Índice de Historia verdadera de la conquista de la Nueva españa de Bernal Diaz del CastilloCapítulo anteriorSiguiente capituloBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo LIII

DEL CONCIERTO Y ORDEN QUE SE DIÓ EN NUESTRO REAL PARA IR CONTRA NARVÁEZ, Y DEL RAZONAMIENTO QUE DON HERNANDO NOS HIZO Y LO QUE LE RESOLVIMOS

Llegados que fuimos al riachuelo que ya he dicho y memorado, que estará obra de una legua de Cempoal y había allí unos buenos prados, y después de haber enviado nuestros corredores del campo, personas de confianza, nuestro capitán Cortés, a caballo, nos envió a llamar, así capitanes como a todos los soldados, y de que nos vió juntos nos dijo que pedía por merced que callásemos, y luego comenzó un parlamento por tan lindo estilo y plática tan bien dicha, cierto otra más sabrosa y llena de ofertas que yo aquí sabré escribir, en que nos trajo luego a la memoria desde que salimos de la isla de Cuba, con todo lo acaecido por nosotros hasta aquella sazón, y nos dijo:

Bien saben vuestras mercedes que Diego Velázquez, gobernador de Cuba, me eligió por capitán general, no porque entre vuestras mercedes no había muchos caballeros que eran merecedores de ello; ya saben y tuvieron creído que veníamos a poblar, y así se publicaba y pregonó, y, según han visto, enviaba a rescatar. Ya saben lo que pasamos sobre que me quería volver a la isla de Cuba a dar cuenta a Diego Velázquez del cargo que me dió, conforme a sus instrucciones, pues vuestras mercedes me mandaron y requirieron que poblásemos esta tierra en nombre de Su Majestad, como, gracias a Nuestro Señor, la tenemos poblada, y fue cosa muy acertada. Y demás de esto, me hicisteis vuestro capitán general y justicia mayor de ella, hasta que Su Majestad otra cosa sea servido mandar, y, como ya he dicho, entre algunos de vuestras mercedes hubo algunas pláticas de volver a Cuba, que no lo quiero aquí más declarar, pues, a manera de decir, ayer pasó, y fue muy santa y buena nuestra quedada, y hemos hecho a Dios y a Su Majestad gran servicio, que esto claro está. Y ya saben lo que prometimos en nuestras cartas a Su Majestad después de haberle dado cuenta y relación de todos nuestros hechos, que punto no quedó, y que esta tierra es de la manera que hemos visto y conocido de ella, que es cuatro veces mayor que Castilla, y de grandes pueblos, y muy rica de oro y minas, y tiene cerca otras provincias; y cómo enviamos a suplicar a Su Majestad que no la diese en gobernación ni de otra cualquier manera a persona ninguna, y porque creíamos y teníamos por cierto que el obispo de Burgos, don Juan Rodríguez de Fonseca, que era en aquella sazón presidente de Indias y tenía mucho mando, que la demandaría a Su Majestad para Diego Velázquez o algún pariente o amigo del mismo obispo, porque esta tierra es tal o tan buena que convenía darse a un infante o gran señor, y que teníamos determinado de no darla a persona alguna hasta que Su Majestad oyese a nuestros procuradores y nosotros viésemos su real firma; y vista, que con lo que fuere servido mandar, los pechos por tierra. Y con las cartas ya saben que enviamos y servimos a Su Majestad con todo el oro y plata y joyas y todo cuanto teníamos y habíamos habido.

Y más dijo: Bien se les acordará, señores, cuántas veces hemos llegado a puntos de muerte en las guerras y batallas que hemos habido, pues traerlas a la memoria, ¡qué acostumbrados estamos de trabajos y aguas y vientos y algunas veces hambres, y siempre traer las armas a cuestas y dormir por los suelos, así nevando como lloviendo, que si miramos en ello, los cueros tenemos ya curtidos de los trabajos! No quiero decir de más de cincuenta de nuestros compañeros que nos han muerto en las guerras, ni de todas vuestras mercedes cómo estáis entrapajados y mancos de heridas que aun ahora están por sanar; pues que les quiera traer a la memoria los trabajos que trajimos por la mar, y las batallas de Tabasco, y los que se hallaron en lo de Almería y lo de Cingapacinga, y cuántas veces por las sierras y caminos nos procuraban de quitar las vidas; pues en las batallas de Tlaxcala en qué punto nos pusieron y cuáles nos traían; pues la de Cholula, ya tenían puestas las ollas para comer nuestros cuerpos; pues a la subida de los puertos no se les habrá olvidado los poderes que tenía Montezuma para no dejar ninguno de nosotros, y bien vieron los caminos todos llenos de árboles cortados; pues los peligros de la entrada y estada en la gran ciudad de México, cuántas veces teníamos la muerte alojo, ¿quién los podrá componderar? Pues vean los que han venido de vuestras mercedes dos veces primero que no yo, la una con Francisco Hernández de Córdoba y la otra con Juan de Grijalva, los trabajos, hambres y sed y heridas y muertes de muchos soldados que en descubrir estas tierras pasasteis, y todo lo que en aquellbs dos viajes habéis gastado de vuestras haciendas.

Y dijo que no quería contar cosas muchas que tenía por decir por menudo y no habría tiempo para acabado de platicar, porque era tarde y venía la noche; y más dijo: Digamos ahora, señores, cómo viene Pánfilo de Narváez contra nosotros con mucha rabia y deseo de habernos a las manos, y no había desembarcado y nos llamaba traidores y malos, y envió a decir al gran Montezuma, no palabras de sabio capitán sino de alborotador, y demás de esto tuvo atrevimiento de prender a un oidor de Su Majestad, que por sólo este gran delito es digno de ser muy bien castigado. Ya habrán oído cómo han pregonado en su real guerra contra nosotros a ropa franca, como si fuéramos moros. Y luego después de haber dicho esto, Cortés comenzó a sublimar nuestras personas y esfuerzos en las guerras y batallas pasadas; y que entonces peleábamos por salvar nuestras vidas, y que ahora hemos de pelear con todo vigor por vida y honra, pues nos vienen a prender y echar de nuestras casas y robar nuestras haciendas, y que además de esto, que no sabemos si trae provisiones de nuestro rey y señor, salvo favores del obispo de Burgos, 'nuestro contrario.

Y que si por ventura caemos debajo de sus manos de Narváez, lo cual Dios no permita, que todos nuestros servicios que hemos hecho a Dios primeramente y a Su Majestad, tomarán en deservicios y harán procesos contra nosotros, y dirán que hemos muerto y robado y destruido la tierra, donde ellos son los robadores y alborotadores y deservidores de nuestro rey y señor; dirán que le han servido, y pues que vemos por los ojos todo lo que ha dicho, y como buenos caballeros, somos obligados a volver por la honra de Su Majestad y por las nuestras y por nuestras casas y haciendas. Y con esta intención salió de México, teniendo confianza en Dios y de nosotros; que todo lo ponía en las manos de Dios primeramente y después en las nuestras; que veamos lo que nos parece.

Entonces todos a una le respondimos, y también juntamente con nosotros Juan Velázquez de León y Francisco de Lugo y otros capitanes, que tuviese por cierto que, mediante Dios, habíamos de vencer o morir sobre ello, y que mirase no le convenciesen con partidos, porque si alguna cosa hacía fea, que le daríamos de estocadas. Entonces, como vió nuestras vóluntades, se holgó mucho y dijo que con aquella confianza venía. Y alli hizo muchas ofertas y prometimientos que seríamos todos muy ricos y valerosos. Y hecho esto tornó a decir que nos pedía por merced que callásemos y que en las guerras y batallas han menester más prudenda y saber, para bien vencer los contrarios, que con osadía, y que porque tenía conocido de nuestros grandes esfuerzos, que por ganar honra cada uno de nosotros que quería adelantar de los primeros a encontrar con los enemigos; que fuésemos puestos en ordenanza y capitanías, y para que la primera cosa que hiciésemos fuese tomarles la artillería, que eran diez y ocho tiros que tenía asestados delante de sus aposentos de Narváez, mandó que fuese por capitán un pariente suyo de Cortés que se decía Pizarro, que ya he dicho otras veces en aquella sazón no había fama de Perú ni de Pizarros, que no era descubierto: y era Pizarro suelto mancebo, y le señaló sesenta soldados mancebos, y entre ellos me nombraron a mi; y mandó que después de tomada la artillería acudiésemos todos al aposento de Narváez, que estaba en un muy alto , y para prender a Narváez señaló por capitán a Gonzalo de Sandoval con otros sesenta compañeros, y como era alquacil mayor, le dió un mandamiento que decía así: Gonzalo de Sandoval, alguaci1 mayor de esta Nueva España por Su Majestad, yo os mando que prendáis el cuerpo a Pánfilo de Narváez y, si se os defendiese, matadle, que así conviene al servicio de Dios y del rey nuestro señor, por cuanto ha hecho muchas cosas en deservicio de Dios y de Su Majestad y le prendió a un oidor. Dado en este real, y la firma: Hernando Cortés, y refrendado de su secretario, Pero Hernández. Y después de dado el mandamiento, prometió que al primer soldado que le echase mano le daría tres mil pesos, y al segundo dos mil, y al tercero mil, y dijo que aquello que prometía que era para guantes, que ya bien veíamos la riqueza que había entre nuestras manos.

Y luego nombró a Juan Velázquez de León para que prendiese al mancebo Diego Velázquez, con quien había tenido la brega, y le dió otros sesenta soldados; y asimismo nombró a Diego de Ordaz para que prendiese a Salvatierra, y le dió otros sesenta soldados, que cada capitán de éstos estaba en su fortaleza y altos cúes; y el mismo Cortés por sobresaliente, con otros veinte soldados para acudir adonde más necesidad hubiese, y dónde él tenía el pensamiento de asistir era para prender a Narváez y a Salvatierra. Pues ya dadas las copias a los capitanes, como dicho tengo, dijo: Bien sé que los de Narváez son por todos cuatro veces más que nosotros; mas ellos no son acostumbrados a las armas, y como están la mayor parte de ellos mal con su capitán y muchos dolientes, y les tomaremos de sobresalto, tengo pensamiento que Dios nos dará victoria, que no porfiarán mucho en su defensa, porque más bienes les haremos nosotros que no su Narváez. Así que, señores, pues nuestra vida y honra está después de Dios en vuestros esfuerzos y vigorosos brazos, no tengo más que pediros por merced ni traer a la memoria sino que en esto está el toque de nuestras honras y famas para siempre jamás, y más vale morir por buenos Que vivir afrentados. Y porque en aquella sazón llovía y era tarde, no dijo más.

Una cosa me he parado después acá a pensar, que jamás nos dijo: tengo tal concierto en el real hecho, ni fulano ni zutano es en nuestro favor, ni cosa ninguna de éstas, sino que peleásemos como varones, y esto de no decirnos que tenía amigos en el real de Narváez fue de muy cuerdo capitán, que por aquel efecto no dejásemos de batallar como muy esforzados y no tuviésemos esperanza en ellos, sino después de Dios en nuestros grandes ánimos. Dejemos de esto y digamos cómo cada uno de nuestros capitanes por mí nombrados estaban con los soldados señalados, cómo y de qué manera habíamos de pelear, y poniéndose esfuerzo los unos a los otros. Pues mi capitán Pizarro, con quien habíamos de tomar la artillería, que era la cosa de más peligro, y habíamos de ser los primeros que habíamos de romper hasta los tiros, también decía con mucho esfuerzo cómo habíamos de entrar y calar nuestras picas hasta tener la artillería en nuestro poder, y después que se la hubiésemos tomado, que con ella misma mandó a nuestros artilleros que se decían Mesa y el Siciliano y Usagre y Arvenga, que con las pelotas que estuviesen por descargar diesen guerra a los del aposento de Salvatierra.

También quiero decir la gran necesidad que teníamos de armas, que por un peto o capacete o casco o babera de hierro diéramos aquella noche cuanto nos pidieran por ello, y todo cuanto habíamos ganado. Y luego secretamente nos nombraron el apellido que habíamos de tener estando batallando, que era, ¡Espiritu Santo, Espíritu Santo!, que esto se suele hacer secreto en las guerras porque se conozcan y apelliden por el nombre que no lo sepan unos contrarios de otros. Y los de Narváez tenían su apellido y voz ¡Santa María, Santa María! Ya hecho todo esto, como yo era gran amigo y servidor del capitán Sandoval, me dijo aquella noche que me pedía por merced que después que hubiésemos tomado la artillería, que si quedaba con la vida, que siempre me hallase con él y le siguiese, y yo se lo prometí y así lo hice. como adelante verán.

Digamos ahora en qué se entendió un rato de la noche, sino en aderezar y pensar en lo que teníamos por delante, pues para cenar no teníamos cosa ninguna, y luego fueron nuestros corredores del campo y se puso espías y velas. A mí Y a otro soldado nos pusieron por velas, y no tardó mucho cuando viene un corredor del campo a preguntarme que si he sentido algo, y yo dije que no. Y luego vino un cuadrillero y dijo que el Galleguillo que había venido del real de Narváez no parecía y que era espía echada de Narváez, y que mandaba Cortés que luego marchásemos camino de Cempoal; y oímos tocar nuestro pifanón y atambor, y los capitanes apercibidos sus soldados, y comenzamos a marchar; y al Galleguillo hallaron debajo de unas mantas durmiendo, que como llovió y el pobre no era acostumbrado a estar al agua ni fríos, metióse allí a dormir. Pues yendo a nuestro paso tendido, sin tocar pífano ni atambor, y los capitanes apercibiendo sus soldados, y comenzamos a marchar como está dicho; y nuestros corredores del campo descubriendo la tierra, llegamos al río donde estaban las espías de Narváez, que ya he dicho que se decían Gonzalo Carrasco y Hurtado, y estaban tan descuidados, que tuvimos tiempo de prender a Carrasco, y el otro fue dando voces al real de Narváez, diciendo: ¡Al arma, al arma, que viene Cortés!

Y acuérdome que cuando pasábamos aquel río, como llovía, venía un poco hondo y las piedras resbalaban algo, y con las picas y armas nos hacía mucho estorbo. Y también me acuerdo, cuando se prendió a Carrasco, decía a Cortés a grandes voces: Mirad, señor Cortés, no vayáis allá, que juro a tal que está Narváez esperándoos en el campo con todo su ejército. Y Cortés le dió en guarda a su secretario, Pedro Hernández. Y como vimos que Hurtado fue a dar mandado, no nos detuvimos cosa, sino que Hurtado iba dando voces y mandando dar ¡ Al arma, al arma! Y Narváez llamando a sus capitanes y nosotros calando nuestras picas y cerrando con la artillería, todo fue uno, que no tuvieron tiempo sus artilleros de poner fuego sino a cuatro tiros, y las pelotas algunas de ellas pasaron por alto, y una de ellas mató a tres de nuestros compañeros. Pues en aquel instante llegaron todos nuestros capitanes tocando al arma nuestros pífanos y atambor, y como habia muchos de los de Narváez a caballo, detuviéronse un poco con ellos, porque luego derrocaron a seis o siete; pues nosotros, los que tomamos la artillería, no osábamos desampararla, porque Narváez desde su aposento nos tiraba muchas saetas y escopetas, e hirió siete de los nuestros. Y en aquel instante llegó el capitán Sandoval y sube de presto las gradas arriba, y por mucha resistencia que le ponía Narváez y le tiraban saetas y escopetas, y con partesanas y lanzas, todavía las subió él y sus soldados. Y luego desde que vimos los soldados que ganamos la artillería que no habia quien nos la defendiese, se la dimos a nuestros artilleros por mí nombrados, y fuimos muchos de nosotros y el capitán Pizarro a ayudar a Sandoval, que les hacían los de Narváez venir dos gradas abajo retrayéndose, y con nuestra llegada tornó a subirlas. Y estuvimos buen rato peleando con nuestras picas, que eran grandes, y cuando no me acato oímos voces de Narváez que decía: ¡Santa María, váleme, que muerto me han y quebrado un ojo. Y desde que aquello oímos luego dimos voces: ¡Victoria, victoria por los del nombre del Espíritu Santo, que muerto es Narváez! ¡Victoria, victoria por Cortés, que muerto es Narváez! Y con todo esto no les pudimos entrar en el donde estaban, hasta que un Martín López, el de los bergantines, como era alto de cuerpo, puso fuego a las pajas del alto , y vienen todos los de Narváez rodando las gradas abajo. Entonces prendimos a Narváez, y eh primero que le echó mano fue Pero Sánchez Parfán, y Sandoval yr y yo se lo di a Sandoval, y a otros capitanes que con él estaban y todavía dando voces y apellido: ¡Viva el rey, viva el rey, y en su real nombre Cortés, Cortés! ¡Victoria, victoria, que muerto es Narváez!

Dejemos este combate; vamos a Cortés y a los demás capitanes que todavía estaban batallando cada uno con los capitanes de Narváez que aún no se habían dado porque estaban en muy altos cúes, y con los tiros que les tiraban nuestros artilleros, y con nuestras voces y muerte de Narváez, y como Cortés era muy avisado mandó de presto pregonar que todos los de Narváez se vengan luego a someter debajo de la bandera de Su Majestad y de Cortes en su real nombre, so pena de muerte. Y aun con todo esto, no se daban los de Diego Velázquez el Mozo, ni los de Salvatierra, porque estaban en muy altos cúes y no los podían entrar, hasta que Gonzalo de Sandoval fue con la mitad de nosotros los que con él estábamos, y con los tiros y con los pregones les entraron, y se prendieron así a Salvatierra, como los que con él estaban, y a Diego Velázquez el Mozo. Y luego Sandoval vino con todos nosotros los que fuimos en prender a Narváez a ponerlo más en cobro. Y después que Cortés y Juan Ve1ázquez y Ordaz tuvieron presos a Salvatierra, y a Diego Velázquez el Mozo, y a Gamarra, y a Juan Juste, y a Juan Bono, vizcaíno, y a otras personas principales, se vino Cortés desconocido, acompañado de nuestros capitanes, adonde teníamos a Narváez, y con el calor que hacía grande, y como estaba cargado con las armas y andaba de una parte a otra apellidando nuestros soldados y haciendo dar pregones, venía muy sudado y cansado, y tal que no le alcanzaba un huelgo a otro; y dijo a Sandoval dos veces, que no lo acertaba a decir del trabajo que traía y descansado algo: ¡Ea. cesad! ¿Qué es de Narváez? ¿Qué es de Narváez? Dijo Sandoval: Aquí está, aquí está, y a muy buen recaudo. Y tornó Cortés a decir muy sin huelgo: Mira, hijo Sandoval, que no os quitéis de él, vos y vuestros compañeros, no se os suelte, mientras yo voy a entender en otras cosas, y mirad, esos capitanes que con él traéis presos, que en todo haya recaudo.

Y luego se fue, y manda dar otros pregones, que so pena de muerte, que todos los de Narváez luego en aquel punto se vengan a someter debajo de la bandera de Su Majestad, y en su real nombre Hernando Cortés, su capitán general y justicia mayor, y que ninguno trajese ningunas armas, sino que todos se las diesen y entregasen a nuestros alguaciles. Y todo esto era de noche, que no amanecía, y aun llovía de rato en rato, y entonces salía la luna, que cuando allí llegamos hacia muy oscuro y llovía, y también la oscuridad ayudó, que como hacía tan oscura había muchos cocuyos, que así los llaman en Cuba, que relumbran de noche; los de Narváez creyeron que eran mechas de escopetas.

Dejemos esto y pasemos adelante, que como Narváez estaba muy mal herido y quebrado el ojo, demandó licencia a Sandoval para que un su cirujano que traía en su armada, que se decía maestre Juan, le curase el ojo a él y a otros capitanes que estaban heridos, y se la dió. Y estándole curando llegó allí cerca Cortés, disimulado que no le conociese, a verle. Dijéronle al oído a Narváez que estaba allí Cortés, y como se lo dijeron. dijo Narváez: Señor capitán Cortés: tener en mucho esta victoria que de mí habéis habido, y en tener presa mi persona. Y Cortés le respondió que daba muchas gracias a Dios que se la dió, y por los esforzados caballeros y compañeros que tiene, que fueron parte para ello, y que una de las menores cosas que en la Nueva España ha hecho es prenderle y desbaratarle; que si le ha parecido bien tener atrevimiento de prender a un oidor de Su Majestad. Y después que hubo dicho esto se fue de allí, que no le habló más, y mandó a Sandoval que le pusiese buenas guardas y que él no se quitase de él con personas de recaudo. Ya le teníamos echado dos pares de grillos, y le llevamos a un aposento, y puestos soldados que le habíamos de guardar, y a mí señaló Sandoval por uno de ellos, y secretamente me mandó que no dejase hablar con él a ninguno de los de Narváez hasta que amaneciese, y Cortés le pusiese más en cobro.

Dejemos esto y digamos cómo Narváez había enviado cuarenta de a caballo para que nos estuviesen aguardando en el paso cuando viniésemos a su real, como dicho tengo en el capítulo que de ello habla, y supimos que andaban todavía en el campo, tuvimos temor no nos viniesen (a) acometer para quitarnos a sus capitanes y al mismo Narváez que teníamos presos, y estábamos muy apercibidos. Y acordó Cortés de enviarles a pedir por merced que se viniesen al real, con grandes ofrecimientos que a todos prometió, y para traerlos envió a Cristóbal de Olid, que era nuestro maestre de campo, y a Diego de Ordaz, y fueron en unos caballos que tomaron de los de Narváez, que todos los nuestros de caballo no trajeron ninguno, que atados quedaron en un montecillo junto a Cempoal, que no trajimos caballos sino picas y espadas y rodelas y puñales; y fueron al campo con un soldado de los de Narváez, que les mostró ei rastro por donde habían ido, y se toparon con ellos, y en fin, tantas palabras de ofertas y prometimientos les dijeron por parte de Cortés, que los trajeron. Y ciertos caballeros de ellos le tenían voluntad, y antes que llegasen a nuestro real, que era de día claro, y sin decir cosa ninguna Cortés ni ninguno de nosotros a los atabaleros que Narváez traía, comenzaron a tocar los atabales y a tañer sus pífanos y tamborinos, y decían: ¡Viva, viva la gala de los romanos, que, siendo tan pocos, han vencido a Narváez y a sus soldados! Y un negro que se decía Guidela, que fue muy gracioso truhán, que traía Narvaez, daba voces y decía: Mira que los romanos no han hecho tal hazaña. Y por más que les decíamos que callasen y no tocasen sus atabales, no querían, hasta que Cortés mandó que prendiesen al atabalero, que era medio loco y se decía Tapia.

Y en ese instante vino Cristóbal de Olid y Diego de Ordaz, y trajeron a los de caballo que dicho tengo, y entre ellos venía Andrés de Duero y Agustín Bermúdez, y muchos amigos de nuestro capitán; y así como venían iban a besar las manos a Cortés, que estaba sentado en una silla de caderas con una ropa larga de color como naranjada con sus armas debajo, acompañado de nosotros. Pues ver la gracia con que les hablaba y abrazaba, y las palabras de tantos cumplimientos que les decía, era cosa de ver, y qué alegre estaba, y tenía mucha razón, de verse en aquel punto tan señor y pujante. Y así como le besaron las manos se fueron cada uno a su posada.

Digamos ahora de los muertos y heridos que hubo aquella noche. Murió el alférez de Narváez, que se decía fulano de Fuentes, que era un hidalgo de Sevilla; murió otro capitán de Narváez, que se decía Rojas, natural de Castilla la Vieja; murieron otros dos de Narváez; murió uno de los tres soldados que se le habían pasado que habían sido de los nuestros, que llamábamos Alonso Garda el Carretero; y heridos de los de Narváez hubo muchos. Y también murieron de los nuestros otros cuatro, y hubo más heridos, y el cacique gordo también salió herido, porque como supo que veníamos cerca de Cempoal, se acogió al aposento de Narváez, y allí le hirieron. Y luego Cortés le mandó curar muy bien y le puso en su casa, y que no se le hiciese enojo. Pues Cervantes el Loco, y Escalonilla, que son los que se pasaron a Narváez que habían sido de los nuestros, tampoco libraron bien, que Escalona salió bien herido, y Cervantes bien apaleado, y ya he dicho que el Carretero (fue) muerto. Vamos a los del aposento de Salvatierra, el muy fiero, que dijeron sus soldados que en toda su vida vieron hombre para menos ni tan cortado de muerte. Cuando nos oyó tocar al arma y cuando decíamos: ¡Victoria, victoria, que muerto es Narváez!, dizque luego dijo que estaba muy malo del estómago, y que no fue para cosa ninguna. Esto lo he dicho por sus fieros y bravear. Y de los de su capitanía también hubo heridos. Digamos del aposento de Diego Velázquez y otros capitanes que estaban con él y también hubo heridos. Y nuestro capitán Juan Velázquez de León prendió a Diego Velázquez, aquel con quien tuvo las bregas estando comiendo con Narváez, y le llevó a su aposento y le mandó curar y hacer mucha honra. Pues ya he dado cuenta de todo lo acaecido en nuestra batalla, digamos ahora lo que más se hizo.

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