Índice de Historia verdadera de la conquista de la Nueva españa de Bernal Diaz del Castillo | Capítulo anterior | Siguiente capitulo | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Capítulo LVIII
CÓMO ACORDAMOS DE IRNOS HUYENDO DE LA GRAN CIUDAD DE MÉXICO Y DE LO QUE SOBRE ELLO SE HIZO
Como veíamos que cada día menguaban nuestras fuerzas y las de los mexicanos crecían, y veíamos muchos de los nuestros muertos y todos los más heridos, y que aunque peleábamos muy como varones no podíamos hacer retirar ni que se apartasen los muchos escuadrones que de día y de noche nos daban guerra; y la pólvora apocada, y la comida y agua por consiguiente, y el gran Montezuma muerto, las paces y treguas que les enviamos a demandar no las querían aceptar; en fin, veíamos nuestras muertes a los ojos, y las puentes que estaban alzadas, y fue acordado por Cortés y por todos nuestros capitanes y soldados que de noche nos fuésemos, cuando viésemos que los escuadrones guerreros estaban más descuidados, y para más descuidarles aquella tarde les enviamos a decir con un papa de los que estaban presos, que era muy principal entre ellos, y con otros prisioneros, que nos dejen ir en paz de ahí a ocho días, y que les daríamos todo el oro, y esto por descuidarlos y salirnos aquella noche. Y además de esto estaba con nosotros un soldado que se decía Botello, al parecer muy hombre de bien y latino, y había estado en Roma, y decían que era nigromántico. otros, decían que tenía familiar, algunos le llamaban astrólogo; y este Botello había dicho cuatro días había que hallaba por sus suertes o astrologías que si aquella noche no salíamos de México, que si más aguardábamos, que ninguno saldría con la vida, y aun había dicho otras veces que Cortés había de tener muchos trabajos o había de ser desposeído de su ser y honra, y que después había de volver a ser gran señor, e ilustre, de muchas rentas, y decía otras muchas cosas.
Dejemos a Botello, que después tornaré a hablar en él, y diré cómo se dió luego orden que se hicíese de maderos y tablas muy recias una puente, que llevásemos para poner en las puentes que tenían quebradas, y para ponerlas y llevarlas y guardar el paso hasta que pasase todo el fardaje y el ejército señalaron cuatrocientos indios tlaxcaltecas y ciento cincuenta soldados; para llevar la artillería señalaron asimismo doscientos indios de Tlaxcala y cincuenta soldados, y para que fuesen en la delantera, peleando, señalaron a Gonzalo de Sandoval y a Diego de Ordaz; y a Francisco de Saucedo y a Francisco de Lugo. y una capitanía de cien soldados mancebos, sueltos, para que fuesen entre medias y acudiesen a la parte que más conviniese pelear; señalaron al mismo Cortés y Alonso de Avila y Cristóbal de Olid y a otros capitanes que fuesen en medio; en la retaguardia a Pedro de Alvarado y a Juan Velázquez de León, y entremetidos en medio de los capitanes y soldados de Narváez, y para que llevasen a cargo los prisioneros y a doña Marina y doña Luisa, señalaron trescientos tlaxcaltecas y treinta soldados.
Pues hecho este concierto, ya era noche para sacar el oro y llevarlo o repartirlo; mandó Cortés a su camarero, que se decía Cristóbal de Guzmán, y a otros soldados sus criados, que todo el oro y joyas y plata lo sacasen con muchos indios de Tlaxcala que para ello les dió, y lo pusieron en la sala, y dijo a los oficiales del rey que se decían Alonso de Avila y Gonzalo Mexía que pusiesen cobro en el oro de Su Majestad, y les dió siete caballos heridos y cojos y una yegua y muchos amigos tlaxcaltecas, que fueron más de ochenta, y cargaron de ello a bulto lo que más pudieron llevar, que estaban hechas barras muy anchas, como otras veces he dicho en el capítulo que de ello habla, y quedaba mucho oro en la sala y hecho montones. Entonces Cortés llamó a su secretario y otros escribanos del rey y dijo: Dadme por testimonio que no puedo más hacer sobre este oro; aquí teníamos en este aposento y sala sobre setecientos mil pesos de oro, y como habéis visto no se puede pesar ni poner más en cobro, los soldados que quisiesen sacar de ello, desde aquí se lo doy, como ha de quedar perdido entre estos perros. Y desde que aquello oyeron muchos soldados de los de Narváez y algunos de los nuestros, cargaron de ello. Yo digo que no tuve codicia sino procurar de salvar la vida, mas no dejé de apañar de unas cazuelas que ahí estaban unos cuatro chalchihuis, que son piedras entre los indios muy preciadas, que de presto me eché en los pechos entre las armas, que me fueron después buenas para curar mis heridas y comer el valor de ellas.
Pues de que supimos el concierto que Cortés había hecho de la manera que habíamos de salir e ir aquella noche a las puentes, y como hacía algo obscuro y hacía niebla y lloviznaba, antes de medianoche se comenzó a traer la puente y caminar el fardaje y los caballos y la yegua y los tlaxcatlecas cargados con el oro; y de presto se puso la puente y pasó Cortés y los demás que consigo traía primero, y muchos de a caballo. Y estando en esto suenan las voces y cornetas y gritas y silbas de los mexicanos, y decían en su lengua a los del Tatelulco: Salid presto con vuestras canoas, que se van los teules y atajadlos que no quede ninguno a vida. Y cuando no me cato vimos tantos escuadrones de guerreros sobre nosotros, y toda la laguna cuajada de canoas que no nos podíamos valer y muchos de nuestros soldados ya habían pasado. Y estando de esta manera cargan tanta multitud de mexicanos a quitar la puente y a herir y matar en los nuestros, que no se daban a manos; y como la desdicha es mala en tales tiempos, ocurre un mal sobre otro; como llovía resbalaron dos caballos y caen en el agua, y como aquello vimos yo y otros de los de Cortés, nos pusimos en salvo de esa parte de la puente, y cargaron tanto guerrero, que por bien que peleábamos no se pudo más aprovechar de la puente. De manera que en aquel paso y abertura del agua de presto se hinchó de caballos muertos y de indios e indias y naborías, y fardaje y petacas; y temiendo no nos acabasen de matar, tiramos por nuestra calzada adelante y hallamos muchos escuadrones que estaban aguardándonos con lanzas grandes, y nos decían palabras vituperiosas, y entre ellas decían: ¡Oh, cuilones, y aun vivos quedáis! Y a estocadas y cuchilladas que les dábamos pasamos, aunque hirieron allí a seis de los que íbamos; pues quizá había algún concierto cómo lo habíamos concertado, maldito aquél; porque Cortés y los capitanes y soldados que pasaron primero a caballo por salvarse y llegar a tierra firme y asegurar sus vidas aguijaron por la calzada adelante, y no la erraron; también salieron en salvo los caballos con el oro y los tlaxcaltecas, y digo que si aguardáramos, así los de a caballo como los soldados, unos a otros en los puentes, todos feneciéramos, que no quedara ninguno a vida; y la causa es esta: porque yendo por la calzada, ya que arremetíamos a los escuadrones mexicanos, de la una parte es agua y de la otra parte azoteas, y la laguna llena de canoas, no podíamos hacer cosa ninguna, pues escopetas y ballestas todas quedaban en la puente, y siendo de noche, qué podíamos hacer sino lo que hacíamos, que era arremeter y dar algunas cuchilladas a los que nos venían a echar mano, y andar y pasar adelante hasta salir de las calzadas; y si fuera de día muy peor fuera: y aun los que escapamos fue Nuestro Señor servido de ello. Y para quien no vió aquella noche la multitud de guerreros que sobre nosotros estaban y las canoas que ellos andaban a rebatar nuestros soldados, es cosa de espanto.
Ya que íbamos por nuestra calzada adelante, cabe el pueblo de Tacuba, adonde ya estaba Cortés con todos los capitanes Gonzalo de Sandoval y Cristóbal de Olid y otros de a caballo de los que pasaron delante, decían a voces: Señor capitán, aguárdenos, que dicen que vamos huyendo y los dejamos morir en las puentes; tomémoslos a mamparar, si algunos han quedado y no salen ni vienen ninguno. Y la respuesta de Cortés fue que los que habíamos salido era milagro. Y luego volvió con los de a caballo y soldados que no estaban heridos, y no anduvieron mucho trecho, porque luego vino Pedro de Alvarado bien herido, a pie, con una lanza en la mano, porque la yegua alazana ya se la habían muerto, y traía consigo cuatro soldados tan heridos como él y ocho tlaxcaltecas, todos corriendo sangre de muchas heridas. Y entretanto que fue Cortés por la calzada con los demás capitanes, (y) reparamos en los indios de Tacuba, ya habían venido de México muchos escuadrones dando voces a dar mandando a Tacuba y a otro pueblo que se dice Escapuzalco, por manera que encomenzaron a tirar vara y piedra y flecha, y con sus lanzas grandes; y nosotros hacíamos algunas arremetidas, en que nos defendíamos y ofendíamos.
Volvamos a Pedro de Alvarado; que como Cortés y los demás capitanes le encontraron de aquella manera y vieron que no venían más soldados, se le saltaron las lágrimas de los ojos, y dijo Pedro de Alvarado que Juan Velázquez de León quedó muerto con otros muchos caballeros, así de los nuestros como de los de Narváez, que fueron más de ochenta, en la puente, y que él y los cuatro soldados que consigo traía, que después que les mataron los caballos pasaron en la puente con mucho peligro sobre muertos y caballos y petacas que estaban aquel paso de la puente cuajado de ellos, y dijo más: el que todas las puentes y calzadas estaban llenas de guerreros, y en la triste puente, que dijeron después que fue el salto de Alvarado, digo que aquel tiempo ningÚn soldado se paraba a verlo si saltaba poco o mucho, porque harto teníamos que salvar nuestras vidas, porque estábamos en gran peligro de muerte, según la multitud de mexicanos que sobre nosotros cargaban. Y todo lo que en aquel caso dice Gómara es burla, porque ya que quisiera saltar y sustentarse en la lanza, estaba el agua muy honda y no podía llegar al suelo con ella; y además de esto, la puente y abertura muy ancha y alta, que no la podría salvar por más suelto que era, ni sobre lanza ni de otra manera; y bien se puede ver ahora qué tan alta iba el agua en aquel tiempo y qué tan altas son las paredes donde estaban las vigas de la puente, y qué tan ancha era la abertura; y nunca oí decir de ese salto de Alvarado hasta después de ganado México, que fue en unos libelos que puso un Gonzalo de Ocampo, que por ser algo feos aquí no declaro. Y entre ellos dice: Y dacordársete debía del salto que diste de la puente. Y no declaro más en esta tecla.
Pasemos adelante y diré cómo estando en Tacuba, se habían juntado muchos guerreros mexicanos de todos aquellos pueblos y nos mataron allí tres soldados, acordamos lo más presto que pudiésamos salir de aquel pueblo, y con cinco indios tlaxcaltecas, que atinaban el camino de Tlaxcala, sin ir por el camino, nos guiaban con mucho concierto, hasta que llegábamos a unas caserías que en un cerro estaban, y allí junto un cú, su adoratorio como fortaleza, adonde reparamos. Quiero tornar a decir que seguidos que íbamos de los mexicanos y de las flechas y varas y pedradas que con sus hondas nos tiraban, y cómo nos cercaban, dando siempre en nosotros, es cosa de espantar. Y como lo he dicho muchas veces, y estoy harto de decirlo, los lectores no lo tengan por cosa de prolijidad, por causa que cada vez o cada rato que nos apretaban y herían y daban recia guerra, por fuerza tengo de tornar a decir de los escuadrones que nos seguían y mataban muchos de nosotros. Dejémoslo ya de traer tanto a la memoria, y digamos cómo nos defendíamos.
En aquel cú y fortaleza nos albergamos y se curaron los heridos, y con muchas lumbres que hicimos, pues de comer ni por pensamiento; y en aquel cú y adoratorio, después de ganada la gran ciudad de México, hicimos una iglesia que se dice Nuestra Señora de los Remedios, muy devota, y van ahora allí en romería y a tener novenas muchos vecinos y señoras de México. Dejemos esto y volvamos a decir qué lástima era de ver curar y apretar con algunos paños de mantas nuestras heridas, y como se habían resfriado y estaban hinchadas, dolían. Pues más de llorar fue los caballeros y esforzados soldados que faltaban, que es de Juan Velázquez de León, Francisco de Saucedo, y Francisco de Morla, y un Lares el buen jinete, y otros muchos de los nuestros de Cortés. Para qué cuento yo estos pocos, porque para escribir los nombres de los muchos que de nosotros faltaban es no acabar tan presto, pues de los de Narváez todos los más en las puentes quedaron cargados de oro. Digamos ahora el astrólogo Botello no le aprovechó su astrología, que también allí murió con su caballo. Pasemos adelante, y diré cómo se hallaron en una petaca de este Botello, después que estuvimos a salvo, unos papeles como libro, con cifras y rayas y apuntamientos y señales, que decía en ellas: Si me he de morir aquí en esta triste guerra en poder de estos perros indios. Y decía en otras rayas y cifras más adelante: No morirás. Y tornaba a decir en otras cifras y rayas y apuntamientos: Sí morirás. Y respondía otra raya: No morirás. Y decía en otra parte: Sí matarán. Y de esta manera tenía otra como cifras y a manera de suertes que hablaban unas letras contra otras en aquellos papeles que eran como libro chico. Y también se halló en la petaca una natura como de hombre, de obra de un geme, hecha de baldrés, ni más ni menos, al parecer de natura de hombre, y tenía dentro como una borra de lana de tundidor.
Tornemos a decir cómo quedaron en las puentes muertos así los hijos e hijas de Montezuma como los prisioneros que traíamos, y el Cacamatzin, señor de Tezcuco, y otros reyes de provincias.
Dejemos ya de contar tantos trabajos y digamos cómo estábamos pensando en lo que por delante teníamos, y era que todos estábamos heridos, y no escaparon sino veinte y tres caballos; pues los tiros y artillería y pólvora no sacamos ninguna; las ballestas fueron pocas, y esas se remediaron luego las cuerdas e hicimos saeta. Pues lo peor de todo era que no sabíamos la voluntad que habíamos de hallar en nuestros amigos los de Tlaxcala. Demás de esto, aquella noche siempre cercados de mexicanos y gritas y varas y flechas, con hondas, sobre nosotros, acordamos de salirnos de allí a medianoche, y con los tlaxcaltecas, nuestros guías, por delante, con muy buen concierto caminar, los heridos en medio y los cojos con bordones, y algunos que no podían andar y estaban muy malos a ancas de caballos de los que iban cojos, que no eran para batallar, y los de a caballo que no estaban heridos, delante y a un lado y a otro repartidos. Y de esta manera todos nosotros los que más sanos estábamos, haciendo rostro y cara a los mexicanos, y los tlaxcaltecas heridos dentro del cuerpo de nuestro escuadrón, y los demás que estaban sanos hacían cara juntamente con nosotros, porque los mexicanos nos iban siempre picando con grandes voces Y gritos y silbos, y decían: Allá iréis donde no quede ninguno de vosotros a vida. Y no entendíamos a qué fin lo decían, según adelante verán.
Pues olvidado me he de escribir el contento que recibimos de ver viva a nuestra doña Marina, y a doña Luisa, la hija de Xicotanga, que las escaparon en las puentes unos tlaxcaltecas, y también una mujer que se decía María de Estrada, que no teníamos otra mujer de Castilla en México sino aquella, y los que las escaparon y salieron primero de las puentes fueron unos hijos de Xicotenga, hermanos de la doña Luisa, y quedaron muertas las más de nuestras naborías que nos habían dado en Tlaxcala y en la misma ciudad de México.
Y volvamos a decir cómo llegamos aquel día a unas estancias y caserías de un pueblo grande que se dice Gualtitán, el cual pueblo después de ganado México fue de Alonso de Avila; y aunque nos daban grita y voces y tiraban piedras y vara y flecha, todo lo soportábamos, y desde allí fuimos por unas caserías y poblezuelos, y siempre los mexicanos siguiéndonos, y como se juntaban muchos, procuraban de matamos, y nos comenzaban a cercar y tiraban tanta piedra con hondas y varas y flechas, y con sus montantes. que mataron a dos de nuestros soldados en un paso malo, y también mataron un caballo e hirieron a muchos de los nuestros; y también nosotros a estocadas y cuchilladas matamos algunos de ellos, y los de a caballo lo mismo, y así dormimos en aquellas casas y comimos el caballo que mataron. Y otro día muy de mañana comenzamos a caminar con el concierto que de antes íbamos, y aun mejor, y siempre la mitad de los de a caballo adelante; y poco más de una legua de allí, en un llano, ya que creíamos ir en salvo, vuelven nuestros corredores del campo que iban descubriendo y dicen que están los campos llenos de guerreros mexicanos aguardándonos; y cuando lo oímos, bien que teníamos temor, pero no para desmayar ni dejar de encontramos con ellos y pelear hasta morir. Y allí reparamos un poco y se dió orden como se había de entrar y salir los de a caballo a media rienda, y que no se parasen a lancear, sino las lanzas por los rostros hasta romper sus escuadrones, y que todos los soldados las estocadas que diésemos que le pasásemos las entrañas, y que hiciésemos de manera que vengásemos muy bien nuestras muertes y heridas, por manera que, si Dios fuese servido, escapásemos con las vidas. Y después de encomendarnos a Dios y a Santa María muy de corazón, e invocando el nombre de señor Santiago, desde que vimos que nos comenzaban acercar, de cinco en cinco de (a) caballo rompieron por ellos, y todos nosotros juntamente. ¡Oh qué cosa era ver esta tan temerosa y rompida batalla; cómo andábamos tan revueltos con ellos, pie con pie, y qué éuchilladas y estocadas les dábamos, y con qué furia los perros peleaban, y qué herir y matar hacían en nosotros con sus lanzas y macanás y espadas de dos manos, y los de caballo, como era el campo llano, cómo alanceaban a su placer entrando y saliendo, y aunque estaban heridos ellos y sus caballos, no dejaban de batallar muy como varones esforzados! Pues todos nosotros los que no teníamos caballos, parece ser que a todos se nos ponían doblado esfuerzo, que aunque estábamos heridos y de refresco teníamos otras heridas, no curábamos de apretarlas, por no nos parar a ello, que no había lugar, sino con grandes ánimos apechugábamos con ellos a darles de estocadas. Pues quiero decir cómo Cortés y Cristóbal de Olid, y Gonzalo de Sandoval, y Gonzalo Domínguez, y un Juan Salamanca, cuáles andaban a una parte y otra, y aunque bien heridos, rompiendo escuadrones; y las palabras que Cortés decía a los que andábamos envueltos con ellos, que la estocada o cuchillada que diésemos fuese en señores señalados, porque todos traían grandes penachos de oro y ricas armas y divisas. Pues ver cómo nos esforzaba el valiente y animoso Sandoval, y decía: ¡Ea, señores, que hoy es el día que hemos de vencer; tened esperanza en Dios que saldremos de aquí vivos para algún buen fin! Y tornaré a decir los muchos de nuestros soldados que nos mataban y herían. Y dejemos esto y volvamos a Cortés, y Cristóbal de Olid, y Sandoval y Gonzalo Domínguez, y otros de a caballo que aquí no nombro, y Juan de Salamanca, y todos los soldados poníamos grande ánimo a Cortés para pelear, y esto Nuestro Señor Jesucristo y Nuestra Señora la Virgen Santa María nos lo ponían en corazón, y señor Santiago, que ciertamente nos ayudaba.
Y quiso Dios que llegó Cortés con los capitanes ya por mí memorados, que andaban en su compañía, en parte donde andaba con su grande escuadrón el capitán general de los mexicanos, con su bandera tendida, con ricas armas de oro y grandes penachos de argentería. Y desde que le vió Cortés, con otros muchos mexicanos que eran principales, que todos traían grandes penachos, dijo a Gonzalo de Sandoval y a Cristóbal de Olid y a Gonzalo Domínguez y a todos los capitanes: ¡Ea, señores!, rompamos por ellos y no quede ninguno de ellos sin herida. Y encomendándose a Dios, arremetió Cortés y Cristóbal de Olid y Sandoval y Alonso de Avila y otros caballeros; y Cortés dió un encuentro con el caballo al capitán mexicano, que le hizo abatir su bandera, y los demás nuestros capitanes acabaron de romper el escuadrón, que eran muchos indios, y quien siguió al capitán que traía la bandera, que aún no había caído del encuentro que Cortés le dió. fue Juan de Salamanca, ya por mí nombrado, que andaba con Cortés con una buena yegua overa, que le dió una lanzada y le quitó el rico penacho que traía y se lo dió luego a Cortés, diciendo que pues él lo encontró primero y le hizo abatir la bandera y le hizo perder el brío del pelear de sus gentes, que aquel penacho era suyo; mas desde ha obra de tres años Su Majestad se lo dió por armas a Salamanca, y lo tienen sus descendientes en sus reposteros.
Volvamos a nuestra batalla, que Nuestro Señor Dios fue servido que, muerto aquel capitán que traía la bandera mexicana, y otros muchos que allí murieron, aflojó su batallar, y todos los de a caballo siguiéndolos, y ni teníamos hambres ni sed, sino que parecía que no habíamos habido ni pasado ningún mal ni trabajo; seguimos la victoria matando e hiriendo. Pues nuestros amigos los de Tlaxcala estaban hechos unos leones, y con sus espadas y montantes y otras armas que allí apañaron hacíanlo muy bien y esforzadamente. Ya vueltos los de a caballo de seguir la victoria, todos dimos muchas gracias a Dios que escapamos de tan gran multitud de gente, porque no se había visto ni hallado en todas las Indias, en batalla que se haya dado, tan gran número de guerreros juntos, porque allí estaba la flor de México y de Tezcuco y todos los pueblos que están alrededor de la laguna, y otros muchos sus comarcanos, y los de Otumba y Tepetezcuco y Saltocán, ya con pensamiento que de aquella vez no quedara roso ni velloso de nosotros. Pues ¡qué armas tan ricas que traían, con tanto oro y penachos y divisas, y todos, los más capitanes y personas principales! Allí junto donde fue esta reñida y nombrada batalla, (para en estas partes así se puede decir, pues Dios nos escapó con las vidas) y en un pueblo que se dice Otumba, tienen muy bien pintada esta batalla y en retratos entallada los mexicanos y tlaxcaltecas, entre otras muchas batallas que con los mexicanos hubimos hasta que ganamos a México.
Y tengan atención los curiosos lectores que esto leyeren, que quiero traer aquí a la memoria que cuando entramos al socorro de Pedro de Alvarado, en México, fuimos por todos sobre más de mil trescientos soldados con los de a caballo, que fueron noventa y siete, y ochenta ballesteros, y otros tantos escopeteros, y más de dos mil tlaxcaltecas, y metimos mucha artillería; y fue nuestra entrada en México día de señor San Juan de junio de mil quinientos veinte años; fue nuestra salida huyendo a diez del mes de julio del dicho año; y fue esta nombrada batalla de Otumba a catorce del mes de julio, Digamos ahora, ya que escapamos de todos los trances por mí atrás dichos, quiero dar otra cuenta, qué tantos nos mataron así en México como en puentes y calzadas, como en todos los encuentros y en esta de Otumba, y los que mataron por los caminos; digo que en obra de cinco días fueron muertos y sacrificados sobre ochocientos sesenta soldados, con setenta y dos que mataron en un pueblo que se dice Tustepeque, y a cinco mujeres de Castilla; y éstos que mataron en Tustepeque eran de los de Narváez, y mataron sobre mil y doscientos tlaxcaltecas.
También quiero decir cómo en aquella sazón mataron a un Juan de Alcántara el Viejo, con otros tres vecinos de la Villa Rica que venían por las partes del oro que les cabía, de lo cual tengo hecha relación en el capítulo que de ello trata; por manera que también perdieron las vidas y aun el oro; y si miramos en ello, todos comúnmente hubimos mal gozo de las partes del oro que nos dieron, y si de los de Narváez murieron muchos más que de los de Cortés en las puentes, fue por salir cargados de oro, que con el peso de ello no podían salir ni nadar.
Dejemos de hablar en esta materia y digamos cómo íbamos ya muy alegres y comiendo unas calabazas que llaman ayotes, y comiendo y caminando hacia Tlaxcala, que por salir de aquellas poblazones, por temor no se tornasen a juntar escuadrones mexicanos, que aun todavía nos daban grita en parte que no podíamos (ser) señores de ellos, y nos tiraban mucha piedra con hondas y vara y flecha hasta que fuimos a otras caserías y pueblo chico, porque todo estaba poblado y allí estaba un buen cú y casa fuerte, donde reparamos aquella noche y nos curamos nuestras heridas y estuvimos con más reposo; y aunque siempre teníamos escuadrones de mexicanos que nos seguían, mas ya no se osaban llegar, y aquellos que venían era como quien dice: Allá iréis fuera de nuestra tierra. Y desde aquella poblazón y casa donde dormimos se parecían las serrezuelas que están cabe Tlaxcala, y como las vimos nos alegramos, como si fueran nuestras casas, Pues ¿quizá sabíamos cierto que nos habían de ser leales, o qué voluntad tendrían o qué había acontecido a los que estaban poblados en la Villa Rica, si eran muertos o vivos?
Y Cortés nos dijo, que pues éramos pocos, que no quedamos sino cuatrocientos y cuarenta con veinte caballos y doce ballesteros y siete escopeteros, y no teníamos pólvora, y todos heridos y cojos y mancos, que mirásemos muy bien cómo Nuestro Señor Jesucristo fue servido de escaparnos con las vidas, por lo cual siempre le hemos de dar muchas gracias y loores, y que volvimos otra vez a disminuirnos en el número y copia de los soldados que con él pasamos, y que primero entramos en México cuatrocientos cincuenta soldados; y que nos rogaba que en Tlaxcala no les hiciésemos enojo, ni se les tomase ninguna cosa; y esto dió a entender a los de Narváez, porque no estaban acostumbrados a ser sujetos a capitanes en las guerras, como nosotros. Y más dijo: que tenía esperanza en Dios que los hallaríamos buenos y muy leales, y que si otra cosa fuese, la que Dios no permita, que nos han de tornar (a) andar los puños con corazones fuertes y brazos vigorosos, y que para eso fuésemos muy apercibidos y nuestros corredores del campo adelante.
Llegamos a una fuente que estaba en una ladera, y allí estaban unas como cercas y mamparos de tiempos viejos, y dijeron nuestros amigos los tlaxcaltecas que allí partían términos entre los mexicanos y ellos; y de buen reposo nos paramos a lavar y a comer de la miseria que habíamos habido; y luego comenzamos a marchar, y fuimos a un pueblo de tlaxcaltecas que se dice Guaolipar, donde nos recibieron y daban de comer, mas no tanto, que si no se lo pagábamos con algunas pecezuelas de oro y chalchihuis que llevábamos algunos de nosotros, no nos lo daban de balde; y allí estuvimos un día reposando curando nuestras heridas, y asimismo curamos los caballos. Pues desde que lo supieron en la cabecera de Tlaxcala, luego vino Maseescaci y Xicotenga el Viejo y Chichimecatecle y otros muchos caciques y principales, y todos los más sus vecinos de Guaxocingo, y como llegaron (a) aquel pueblo donde estábamos, fueron (a) abrazar a Cortés y a todos nuestros capitanes y soldados, y llorando algunos de ellos, especial el Maseescaci y Xicotenga, y Chichimecatecle y Tapaneca, dijeron a Cortés: ¡Oh, Malinche, Malinche, y cómo nos pesa de vuestro mal y de todos vuestros hermanos, y de los muchos de los nuestros que con vosotros han muerto! Ya os lo habíamos dicho muchas veces que no os fiaseis de gente mexicana, porque un día o otro os habían de dar guerra; no me quisisteis creer; ha hecho es, no se puede al presente hacer más de curaros y daros de comer. En vuestras casas estáis; descansa e iremos luego a nuestro pueblo y os aposentaremos. Y no pienses, Malinche, que has hecho póco en escapar con las vidas de aquella tan fuerte ciudad y sus puentes, y yo te digo que si de antes os teníamos por muy esforzados, ahora os tengo en mucho más. Bien sé que llorarán muchas mujeres e indias de estos nuestros pueblos las muertes de sus hijos y maridos y hermanos y parientes; no te congojes de ello. Y mucho debes a tus dioses que te han aportado aquí y salido de entre tanta multitud de guerreros que os aguardaban en lo de Otumba, que cuatro días había que lo supe, que os esperaban para mataros; yo quería ir en vuestra busca con treinta mil guerreros de los nuestros, y no pude salir a causa que no estábamos juntos y los andaban juntando.
Cortés y todos nuestros capitanes y soldados los abrazamos y les dijimos que se lo teníamos en merced. Y Cortés les dió a todos los principales joyas de oro y piedras que todavía se escaparon, cada cual soldado lo que pudo; y asimismo dimos algunos de nosotros a nuestros conocidos de lo que teníamos. Pues qué fiesta y qué alegría mostraron con doña Luisa y doña Marina, desde que las vieron en salvamento, y qué llorar y tristeza tenían por las demás indias que no venían, que quedaron muertas, en especial el Maseescaci por su hija doña Elvira, y lloraba la muerte de Juan Velázquez de León, a quien la dió. Y de esta manera fuimos a la cabecera de Tlaxcala con todos los caciques y a Cortés aposentaron en las casas de Maseescaci, y Xicotenga dió sus aposentos a Pedro de Alvarado, y allí nos curamos y tornamos a convalecer, y aun se murieron cuatro soldados de las heridas y a otros soldados no se les habían sanado. Y dejarlo he aquí, y diré lo que más pasamos, que fuimos a la cabecera y mayor pueblo de Tlaxcala y allí supimos que habían venido de la Villa Rica un Juan de Alcántara y otros dos vecinos y que lo l1evaron todo el oro que allí habíamos dejado en salvaguarda, porque traían cartas de Cortés para que se lo diesen; y preguntado cómo y cuándo y en qué tiempo lo llevó y sabido que fue por la cuenta de los días que nos daban guerra los mexicanos, luego entendimos cómo en el camino los habían muerto y tomado el oro y Cortés hizo sentimiento por ello, y también estábamos con pena por no saber de los de la Villa Rica, no hubiesen corrido algún desmán; y luego y en posta escribió con tres tlaxcaltecas. Y en posta fueron y volvieron y trajeron cartas, como no habían tenido guerras, y que su Juan de Alcántara, ni los dos vecinos que enviaron por el oro, que los deben de haber muerto en el camino y que bien supieron la guerra que en México nos dieron porque el cacique gordo de Cempoal se lo había dicho. Y asimismo escribió el Almirante de la mar que se decía Caballero, que ya miraba que no se fuese ningún navío a Cuba, y que de los navíos de Narváez, uno estaba bueno, y que al otro daría al través y enviaría a la gente, y que había pocos marineros porque habían adolecido y se habían muerto, y que ahora escribirían las respuestas de las cartas y que luego vendría el socorro que envían de la Villa Rica. Que muchas veces por nuestro pasatiempo y burlar dellos decíamos: El socorro del Lencero, que venían siete soldados y los cinco llenos de bubas, y los dos hinchados con grandes barrigas. Dejemos burlas y digamos lo que allí en Tlaxcala nos aconteció con Xicotenga el Mozo y de su mala voluntad, que andaba convocando a todos sus amigos y parientes y a otros que sentía que eran de su parcialidad y les decía que en una noche o de día cuando más aparejado tiempo viesen, que nos matasen, y haría amistades con el señor de México, que en aquella sazón había alzado por rey a uno que se decía Coadlavaca, y que, de más desto, que las mantas y ropa que habíamos dejado en Tlaxcala a guardar, y el oro que ahora sacábamos de México, tendrían que robar y quedarían todos ricos con ello.
Y vino a oídos de Chichimecatecle, que era su enemigo mortal del mozo Xicotenga, y lo dijo a Maseescaci; y acordaron de entrar en acuerdo y consultado sobre ello Xicotenga el Viejo y los caciques de Guaxocingo, y mandaron traer preso ante sí a Xicotenga el Mozo, y Maseescaci propuso un razonamiento delante de todos, y dijo que si se les acordaba o habían oído decir que más de cien años hasta entonces que en todo Tlaxcala habían estado tan prósperos y ricos como después que los teules vinieron a sus tierras, ni en todas las provincias habían sido en tanto tenidos, y que tenían mucha ropa de algodón, y oro, y comían sal, y por doquiera que iban sus tlaxcaltecas con los teules les hacían honra, puesto que ahora les habían muerto en México muchos; y que tengan en la memoria lo que sus antepasados les habían dicho, muchos años atrás, que de adonde sale el sol habían de venir hombres que les habían de señorear, y que a qué causa ahora andaba Xicotenga en aquellas traiciones y maldades, concertando de darnos guerra y matarnos, que era mal hecho y que no podía dar ninguna disculpa de sus bellaquerías y maldades que siempre tenía encerradas en su pecho; que ahora que nos veía venir de aquella manera desbaratados, que nos había de ayudar, para que en estando sanos volver sobre los pueblos de México, sus enemigos, quería hacer aquella traición. Y a estas palabras que Maseescaci y su padre Xicotenga el Ciego le dijeron. Xicotenga el Mozo respondió que era muy bien acordado lo que él decía, por tener paces con mexicanos, y dijo otras cosas que no las pudieron sufrir; y luego se levantó Maseescaci y Chichimecatecle y el viejo de su padre, ciego como estaba, y toman a Xicotenga el Mozo por los cabezones y de las mantas, y se las rompieron, y a empujones y con palabras injuriosas que le dijeron le echaron de las gradas abajo, y las mantas todas rompidas, y aún, si por el padre no fuera, le querían matar, y a los demás que habían sido en su consejo echaron presos; y como estábamos allí reunidos y no era tiempo de castigarle, no osó Cortés hablar más. He traído esto a la memoria para que vean cuánta lealtad y buenos fueron los de Tlaxcala y cuánto les debemos, y aun al buen viejo Xicotenga, que a su hijo dizque le había mandado matar, desde que supo sus tramas y traición.
Dejemos esto y digamos cómo había veinte y dos días que estábamos en aquel pueblo curándonos nuestras heridas y prevaleciendo, y acordó Cortés que fuésemos a la provincia de Tepeaca, que estaba cerca, porque allí habían muerto muchos de nuestros soldados y de los de Narváez que se venían a México, y en otros pueblos que están junto de Tepeaca, que se dice Cachula, y como Cortés lo dijo a nuestros capitanes y apercibían a los soldados de Narváez para ir a la guerra, y como no eran tan acostumbrados a guerras y habían escapado de la derrota de México, y puentes, y lo de Otumba, y no veían la hora de volverse a la isla de Cuba, a sus indios y minas de oro, renegaban de Cortés y de sus conquistas, especial Andrés de Duero, compañero de nuestro Cortés. Porque ya lo habrán entendido los curiosos lectores, en dos veces que los he declarado en los capítulos pasados, cómo y de qué manera fue la compañía, maldecía el oro que le había dado a él y a los demás capitanes, que todo se había perdido en las puentes, y como había visto las grandes guerras que nos daban y con haber escapado con las vidas estaban muy contentos y acordaron de decir a Cortés que no querían ir a Tepeaca ni a guerra ninguna, sino que se querían volver a sus casas, que bastaba lo que habían perdido en haber venido de Cuba. Y Cortés les habló sobre ello muy mansa y amorosamente, creyendo de atraerlos para que fuesen con nosotros a lo de Tepeaca, y por más plática y reprensiones que les dió no querían, y después que vieron que con Cortés no aprovechaba sus palabras, le hicieron un requerimiento en forma, delante de un escribano del rey, para que luego se fuese a la Villa Rica y dejase la guerra, poniéndole por delante que no teníamos caballos, ni escopetas, ni ballestas, ni pólvora, ni hilo para hacer cuerdas, ni almacén; que estaban todos heridos, y que no habían quedado por todos nuestros soldados y los de Narváez sino cuatrocientos cuarenta soldados; que los mexicanos nos tomarían los puertos y sierras y pasos, y que los navíos si más aguardaban se comerían de broma; y dijeron en el requerimiento otras muchas cosas, y después que se le hubieron dado y leído a Cortés, si muchas palabras decían en él, muy muchas más contrariedades respondió, y demás de esto, todos los más de los nuestros, de los qUe habíamos pasado con Cortés, le dijimos que mirase que no diese la licencia a ninguno de los de Narváez ni a otras personas para volver a Cuba, sino que procurásemos todos de servir a Dios y al rey, y que esto era lo bueno, y que no volverse a Cuba.
Después que Cortés hubo respondido al requerimiento, y desde que vieron las personas que le estaban requiriendo que muchos de nosotros estorbaríamos sus importunaciones que sobre ello le hablaban y requerían, con no más decir que no es en servicio de Dios y de Su Majestad que dejen desamparado su capitán en las guerras. En fin de muchas razones que pasaron obedecieron para ir con nosotros a las entradas que se ofreciese, mas fue que les prometió Cortés que en habiendo coyuntura los dejaría volver a su isla de Cuba; y no por ello dejaron de murmurar de él y de su conquista que tan caro les había costado en dejar sus casas y reposo, y haberse venido a meter adonde aún no estaban seguros de las vidas; y más decían que si en otra guerra entrásemos con el poder de México, que no se podría excusar tarde o temprano de tenerla, que creían y tenían por cierto que no nos podríamos sustentar contra ellos en las batallas según habían visto lo de México y puentes, y en la nombrada de Otumba; y más decían, que nuestro Cortés por mandar y siempre ser señor, y nosotros los que con él pasamos (porque) no teníamos que perder sino nuestras personas, asistíamos con él, y decían otros muchos desatinos, y todos se les disimulaban por el tiempo en que lo decían; mas no tardó muchos meses que no les dió licencia para que se volviesen a sus casas e islas de Cuba, lo cual diré en su tiempo y sazón.
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