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Capítulo XVIII
CÓMO FUE TENDlLE A HABLAR CON MONTEZUMA Y A LLEVAR PRESENTES, Y LO QUE SE HIZO EN NUESTRO REAL
Desde que fue Tendile con el presente que el capitán Cortés le dió para su señor Montezuma, y había quedado en nuestro real el otro gobernador, que se decía Pitalpitoque, quedó en unas chozas apartadas de nosotros, y allí trajeron indias para que hiciesen pan de su maíz, y gallinas y fruta y pescado, y de aquello proveían a Cortés y a los Capitanes que comían con él, que a nosotros los soldados, si no lo mariscábamos o íbamos a pescar, no lo teníamos. Y en aquella sazón vinieron muchos indios de los pueblos por mí nombrados, donde eran gobernadores aquellos criados del gran Montezuma, y traían algunos de ellos oro y joyas de poco valor y gallinas a trocar por nuestros rescates, que eran cuentas verdes y diamantes y otras joyas, y con aquello nos sustentábamos, porque comúnmente todos los soldados traíamos rescate, como teníamos aviso cuando lo de Grijalva que era bueno traer cuentas. Y en esto se pasaron seis o siete días. Y estando en esto vino Tendile una mañana con más de cien indios cargados; y venían con ellos un gran cacique mexicano, y en el rostro y facciones y cuerpos se parecía al capitán Cortés, y adrede le envió el gran Montezuma, porque según dijeron, que cuando a Cortés lo llevó Tendile dibujado su misma figura, todos los principales que estaban con Montezuma dijeron que un principal que se decía Quintalbor se le parecía a lo propio a Cortés, que así se llamaba aquel gran cacique que venía con Tendile, y como parecía a Cortés, así le llamábamos en el real, Cortés acá, Cortés acullá. Volvamos a su venida, y lo que hicieron. Que en llegando donde nuestro capitán estaba, besó la tierra, y con braseros que traían de barro, y en ellos su incienso, le sahumaron, y a todos los demás soldados que cerca nos hallamos. Y Cortés les mostró mucho amor, y asentolos cabe sí.
Y aquel principal que venía con aquel presente traía cargo de hablar juntamente con el Tendile; ya he dicho que se decía Quintalbor. Y después de haber dado el parabién venido a aquella tierra y otras muchas pláticas que pasaron, mandó sacar el presente que traían, y encima de unas esteras que llaman petates, y tendidas otras mantas de algodón encima de ellas, y lo primero que dió fue una rueda de hechura de sol de oro muy fino, que sería tamaña como una rueda de carreta, con muchas maneras de pinturas, gran obra de mirar, que valía, a lo que después dijeron, que la habían pesado, sobre diez mil pesos, y otra mayor rueda de plata, figurada la luna, y con muchos resplandores y otras figuras en ella, y ésta era de gran peso, que valía mucho; y trajo el casco lleno de oro en granos chicos, como le sacan de las minas, que valía tres mil pesos. Aquel oro del casco tuvimos en más por saber cierto que había buenas minas, que si trajeran veinte mil pesos. Más trajo veinte ánades de oro, muy prima labor y muy al natural, y unos como perros de los que entre ellos tienen, y muchas piezas de oro de tigres y leones y monos; y diez collares hechos de una hechura muy prima, y otros pinjantes; y doce flechas y un arco con su cuerda, y dos varas como de justicia, de largor de cinco palmos; y todo esto que he dicho de oro muy fino y de obra vaciadizo. Y luego mandó traer penachos de oro y de ricas plumas verdes y otros de plata, y aventadores de lo mismo; pues venados de oro, sacados de vaciadizo, y fueron tantas cosas que como ya ha tantos años que pasó no me acuerdo de todo. Y luego mandó traer allí sobre treinta cargas de ropa de algodón, tan prima y de muchos géneros de labores, y de pluma de muchos colores, que por ser tantas no quiero en ello meter más la pluma porque no lo sabré escribir. Y después que lo hubo dado, dijo aquel gran cacique Quintalbor, y el Tendile, a Cortés, que reciba aquello con la gran voluntad que su señor se la envía, y que la reparta con los teules y hombres que consigo trae. Y Cortés con alegría lo recibió, y dijeron a Cortés aquellos embajadores que le querían hablar lo que su señor le envía a decir, y lo primero que le dijeron que se ha holgado que hombres tan esforzados vengan a su tierra, como le han dicho que somos, porque sabía lo de Tabasco, y que deseará mucho ver a nuestro gran emperador, pues tan gran señor es, pues de tan lejanas tierras como venimos tiene noticia de él, y que le enviará un presente de piedras ricas, y que entretanto que allí en aquel puerto estuviéremos, si en algo nos puede servir que lo hará de buena voluntad; y cuanto a las vistas, que no curasen de ellas, que no había para qué, poniendo muchos inconvenientes.
Cortés les tornó a dar las gracias con buen semblante por ello, y con muchos halagos y ofrecimientos dió a cada gobernador dos camisas de Holanda, y diamantes azules y otras casillas, y les rogó que volviesen por su embajador a México a decir a su señor, el gran Montezuma, que pues habíamos pasado tantas mares y veníamos de tan lejanas tierras solamente por verle y hablar de su persona a la suya, que si así se volviese que no le recibirá de buena manera nuestro gran rey y señor, y que adonde quiera que estuviere le quiere ir a ver y hacer lo que mandare. Y los gobernadores dijeron que ellos irían y se lo dirían, mas que las vistas que dice, que entienden que son por demás. Y envió Cortés con aquellos mensajeros a Montezuma de la pobreza que traíamos, que era una copa de vidrio de Florencia, labrada y dorada con muchas arboledas y monterías que estaban en la copa, y tres camisas de Holanda, y otras cosas, y les encomendó la respuesta. Y fuéronse estos dos gobernadores, y quedó en el real Pitalpitoque, que parece ser le dieron cargo los demás criados de Montezuma para que trajese la comida de los pueblos más cercanos.
Luego Cortés mandó ir dos navíos a descubrir la costa adelante, y por capitán de ellos a Francisco de Montejo, y le mandó que siguiese el viaje que habíamos llevado con Juan de Grijalva, porque el mismo Montejo había venido en nuestra compañía, como otra vez he dicho; y que procurase de buscar puerto seguro y mirase por tierras en que pudiésemos estar, porque ya bien veía que en aquellos arenales no nos podíamos valer de mosquitos, y estar tan lejos de poblazones. Y mandó al piloto Alaminos y a Juan Alvarez, el Manquillo, fuesen por pilotos, porque como ya sabían aquella derrota, y que diez días navegasen costa a costa todo lo que pudiesen. Y fueron de la manera que les fue mandado, y llegaron en el paraje del río grande. que es cerca de Pánuco; y desde allí adelante no pudieron pasar por las grandes corrientes; que fue el río donde la otra vez llegamos, cuando lo del capitán Juan de Grijalva.
Y dejarlo he ahora, y pasemos adelante y digamos que en aquellos arenales donde estábamos había siempre muchos mosquitos, así de los zancudos como de los chicos, que llaman xexenes, que son peores que los grandes, y no podíamos dormir de ellos, y no había bastimentos, y el cazabe se apocaba, y muy mohoso y sucio de las fátulas, y algunos soldados de los que solían tener indios en la isla de Cuba, suspirando por volverse a sus casas, en especial de los criados y amigos de Diego Velázquez; y como Cortés así vido la cosa y voluntades, mandó que nos fuésemos al pueblo que había visto Montejo y el piloto Alaminos, que estaba en fortaleza, que se dice Quiauiztlan, y que los navíos estarían al abrigo del peñol por mí nombrado. Y como se ponía por la obra para nos ir, todos los amigos y deudos y criados de Diego Velázquez dijeron a Cortés que para qué quería hacer aquel viaje sin bastimentos, y que no tenía posibilidad para pasar más adelante, porque ya se habían muerto en nuestro real de heridas de lo de Tabasco y de dolencias y hambre, sobre treinta y cinco soldados, y que la tierra era grande y las poblazones de mucha gente, y que nos darían guerra un día que otro, y que sería mejor que nos volviésemos a Cuba y dar cuenta a Diego Velázquez del oro rescatado, pues era cantidad, y de los grandes presentes de Montezuma, que era el sol y luna de plata y el casquete de oro menudo de minas, y de todas las joyas y ropa por mí memoradas. Y Cortés les respondió que no es buen consejo volver sin ver por qué, y que hasta ahora que no nos podíamos quejar de la fortuna, y que diésemos gracias a Dios que en todo nos ayudaba, y que en cuanto a los que se han muerto, que en las guerras y trabajos suele acontecer, y que será bien saber lo que hay en la tierra, y que entretanto del maíz y bastimentos que tienen los indios y pueblos cercanos comeríamos o mal nos andarían las manos. Y con esta respuesta se sosegó algo la parcialidad de Diego Velázquez, aunque no mucho, que ya había corrillos de ellos y plática en el real sobre la vuelta a Cuba. Y dejarlo he aquí, y diré lo que más avino.
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