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Capítulo VII

CÓMO LLEGAMOS (A) AQUELLA ISLETA QUE AHORA SE LLAMA SAN JUAN DE ULÚA. Y A QUÉ CAUSA SE LE PUSO AQUEL NOMBRE. Y DE LO QUE ALLÍ NOS ACONTECIÓ

Desembarcamos en unos arenales, hicimos chozas encima de los más altos médanos de arena, que los hay por allí grandes, por causa de los mosquitos, que había muchos. Y con los bateles sondaron muy bien el puerto y hallaron que con el abrigo de aquella isleta estarían seguros los navíos del norte y había buen fondo. Y hecho esto fuimos a la isleta con el general treinta soldados bien apercibidos en dos bateles, y hallamos una casa de adoratorios, donde estaba un ídolo muy grande y feo, el cual le llamaban Tezcatepuca, y, acompañándole, indios con mantas prietas muy largas, con capillas que quieren parecer a las que traen los dominicos o los canónigos. Y aquellos eran sacerdotes de aquel ídolo, que comúnmente en la Nueva España llamaban papas, como ya lo he memorado otra vez. Y tenían sacrificados de aquel día dos muchachos, y abiertos por los pechos, y los corazones y sangre ofrecidos (a) aquel maldito ídolo. Y aquellos sacerdotes nos venían a sahumar con lo que sahumaron aquel su Texcatepuca, porque en aquella sazón que llegamos lo estaban sahumando con uno que huele a incienso, y no consentimos que tal sahumerio nos diesen: antes tuvimos muy gran lástima de ver mUertos aquellos dos muchachos, y ver tan grandísima crueldad. Y el general preguntó al indio Francisco, por mí memorado y que trajimos del río Banderas, que parecía algo entendido, por qué hacían aquello; y esto se lo decía medio por señas, porque entonces no teníamos lengua ninguna, como ya otra vez he dicho, porque JUlianillo y Melchorejo no entendían la mexicana. Y respondió el indio Francisco que los de Cuba los mandaban sacrificar: y como era torpe de lengua, decía: Ulúa, Ulúa, y como nuestro capitán estaba presente y se llamaba Juan, y era por San Juan de junio, pusimos por nombre a aquella isleta San Juan de Ulúa; y este puerto es ahora muy nombrado y están hechos en él grandes mamparos para que estén seguros los navíos para mar del norte, y allí vienen a desembarcar las mercaderías de Castilla, para México y Nueva España.

Volvamos a nuestro cuento. Que como estábamos en aquellos arenales vinieron indios de pueblos comarcanos a trocar su oro de joyas a nuestros rescates; mas era tan poco lo que traían y de poca valía, que no hacíamos cuenta de ello. Y estuvimos siete días de la manera que he dicho, y con los muchos mosquitos que había no nos podíamos valer, y viendo que el tiempo se nos pasaba en balde, y teniendo ya por cierto que aquellas tierras no eran islas, sino tierra firme, y que había grandes pueblos y mucha multitud de indios, y el pan cazabe que traíamos muy mohoso, y sucio de fátulas, y amargaba, y los soldados que allí veníamos no éramos bastantes para poblar, cuanto más que faltaban ya trece soldados que se habían muerto de las heridas, y estaban otros cuatro dolientes, y viendo todo esto por mí ya dicho, fue acordado que lo enviásemos a hacer saber a Diego Velázquez, para que nos enviase socorro, porque Juan de Grijalva muy gran voluntad tenía de poblar con aquellos pocos soldados que con él estábamos. y siempre mostró ánimo de muy valeroso y esforzado capitán, y no como lo escribe el cronista Gómara. Pues para hacer aquella embajada acordamos que fuese el capitán Pedro de Alvarado en un navío muy bueno que se decía San Sebastián, y fue así acordado por dos cosas: lo uno porque Juan de Grijalva ni los demás capitanes no estaban bien con él, por la entrada que hizo con su navío en el río de Papalote, que entonces le pusimos por nombre río de Alvarado, y lo otro porque había venido a aquel viaje de mala gana y medio doliente. Y también se concertó que llevase todo el oro que se había rescatado, y ropa de mantas, y los dolientes; y los capitanes escribieron a Diego V Velázquez cada uno lo que les pareció. Y luego se hizo a la vela, y fue la vuelta de la isla de Cuba, adonde lo dejaré ahora, así a Pedro de Alvarado y a su viaje, y diré cómo Diego Velázquez envió en nuestra busca a un Cristóbal de Olid, persona de valía y muy esforzado, y éste es el que fue maestre de campo cuando lo de Cortés. Y mandó Diego Velázquez que siguiese la derrota de Francisco Hernández de Córdoba, hasta topar con nosotros. Y Cristóba1 de Olid, yendo su viaje en nuestra busca y estando surto cerca de tierra, en lo de Yucatán, le dió un recio temporal, y por no anegarse sobre las amarras, el piloto que traía mandó cortar los cables y perdió las amarras, y se volvió a Santiago de Cuba, donde estaba Diego Velázquez. Y desde que vió que no tenía nuevas de nosotros, si pensativo estaba antes que enviase a Cristóbal de Olido muy mal lo estuvo después que lo vió volver sin recaudo. Y en esta sazón llegó el capitán Pedro de Alvarado a Cuba con el oro y ropa y dolientes y con entera relación de lo que habíamos descubierto. Y desde que el gobernador vió el oro que llevaba el capitán Pedro de Alvarado, que (como) estaba en joyas parecía mucho más de lo que era, y estaban con Diego Velázquez acompañándole muchos vecinos de la villa y de otras partes, que venían a negocios, y después que los oficiales del rey tomaron el real quinto, de lo que venía a Su Majestad, estaban todos espantados de cuán ricas tierras habíamos descubierto, porque el Perú no se descubrió de ahí a veinte años, y como Pedro de Alvarado se lo sabía muy bien platicar, dizque no hacía Diego Ve]ázquez sino abrazarle, y en ocho días tener gran regocijo y jugar cañas. Y si mucha fama tenían antes de ricas tierras, ahora, con este oro, se sublimó mucho más en todas las islas y en Castilla, como adelante diré. Y dejaré a Diego Velázquez haciendo fiestas y volveré a nuestros navíos, que estábamos en San Juan de Ulúa, y allí acordamos que fuésemos más la costa adelante hasta la provincia de Pánuco.

Y luego se tomó consejo sobre lo que se había de hacer, y fue acordadp que diésemos la vuelta a la isla de Cuba.

También decir cómo quedaron los indios de aquella provincia muy contentos y luego nos embarcamos y vamos la vuelta a Cuba, y en cuarenta y cinco días, unas veces con buen tiempo y otras en contrario, llegamos a Santiago de Cuba. donde estaba Diego Velázquez, y él nos hizo buen recibimiento: y desde que vió el oro que traíamos, que serían cuatro mil pesos, y lo que trajo primero Pedro de Alvarado, sería por todo veinte mil; otros decían que era más. Y los oficiales de Su Majestad sacaron el real quinto. Y también trajeron las seiscientas hachas que creímos que eran de oro bajo, y cuando las vieron estaban tan mohosas y, en fin, como cobre que era. Y ahí hubo bien que reír y decir de la burla y el rescate. Y el gobernador estaba muy alegre, puesto que pareció que no estaba bien con el pariente Grijalva, y no tenía razón, sino que Francisco de Montejo y Pedro de Alvarado, que no estaban bien con Grijalva, y también Alonso Dávila ayudó de mala. Y cuando esto pasó ya había otras pláticas para enviar otra armada y sobre quién elegirían por capitán. Y dejemos esto aparte, y diré cómo Diego Velázquez envió a España para que Su Majestad le diese licencia para rescatar y conquistar y poblar y repartir las tierras que hubiese descubierto, y a esta causa envió un su capellán que se decía Benito Martín, hombre de negocios, a Castilla, con probanzas y cartas para don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos y arzobispo de Rosano, que así se nombraba, y para el licenciado Luis Zapata, y para el secretario Lope de Conchillos, que en aquella sazón entendían en las cosas de Indias, y Diego Velázquez les era gran servidor, en especial del mismo obispo. y les dió pueblos de indios en la misma isla de Cuba, que les sacaban oro de las minas; y hacían mucho por las cosas de Diego Velázquez, y en aquella sazón estaba Su Majestad en Flandes.

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