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Capítulo XXIX
CÓMO OTRO DÍA ENVIAMOS MENSAJEROS A LOS CACIQUES DE TLAXCALA, ROGÁNDOLSES CON LA PAZ, Y LO QUE SOBRE ESTAS COSAS Y DE OTRAS ELLOS HICIERON
Después de pasada la batalla por mí memorada y prendido en ella los tres indios principales, enviólos luego nuestro capitán Cortés juntamente con los dos que estaban en nuestro real, que habían ido otras veces por mensajeros, y les mandó que dijesen a los caciques de Tlaxcala que les rogábamos que luego vengan de paz y que nos den pasada por su tierra para ir a México, como otras veces les hemos enviado a decir, y que si ahora no vienen, que les mataremos todas sus gentes, y porque les queremos mucho y tener por hermanos no les quisiéramos enojar si ellos no hubiesen dado causa a ello; y se les dijo muchos halagos para traerlos a nuestra amistad. Y aquellos mensajeron fueron luego de buena gana a la cabecera de Tlaxcala y dijeron su embajada a todos los caciques por mí ya nombrados, los cuales hallaron juntos, con otros muchos viejos y papas, y estaban muy tristes, así del mal suceso de la guerra como de la muerte de los capitanes parientes o hijos suyos, que en las batallas murieron, y dizque no los quisieron escuchar de buena gana; y lo que sobre ello acordaron fue que luego mandaron llamar todos los adivinos y papas y otros que echaban suertes, que llaman tacalnaguas, que son como hechiceros, y dijeron que mirasen por sus adivinanzas y hechizos y suertes qué gente éramos y si podríamos ser vencidos dándonos guerra de día y de noche a la cantina, y también para saber si éramos teules, así como les decían los de Cempoal (que ya he dicho otras veces que son cosas malas como demonios), y qué cosas comíamos, y que mirasen todo esto con mucha diligencia. Y después que se juntaron los adivinos y hechiceros y muchos papas, y hechas sus adivinanzas y echadas sus suertes, y todo lo que solían hacer, parece ser dijeron que en las suertes hallaron que éramos hombres de hueso y carne, y que comíamos gallinas y perros y pan y fruta, cuando lo teníamos; y que no comíamos carnes de indios ni corazones de los que matábamos, porque, según pareció, los indios amigos que traíamos de Cempoal les hicieron creer que éramos teules y que comíamos corazones de los indios, y que las lombardas echaban rayos como caen del cielo, y que el lebrel que era tigre o león, y que los caballos eran para alcanzar a los indios cuando los queríamos matar; y les dijeron otras muchas niñerías. Y lo peor de todo que les dijeron sus papas y adivinos fue que de día no podíamos ser vencidos, sino de noche, porque como anochecía se nos quitaban las fuerzas; y más les dijeron los hechiceros, que éramos esforzados, y que todas estas virtudes teníamos de día hasta que se ponía el sol, y después que anochecía no teníamos fuerza ninguna. Y desde que aquello entendieron los caciques y lo tuvieron por muy cierto, se lo enviaron a decir a su capitán general Xicotenga, para que luego con brevedad venga una noche con grandes poderes a darnos guerra. El cual, desde que lo supo, juntó obra de diez mil indios, los más esforzados que tenían, y vino a nuestro real y por tres partes nos comenzó a dar una mano de flecha y tirar varas con sus tiraderas de un gajo, y los de espadas y macanas y montantes por otra parte, por manera que de repente tuvieron por cierto que llevarían algunos de nosotros para sacrificar.
Y mejor lo hizo Nuestro Señor Dios, que por muy secretamente que ellos venían nos hallaron muy apercibidos, porque como sintieron su gran ruido que traían a matacaballo vinieron nuestros corredores del campo y las espías a dar alarma, y como estábamos tan acostumbrados a dormir calzados y las armas vestidas, y los caballos ensillados y en frenados, y todo género de armas muy a punto, les resistimos con las escopetas y ballestas y a estocadas; de presto vuelven las espaldas. Y como era el campo llano y hacía luna, los de a caballo los siguieron un poco, donde por la mañana hallamos tendidos, muertos y heridos, hasta veinte de ellos; por manera que se vuelven con gran pérdida y muy arrepentidos de la venida de noche. Y aun oí decir que como no les sucedió bien lo que los papas y las suertes y hechiceros les dijeron, que sacrificaron a dos de ellos.
Dejemos esto y digamos cómo doña Marina, con ser mujer de la tierra, qué esfuerzo tan varonil tenía, que con oír cada día que nos habían de matar y comer nuestras carnes con ají, y habemos visto cercados en las batallas pasadas, y que ahora todos estábamos heridos y dolientes, jamás vimos flaqueza en ella, sino muy mayor esfuerzo que de mujer. Y a los mensajeros que ahora enviábamos les habló doña Marina y Jerónimo de Aguilar que vengan luego de paz, que si no vienen dentro de dos días les iremos a matar y destruir sus tierras, e iremos a buscarlos a su ciudad. Y con estas bravosas palabras fueron a la cabecera donde estaba Xicotenga el Viejo y Maseescaci.
Y porque en un instante acaecen dos y tres cosas, así en nuestro real como en este tratar de paces, y por fuerza tengo de tomar entre manos lo que más viene al propósito, dejaré de hablar en los cuatro indios principales que envían a tratar las paces, que aún no han venido por temor de Xicotenga. En este tiempo fuimos con Cortés a un pueblo junto a nuestro real, y dícese este pueblo Zumpancingo, y era cabecera de muchos pueblos chicos, y era su sujeto el pueblo donde estábamos, allí donde teníamos nuestro real, que se dice Tecoadzumpancingo, que todo alrededor estaba muy poblado.
Y Cortés les dijo con nuestras lenguas, doña Marina y Aguilar, que siempre iban con nosotros a cualquiera entrada que íbamos, y aunque fuese de noche, que no hubiesen miedo, y que luego fuesen a decir a sus caciques a la cabecera que vengan de paz, porque la guerra es mala para ellos. Y envió a estos papas porque de los otros mensajeros que habíamos enviado aún no teníamos respuesta ninguna de lo por mí memorado sobre que enviábamos a tratar de paces a los caciques de Tlaxcala con los cuatro principales, que no habían venido en aquella sazón. Y aquellos papas de aquel pueblo buscaron de presto sobre cuarenta gallinas y gallos y dos indias para moler tortillas, y las trajeron. Y Cortés se lo agradeció y mandó que luego le llevasen veinte indios de aquel pueblo a nuestro real, y sin temor ninguno fueron con el bastimento y se estuvieron en el real hasta la tarde, y se les dió contezuelas, con que volvieron muy contentos a su casa, y a todas aquellas caserías, nuestros vecinos decían que éramos buenos, que no les enojábamos.
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