un periódico, correspondiente al día de hoy, aparecen unas declaraciones hechas por el señor Luis N. Morones, en las cuales me lanza una acusación que considero de gravedad, y es la de que, cuando desempeñé el gobierno interino de la República, dirigí un complot contra la vida de usted, aprovechando, como dice el mismo señor Morones, elementos comunistas de la Secretaría de Gobernación.
Esta acusación, aunque grave por sí -porque envuelve un cargo injustificado a mi vida pública- la considero sin importancia alguna en el fondo, pues entraña una calumnia nacida al calor del despecho mal reprimido; pero me pone en el caso de suplicar a usted, de la manera más atenta, se sirva tomar todos los datos que a este respecto puedan encontrarse en las Secretarías de Gobernación y de Relaciones Exteriores, en donde dice el mencionado señor Morones que existen los comprobantes correspondientes.
Tanto la Secretaría de Gobernación, como la de Relaciones Exteriores, se hallan desempeñadas actualmente por revolucionarios destacados, de la absoluta confianza de usted, y ellos seguramente estarán en la mejor situación para hacer las averiguaciones oportunas, porque, a toda costa, deseo demostrar a mi gratuito calumniador la falsedad de su aseveración.
De la carta preinserta remití copia a los señores don Genaro Estrada, secretario de Relaciones Exteriores, y don Carlos Riva Palacio, secretario de Gobernación, con la súplica de que se hiciera alguna investigación respecto de lo aseverado por el señor Morones.
Tanto el ingeniero Ortiz Rubio, como los señores Riva Palacio y Genaro Estrada contestaron mi carta en los términos que a continuación inserto:
Señor licenciado don Emilio Portes Gil, presidente del Partido Nacional Revolucionario.
Presente.
Muy estimado y fino amigo:
Doy contestación a su carta del 9 del actual, manifestándole que, por el conocimiento que tengo de usted, no puedo dar crédito a la acusación que le ha hecho el señor Morones en forma pública -y que seguramente procede de datos falsos que le han dado a dicho señor. Tanto el ciudadano secretario de Gobernación como el de Relaciones me han informado de que no existe antecedente alguno en sus oficinas que puedan dar luz a lo asentado por el señor Morones. Aprovecho la oportunidad para confirmarle mi estimación y aprecio.
(Firmado).
P. Ortiz Rubio.
Señor licenciado don Emilio Portes Gil, presidente del Partido Nacional Revolucionario.
Presente.
Muy estimado amigo:
Acuso recibo de su grata fechada el 9 de los corrientes, con la que se sirve usted acompañarme una copia de la carta que dirigió usted al señor presidente de la República. Agradezco a usted muy sinceramente su atención y debo decirle que en esta Secretaría no existe ningún dato que pudiera acusar que fueron enviados, en la época a que se refiere el señor Morones, ningunos agentes de Gubernación.
Aprovecho esta oportunidad para saludarlo y repetirme como su afmo. amigo atto y S. S.
(Firmado).
C. Riva Palacio.
Secretaría de Relaciones Exteriores.
10 de junio de 1930.
Señor licenciado don Emilio Portes Gil presidente del Partido Nacional Revolucionario.
Muy estimado y fino amigo:
Con la atenta carta de usted número 263, de ayer, recibí la copia de la que se sirvió dirigir al señor presidente de la República, relacionado con las declaraciones del señor don Luis N. Morones, que aparecieron publicadas el día nueve del corriente.
Doy a usted cumplidas gracias por la atención que ha tenido al enviarme la copia y, como en ésta se refiere a afirmaciones que aseguran que el Consulado de México en Los Angeles -que es dependencia de esta Secretaría-, tuvo conocimiento el año anterior de que personas enviadas por usted desde lá Secretaría de Gobernación dirigieron un complot para atentar contra la vida del señor presidente Ortiz Rubio, y que el mismo Consulado solicitó de los periódicos que no publicaran los nombres de los aprehendidos, porque éstos portaban credenciales de la Secretaría de Gobernación, es de mi deber manifestar a usted, desde luego que como es la verdad, nunca la Secretaría de Relaciones a mi cargo tuvo conocimiento de dicho complot, ni de la presencia de los comisionados de la Secretaría de Gobernación en Los Angeles, como tampoco el Consulado en aquella ciudad tuvo conocimiento de tales hechos, ni menos pudo intervenir en ellos.
Aprovecho esta ocasión para saludar a usted afectuosamente y repetirme como siempre, atento amigo y seguro servidor.
(Firmado).
Genaro Estrada.
El 13 del propio mes de junio, hice a la prensa las siguientes declaraciones:
No había querido expresar nada respecto a los violentos ataques que el señor Morones me dirige y los cuales se publicaron en uno de los periódicos de la capital el lunes 9 de los corrientes, sino hasta poseer los datos necesarios para demostrar lo calumnioso de los conceptos vertidos por dicho señor. Considero que, con la publicación que se ha hecho -tanto de la información del Departamento de Estado Americano, del Departamento de Policía de Los Angeles, y del Cónsul de México en dicha ciudad, que vieron la luz en la prensa de la ciudad de México el día 11 de este propio mes- como de las cartas del señor presidente de la República y de los señores secretarios de Relaciones y de Gobernación, que de manera categórica desmienten la existencia de complot alguno para atentar contra la vida del presidente electo, ingeniero Ortiz Rubio, en los días a que se refirió el señor Morones, complot en que pudieran haber estado inmiscuidos funcionarios y empleados dependientes del Gobierno provisional, quedará la opinión pública del país enteramente satisfecha de mi actuación como jefe del Ejecutivo en aquel entonces, que en un momento de despecho pretende mancillar el señor Morones.
Respetuoso de las responsabilidades que contraje durante el tiempo en que desempeñé aquel alto cargo, he creído de mi deber dar una amplia satisfacción a la República, y dejo a la opinión del país que coloque a dicha persona en el lugar que le corresponde, reservándome yo, por lo pronto, el derecho de señalar a dicho señor Morones, ante el país, como un vil calumniador.
Debo advertir, sin embargo, que ésta será la única ocasión en que yo haya tomado en consideración los desahogos del señor Morones; lo hice sólo por el respeto que me merecen la opinión nacional y el señor presidente de la República.
Pero, una vez que quedaron exhibidos los procedimientos infames del calumniador, no me creeré ya en el deber de tomar en cuenta los actos de un individuo como él, ayuno de la menor noción de ética.
A pesar de todos sus fracasos, el señor Morones continuó cada vez con mayor saña en sus acusaciones. A los ya innumerables cargos agregó otros, en que me hacía responsable de estar fomentando el comunismo en México y en los Estados Unidos. Aprovechándose de un viaje que realicé, en el mes de julio, a la ciudad de La Habana, me lanzó el de que tenía por objeto provocar en Cuba movimientos subversivos de carácter comunista, en contra del gobierno del presidente Machado.
En fin, llegó a tal grado el señor Morones, que ya nadie hacía caso de sus discursos. Ni yo volví a ocuparme de ellos, hasta que regresé a México en los primeros días del mes de agosto, en que, con motivo de una manifestación que hizo en mi honor el Partido Nacional Revolucionario que yo presidía, pronuncié el discurso que a continuación inserto. En él di respuesta a todos los ataques calumniosos que me dirigió el líder del Partido Laborista Mexicano.
El discurso dice así:
Después del triunfo sin precedente obtenido por el Partido Nacional Revolucionario en toda la República en los pasados comicios de diputados y senadores, y resuelto el problema político de las Cámaras, el Partido Nacional Revolucionario se prepara para desarrollar con todo vigor y entusiasmo el programa social, económico y de organización que le imponen sus estatutos. Este es, pues, un instante de trabajo.
El Partido Nacional Revolucionario tiene una bellísima oportunidad para demostrar a la Nación que el plan en que deberá cimentarse la nueva política nacional no es el de antaño; que es indispensable que los procedimientos y las actuaciones cambien, si queremos que el país se prepare para la verdadera función democrática llevando a todas las conciencias la necesidad imperiosa, que existe de imprimir modalidades serias a la política nacional para que en ella se interesen las colectividades todas. Es indispensable, pues, que los hombres se inspiren en verdaderas tendencias de mejoramiento humano y hacer que, de hoy en adelante, desaparezcan los líderes prevaricadores que han llevado a las multitudes al fracaso y a la ruina.
Estamos en la obligación de demostrar a la República que lo que pregonamos lo llevaremos a la realidad, rápidamente. A las organizaciones obreras y campesinas, que en pasadas épocas han sido utilizadas por algunos malos elementos sólo para saciar apetitos y ambiciones bastardas, las invitamos para que -haciendo un esfuerzo de conjunto- encaucen sus destinos por nuevos senderos de liberación y de democracia y prescindan de los malos directores que las han llevado al fracaso, exigiendo en lo futuro a sus líderes, rectitud, moralidad y honradez, para el logro efectivo de sus aspiraciones. Es tiempo de reflexionar hondamente sobre los serios problemas nacionales que el actual Gobierno tiene a su cargo y colaborar con toda sinceridad para la mejor resolución de esos problemas. Esa será, pues, nuestra actitud futura y no perderemos nuestro tiempo en discusiones personalistas que nada interesan a la colectividad.
Deseo aprovechar esta oportunidad para desmentir algunas especies calumniosas lanzadas por mis enemigos. Se ha querido hacer aparecer al Partido Nacional Revolucionario como enemigo de alguna organización obrera, y esto es absolutamente falso. El Partido Nacional Revolucionario, como organización afín con la inmensa mayoría de los obreros y campesinos del país, no puede ni debe ser enemigo de ninguna organización proletaria, ya que su deber es el de constituirse en el defensor más convencido de los intereses del proletariado nacional. El Partido Nacional Revolucionario es enemigo, sí, de los líderes explotadores que se encumbraron a costa del sudor y de la sangre de los trabajadores mexicanos, para derrochar los grandes intereses que acapararon a la sombra de la Revolución. En este sentido, el Partido Nacional Revolucionario señalará con índice de fuego a esos líderes mal llamados apóstoles del obrerismo nacional, que se enriquecieron con la explotación de los negocios públicos.
Yo no sé por qué a algunos de mis enemigos les ha preocupado mi regreso. Si ellos dicen tener el control de grandes organizaciones obreras, ¿Por qué temen el regreso de uno a quien ellos califican como cadáver político? Yo no traigo bandera de odio ni de agitación innoble; vengo con las mejores intenciones para pregonar la necesidad de que toda la Nación se unifique para colaborar con el Gobierno de la Revolución. ¿Por qué esos enemigos, que todos los días están dando a la prensa oportunidad para el escándalo, no se ponen a trabajar seriamente en bien de los obreros que dicen representar, sin perder el tiempo en la campaña de calumnias y de intrigas que a ellos más que a nadie ha perjudicado grandemente? La discusión personalista no interesa para nada a la Nación; pues es con el trabajo constructivo y serio como se demuestra la buena intención hacia las organizaciones de trabajadores.
Yo creo que el temor que tienen esos enemigos por mi regreso y que los ha llevado hasta esgrimir las más innobles de las armas, no es tanto porque teman a Portes Gil, que muy poco o nada significa en la política nacional. No; a quien temen es a este conglomerado de hombres organizados en toda la República, que en menos de un año ha podido triunfar en dos grandes elecciones y que, no obstante la agitación política que ha habido en el país, está llevando al terreno de los hechos la realización social en beneficio de las masas proletarias. Ellos saben que tuvieron mejores oportunidades para haber desarrollado un programa semejante, y que no las supieron aprovechar debidamente porque su ambición no les permitió interpretar con nobleza los postulados del movimiento social mexicano, aún faltando a la lealtad que debieron guardar para el hombre que les dio esas oportunidades.
Otro cargo que quiero desmentir es el que hace algunos días lanzó al Partido Nacional Revolucionario el líder máximo del claudicante Partido Laborista, diciendo que, por culpa nuestra, no se ha expedido el Código de Trabajo. La Nación sabe que esa es una falsedad. Con satisfacción puedo declarar ante todos que el único proyecto serio, meditado, ampliamente discutido y que envuelve todos los beneficios que consigna la Constitución de 17 para las clases trabajadoras y campesinas, es el que presentó el que habla, en su carácter de presidente Provisional, a las Cámaras de la Unión y que el pequeño grupo laborista se empeñó en atacar, sin aducir ninguna argumentación serena. Esto, que constituye una de mis mayores satisfacciones, contrasta con la inactividad criminal que tuvieron los líderes a que me refiero, durante el tiempo en que ejercieron influencia dentro del Gobierno, y que jamás se preocuparon por hacer un estudio serio sobre la reglamentación del trabajo; no obstante que se jactan en pregonar que, dentro de sus filas, militan gentes capaces para haber llevado a cabo esta labor.
Voy a aprovechar esta ocasión para hacer a los falsos líderes a que me refiero, tres preguntas que interesan sobremanera a los trabajadores de la República, siendo éste sólo el motivo para formularlas:
I. ¿Qué han hecho estos señores de los dineros que se colectaron para el vuelo alrededor del mundo que iba a emprender uno de los aviadores mexicanos y cuya cantidad asciende a algunos cientos de miles de pesos?
II. ¿Qué han hecho de los fondos con que se proyectó fundar el Banco de la CROM y que no sabemos todavía a dónde han ido a parar, porque a la fecha no existe ningún banco, a pesar de que se les proporcionó el dinero para establecer esa institución?
III. ¿Qué han hecho con los miles de pesos que los directores de la CROM colectaron entre los sufridos obreros y campesinos del país, para construir el edificio de que tanto alardearon?
Estas tres preguntas -que formulan los trabajadores de México por mi conducto- yo las planteo para que las contesten dignamente, porque es tiempo ya de que no sólo ante las organizaciones que todavía les permanecen aliadas respondan de sus actos, sino también ante la Nación entera que los ha soportado durante más de diez años, con todas sus inmoralidades y concupiscencias.
Ya sabemos, compañeros, que mañana o pasado, vendrá la repetición del mismo disco, la repetición de la calumnia y de la intriga que me acusa a mí de asesinato. ¡A mí, que con orgullo puedo proclamar ante la Nación que jamás me he manchado las manos de sangre y de dinero! En cambio, ellos sí sembraron el ambiente de asesinato durante la campaña política del general Obregón. Ellos, ante la conciencia nacional, tienen una gran responsabilidad en el asesinato de Obregón, ya que podemos declarar que, en el discurso que pronunció Luis Morones el 30 de abril de 1928 en el Teatro Hidalgo de Orizaba, se alentó el espíritu que movió la mano artera de León Toral para segar aquella grandiosa vida de la Revolución y de la Patria. Ellos sí contribuyeron a formar el ambiente de crimen que se respiraba en aquellos trágicos días de julio de 1928 y continúan esparciendo ideas de odio y de tragedia en la actualidad, intentando con esto hacer flaquear los espíritus, creyendo que así volverán a recuperar una situación que perdieron para siempre. Ellos sueñan en un imposible; creen que su fracaso se debió a causas que pueden prevenirse, sin pensar que su caida se debió a su conducta innoble, y que fue el peso del cadáver del general Obregón el que los hundió definitivamente.
Pero no hay que hacer caso de la acometida de esos señores. El Partido Nacional Revolucionario seguirá trabajando en la organización del proletariado nacional; no a base de agitación y de sectarismo, que provocan la división de clases, sino a base de lealtad y de buena fe y siempre invitando a los obreros y campesinos del país para que se unifiquen si quieren salvar los intereses del proletariado nacional.
Ya para fines del mes de julio, mi situación dentro del gobierno del presidente Ortiz Rubio era insostenible. El ataque continuado y furioso de los íntimos del jefe del Ejecutivo y la acción enconada de los amigos del general Calles (Riva Palacio, Morones, Puig Casauranc, Montes de Oca y algunos más) a quienes el propio general Calles desautorizaba con frecuencia, hacían ya imposible mi actuación.
Esta situación crítica se agravó con motivo de los asesinatos de algunos vasconcelistas, ordenados por el secretario particular del presidente y ejecutados por oficiales de la Guarnición de la Plaza, asesinatos cometidos en Topilejo. Con motivo de tales asesinatos reiteré al presidente Ortiz Rubio mi súplica para que aceptara mi renuncia como presidente del Partido Nacional Revolucionario, renuncia que hacía dos meses había presentado, y como a pesar de mi súplica no se daba trámite a mi solicitud, publiqué la renuncia en todos los diarios de la capital, la cual causó expectación, saliendo del país a fines del mes de agosto de 1931. Pocos meses después, ya encontrándome en Europa, el señor presidente Ortiz Rubio me invitó para que aceptara la representación del gobierno, como ministro plenipotenciario de México en Francia, en substitución del señor ingeniero Alberto J. Pani, que había pasado como embajador a la República Española, designación que acepté desde luego.
Las constantes crisis provocadas por renuncias y nombramientos durante el período del señor presidente Ortiz Rubio y dificultades graves surgidas entre éste, sus amigos, el general Calles y algunos de sus partidarios, dieron por resultado que el día 2 de septiembre de 1932, el señor presidente Ortiz Rubio, presentara la renuncia al alto cargo ante el Congreso de la Unión, renuncia que fue aceptada por unanimidad.
El balance que podemos hacer de la gestión del señor Ing. Ortiz Rubio, es el siguiente:
Se promulgó el Código de Trabajo, cuyo proyecto había yo mandado al Congreso en el mes de mayo de 1929, pero que no había llegado a aprobarse.
Se continuaron las carreteras iniciadas durante el gobierno del general Calles, la Reforma Agraria se siguió sin el entusiasmo de los anteriores gobiernos, dándose también impulso al Comité Nacional de Protección a la Infancia.
Fue entonces cuando se adoptó la Doctrina Estrada.
Semanas antes de presentar su renuncia el presidente Ortiz Rubio, la situación del país era inquietante. Se decía, lo cual era cierto, que el general Calles y sus amigos trataban de obligar al presidente a presentar su renuncia. Se decía que el general Amaro y otros distinguidos jefes militares se oponían a la salida del jefe del Ejecutivo.
Un acontecimiento que causó gran sensación en la República, fue la conferencia que en el mes de noviembre de 1930, con motivo del XX aniversario de la revolución maderista, organizó el director de la Biblioteca Nacional, señor Enrique Fernández Ledesma. Tomaron parte en ese acto los señores licenciados don Luis Cabrera, don Hilario Medina, don Antonio Díaz Soto y Gama, don Luis Manuel Rojas, don Juan Sánchez Azcona, don Isidro Fabela, los ingenieros Félix F. Palavicini y Pastor Rouaix, y el embajador de Cuba, don Manuel Márquez Sterling.
Luis Cabrera hizo una crítica severa de todas las fallas que se venían cometiendo por los regímenes revolucionarios, afirmando que no se había resuelto ninguno de los problemas políticos del país. Agregando:
No tenemos justicia, no tenemos libertad de imprenta, no hay municipio libre, no hay soberanía de los Estados; no tenemos honradez suficiente para confesar que la soberanía de los Estados es una mentira.
No tenemos soberanía internacional, ni la hemos tenido ni podemos tenerla mientras no seamos fuertes, o cuando menos relativamente sanos y mientras no tengamos la independencia económica que consiste en bastarse a sí mismos.
Pero no tenemos valor civil para confesarlo.
Esta conferencia, que no tenía nada de subversiva, pues se limitaba a hacer una crítica del régimen revolucionario, provocó el descontento de los hombres en el poder.
Lo dicho por Cabrera fue contestado en forma violenta, en defensa del gobierno, por los ciudadanos generales Cárdenas y Pérez Treviño.
El licenciado Cabrera, fue aprehendido el 9 de mayo y conducido en avión a Guatemala, acusándosele del delito de rebelión.
El día 23 de junio del mismo año, el licenciado Cabrera furtivamente, desembarcó en el puerto de Acapulco procedente de América del Sur, habiendo estado oculto durante algunos meses.
La aprehensión del licenciado Cabrera provocó en la Suprema Corte de Justicia, una discusión con motivo de que las órdenes de suspensión en el amparo que habían solicitado la esposa de don Luis Cabrera y el ingeniero José Domingo Lavín, no fueron obedecidas.
Después de la discusión, como la Corte no tuviera el valor de hacerse respetar, el íntegro ministro, señor licenciado don Alberto Vázquez del Mercado, presentó su renuncia con el carácter de irrevocable.
Como el clero continuaba en su labor de desobediencia a las leyes del país, en el mes de diciembre de 1931, encontrándome como ministro de México ante el gobierno de Francia, recibí de la Secretaría de Relaciones un mensaje cifrado que no dejó de inquietarme.
Tal mensaje, daba cuenta de las medidas de represión tomadas por el gobierno para contener la propaganda religiosa, que había llegado, inclusive, a invadir los hogares de altos funcionarios, a quienes elementos radicales acusaban ya públicamente de complicidad con el clero mexicano.
Eran aquellos los días guadalupanos, en que la Secretaría de Hacienda había acordado no cobrar impuestos al magnífico órgano traído de Milán; en que los Ferrocarriles Nacionales, por disposición de la Secretaría de Hacienda, habían concedido una fuerte rebaja de pasaje para que los fieles de toda la República pudieran acudir a la celebración de las fiestas religiosas de la Villa, en fin, los días en que altos funcionarios de la administración, fueron acusados ante el Senado de que asistían a las ceremonias guadalupanas, no sólo con la intención de admirar la arquitectura del templo, sino con el sano y cristiano propósito de desagraviar a la Patrona, por los actos sacrílegos que se veían obligados a cometer en el ejercicio de su ministerio.
Como la prensa que me llegaba de México, me informaba de la desmedida intervención que el general Calles estaba tomando en todos los asuntos oficiales, y como el propio gobierno y sus colaboradores se escudaban en su personalidad para ejecutar actos contrarrevolucionarios, que estaban minando su prestigio, creí conveniente escribirle una carta, que me hizo favor de poner en sus manos don Genaro Estrada, Secretario de Relaciones. Como amigo sincero, en ella le daba un toque de atención para procurar detenerlo en la carrera de claudicaciones y de penoso caudillaje que había iniciado desde el mes de febrero de 1930.